Capítulo 5

Las campesinas

Las mujeres resultaron ser dos campesinas de Toussus. La mayor tendría unos 45 años de edad, aunque aparentaba diez más a causa de las estrías que el Sol y el viento habían labrado en su rostro durante los meses de cosecha. Se llamaba Léonore y era la madre de Aimez, la joven a la que intentaron violar los agresores. Según les contaron, se dirigían a París con el propósito de burlar la miseria tras la pérdida del cabeza de familia, situación que las llevó a tener que vender sus bienes para hacer frente a las cuantiosas deudas. Con el poco dinero que aún conservaban, tras saldar sus cuentas, pretendían abrir un taller de costura en una calle de tránsito y prestigio de la capital, tal vez en la Place Vendôme o en la calle St. Honoré. Pero cometieron el grave error de viajar sin nadie que las pudiera defender de los salteadores de caminos. Y ya se sabe, cuando varios truhanes de temperamento desenfrenado se tropiezan con una joven de agradables encantos vagabundeando por el bosque, es imposible reprimir el deseo de autentificar la naturaleza varonil que llevan dentro, y más si hablamos de jóvenes poderosos como lo eran los hijos del duque de Vauguyon —los que lograron huir— y el primogénito del vizconde de Villeroi, quien yacía sobre la hierba con vestigios de sangre restañada por todo su cuello y con la mirada perdida en el infinito.

Por lo visto, ambas mujeres pretendían llegar a casa de una prima lejana, en París, antes de que cayese la tarde, pero los violentos les salieron al paso al final del bosque para otorgarse un derecho de pernada que no admitía réplica de carácter lícito o moral. Es posible que formasen parte de los cortesanos invitados a Versalles, y que amparados por su alta condición social estuvieran buscando el modo de solazarse con la desgracia de los plebeyos; quienes, a su juicio, solo eran eso: bufones dispuestos a hacerles pasar un buen rato.

En ningún momento hubo indicios de rechazo o temor por parte de las mujeres, a pesar de la discrepante figura de Totó. Pero cuando vieron el estado del bebé, tan desmejorado y hambriento, que Petit Ours llevaba colgando de la alforja, se mostraron interesadas por saber su procedencia preguntándoles por la madre.

Confiados por el carácter humilde de las campesinas, los varones decidieron contárselo todo, desde la súbita aparición de Georgina por el tragaluz hasta la inconcebible anomalía del pequeño; algo difícil de aceptar, en todo caso.

Esa parte del relato les hizo temer a las mujeres que fueran dos fugitivos de la casa de los locos, y que en realidad hubiesen raptado al hijo del marqués en vez de salvarlo. Para evitar malentendidos, y demostrarles que debían estar equivocados, pues no existía un espécimen humano de esa índole como querían hacerles creer, Léonore tomó en brazos al niño acercándoselo al regazo. Este, llevado por el instinto de supervivencia se revolvió en busca del botón caliente de su pecho, aunque lo halló velado por los harapos, y eso le provocó una desesperante rabieta. Sin importarle los lloriqueos del bebé, a los que parecía estar acostumbrada, decidió quitarle la camisola para que pudiesen comprobar que se trataba de un error.

La expresión risueña de su rostro se vino abajo un instante después de desnudarle. Aimez se acercó atraída por la curiosidad, tratando de ver con sus propios ojos la alegoría del ser humano primordial encarnado en una criatura de pecho. Habían atravesado los límites de la imaginación, y asistían atónitas al increíble dominio de la naturaleza sobre el hombre. Nada de lo que pudiesen pensar sería asimilado por un cerebro tiránico que se esforzaba por mantener intacta la maquinaria de la razón.

Petit Ours las devolvió a la realidad, recordándoles el peligro que corrían de permanecer allí más tiempo. Totó, con delicadeza, le quitó el pequeño a la mujer, arrogándose el derecho de protegerle. Léonore, mirando de nuevo a su hija, asintió convencida. Estaban en deuda con ellos, y ayudarles a escapar era lo más decente que podían hacer para devolverles el favor.

Lo primero que propuso la mujer madura fue dirigirse a casa de unos viejos amigos, a las afueras de Toussus, donde los tres se ocultarían hasta que estuvieran en condiciones de proseguir el viaje a La Rochelle.

Aquella misma tarde tuvieron la suerte de ver cumplidas las expectativas de Léonore. Consiguieron leche de cabra y una tetina de fabricación casera para el niño, además de cobijo para los hombres en un establo donde les habían preparado mullidos lechos de paja, a falta de camastros. Los propietarios de la hacienda, gente campesina y humilde, pero de una hospitalidad desinteresada, al saber lo ocurrido favorecieron su tutela proporcionándoles algo de alimento, techo y también una botella de buen vino. Les aseguraron que no tenían nada que temer mientras estuvieran allí, que en sus tierras estarían a salvo de las pesquisas de la Guardia Real hasta que diesen por infructuosa la búsqueda de los culpables y dejaran de rondar por la comarca. Entonces, y para no comprometerles más de la cuenta, habrían de partir en busca de un destino mejor. Era justo, y así lo aceptaron el gigante y el enano, dándoles reiteradamente las gracias por todo lo que habían hecho por ellos.

Las mujeres fueron recibidas en el interior de la casa, pues se conocían desde hacía años y la confianza entre ambas familias era muy grande. Intentaron convencer a Totó para que dejara dormir al niño con ellas en la habitación, pero el gigante no quiso que nadie le reemplazase, y por ello se negó con cierta obstinación reiterativa. Petit Ours, siempre dispuesto a restarle importancia a las incongruencias de su compañero, bromeó diciendo que Totó le había tomado tanto cariño a la criatura que incluso creía ser su padre y madre a la vez. Se excusó también por su temperamento imprevisible, alegando que, aunque su cerebro no regía con sensatez, era tan inofensivo como un cordero. Y que si bien es cierto que a veces su ímpetu causaba algún desaguisado, se debía a que no transigía con la infamia de algunas personas.

Léonore no tuvo más remedio que renunciar, aceptando las razones del enano a pesar de creer que el pequeño estaría más caliente y mejor protegido dentro de la casa, pues tanto la dueña de la hacienda como ella habían sido madres y sabían muy bien cómo tratar a un recién nacido. No quiso insistir, hubiera sido un atrevimiento por su parte recordarles que eran hombres, toscos y sin instinto maternal, y que tenían mucho que aprender antes de desenvolverse con naturalidad en cuestiones de crianza. Pronto entenderían su interés por cuidarle, cuando el niño tuviera hambre, y comenzase de nuevo a llorar pidiendo su ración de leche. Pero eso formaba parte de la serie de pormenores que tendrían que ir aprendiendo día a día.

La noche llegó y con ella, el silencio. Ajenos a todo, Totó y su compañero de desventuras se encomendaron a la placidez del descanso, buscando en el sueño un lugar donde vivir una realidad más acorde a su medida. Entre ambos colocaron a ese semidiós que, en contra de todo pronóstico, se adaptaba irremediablemente al mundo imperfecto de los hombres. La tríada de fenómenos, hermanados por la ridiculez y la paradoja de lo absurdo, creyó en verdad estar a salvo.

Jamás hubieran pensado que dentro de la casa, reunidos alrededor de una mesa iluminada por un par de viejos candelabros, sus nuevos amigos fraguaban una sórdida conspiración en la que ellos eran las únicas víctimas. El dinero que podrían ganar con la venta del bebé al conde de Vadier, célebre aristócrata aficionado a la medicina oscura y auténtico dueño de la hacienda, fue el tema a tratar en voz baja durante el transcurso de una noche que se presentaba sombría e interminable como pocas.