Capítulo 7

El prostíbulo

París, 1772. Dieciocho año después…

Deverly se sintió la mujer más dichosa del mundo el día que fue elegida, de entre varias pierreuses[1] que ejercían su profesión a orillas del Sena, para ser la privilegiada que entrara a trabajar en casa de Madame Gautier. A partir de entonces dejaba atrás el oficio de «atrapadora» por los aledaños de la calle Grenelle-Saint-Germain. Ahora formaba parte del séquito de mujeres que alternaban con los señores de la aristocracia, y también con los miembros más favorecidos de la alta burguesía y el clero. Fue como un sueño el poder cruzar las puertas del prostíbulo, ya que seguir durmiendo en las calles le hubiera acrecentado la tisis que arrastraba desde los doce años, y la encontrarían muerta una mañana fría de invierno ante la puerta cerrada de algún convento.

Para nada le coartaron las miradas interrogantes de las demás jóvenes que se fueron acercando al verla llegar en compañía de la matrona. Aquel grupo de muchachas, desmejoradas hasta la médula aunque atractivas, que cedían a diario a los caprichos más ocurrentes de un puñado de hombres desenfrenados, iniciaron una serie de sarcásticos comentarios entre sí mientras la observaban con descarada frivolidad; detalle que la hizo sentir importante.

—No les hagas caso. Están celosas de tu belleza —murmuró la vieja Charity, matrona del burdel, girando levemente su cabeza.

Deverly asintió en silencio. No tenía por qué tenerle miedo a nadie. Había aprendido a sobrevivir a la barbarie de los salteadores y a la burla de los infames. Ella era bonita, y a sus 19 años de edad aún conservaba ese aire virginal que detentan las adolescentes. Tenía unos hermosos cabellos de color corinto que cubrían sus hombros desnudos salpicados de pecas, y unos ojos verdes que observaban cuanto la rodeaba con maravilla y ardor. Poseía todos sus dientes y la mayoría permanecían sanos; no como otras. Y con respecto a la enfermedad de la virtud, bien curada estaba de su refrendo al igual que el resto de sus nuevas compañeras, que un virgo a los 19 solo se encontraba en los conventos donde no folgaban los jardineros, y a veces ni en santuario. Por eso no le importaron las hablillas malintencionadas de quienes no eran mejor que ella.

—Se dice que a casa de Madame Gautier acuden los hombres más notables de París. ¿Es eso cierto? —se atrevió a preguntar al cabo de un tiempo, cuando llegaron frente a la puerta del despacho de la «madre abadesa»; nombre que todavía recibían por aquel entonces las dueñas de los lupanares.

Charity la observó con ahíta paciencia, presintiendo que la desfachatez de aquella niña podría ocasionarle problemas en un futuro.

—Yo no me preocuparía tanto por la vida personal de los clientes. Nadie tiene identidad en esta casa una vez que se despoja de su indumentaria, pero sí una autoridad desmedida que recompensa el silencio de las novicias cautas y castiga severamente la soltura de las indiscretas.

La joven meretriz aceptó con resignación la arenga. Pensó que se lo tenía merecido por entrometida.

La matrona se arregló el cabello de forma teatral antes de llamar a la puerta, no sin antes hacer un enfático gesto a su pupila para que guardara silencio. Ya la había prevenido de la austera personalidad de su ama.

—¡Adelante! Está abierto —se oyó decir a la Gautier desde dentro de la alcoba.

La primera en entrar fue Charity, acercándose con discreción al tocador donde, sentada frente al espejo, una mujer de unos 40 años de edad extendía por sus mejillas una crema de color rosáceo con las que reparaba su belleza disfrazando hábilmente las arrugas. A continuación lo hizo Deverly, con recato, permaneciendo en segundo lugar, la cabeza algo baja y muy cerca de la puerta. Ambas fueron observadas por el reflejo de unos ojos que permanecían arraigados en su inmovilidad.

Sophie Bertrand, Madame de Gautier, accedió a darse la vuelta a pesar de la molestia que le causaba interrogar a una aprendiz de novicia tras su «sagrado» sueño de media tarde.

—¿Cuál es tu nombre, pequeña? —preguntó a desgana, disimulando un bostezo tras la palma de su mano.

—Deverly Brisseau, señora —dijo la aludida con voz apagada.

—Dime… ¿Escondes alguna enfermedad?

La joven se sonrojó ante el temor de tener que darle una respuesta afirmativa. Al percibir su indecisión, la Gautier fue más explícita.

—¿Acaso la sífilis? —inquirió de nuevo.

—No, señora.

Debido al rigor del interrogatorio, a Deverly le faltó aire y comenzó a toser. Con un pañuelo de encaje, sucio y dentellado, que sacó de la manga de su vestido, se limpió con rapidez un esputo sanguinolento que fluyó hasta sus labios.

—¡Vaya por Dios, otra tísica! —se lamentó la madre abadesa, poniéndose luego en pie.

Llevaba una gasa cristalina cubriendo sus hombros, tela que se balanceaba con gratitud sobre los contornos voluptuosos que parecían besar. Bajo la ligera transparencia de la camisola podía apreciarse un corsé de color lavanda con ribetes negros que ceñía su ondulante cadera y daba robustez a la laxitud de sus pechos. A pesar de la edad, poseía una belleza singular y helénica que no pasó por alto la enamoradiza Deverly, la cual, a causa del hambre, había tenido que sucumbir en más de una ocasión a los placeres lésbicos de dueñas exigentes cuyos esposos se olvidaron de amar.

—Ven, acompáñame.

La dueña del burdel le hizo un gesto para que fuera tras ella, dirigiéndose hacia una puerta que había al fondo de la estancia, justo al lado de un bargueño español con incrustaciones de limoncillo y marfil. La vieja Charity cogió del antebrazo a la aprendiz, afianzando la seguridad de que no pudiese escapar. Aquella acción sí que logró inquietarla, pues más que huésped comenzaba a sentirse prisionera.

Tras franquear el portón entraron en una sala decorada con mosaicos blancos y con una bañera de bronce afianzada en el centro. Había gran cantidad de espejos para deleite de los bañistas, y perchas de las que colgaban batines con cierta influencia chinesca. Dispersas por un lado y otro, podían verse banquetas de madera, y una mesa con tarritos de porcelana y cristal que guardaban en su interior esencias diversas, aceites y aguas florales.

Deverly intuyó, nada más entrar, que tanta pulcritud no podría aportar nada bueno.

—Desde el momento que aceptaste trabajar en mi casa, te pusiste bajo mi tutela… —comenzó diciendo la Gautier, adaptando un aire más severo de lo acostumbrado—. A partir de ahora me llamarás madre, como el resto, y seré yo quien determine lo que debes hacer o no. Nada de lo que pienses, o decidas, llegará a buen término si antes no ha recibido mi aprobación.

—Escucha bien sus palabras —susurró la matrona al oído de la pordiosera, ciñendo con fuerza su brazo—. Aquí aprenderás a revolcarte con distinción.

El jadeo suave e irrisorio de Charity le resultó nauseabundo, y no más por su fétido aliento que por su deseo de provocar.

—Seré para ti como una auténtica madre. —La madre abadesa continuó con su tópico discurso—. Cuidaré de ti hasta el final; y si me eres fiel, te labraré un futuro espléndido, convirtiéndote en la amante de un obispo o en la de un oficial del rey. Se te dará alojamiento, comida, y todos los vestidos que sean necesarios. Tus beneficios se limitarán a la generosidad del amante. El oro por la cena y la cama es mi retribución por cada encuentro, es lo justo… ¡Ah! Se me olvidaba… —una mueca furtiva cruzó su rostro—. Si intentas engañarme, lamentarás haber nacido.

De este modo finalizó su prédica, aguardando en silencio cualquier comentario por respuesta.

—Jamás me atrevería a discutir vuestras palabras, que bastante favor me hacéis acogiéndome entre las paredes de esta casa —se apresuró a decir la joven en su defensa, inclinando el rostro con sumisión—. Y en cuanto a deshonrar la gracia que me concedéis, antes me arrojaría al Sena que poner en entredicho mi lealtad hacia vos.

—Eso está bien… —aprobó la alcahueta, que luego sonrió complacida—. Como recompensa, haré de ti toda una dama. Conseguiré reparar tu deteriorado encanto con agua de doncella, una poción que consigue devolverle a la mujer el atractivo que pierde con el paso de los años. Así podrás hacer uso de la lozanía e ingenuidad que poseías, antes de abrir tu corazón al amor y tus piernas a los hombres… —No pudo evitar una carcajada irónica, que fue acompañada por la risa incontenible de la matrona—. Pero antes, celebremos tu ingreso con una copita de tónico que guardo en la cocina.

Con una indicación de su mano, Madame Gautier ordenó a su asistenta a que fuera presta a por las copas y el licor. Charity, adelantándose a los deseos de su ama, se marchó rauda antes de que terminara la frase.

—Mientras nos traen las bebidas, haz el favor de entrar en la bañera. Quiero que te laves a conciencia, pues no tendrás oportunidad de hacerlo de nuevo en varias semanas —decretó sin rodeos—. Encontrarás aceite de almendra en los tarritos de opalina, y fragancia de azahar y tomillo en los de cristal. Cuanto antes comiences a parecer una princesa, antes te verás reflejada en sus virtudes. A los caballeros más adinerados les gustan muchachas suaves de piel y rostro inocente. Y te aseguro que debajo de toda esa mugre aún conservas el medio para hacerte valer entre los hombres más poderosos de Francia.

Orgullosa de sí misma, Deverly se dejó llevar por la imaginación al tiempo que se despojaba de los malolientes harapos que cubrían su cuerpo y se introducía en la marmita colmada de agua tibia, donde flotaban decenas de pétalos de rosa. Estaba tan absorta en su buena ventura, que no percibió la llegada de Charity, ni el disimulado gesto que esta le hizo a la Gautier para que se privase de coger la copa de la derecha. Con precaución, la dueña del lupanar tomó para sí la del otro extremo.

—Toma… Bébelo de un trago, y entrarás en calor —le ofreció Charity con naturalidad—. Es un licor semejante a la absenta, pero con cierto sabor a cerezas. Hace maravillas en las más jóvenes.

Ejecutó la maniobra de beber tan rápida como pudo, creyendo que era lo apropiado en este caso. Y cierto que estaba bueno, aunque un poco fuerte para su gusto.

—Es un tónico delicioso —reconoció con voz queda, devolviéndole la copa vacía—. Gracias.

Dueña y matrona cruzaron sus miradas con complicidad, para luego observar el cuerpo desnudo de Deverly en el interior de la bañera. Aguardaban en silencio algún síntoma que indicara molestia o destemplanza. De aquel escrutinio tan severo, la novicia llegó a la conclusión de que algo no iba bien. Para empezar, no solo le puso en alerta el modo en que estaba siendo espiada, sino también el darse cuenta de que había sido la única en beber.

—¿Qué ocurre? —osó preguntar antes de perder la calma—. ¿Por qué me miráis de ese modo? ¿Y por qué cesáis en el placer de la conversación?

—¿Sientes náuseas? ¿Dolor quizá? —quiso saber la dueña del prostíbulo sin reparar en las cuestionables dudas de la joven.

Deverly se puso en pie asustada, ocultándose el sexo y los senos con las manos. Su cuerpo empapado se estremecía de arriba a abajo, castañeteándole los dientes a causa de un temor explícito que se iba afirmando en su cerebro.

—Me habéis envenenado… Me habéis envenenado —balbucía una y otra vez, todo ello sin dejar de temblar.

—No seas estúpida y escucha… —Fue Charity quien se acercó con un batín de seda para cubrir su cuerpo—. Si nos has dicho la verdad con respecto a la sífilis, nada malo habrá de ocurrirte. Pero si nos has mentido, serás castigada como te mereces. Es la prueba de fuego de quienes ingresan en la casa.

—En eso tiene razón —ratificó la Gautier—. Si pretendías engañarme, tú misma habrás cavado tu tumba.

Deverly sollozaba sin más consuelo que las palabras hirientes de aquellas brujas. Intentó reconstruir una versión razonable que pusiera precio a su muerte, más solo la encontró en el despecho de una esposa cornuda o en el de un amante burlado. Y aquellas dos no eran ni una cosa ni otra. Habían emponzoñado su bebida por el mero placer de verla morir.

—¡Os dije la verdad, lo juro! —estalló. Estaba al borde del paroxismo—. ¡Por favor, dejad que me marche!

—Tranquilízate, muchacha… —Fue el consejo de Charity—. Si es cierto lo que dices, y por Satanás que así lo creo por los resultados, nada tienes que temer de nosotras… —Entonces se dirigió a la Gautier—: Está sana, y gracias a vos seguirá estándolo.

Sin dejar de abrazarla, la matrona hizo que Deverly tomara asiento en una de las banquetas tras cubrir su cuerpo con un batín. Aun sollozando, y sin comprender muy bien lo ocurrido, se dejó peinar los cabellos por la anciana que, con sus palabras, parecía haberla indultado de una supuesta condena a muerte. Pero fue la madre abadesa quien le ofreció una explicación antes de que la desconfianza hiciera mella en su parecer y derivase en un acto de rebeldía.

—Lo que te hemos dado a beber no es otra cosa que un medicamento indicado para curar y preservar del mal venéreo a las mujeres que no han sido contagiadas… —le explicó en tono didáctico, sentándose a su lado—. El tónico de mi práctico amigo, el doctor Guilbert de Préval, conseguirá mantenerte alejada de la enfermedad si haces buen uso de él. Como podrás imaginarte, no me puedo permitir el lujo de infectar a un noble o a un miembro de la Curia. He de ser estricta en cuanto a la sífilis, pues del engaño de una novicia depende mi cuello… que muchas quisieran ver colgado de una soga.

Esto último lo dijo para sí misma.

—¿Queréis decir con eso que no voy a morir? —inquirió Deverly, todavía asustada.

—Hoy no.

—¿Entonces…?

—De haber mentido y estar infectada, se habría producido una reacción contraria a la pócima, y ahora estarías agonizando entre horribles convulsiones. He aquí que tu honradez te ha salvado… —Fue hacia la puerta tras darle la espalda—. Ahora he de irme, tengo un cliente que atender. Charity se encargará de conducirte con las demás.

Deverly comprendió entonces que la deslealtad, al menos en aquella casa, tenía un precio demasiado alto.

Había aprendido la lección.