Deverly simpatizaba con todas sus compañeras, también con Lucette a pesar de su silencio. Aprovechó su relación con la caribeña para establecer amistad con la loca de Justine, detalle que esta agradeció sinceramente, y que su amiga de color vio también con buenos ojos. De esta forma, fue ganándose la confianza de ambas amigas.
Aquella noche, que estaba a solas con Justine en el salón de baile, empleó la técnica del halago con el fin de agilizar su lengua.
—Creo que las demás no son capaces de soportar tu perspicacia… —le dijo confidencialmente, sentándose luego a su lado—. Fanny aún te reprocha el que la dejaras en ridículo la noche que llegué a esta casa. Dice que no es cierto que estuvieses hablando con la joven de la buhardilla. Pero ella sabe que es verdad, y le duele que te hayas adelantado.
—Se llama Papilión… y es muy bella.
El rostro inocente de Justine pareció dilatarse de felicidad al hablar de la misteriosa muchacha.
—Sí, lo sé… —Acarició sus mejillas—. Sé que todo es cierto; aunque a veces me cuesta creer que pudieses entrar en su habitación. Sabes que madre es la única que tiene la llave.
—Cierto… la llave —repitió Justine, agachando la cabeza con embarazo.
—Porque tú sabes donde la esconde, ¿verdad?
La interpelada guardó silencio, mordiéndose los labios en un claro gesto de inquietud. Cuando Deverly ya pensaba que la había asustado, logrando que se encerrase en sí misma, su compañera se aventuró a contarle lo que sabía.
—La llave está en la boca del ángel —susurró misteriosa—, pero no se lo digas a nadie. Yo soy la única que puede visitar a Papilión.
Sorprendida por la respuesta, Deverly decidió cambiar de estrategia. No era prudente volver sobre lo mismo.
—También la visita un caballero desconocido tres veces por semana, ¿no es cierto?… Es otro distinto al que venía antes. Eso me ha contado Fanny, quien asegura haberle visto marchar esta noche por la puerta de servicio que hay tras la casa.
La loca se echó a reír.
—Papilión dice que morirá al igual que todos los hombres que se han atrevido a utilizarla. El Demonio de la Inocencia no permite que nadie se le acerque.
Deverly se quedó petrificada al escuchar sus palabras. No hubiese esperado semejante veredicto de una persona tan agradable e ingenua como Justine.
—¿Tú… le conoces? —Titubeó antes de preguntar directa e insistir—: ¿Has visto alguna vez a ese demonio del que hablas?
—Yo no, pero Lucette le vio la otra noche intentando entrar por el patio del jardín. Estaba forzando la puerta que comunica con las callejuelas de atrás. Me lo escribió todo en un papel.
—¿Y qué más te contó de él?
—Dice que es el mismísimo diablo.
Deverly sintió un vacío en el estómago al oír su respuesta, la cual no dejaba de ser escalofriante. Ni siquiera tuvo valor de continuar su interrogatorio. Nadie le había hablado de seres sobrenaturales, ni de criminales capaces de asesinar a los amantes de una vulgar prostituta cuyo nombre era absurdo, y a quien no había visto en su vida. Tendría que hablar de nuevo con el matemático de la Corte para exigirle una explicación. Aunque, para no tener que devolverle los doscientos luises que aceptara como un servicio extraordinario, tuvo que acceder al reto de seguir investigando, y refrenar así el temor supersticioso de admitir como algo cierto semejante dislate.
—Me gustaría conocer a Papilión… —solicitó con suavidad. Tomó la mano de Justine entre las suyas—. Pienso que tú podrías ayudarme.
—¡No… no… no! —negó repetidas veces la loca, siempre con esa entonación de niña que tanto le gustaba a los clientes más ancianos—. El caballero Le Brun se enfurece cada vez que la visito.
—¿El caballero Le Brun? —inquirió, sorprendida.
—Así llama Papilión al espíritu que vive con ella.
Deverly pensó que podría tratarse del caballero que, según Fanny, instalara a su pupila en el prostíbulo.
—Será su protector, supongo… —aventuró con voz cómplice.
Justine la miró a los ojos, creyendo que la idiota en este caso era su amiga.
—Hay ciertas cosas que solo los locos comprendemos.
Entonces se levantó del diván, y fue hacia el espejo que había enclavado en la pared empapelada con tejidos bordados de seda. Después señaló el cristal, extendiendo su brazo diestro.
—El caballero Le Brun le habla desde ahí. Es prisionero de un mundo donde todo está al revés… —Clavó nuevamente sus ojos en Deverly—. Aunque te parezca increíble, vive dentro del espejo —concluyó solemne.
De nada le serviría seguir preguntando. Era obvio que Justine había perdido definitivamente la cabeza.
No obstante, algo en su interior le decía a Deverly de nuevo que aquella mujer no estaba preparada para mentir y que, por lo tanto, su historia bien podía ser cierta.