Gustave abandonó el despacho del procurador general del rey con un amargo sabor de boca. El hecho de que Monsieur Joly de Fleur desaprobara su iniciativa de imprimir panfletos con la descripción que poseían del criminal —gracias a un testigo admisible en cuanto a prestigio—, le llevó a pensar que al margen de la discreción cortesana existía un motivo de mayor envergadura que le obligaba a mantener el caso dentro de un círculo de investigación muy restringido.
Se sentía impotente ante el predominio autoritario del altivo procurador. De nada le sirvió exponerle su estrategia para cazar al asesino antes de que este volviera a actuar. Lo único que parecía importarle era vigilar a la prostituta que había conquistado el amor de Asmodeus, directriz que no se ajustaba del todo al procedimiento policial. Y aunque reconoció que no era normal mantener encerrada en la buhardilla a la joven, eso no quería decir que fuera una vulgar delincuente.
Así las cosas, Gustave Marais dejó a un lado la ineficacia de su superior, y se centró en otro de los detalles a tener en cuenta: la reseña explicativa del individuo que vio cómo el asesino abandonaba la escena del crimen, un caballero de la alta burguesía que dijo distinguir en la oscuridad de la noche a un hombre corpulento vestido con hábito monacal y con el cuerpo ligeramente echado hacia delante. No es que fuera mucho, pero ya había por dónde empezar.
Durante varios días estuvo visitando pequeños conventos e iglesias en busca de clérigos jorobados, o en su defecto, aquejados de alguna enfermedad relacionada con la espalda; incluso frecuentó los sanatorios mentales, por si se había producido alguna fuga o despido reglamentario de alguien obsesionado con la religión. Al cabo de un tiempo tuvo que reconocer lo infructuoso de la búsqueda, admitiendo que donde únicamente podría averiguar la verdad sería en el prostíbulo de la Gautier, pues al margen de la vida privada del tal Asmodeus, inviolable según la opinión del procurador general, no existían más indicios que los que pudiera conseguir gracias a la complicidad de la joven Deverly; su amante y confidente.
Aquella misma noche decidió acudir a su cita semanal llevando consigo una bolsa con doscientos luises. Había que cumplir las promesas, y por otro lado, no le importaba dilapidar los seis mil que tenía como presupuesto para financiar sus investigaciones. Siempre pensó que aquello era demasiado dinero, bastante más de lo que se podía esperar del confesor privado de la princesa, quien no era cardenal ni obispo, ni ostentaba prelatura alguna. Pero el hecho de que se lo regalaran colmaba todas sus expectativas de llevar una vida fácil y placentera, como la que esperaba iniciar junto a su amante.
Volvieron a verse, tal y como le había prometido, y de nuevo se entregaron al abuso del placer como dos adolescentes; mas consumido el deseo no tuvieron más alternativa que acomodarse sobre las sábanas, y centrar su atención en lo que realmente les importaba. Había llegado el momento de las confidencias.
—Espero que tengas algo importante que contarme —comenzó diciendo Gustave sin mucho interés, observando su imagen desnuda en el espejo que colgaba del techo—. Mi amigo, a través de un emisario, me ha hecho saber que espera con ansiedad noticias mías. Quiere que sea explícito y que no le oculte ningún detalle, por lo que he de justificar de algún modo el dispendio de su oro antes de que cambie de opinión y se decida a investigar por su cuenta. De ser así, dejaríamos pasar la oportunidad de enriquecernos a su costa.
—Tened por seguro que no os marcharéis con las manos vacías —afirmó Deverly, que acariciaba sus cabellos con devoción, sintiéndose cada vez más atraída y enamorada de aquel singular hombre—. La otra noche se me olvidó contaros cierto pormenor al que previamente no le di mucha importancia, pero luego pensé que os podría ser de provecho.
Gustave se incorporó sobre la almohada, guiado por el interés.
—Continúa… —la alentó a seguir hablando.
—Minutos antes de que vinieseis a verme, Fanny convocó a las demás, a su alrededor, con el fin de narrarles lo que sabía de aquella joven misteriosa. Lulú y yo nos mantuvimos al margen, pero pudimos escuchar claramente sus palabras… Por lo visto, llegó una noche en compañía de un enigmático caballero, hace ya más de un mes. La madre abadesa los recibió en su despacho, donde estuvieron hablando a solas hasta la madrugada. Luego el caballero se marchó, dejando a su pupila bajo la dirección de esta casa.
—Y esa tal Fanny… ¿reconoció estar presente durante la entrevista?
—Se limitó a espiar por la mirilla de la puerta de su habitación, que por ser sobrina de la Gautier sus aposentos se hayan uno frente al otro. Ni siquiera pudo ver su rostro al tenerla de espaldas… —la fulana torció el gesto—. Sin embargo, la loca de Justine afirmó haber estado una vez en presencia de la joven. Dijo que hablaron durante horas, y que incluso le confesó su nombre: Papilión. Ninguna de mis compañeras creyó en sus palabras, aunque sí hubo quien dijo que todo era producto de su locura. Aun así, si queréis saber mi opinión, estoy segura de que decía la verdad. Esa mujer puede tener entorpecido el cerebro, pero en el fondo es tan inocente como una niña pequeña. Es incapaz de mentir.
El policía reflexionó unos segundos en silencio. Más tarde, tras ordenar las ideas en su cabeza, prosiguió con el sutil interrogatorio.
—Si, tal como afirmas, la madre abadesa tiene encerrada a la joven en la buhardilla, y por otro lado la tal Justine consiguió entrevistarse con ella, debe ser porque tiene copia de la llave o sabe dónde conseguirla.
—Pues ahora que lo decís, pudiera ser cierto. ¡Y ni siquiera se me ha ocurrido preguntarle! —se recriminó ella al haber sido tan estúpida y no haberlo pensado a tiempo.
—Debemos hacer que hable, convencerla de algún modo para que nos explique cómo lo hizo… —Gustave se colocó las calzas y las medias tras ponerse en pie—. Eso facilitaría nuestra labor.
—Dejadlo de mi cuenta.
—¿Podrás hacerlo?
—Reconozco que no será fácil, pues Lucette se arroga el derecho de ser su ángel guardián. Ni por las noches la deja a solas.
—Espero que esto recompense tu esfuerzo. —Le lanzó la bolsa con los doscientos luises, la cual fue aprehendida en el aire del mismo modo que las aves rapaces atrapan al vuelo a sus presas.
—Os puedo asegurar que a partir de hoy pongo mi vida a vuestro servicio. Quedad tranquilo; no os defraudaré.
—No espero menos de ti —le advirtió él con énfasis, terminando de vestirse.
Ya se marchaba de la habitación cuando la voz de ella le detuvo frente a la puerta.
—¡Esperad un momento! —exclamó la joven, yendo tras él completamente desnuda—. Hay algo más que he de contaros… Veréis… La misma noche que me presentaron a mis nuevas compañeras, Aspasia, la veneciana que es amante del noble español, le preguntó a Charity por qué no estaba presente la madre abadesa, como es habitual en estos casos. La vieja le contestó diciendo que estaba ocupada con un caballero que se hallaba de visita en nuestra casa. Cuando Marie quiso saber los motivos de que no estuviera en el salón de baile, escogiendo de entre una de nosotras para pasar la noche, la respuesta fue concisa y a la vez sarcástica… Dijo que disfrutaba de una compañía mejor que la suya. Al marcharse comenzaron las especulaciones, pero en lo que todas estuvieron de acuerdo es que no pasó la noche precisamente con la Gautier.
—¿Quieres decir que el hueco dejado por Asmodeus ha sido suplantado por otro hombre? —Aquello le interesaba, mas intentó comportarse con naturalidad; sorprendido, pero no afectado.
—Pudiera ser, no estoy segura.
—Averígualo ya —ordenó tajante.
Y con esto Marais puso punto y final a la conversación, saliendo del dormitorio tras darle un beso en los carnosos labios.
Ninguno de los dos percibió el leve movimiento de los gruesos cortinajes que había al otro lado de la cama; ni tan siquiera llegaron a sospechar que allí mismo, oculta en las sombras, se escondía la figura anónima de una mujer, la cual se marchó por un pasadizo camuflado tras los muros de la alcoba.