Capítulo 11

Una extraña experiencia

Henchido de gozo, André Saint-Clair pecó de insensato cuando abandonó la casa de citas de Madame Gautier por la puerta principal, sin importarle que le pudieran reconocer alguna de las amistades de su esposa. Ni siquiera reparó en la mirada irreflexiva del teniente de Policía que casi tropieza con él al cruzar la calle.

Caminaba como ausente por la rue de Saint-Jacques rumbo a la Isla de la Cité. En su cerebro, las imágenes desfilaban a una velocidad vertiginosa, y por eso mismo le fue imposible retener y asimilar la realidad a un mismo tiempo. No podía entender lo ocurrido. Lo último que recordaba era una agradable sensación de paz que se apoderó de su espíritu cuando se fusionaron en un abrazo, y sintió dentro de sí el orden cósmico del universo. Fue como si el alma se le escapase del cuerpo. Todo lo deseado resultó viable. Y lo más increíble es que no hubo necesidad de sexo.

La experiencia no dejó impasible al amante. No era, como le adelantara Sophie, una mujer como las otras. Se atrevió a ir más lejos al pensar que ni siquiera era una mujer, y que en el lupanar nadie estaba al tanto de la virtud de aquella criatura. De ser así, la alcahueta de su amiga le hubiese cobrado una fortuna, o no la prestaría para el servicio de cualquiera sino que estaría reservada para el mismísimo rey Luis XV de Francia.

¡Pero qué estaba pensando! Ningún mortal debería profanar la grandeza de aquel ángel, a menos que fuera para alimentar la legitimidad del espíritu.

Tras conocer el goce divino, André ya no podría mantener relaciones ordinarias con simples cortesanas. Su vida, a partir de ahora, iba a convertirse en una dulce obsesión y quedaría reducida a pequeñas fracciones de sentimientos impracticables que le llevarían a la locura o a la muerte. Pero eso era algo que no parecía importarle ya al conde de Biron.

A su paso por Nôtre-Dame le pareció escuchar a su espalda el jadeo entrecortado, apenas audible, de quien le falta el aire y necesita ventilar con redundantes respiraciones. Se detuvo para comprobar si, como creía, alguien le iba a la zaga. No vio a nadie, ni tan siquiera por los alrededores del Hôtel-Dieu. Pero alertado por su instinto, se dirigió hacia el Palacio de Justicia, con el fin de alcanzar el Pont Neuf y mezclarse entre el bullicio de los ciudadanos que deambulaban de un lado hacia otro en busca de nuevas experiencias para aplacar así la mecánica de la rutina. Aceleró su paso hasta llegar al puente, donde encontró a dos enamorados besándose ocultos bajo el quicio de entrada de un viejo edificio. La inquietud de un principio se fue transformando en una serie de reproches ridículos y sin sentido. Se había comportado como una vieja asustadiza al huir sin un motivo aparente. La extraña exhalación bien podía tratarse del ahogo tenaz de un pedigüeño refugiado en alguno de los portales, como esos dos que tenía frente a sí; o incluso pudo haberlo imaginado.

Convenciéndose de que sus miedos resultaban absurdos y pueriles en un hombre de su edad, dejó a un lado el temor irracional de un principio para retomar de nuevo el afable recuerdo de Papilión mientras cruzaba la plataforma que le llevaría hasta el centro de París.

Rezagado, a un centenar de metros por detrás, un singular personaje, vestido con sotana negra, contuvo la respiración. Permanecía oculto tras los espesos arbustos que rodeaban el Palacio de Justicia.