Capítulo 13

La primera vez

Era la tercera vez que golpeaban la puerta. Charity no tuvo más remedio que levantarse de la cama antes de que el eco trepidante de los golpes derribara alguna de las vigas de la casa. Se preguntó dónde estaría madre, maldiciendo en voz baja su mala suerte, pues ya el sueño velaba sus ojos cuando vinieron a importunarla y difícil le sería recuperarlo de nuevo. Se echó sobre los hombros un batín arrugado y descosido que había sobre una silla, y legañosa fue a ver quién ahuyentaba a los demonios con sus sacudidas a tan altas horas de la noche.

Abrió sin requerir contraseña antes de que el efusivo cliente le obsequiara con un cuarto bastonazo. Frente a sí vio a un joven apuesto que la miraba a su vez con denotado disgusto.

—Ya me marchaba… —le recriminó él con aspereza, expresando su malestar—. Creí no ser bien recibido.

—Vos sois… —La anciana hizo un gesto con su mano, como si estuviera a punto de recordar el nombre del caballero.

—El señor Cottel —refrescó él su memoria con el fin de presentarse, descubriéndose la cabeza por cortesía—. Y además, tengo cita para esta noche con una joven que, a buen seguro, habrá reservado Madame Gautier para mí.

—¡Ah, sí… el matemático! —la vieja exclamó con grata sorpresa, permitiéndole la entrada—. Aunque siempre imaginé que seríais algo mayor. Quiero decir…

Se mordió la lengua al valorar la insolencia del comentario ante un caballero. Gustave le privó del compromiso de tener que disculparse.

—En realidad tengo sesenta años, pero un elixir de mi invención me mantiene eternamente joven… —no pudiendo reprimir una sonrisa irónica, le entregó su sombrero y el bastón guiñándole un ojo cómplice.

La matrona aceptó la broma como tal, depositando el báculo en un bastonero de porcelana china, y el sombrero en la percha que había junto a la cornucopia que adornaba el vestíbulo. En ese instante apareció la dueña del lupanar.

A partir de entonces todo se desarrolló como de costumbre. Ella se encargó de despedir a la vieja Charity, y acompañar a su huésped a otro de los salones dispuestos en la parte baja del edificio, donde recibía a los clientes de menos confianza. Le dio conversación con el sano propósito de conocerle más a fondo y sonsacarle algunos de los cotilleos propios de palacio, recordando aquello tan básico de que «la información es poder», que una vez le susurrara al oído su buen amigo Denis Diderot; fue tras una noche deliciosa en la que él no se cansó de repetirle lo útil que le resultaría a la ciencia el uso de su Enciclopedia. Luego le propuso cambiar sus atuendos por los de un pastor de la antigua Grecia, asegurándole que en el salón de baile una ninfa de lo más atractiva aguardaba ansiosa la llegada de su particular Adonis. Seis luises fueron suficiente estipendio para colmar las expectativas de la madre abadesa.

Marais entró en la sala principal con pleno dominio de su constancia, decisión y entusiasmo, para dar mayor realismo a su papel. El cuarto no recibía más luz que la proporcionada por unas bujías que colgaban del techo, rodeadas por sedas negras que lograban crear un ambiente etéreo y exquisito a la par que elegante. Pudo ver en las paredes estampas lúbricas de posturas lascivas, escenas que encendían la imaginación del cliente y estimulaban sus deseos. Entre los asiduos llegó a reconocer al obispo de Rennes, a pesar de ir vestido de mosquetero. Por su rostro se diría que le interesaba bastante la conversación que le proporcionaba una joven y atractiva rubia que mantenía erecto su pecho dentro del provocativo escote. También advirtió la presencia del marqués de Romey, disfrazado de marino mercante, quien tonteaba con una muchacha de pelo castaño que se traía cierto parecido con la dueña del burdel. A continuación vio a tres elegantes cortesanos, dos hombres y una mujer, susurrándose confidencias al oído que eran avaladas por las caricias correlativas de sus manos. Debía ser muy placentero el entretenimiento cuando ninguno parecía tener celos del tercero en discordia. Al pasar junto a ellos descubrió perplejo que se trataba de dos mujeres con atuendos de hombre, y un apuesto galán vestido de mujer.

«¡Que extravagancia!», pensó mientras buscaba entre los demás personajes a la joven que le habían reservado.

La encontró al fondo, recostada en una chaiselonge tapizada con telas bordadas de Beauvais. Estaba sola, ya que las demás se prostituían cada cual en su dormitorio; a excepción de las ya citadas, allí se encontraban Aspasia, que aguardaba impaciente la visita del conde de Aranda, y la circunspecta Lucette, apenas imperceptible en la oscuridad debido al color de su piel y al negro de su vestido.

Armándose de valor, el recién llegado fue a su encuentro con el firme deseo de seducirla. Sabía por experiencia que una mujer enamorada solía ser menos discreta y más propensa a expresar sus sentimientos. Y eran el comadreo y los chismes, amén de la confianza, la base principal de su investigación.

—En nada se ha exagerado tu belleza y juventud… —afirmó con convicción. Después tomó su mano y la besó con delicadeza—. Tales dones no pueden venir si no es por concesión de la Providencia; por lo que me animo a pensar que eres lo más parecido a un ángel caído del Cielo.

—Vos sois en este caso la causa de mi destierro —le respondió ella de igual forma, con galantería, recogiendo los pies para que su circunstancial amante pudiera sentarse a su lado.

Y así lo hizo, inclinándose sobre ella a la vez que apoyaba su mano izquierda sobre la sinuosa curva de su cadera; un idílico cuadro de dos seres mitológicos retornando de las cenizas del tiempo.

Gustave tuvo que reconocer su atractivo. Le llamó la atención ese olor a pureza que desprendía su cuerpo, tan difícil de encontrar en aquellos días. Su cabello rojizo se le antojó un halo luminiscente debido a la penumbra. Fue un efecto óptico que le cautivó de inmediato, despertando su interés por la muchacha. Esto le permitió seguir adelante con su trabajo sin remordimientos porque… ¿acaso no era aquello un asunto de Estado? Pues bien, que el Estado corriese con los gastos de tan encantadora pantomima.

Estuvieron charlando alrededor de media hora, bromeando entre besos y caricias, aunque sin perder nunca la compostura. Vieron bajar a Justine en compañía de un jorobado con trazas de usurero, y ninguno de los dos, por ser primerizos en el lugar, supo si se trataba de un disfraz o era auténtico su distintivo. Para entonces, ya habían llegado el conde de Aranda y un anciano, vestido de sastre, que encontró en el obligado silencio de Lucette los elogios que, paradójicamente, andaba buscando.

Era el momento ideal para refugiarse a solas en la intimidad de un cuarto. En eso estuvieron los dos de acuerdo.

Deverly le ofreció a tan ilustre caballero todo el conocimiento de su arte, y él, a cambio, su fogosidad endiosada. Sobre un lecho de seda carmesí, circundado de transparencias que colgaban del dosel, se entregaron a la voluptuosa lucha del fanatismo carnal entre los sexos. Los espejos que colgaban del techo reprodujeron fielmente la escena de los amantes, y asimismo la de aquel delicioso boudoir donde cada objeto parecía retener el tiempo a su capricho. Se jactaron de sus cuerpos concluido el primer encuentro, elogiando con miradas impertinentes lo más bello del otro. Se susurraron palabras de supuesto amor que incitaban de nuevo al deseo; no obstante, prefirieron prolongar el prurito de la vehemencia. Después, sin saber cómo, olvidaron el verdadero papel que estaban representando para caer de lleno en las redes de la idolatría. Sus vidas acababan de encontrarse, difícil les sería escindirlas ahora.

—¿En qué pensáis? —Fue Deverly quien rompió el silencioso pacto de cruce de miradas.

—En mi mente no existe más visión que tu rostro… —Acarició las mejillas de su amante con la delicadeza de un niño—. Y mi único temor es dejar de admirarlo.

—Sepa vuestra merced que el sentimiento es recíproco… —Ella se avergonzó al reconocerlo—. Y que en esta casa se os puede reservar el derecho a verme cuando gustéis. Incluso podéis comprar mi tiempo de forma indefinida como les ocurre a algunas de mis compañeras. Y esto lo digo solo si lo veis conveniente.

—¿Te gustaría?

Ella asintió al instante con cierto rubor marcándosele en las mejillas.

—Sería la mujer más dichosa de París.

Aquello le satisfizo, pues al margen de que sintiera algo especial por aquella joven, su afán de seducción fructificaba en ciertos privilegios que ahora debía aprovechar. Porque Gustave tenía bien claros cuáles eran sus prioridades: encontrar al asesino de Asmodeus y llevarlo ante la Justicia del rey.

—Supongo que le ocurrirá lo mismo a la joven que recibe a diario al peluquero de la esposa del príncipe Luis. En realidad, fue él quien me dio la dirección de esta casa.

—Debéis estar confundido. La única que tiene una relación estable es Aspasia, la veneciana, y es con un conde español.

—Yo creí… —susurró entre dientes. Se quedó desconcertado al escuchar sus palabras, que por otro lado parecían sinceras.

—¡Esperad…! Quizá me haya precipitado… —recapacitó la fulana, ceñuda—. He oído decir a mis compañeras que Madame Gautier mantiene encerrada a una misteriosa joven en la buhardilla, prostituta a la que nunca han visto. Según Fanny, recibe a un hombre que viaja en uno de los carruajes de palacio. Aunque ninguna de mis compañeras sabe realmente su nombre, se ha especulado bastante sobre su identidad. De seguro que es ella.

—Te voy a contar un secreto que espero guardes con discreción… Lo harás manteniendo cerrados esos labios tan dulces que tienes… —Se acercó un poco más, pasando sus piernas por debajo de los muslos de la joven con el propósito de una mejor cohesión entre ambos cuerpos—. El caballero al que haces referencia es mi buen amigo Asmodeus, que se haya ausente del país por decisión de la princesa María Antonieta… —Chasqueó la lengua—. Me ha encargado vigilar a su amante mientras dure su permanencia en el extranjero. He aceptado el favor que me rogaba porque el pobre es muy enamoradizo, y siente celos de que otro hombre ocupe su lugar. Por supuesto, hay oro de por medio… que estoy dispuesto a compartir contigo, pero siempre y cuando me ayudes en mi tarea.

—Pero si Madame Gautier…

Levantó un brazo en señal de rechazo.

—Precisamente es ella la que más me preocupa… —le interrumpió—. De seguro que estará ofreciéndosela a otro cliente.

—¿Y qué es lo que puedo hacer para ayudaros? —preguntó la meretriz a la vez que aferraba su espalda, atrayéndole hacia sí.

—Abrir bien tus ojos y oídos, y retener toda la información que seas capaz hasta que volvamos a vernos. La próxima vez que estemos juntos traeré conmigo doscientos luises. Y eso solo será el principio. Mi amigo es inmensamente rico, y bien podemos embolsarnos tres mil piezas en oro si cumplimos honradamente su encargo.

A pesar del respeto que Deverly sentía hacia la dueña de la casa, tuvo que reconocer que tanto dinero no lo vería junto en toda su vida, por mucho que se prostituyese. Por otro lado, su amante parecía tan enamorado como ella. También de él esperaba recibir regalos y atenciones que podrían adelantar su retiro a una casa campestre.

Decidió arriesgarse.

—De acuerdo, lo haré. Si bien, ahora preferiría retomar las riendas de mi quehacer, y ofreceros así lo que desde hoy estará siempre a vuestro servicio.

Entreabrió su carnosa boca, esperando que aquel gesto fuera suficiente incitación. Gustave respondió a la llamada de su amante besando sus labios con suma delicadeza. Postergó su labor policial en bien de una relación afectiva que iba afianzándose en sus corazones según congeniaban a la vez naturaleza y sentimientos.