Capítulo 18

Lucette

Aquella misma noche, mientras todas dormían, Lucette aprovechó para llevar a cabo el ritual de invocación de los espíritus. Elegbá tenía necesidad de un sacrificio: la inmolación de un animal para saciar su sed de sangre.

Se deslizó sigilosa hasta el jardín, llevando oculta bajo la capa una gallina que comprara días atrás en Les Halles. En el exterior, el viento agitaba las ramas más altas de los árboles haciendo de la hojarasca una lluvia singular de naturaleza muerta. El gemido del aire presagiaba tormenta para antes del amanecer, a lo cual también contribuía el color amarillento de las nubes que cubrían los cielos de París. Tales portentos no desalentaron a la caribeña. Eran signos propicios que debían custodiar la ceremonia.

Se situó al otro extremo del jardín, muy cerca de los muros que lo circundaban. Desde allí era imposible que pudiesen verla a través de los ventanales de los distintos aposentos que se asomaban al exterior, por la zona sur. Antes de nada dejó a un lado la pequeña jaula donde iba el animal, quien cloqueaba levemente en las sacudidas, ajeno a su macabro destino.

La mulata dibujó en el suelo dibujos propios de un culto ancestral. Tras efectuar la danza negra alrededor de los signos, se dejó caer de rodillas. Al poco entró en trance, exteriorizando sonidos guturales que brotaban de una garganta sin voz. Comenzó a sudar de forma copiosa, y las pupilas buscaron el cielo de los párpados hasta que sus ojos quedaron completamente en blanco. En ese momento de éxtasis religioso abrió la portezuela de la jaula y extrajo la gallina, aferrándola con fuerza del cuello. Un tirón bastó para arrancárselo, salpicando sus manos de sangre. Una vez que soltó su cuerpo, el animal salió corriendo hasta que cayó muerto a pocos metros de la puerta que daba a la calle de atrás. Lucette olvidó aquel detalle, y procedió a beberse el líquido espeso y dulzón que goteaba del cuello cercenado.

Giró su cabeza al escuchar el jadeo mortuorio de alguna extraña criatura al otro lado del muro. Pensó que podría ser un ladrón acechando en la oscuridad con la esperanza de entrar en la casa de citas carnales. Recogió sus abalorios de brujería, incluido el cuerpo aún tibio de la gallina. Lo arrojó todo dentro de la jaula, volviéndolo a tapar con su capa. Después fue hacia un olmo plantado a seis pasos de la pared medianera. Miró hacia arriba, calculando la longitud de las ramas más robustas y seguras. De un salto se aferró al tronco, y trepó como pudo, en total silencio.

Camuflada entre la fronda, la meretriz nacida en el Caribe pudo distinguir la silueta de un clérigo con el capuz cubriendo su cabeza. Tenía el cuerpo inclinado hacia delante, por lo que no pudo verle el rostro a pesar del resplandor lunar que bañaba su oscura silueta. Parecía enfurecido por alguna extraña razón, gruñendo incongruencias que no llegó a apreciar debido a la distancia que había entre ambos. Por lo visto, intentaba forzar la cerradura de la puerta con el firme propósito de penetrar en el jardín.

Lucette se quedó helada al comprender cuáles eran sus intenciones. Su corazón latía desenfrenado a causa del temor de ser sorprendida allá arriba, espiando sus movimientos. Y fue al descender con lentitud, con el fin de volver a su habitación y alertar a las demás, cuando partió en dos una rama seca que no pudo soportar el peso de su cuerpo. Al sentir el crujido, el corcovado alzó la mirada, descubriendo a Lucette, la cual tuvo la oportunidad de contemplar ahora su rostro. Aterrorizada por la visión, no tuvo más remedio que dejarse descolgar, cayendo de bruces contra el suelo. Se afianzó con obcecación a la jaula donde guardaba sus amuletos tribales, tras lo cual corrió con desesperación hacia la casa. Y a pesar de que le era imposible hablar, en su garganta se hacinaban los gritos insonoros de quien ha visto de cerca al diablo y ha conseguido salvar su alma.