Capítulo 10

Gustave Marais

Gustave Marais, antiguo teniente de Policía del recién suprimido Tribunal Criminal del Châtelet, se colocó el redingote negro y el sombrero sin poder pensar en otra cosa que no fuera el trabajo que le habían encomendado. Inspeccionó sus zapatos antes de salir de casa, limpiando un di minuto lamparón de grasa que lucía una de sus punteras. Luego se dirigió al vestíbulo para escoger un bastón de entre los varios que guardaba en el pequeño armario empotrado bajo la escalera. Tras breves segundos de indecisión, aferró el pomo de marfil de su favorito.

Se echó a la calle sin más preámbulos, dispuesto a cumplir las órdenes recibidas por Monsieur Joly de Fleur, procurador general del rey. Su misión consistiría en hacerse pasar por uno de los clientes de Madame Gautier, ganarse la confianza de la madre abadesa y observar los movimientos que pudiera calificar como sospechosos. La única pista con la que contaba le conducía directamente a la casa de prostitución más afamada de París, naturalmente después de la de Madame Gourdan. En realidad, no le hizo ninguna gracia tener que combinar las mujeres del placer mercenario con su obligación profesional, y no porque no las visitase a menudo, siempre en sus horas de asueto, sino porque dicha tarea debía efectuarla la Policía de Costumbres. En consecuencia, se sintió rebajado a simple denunciante de prostitutas.

Atravesó la Isla de la Cité mezclado con los variopintos personajes nocturnos que poblaban la noche, hasta alcanzar el otro lado de París. Las damas galantes, que en parejas rondaban a los caballeros cuya presencia les inspiraban seguridad, le acosaron con tan repetitivas artimañas como «¿Desea diversión tan apuesto mozo?», o «¡Caballero!, ¿quiere vuestra merced hacer una agradable amistad?».

Decidido a no perder más su tiempo, las apartó con indiferencia para luego dirigirse a la rue Saint-Germain, concretamente al número 33.

Minutos después llegaba a su destino. Se alejó del bullicio atrayente de la verbena instalada en una plaza que había al otro lado de la calle, donde la música de cámara incitaba a los diletantes a buscar compañía femenina de entre las diversas damas que armonizaban los movimientos de sus abanicos con el deseo excitante de una noche de placer. Por el momento no le interesaba mezclarse con ninguno de los depravados y borrachos cuyos gritos se oían hasta en la isla de St. Louis. Debía reflexionar sobre lo ocurrido antes de entrar en la casa. Lo último que deseaba era encontrarse en la misma situación del individuo que le había conducido hasta allí.

Gustave echó mano del archivo de su memoria con el propósito de recordar el informe que le presentaran en su despacho, hacía ya una semana. La petición iba firmada por el preceptor eclesiástico de la joven princesa María Antonieta, e íntimo amigo del procurador. Según decía el documento, se le otorgaba plena potestad para dirigir las pesquisas a su antojo, siempre que el desenlace fuera del agrado de los interesados y manejase el asunto con reserva. Nada de lo que averiguase podría llegar a oídos de los ministros Maupeau, D’Aiguillón y Terray, de clara orientación antiprusiana, que pretendían llevar a cabo una política reformista instalada en el absolutismo ilustrado. Los asuntos privados del Gobierno no eran de su jurisdicción, aunque sí la violencia empleada para acabar con la vida de Asmodeus, el afeminado peluquero que la reina María Teresa de Habsburgo le asignara a su hija antes de su viaje a Francia.

Rescató la imagen del occiso sobre la camilla de la morgue. Tenía los ojos exageradamente abiertos y las pupilas distendidas. Colgándole de la boca pudo ver una lengua hinchada de color negruzco, y alrededor del cuello las huellas enormes de unas manos que debieron ceñir con fuerza la circunferencia de su garganta hasta dejarle sin respiración. Y como única pista solo tenía el aviso de un amigo anónimo del fallecido, el cual le había confesado al procurador que Asmodeus solía frecuentar una misteriosa prostituta en casa de Madame Gautier.

Marais aspiró hondo antes de iniciar su andadura hacia el portal del edificio. La decisión de cambiar de nombre ya había sido tomada mucho antes de echarse a la calle. De ahora en adelante suplantaría la identidad del señor Cottel, matemático del rey, el cual tenía hospedaje indefinido en Versalles. Supuso que no le importaría al susodicho, pues debido a su avanzada edad era precaria su vida social, siendo muy pocos en la Corte los que conocían su existencia.

Llamó su atención un caballero que salía en aquel instante del burdel. Apenas cruzaron sus miradas. A Gustave le pareció distinguir en su semblante la paz interior de quien ha estado en el Paraíso, y ha vuelto tras haber contemplado la gloria de Dios. Aquello le hizo cambiar de opinión. Quizá no fuera tan mala idea trabajar con criaturas así de serviciales, especialmente si el deber le conducía al lecho de alguna cortesana y, además, su capricho erótico era sufragado con el oro de la Corona.

Con una sonrisa complaciente en los labios, y haciendo honor a su habitual arrogancia, golpeó tres veces la puerta con el puño de su bastón.