Durante un tiempo, Charles decidió permanecer encerrado en su casa sin hablar con nadie más que no fuesen los criados. El mero hecho de saberse implicado en uno de los logros metafísicos más anhelado por los antiguos alquimistas no le transmitía demasiada confianza. Según las explicaciones de la marquesa de Blanchefort, él era uno de los componentes mágicos a tener en cuenta a la hora de elaborar la mítica piedra de los filósofos. Y lo cierto es que no era muy alentador descubrir que a partir de entonces su vida iba a verse influenciada por un proceso del que aún le quedaba demasiado por conocer.
La magia, la brujería, las órdenes francmasónicas y templarias, eran conceptos que no iban con la naturaleza de su carácter, ni tampoco con su forma de vida. Jamás había participado en uno de esos juegos de espiritismo donde lo más incrédulos aceptaban de forma incondicional el haberse comunicado con sus familiares difuntos, ni le interesaba supeditarse a los ritos de iniciación de doctrinas paganas que rozaban la herejía. Tampoco era demasiado creyente, teniendo una idea de Dios bastante imprecisa desde la adolescencia, quizá por aquello de que a él no le había concedido los mismos dones que al resto de los hombres. En resumen, al margen de su anómala condición sexual no encontró ni un solo motivo razonable para que quisieran implicarle en aquel asunto tan turbio y sombrío que mentalmente calificó de «pantomima».
Observó de nuevo los grabados, aprovechando que el servicio se había retirado a descansar a sus aposentos. Sentado frente al acogedor fuego del hogar, consumido por el cansancio y el sueño, intentó penetrar en el insondable mundo de la filosofía alquímica. Durante un buen rato no hizo otra cosa que mirar detalladamente cada una de las figuras. El Sol, la Luna y las Estrellas… las Tres Fuentes…; dos columnas de humo escaroladas hacia el Cielo…; la Paloma, signo del poder conciliador del Mercurio.
Las estuvo escrutando hasta la saciedad, pues sus ojos se enrojecieron a causa del esfuerzo, intentando en todo momento descubrir el arcano secreto que encerraban los pictogramas. Ya se daba por vencido cuando encontró la afinidad que buscaba entre los dibujos y su propia vida.
—El rey está unido físicamente a la reina… —murmuró para sí, perplejo ante el descubrimiento—. Y ambos sostienen en sus manos una rama con hojas… y en su interior corre la savia… La sangre corre por las venas como la savia lo hace por los filamentos de las hojas. ¡Eso es, la sangre de ambos se entremezcla! Pero… ¿con qué sentido?
Su entusiasmo volvió a desvanecerse. Sin embargo, tuvo la impresión de haberse acercado lo suficiente. Si era verdad que existían más láminas como aquellas, habría de esperar a tenerlas todas en su poder antes de hacer una valoración definitiva. Aventurarse sin pruebas fehacientes no le conducía a nada práctico, pero no dejaba de pensar en el capricho imprevisible y paralelo de su peculiar existencia con aquellos extraños grabados.
Al día siguiente fue en busca de Auguste Rodin, marqués de la Roche, otro de sus viejos amigos. Se desplazó en carruaje hasta el pequeño palacio que aquel poseía al otro extremo del bosque de Boulogne, en los aledaños de Versalles. No tuvo en cuenta que presentarle sus respetos a un conocido, sin antes haber enviado la previa carta de visita, podía resultar un craso error, pues podía darse el caso de que el señor de la casa no estuviera en ese instante. Y eso mismo fue lo que ocurrió.
A pesar del contratiempo, decidió aguardar su regreso disfrutando de la compañía de su hija Juliette, pretendida por el duque de Saint-Denis, y de Margot, esposa del marqués.
Hacía bastantes años que no veía a la pequeña, quien resultó ser ya toda una mujer. En cuanto a Margot, gracias a la vida en el campo, alejada de la Corte, y al arte femenino del maquillaje, la encontró más atractiva que nunca. Ambas dispusieron que debía quedarse a comer, invitación a la que fue imposible negarse. Hubiera sido una descortesía en toda regla.
—Acepto complacido el ofrecimiento —les dijo mientras daban un paseo por los jardines exteriores de la hacienda—, siempre y cuando el maître sea de vuestra entera confianza.
Las mujeres rieron al unísono, criticando el exquisito paladar de su contertuliano.
—Sois un exigente —bromeó Juliette, jugando con las varillas de nácar de su abanico—, y eso me lleva a pensar que los ingleses os han debido conquistar el estómago con sus recetas culinarias y, además, lavado el cerebro con sus delirios de grandeza.
—El inglés es un personaje que presume de la buena cocina, aunque en casa de Guercbi, el embajador francés a cuyas órdenes estuve supeditado los primeros años, tuve ocasión de escuchar como el duque de Westminster elogiaba la gastronomía de nuestro país de forma encarecida.
—Eso le honra.
—No tanto cuando criticó los devaneos de nuestro rey con la condesa Du Barry, atreviéndose a decir que peligraba la Corona a causa de la nefasta política llevada a cabo por el triunvirato.
—¡Qué ignominia, opinar que la monarquía se tambalea cuando son los primeros en tener problemas con sus colonias en América! —exclamó irritada Margot, haciéndose cumplido eco de las inquietantes noticias que llegaban de ultramar.
—Así son de jactanciosos —afirmó el caballero d’Éon con mirada condescendiente—. Se arrogan el derecho de enjuiciar nuestra política al tiempo que en los muelles de Boston corre el rumor de que piensan tirar al mar cualquier carga que proceda de las bodegas de un barco inglés.
—Alguien debería auxiliar a esos pobres colonos. —Fue la opinión de Juliette.
Charles aprovechó las últimas palabras de la joven para hacer una leve introducción a su madre sobre el auténtico motivo que le había conducido hasta allí.
—Ya que hablamos de ayuda… necesito la de vuestro esposo.
La marquesa se temió lo peor. Tener que autorizar un préstamo no iba con su carácter. A pesar de todo, haría lo posible por aquel hombre, que años atrás alimentara su ardiente imaginación, y al que no fue capaz de entregarse porque algo en él le provocaba cierta incomodidad inexplicable.
—Decid en confianza de qué se trata, y tal vez pueda conseguir respuesta a vuestra demanda.
Se detuvieron bajo la sombra de un viejo roble. Juliette, discreta, aprovechó para retirarse a jugar con los perros que les acompañaban en el relajante paseo.
—Sé que Auguste pertenece a la Fraternidad de los Rosa cruces, al igual que la marquesa de Blanchefort y otros nobles aristócratas. No es que me importe, pues yo siempre he sido un escéptico… —admitió con media sonrisa—. Pero ahora necesito conocer ciertos detalles relacionados con los ritos de la logia.
—No creo que eso sea posible… —Margot ofreció esa estricta respuesta—. La ceremonia de iniciación no es un juego que se preste al interés de cualquiera. Veréis… Hay demasiado humanismo debajo de todas esas reuniones secretas adornadas con signos cabalísticos y cruces con rosas.
—Creo que no me he expresado bien… No deseo alimentar mi curiosidad, ni ser un noviciado. Lo que trato de averiguar es el significado de estos dibujos. —Desenrolló las hojas que llevaba en sus manos, mostrándoselas a la marquesa.
—Es la primera vez que veo algo parecido —reconoció ella sin demasiado interés—. Se dirían sacados de un libro antiguo, quizá de nigromancia.
—Según mis averiguaciones, estaríamos hablando de un ritual ligado estrechamente a la Fraternidad.
A Margot no le gustó la intromisión de su huésped, aunque hizo un gran esfuerzo por disimularlo.
—Os han informado mal. Conozco los ritos y costumbres de la logia, y no se ajustan en nada a la representación de estos grabados… —Se los devolvió esbozando una mueca de desacuerdo—. Pero estoy segura de que Auguste intentará desentrañar el acertijo. Le encantan los misterios.
La marquesa dio por finalizado el coloquio, llamando a su hija con el fin de regresar a casa. Charles lamentó su falta de tacto y también su precipitada confesión. Pensar que le sería más fácil confiarse a una mujer fue un error que lamentó el tiempo que tardaron en volver.
Todo quedó olvidado cuando vieron llegar el carruaje del marqués por el camino central de la hacienda. Se acercaron para recibirlo. La primera fue Margot, manifestando su alegría por el feliz reencuentro tras varios días de separación; luego su hija, a quien tímidamente le satisfizo ver que a su padre le acompañaba su pretendiente, el duque de Saint-Denis. Finalmente, el caballero d’Éon le presentó sus respetos a ambos aristócratas de forma estricta y marcial.
El marqués de la Roche era un hombre de un natural optimista y amigo del buen humor. Locuaz y divertido, cuando no exageradamente caricaturesco en los debates que mantenía con los filósofos de la Corte, disfrutaba como un niño con los juegos que solía celebrar el rey en su impresionante palacio de Versalles. Presumía de sincero, y censuraba a quienes calificaba de «hipócritas y enemigos de la verdad». Eso le convertía en un ser honesto, cualidad que motivó su retiro voluntario a las afueras de París antes de que su abnegado espíritu se viera corrompido por la envidia reprimida de algunos cortesanos.
Tras los saludos y besamanos que eran de rigor entre personas educadas, el grupo de cinco decidió entrar en la casa y sentarse a la mesa antes de que se enfriara la comida. Degustaron primero faisán frío, y luego lechón de Sajonia con compota de nueces y cerezas, acompañado de un vino tinto de Burdeos que consiguió sonrojar las mejillas de los comensales. Luego, tras los postres, compuestos por pasteles de esturión y bizcochos con miel, Auguste se disculpó ante su familia y el duque de Saint-Denis, retirándose para hablar a solas con su viejo amigo, al que hacía años que no veía. Pero antes incitó al joven aristócrata a que invitase a Juliette a pasear por los jardines de alrededor. Sabía la ilusión que le hacía a su hija estar a solas con su futuro esposo.
Ya en la biblioteca, acomodados uno frente al otro junto a la chimenea adornada con trofeos de caza mayor, el marqués invirtió su carácter afable por otro más crítico.
—Me sorprende que sigas vistiendo de hombre… —abrió una cajita de porcelana de Meissen, y aspiró un poco de rapé—. Creí que Su Majestad te había prohibido hacerlo.
—He tenido que soportar el ir vestido de mujer durante muchos años, demasiados a mi parecer… —su frente se llenó de arrugas—. Creo que me he ganado un descanso después de lograr la firma de un tratado con Rusia, que beneficia sobre todo a Francia, y haber castigado a los ingleses con un escándalo en el cual se vio implicada su reina.
—¿Es cierto que el rey de Inglaterra te encontró en los aposentos de su esposa? —el anfitrión volvió a sonreír al imaginar la escena. Por otro lado, quería verificar el comentario que en secreto le confesara uno de los ministros más chismosos de la Corte.
Charles rememoró brevemente aquel comprometido pasaje de su vida. En cierta ocasión, años atrás, la reina Sophie-Charlotte le mandó llamar a media noche. Su hijo, el príncipe de Gales, estaba gravemente enfermo, con fiebres muy altas, y ella se obstinó en pensar que solo él podía ayudarle. Por desgracia, uno de los asistentes informó al rey, quien se presentó de inmediato en el dormitorio de la reina. Le sorprendió encontrar a un hombre a solas con su esposa. Pero Cockrell, dama de compañía de la soberana, para salvar a su ama y también al hijo de esta, le confesó al rey George III que el caballero d’Éon era en verdad una mujer disfrazada de hombre, y que si no creía sus palabras, solo debía preguntarle al rey Luis XV de Francia. Y así lo hizo, obteniendo la misma respuesta, por lo que desde entonces también en Gran Bretaña e Irlanda tuvo que dejar de vestir de hombre para hacerlo como mujer.
—Preferiría no hablar más de ello. Pero debido al afecto que nos une te diré que todo rumor esconde algo cierto.
El marqués aceptó sus excusas al reconocer la naturaleza irreverente del comentario, afirmando en silencio con un gesto comprensivo que denotaba su falta de delicadeza.
—En realidad, no he venido hasta aquí para hablar de mi vida pasada —continuó diciendo Charles de Beaumont—, sino de algo que tiene relación con la Fraternidad de los Rosacruces… —carraspeó un poco antes de continuar—: Hace unos días me entregaron dos hojas de un libro donde se recoge el inicio de una extraña ceremonia. La marquesa de Blanchefort los ha reconocido como parte de un ritual alquímico; y lo que es peor, piensa que yo podría ser un elemento esencial que establecería la transformación.
—¿De qué transformación hablas?
—No estoy seguro, pero tal vez la conversión de un metal empobrecido en oro. Afirma que los grabados describen cómo conseguir la Piedra Filosofal.
—¡Eso es absurdo! —exclamó el dueño de la mansión—. La Piedra de los filósofos no existe más que en la imaginación calenturienta de los alquimistas sopladores de botellas.
—¿Te parece esto un disparate? —le mostró las páginas del libro.
Por segunda vez fueron estudiadas las figuras, mas en esta ocasión el aristócrata las reconoció de inmediato.
—¡Dios mío, qué tenemos aquí! —tragó saliva—. ¡Pero si es el Rosarium Philosophorum! —Auguste Rodin se revolvió en su asiento, inquieto a la vez que emocionado—. Se trata de una obra anónima de carácter esotérico, iluminada con diversos grabados de la época. Se editó en Frankfurt hacia el año 1550, aunque en realidad es algo más antiguo. Las escenas están basadas en el poema Sol y Luna, la auténtica Biblia de los alquimistas. ¡Oh, cielos… y yo que creía ser el único de todo París que tenía un ejemplar de la primera edición!
—¿Hay aquí un libro igual, en esta casa? —Charles, atónito, no daba crédito a las palabras de su amigo.
—¡Por supuesto que sí! Concretamente está en el mueble que hay a tu espalda.
El visitante se giró llevado por la excitación, observando los volúmenes polvorientos apilados en las estanterías.
—Si es así, te rogaría que me lo prestases durante unos días… —solicitó ansioso. Después de unos segundos de silencio recuperó su postura, ajustándose el uniforme—. Prometo cuidar de él, y devolvértelo en perfecto estado.
—No hay ningún inconveniente; solo has de ayudarme a encontrarlo. Hace años que no lo consulto.
Se pusieron en pie, yendo hacia la biblioteca personal de Auguste, que sin ser tan profusa como la de la marquesa de Blanchefort resultó más provechosa. Estuvieron buscando entre los textos de filosofía y alquimia, ya desvaídos por los años, mas al poco descubrieron que en lugar del susodicho tratado había un hueco que evidenciaba su desaparición.
—¡Qué extraño! ¿Quién lo habrá cogido de su sitio? —desconcertado, el marqués miró a su huésped buscando una respuesta.
El caballero d’Éon no supo qué responderle. La esperanza de adelantarse al enigma se vio truncada al descubrir que alguien tenía la intención de dosificar sus investigaciones con el fin de mantener una pauta.
Fue entonces cuando comprendió realmente que no se trataba de un juego.