André Saint-Clair repitió experiencia lúbrica transcurrida una semana. Luego se permitió el lujo de pagar cada dos días para estar junto a ella. Al cabo de un tiempo, después de vivir continuas experiencias sobrenaturales donde el placer del espíritu era alimentado por la gracia de Dios, dejó de ser el mismo. No había vuelto a hacer el amor con nadie, ni a pasear por los jardines del Palais-Royal con ánimo de seducir a vulgares prostitutas, pues el sexo dejó de tener sentido después de la primera vez. El placer extático que le proporcionaban los abrazos de Papilión le hizo ver el mundo de otra manera, llegando a la conclusión de que todo cuanto había experimentado hasta ahora, formaba parte de una parodia ridícula y sin sentido que destruía lentamente su alma. La clave de la satisfacción en su estado más puro, estaba en la sublimidad y casticismo de aquella criatura.
Esa misma noche, tras abandonar el serrallo de Madame Gautier, se dirigió a la isla de la Cité como otras tantas veces. Al pasar frente a Nôtre-Dame recordó el incidente del primer día, cuando creyó oír cierto jadeo inhumano persiguiéndole. Le tranquilizó ver que una pareja de amantes deambulaban por la plaza cogidos de la cintura, excitados por el deseo de encontrarse a solas en la intimidad de la alcoba. También estaba el enorme sacerdote que había junto a la puerta de entrada a la catedral, quien, aunque parecía dormido bajo su capucha, hacía acto de presencia en aquella noche cerrada y de calles desguarnecidas.
Los enamorados pasaron junto a él sin prestarle atención. Su olfato recogió el aroma de la joven y su exquisitez le provocó cierto desasosiego, sentimiento que fue canalizado hacia el centro de su órgano más afectivo: el corazón. Culpó a Papilión de su insolente entusiasmo, pues desde que la visitara por primera vez sintió renovar su sangre y nacer la ilusión, ya casi olvidada, de su inquieta juventud. Su vida sexual había dejado de existir, cierto, pero la espiritual se había triplicado en menos de quince días. Y debido a esta sensibilidad recién adquirida necesitaba reconducir su alma hacia la virtud inefable de Dios, que en cierto modo también se estremecía al admirar la belleza; como la de aquella joven que, complacida, paseaba colgada del brazo de su amante.
Sus ojos se desviaron nuevamente hacia la fachada de la catedral gótica. La imponente figura del monje había desaparecido, y la puerta de entrada al santuario estaba entreabierta. Escuchó una musiquilla extraña que provenía del interior. Atraído por el talentoso sonido de lo que parecía ser una flauta, se acercó tratando de imaginar qué clase de ceremonia podía estar celebrándose a tan altas horas de la noche en el interior de Nôtre-Dame. Se detuvo frente al arco ojival del centro. De las dos puertas de acceso solo una estaba abierta, la de la derecha. Dio unos pasos hasta introducir la cabeza con timidez. No encontró a nadie por la espaciosa sala de la nave central, ni siquiera al clérigo que viera poco antes de pie en los peldaños de la entrada. La iluminación era deficiente; apenas podían apreciarse las alargadas sombras de las columnas y arcadas de elevada altura que escoltaban el camino hasta el presbiterio. Entró sin vacilar, empujado por la curiosidad y el deseo de saber quién podía estar tocando aquel instrumento de viento que le había hipnotizado desde el principio. Tanteando los pilares de volutas góticas, levantados sobre un subsuelo de poca calidad, anduvo en las tinieblas sin detenerse a pensar en las consecuencias.
Ya estaba a medio camino del tabernáculo, cuando escuchó a sus espaldas el golpe seco de la puerta al cerrarse. Se giró sobresaltado, advirtiendo que la música había cesado en el mismo instante en que quedó atrapado en el interior de Nôtre-Dame.
Una figura corcovada cruzó la penumbra, y luego desapareció por una de las naves laterales.
—¿Quién anda ahí? —preguntó el aristócrata con voz autoritaria, creyendo ser víctima de una broma de muy mal gusto.
No hubo respuesta. Tan solo un silencio torvo que cortaba la respiración.
—¿Sois vos, padre? —porfió de nuevo—. Disculpadme si os he molestado con mi presencia, pero no he podido evitar el seguir la melodía y mi curiosidad me ha conducido hasta el interior.
La silueta agazapada del monje atravesó de nuevo la Galería de los Reyes, esta vez por el lado derecho. Se movía con rapidez a pesar de su corpulencia, menoscabada por esa ligera inclinación del cuerpo hacia delante.
En un momento de lucidez, André Saint-Clair comprendió que aquello era algo más que una bufonada. Su imprudencia le había colocado en una posición inminente que le convertía en víctima del enloquecedor juego del gato y el ratón.
—¡Salid, maldita sea, en vez de ocultaros! —chilló aterrorizado, decidido a enfrentarse cara a cara con el desconocido.
Un sonido imperceptible, de respiración discontinua, se fue haciendo más nítido según la difuminada sombra del monje se dirigía hacia él tras surgir de detrás de una columna. El conde de Biron retrocedió unos pasos al confirmar la decisión de aquel individuo de plantarle cara, de quien no esperaba una respuesta tan inmediata. Echó mano del estilete que llevaba escondido en la manga de su casaca, costumbre que adquirió desde que sintiera una presencia ajena e invisible a su lado cada vez que iba a visitar a Papilión. Levantó el arma con el propósito de intimidar a su agresor, más cuando el clérigo echó hacia atrás su capucha sintió flaquear los músculos de su mano. La daga se vino abajo, produciendo un sonido metálico cuyo eco ahogó la exclamación de sorpresa del conde.
—¡Mi Dios! —gimió en voz queda, con un gesto de terror dibujado en su rostro.
Fue lo último que pudo decir antes de que las manos de su agresor se aferrasen con fuerza a su cuello; manos que le elevaron del suelo casi medio palmo a la vez que oprimían su garganta con tosquedad de animal carnívoro.
En breves segundos, sus pies dejaron de danzar en el aire, y se encomendaron a la rigidez de la muerte.