Nada volvió a ser lo mismo desde que Georgina osara introducir su cabeza por el hueco de la ventana. La muerte del marqués, la acogida del bebé, el compromiso de cuidarle y la precipitada carrera por las enlodadas calles de la ciudad, formaban un cúmulo de acontecimientos que vino a perturbar su, hasta ahora, modo de vida. Y aunque bien es cierto que Petit Ours estuvo a punto de arrojar al río aquella especie sin definir, y dar de ese modo por zanjada la cuestión, Totó se mostró inflexible en ese aspecto, llegando incluso a amenazarle con llevarse a la criatura él solo. Con voz desabrida le recordó las últimas palabras de la joven asesinada, y su promesa de cuidar al que creían hijo de la misma. El enano accedió de momento a su capricho porque mantener levantada la cabeza, todo el tiempo que ya duraba el acalorado debate, le estaba ocasionando un terrible dolor de cuello, claudicando, sin embargo, con la condición de abandonar París lo antes posible. De permanecer allí acabarían irremediablemente colgados de una soga; o peor aún, con la cabeza rodando por el suelo tras el letal golpe del verdugo.
Petit Ours, por ser el único con facultad mental suficiente para dirigir la marcha, se otorgó el privilegio de resolver dónde y cuándo habrían de detenerse a descansar o proseguir el viaje. El destino del periplo sería La Rochelle, donde el enano tenía intención de subir a un barco que les llevase bien lejos de Francia: a Inglaterra, por ejemplo, o a las colonias americanas de Lousiana o Canadá. A Totó no le importó acabar en el fin del mundo siempre y cuando no le separasen del niño.
Sin pérdida de tiempo hicieron un hatillo con sus cosas, tan solo las más necesarias. Luego confeccionaron un zurrón para el pequeño utilizando las varias estolas de piel de chivo curtido con las que habían forrado la techumbre de bejucos y palmas del barracón. Totó le añadió una larga cinta a la alforja, que cruzó por debajo de su brazo derecho y por encima del hombro contrario. De este modo, podía andar con él a cuestas, y disfrutar, a la vez, de una libertad de movimiento que de llevarlo en brazos le hubiera sido imposible.
Utilizar sus manos, y por otro lado estar pendiente de la seguridad del bebé, se acomodaba plenamente a sus deseos. Se sentía invulnerable, como quien posee un soberbio talismán capaz de preservarle de cualquier peligro. Para él, que Dios le había otorgado un precioso don, poniendo bajo su tutela aquella criatura tan especial.
El amanecer les sorprendió en lo alto de uno de los cerros que circundaban el relieve de la hondonada, desde donde podía verse el suntuoso palacio de Versalles, cuyos jardines de recorrido axial y simétrico verdeaban con los primeros rayos del Sol. Allí, en el centro del valle, se erigía una obra de excepcional belleza donde primaban lagos artificiales, surtidores y abundantes zonas arbóreas que evocaban los jardines del Paraíso. Todo en Versalles estaba encuadrado dentro de la variación entre las líneas acuáticas y el gusto por la exuberancia, formando desde la panorámica del arquitecto una nueva perspectiva completamente ordenada. En el centro del jardín, los operarios parecían pequeñas hormigas correteando sobre la urdimbre de un extenso tapiz, yendo de acá para allá con sus herramientas de labor y sus carretillas, o faenando en el trazado de una verja en el ala norte de gran palacio. Había, además, jinetes a caballo que hacían cabriolas para divertir a un público expectante que parecía celebrar una fiesta multitudinaria, todos arropados por la presencia del monarca y su séquito. En realidad, festejaban el nacimiento del nieto del Borbón.
Totó, que jamás había visto nada igual en su vida, y mucho menos al soberano, aunque fuera desde esa distancia tan considerable, comprendió dentro de los límites de su razón que la armonía que reinaba en aquel jardín de ensueño y su entorno, era proporcional al efecto que producía el deleite de poder vivirlo de cerca. El paisaje era soberbio, indescriptible, una auténtica obra de arte; nada más inalcanzable para una criatura de su calaña.
Petit Ours prefirió descansar a la sombra de un árbol a tener que admitir la engañosa felicidad de unos cortesanos que vivían de espaldas a la realidad social. Nunca fue uno de esos que pierden su tiempo pensando en cómo sería su vida ahora de haber nacido noble o en casa de una familia ilustre. A él no le importaba el esplendor de Versalles como a su buen amigo Totó, sino todo lo contrario, ya que odiaba la ostentación porque era el único modo de sobrevivir a un mundo enloquecido donde los seres humanos se preocupaban más por las apariencias que por la ternura que pudiera albergar en su corazón un monstruo como él. La sociedad a la que pertenecía se alimentaba de crueles sentimientos que eran fruto del libertinaje, como ese derroche de lujos que su compañero contemplaba de forma idiota.
¡Cómo si el pueblo no estuviese necesitado de otras cosas, que aun siendo pequeñas se hacían imprescindibles!
Petit Ours odiaba el modo de vida que llevaban los miembros de la Corte francesa, como también odiaba su suerte y la de todos los pedigüeños de París, que eran incontables. Se trataba de una contradicción que coartaba sus sentimientos más íntimos.
Allí descansaron poco más de una hora, tumbados bajo la sombra de un sauce hasta que el niño rompió a llorar porque, como a todo bebé, no le bastaban las infusiones de yerbabuena que el bueno de Totó le hacía ingerir a cucharadas. En realidad llevaba toda la mañana gimiendo, con la incómoda sensación de tener el estómago vacío. Lo peor de todo es que sus benefactores apenas si sabían qué hacer en este caso. No contaban con unos pechos generosos cargados de nutritiva leche, propios de un ama nodriza, ni tenían monedas para comprar lo que para ellos era un lujo fuera de su alcance. La única leche que habían probado en su vida, por lo menos Totó, fue la del ama de cría de la inclusa donde transcurrió su deprimente niñez, por lo que llegados a este caso temieron que el bebé se les muriese de hambre por falta de medios. Tenían que hacer algo y pronto; en caso contrario, dejaría de llorar para siempre…
El gigante reaccionó subiéndose hasta lo alto de la colina. Hacia el sur, a un par de horas de camino, descubrió un grupo de casas al final del valle; probablemente Magny o Châteaufort. Se apreciaban distintas haciendas, bien alejadas unas de otras, en las diversas ramificaciones y encrucijadas de caminos. Totó sabía que dichas propiedades pertenecían a opulentos terratenientes cuyos corazones eran tan gélidos como las mazmorras de la Bastilla, y también que no solo le negarían el alimento a un niño, sino que serían capaces de echárselo de comer a los cerdos sin remordimientos de conciencia. Había que ser muy prudentes y no actuar de forma precipitada, pero ante todo tenían que conseguir que el bebé dejase de llorar.
Cansado de escucharle, Petit Ours tapó sus oídos con las manos, e hizo un gesto desesperado. Lanzó tal juramento que hasta Totó hubo de avergonzarse. Yendo de un lado a otro, el enano comenzó a maldecir su suerte, así como la hora en que decidió refugiarse de la lluvia en aquel maldito caserón.
Ya pensaba dar media vuelta y regresar a la ciudad dejando a la criatura, incluso sin Totó si era preciso, cuando escuchó gritos de mujer más allá de un macizo de arbustos situado a sus espaldas. A continuación oyeron carcajadas masculinas haciéndose eco de una crueldad indestructible. Se miraron alarmados el uno al otro, titubeando si debían inmiscuirse, o sencillamente alejarse y eludir de este modo conflictos innecesarios. Pero los gritos eran cada vez más fuertes, y la desesperación de aquella mujer se fue convirtiendo en una llamada de auxilio imposible de desoír. Y si había algo que Totó no podía soportar, eso era ser testigo de una injusticia o agravio. Y aquel día no iba a ser menos.
El gigante llenó de aire los pulmones hasta que su pecho adquirió la fortaleza necesaria para el desafío. Sus manos se cerraron entre sí con fuerza, haciendo crujir los nudillos en un gesto amenazador que presagiaba terribles dolores de cabeza. Se despojó de la zamarra de la que colgaba el niño, el cual había dejado de llorar sin una explicación lógica, como si intuyera el peligro al que iba a enfrentarse su valedor. Se la cedió al enano, rogándole que cuidara de él un instante. Petit Ours se estremeció al darse cuenta de lo que iba a hacer su compañero, e incluso pensó detenerlo antes de que cometiera otra de sus locuras. Pero Totó era ciertamente obstinado, capaz de enfrentarse sin miedo alguno a los detractores de los débiles y hacerles pagar caro su superioridad, sin importarle en absoluto las consecuencias.
Llegados a este caso, y para evitar enfrentamientos innecesarios, Petit Ours solía llevárselo a otra parte con cualquier excusa, lejos de la multitud recelosa que acechaba sus defectos a la espera de una acción violenta que argumentase un ajusticiamiento popular; mas en aquella colina no encontró un carruaje ostentoso rodando por las adoquinadas calles del viejo Louvre, ni el melifluo sonido de una dulzaina, ni siquiera una joven bonita de pecho erguido e insinuante canalillo, con la que distraer su atención unos segundos hasta lograr calmarlo. Estaban solos, y a escasos pasos de afrontar un conflicto que no iba con ellos, pero que sí podía causarles serios problemas. Solo le pidió a Dios que los supuestos agresores de aquella hembra en peligro huyeran despavoridos nada más ver surgir de detrás de los arbustos la figura del gigante.
Libre de la responsabilidad de cuidar al niño, al que sabía a buen recaudo entre los brazos de su inseparable amigo, Totó rodeó el macizo de arbustos con el propósito de plantarles cara a los malhechores. Eran tres, y no se trataba de vulgares ladrones de caminos o criminales, sino de caballeros de buena condición que, con los privilegios que les otorgaba su clase, hacían uso de una canallada propia de plebeyos del más bajo nivel social. El más robusto, un joven de semblante canallesco, abofeteaba a una mujer que no se dejaba maniatar al tronco de un árbol, la cual intentó arañarle el rostro en un descuido, y lo único que consiguió fue arrebatarle la escandalosa peluca de color dorado que cubría su pelo, este recogido en un tocado posterior de regia pulcritud. Cuando aquel mal nacido alzó la mano con intención de golpearla de nuevo, percibió de soslayo la sombra conminatoria de un ser fuera de lo normal. De un salto se echó hacia atrás, dejando libre a su víctima, la cual cayó al suelo sollozando y presa del nerviosismo. El joven caballero llamó repetidas veces a sus otros compañeros para avisarles, sin apartar la mirada del gigante en ningún momento. Aquellos, que entre ambos dominaban a otra mujer tendida en el suelo con el fin de violentarla, giraron sus cabezas al oír las voces. Durante unos segundos quedaron boquiabiertos. La súbita aparición de aquel monstruo les había cogido por sorpresa.
El más joven, que con las calzas a medio bajar se encontraba arrodillado entre las piernas de la hembra que deseaba penetrar, le ordenó a uno de sus compañeros que la sujetase por los brazos y no la dejara escapar. Después se puso en pie, sin demostrar temor alguno, subiéndose las calzas y las medias con sangre fría, y fue hacia Totó tras ajustarse la peluca, que se le había ido a un lado en el forcejeo. Sonrió de forma despectiva, seguro de sí mismo, mirando de arriba a abajo al inesperado testigo de su despotismo como si se tratase de un animal en extinción. No le temía. No tenía motivos para hacerlo. Solo era un desgraciado vagabundo, uno de los tantos parias que engendraba a diario la ciudad de París, y cuya muerte nadie lamentaría.
Sacó un estilete que llevaba oculto en el interior de su casaca. Los años que pasó en la casa del maestro esgrimidor del rey le habían proporcionado cierta técnica en el arte de la sorpresa, y pensó que era el momento de poner en práctica sus enseñanzas. Actuó con rapidez, lanzando su tajo al vientre antes de que su oponente pudiese reaccionar, pero los reflejos de Totó evitaron que el acero le desgarrara la carne cuando se echó a un lado al intuir la jugarreta de su agresor. Atónito por la soltura de movimiento de aquella cosa informe que tanto asco le provocaba, y a causa de la precipitada tracción de su brazo, el joven caballero perdió el equilibrio y cayó de bruces al suelo cuan largo era. Totó lo agarró por el reborde de la casaca y tiró de él con fuerza, poniéndolo de nuevo en pie. Ya nada había del orgullo y desprecio que en un principio pretendiera infundirle el violador.
El miedo se apoderó del aristócrata, y comenzó a gemir como un pelele. Totó, sorprendido por el cambio, le observaba con una mezcla de indulgencia y rabia. Y sin poder evitarlo, pues la capacidad vindicativa del gigante gestaba el odio reprimido de muchos años, le propinó un revés que le cruzó la cara, haciéndole rodar nuevamente por el suelo; mas en esta ocasión tuvo la desgracia de dar con la cabeza en una piedra de configuración escarpada. Murió desnucado allí mismo, sin emitir un quejido siquiera.
Los otros dos, más precavidos que su amigo de vilezas, optaron por la huida ante la firmeza y habilidad de aquel monstruo de constitución invencible. Olvidándose de las mujeres corrieron ladera abajo, tropezando, cayendo y volviéndose a levantar de nuevo, sin concederse un breve instante para tomar aliento.
Al poco, el gigante y el enano les vieron desaparecer bajo la arboleda que se extendía a través de la campiña.