Nadie le había dicho jamás que un recién nacido fuese algo tan delicado, lo aprendió en el mismo momento en que, mirándole fijamente a los ojos, se dio cuenta de lo frágil que era su vida. Experimentó en su interior un sentimiento nuevo que nada tenía que ver con las patadas y golpes que de niño recibiera de su tutora; la endiablada Madame Bruot. Estrechar entre sus brazos algo tan frágil como era el cuerpo de un bebé, le ayudó a vencer los deprimentes recuerdos de los años de hospicio, y también a clausurar el rencor de la infancia.
Era una experiencia agradable saberse padre y madre a un mismo tiempo, como también lo era acariciar las párvulas mejillas de aquella criatura, percibir el inocente y profundo aroma de sus cabellos, o dejarse querer por ese ángel que intentaba asirle el dedo con el firme propósito de echárselo a la boca. Tendría que cuidar de él como si fuera un hijo suyo, y asumir los diferentes compromisos y criterios de un mentor, responsabilidad que aceptó con sumo agrado al ser de naturaleza inocente. La ocasión de engrandecer su espíritu se mecía entre sus brazos, adormeciéndose al igual que sus quimeras e ilusiones.
—Y ahora… ¿qué se supone que hemos de hacer?
La voz de Petit Ours se llevó en volandas aquel efímero instante de concepción paternal. El gigante no tenía intención de responder a su pregunta. Pese a todo, decidió que su compañero de desventuras se merecía una respuesta, aunque esta fuera tan inadecuada como el impulso por el que se había dejado llevar minutos antes.
—¡Totó cuidará de él! ¡Totó cuidará de él! —repitió con terquedad obsesiva, estrechando aún más al niño contra su ancho pecho—. ¡Hombres malos! ¡No dejaré que le hagan daño!
El enano se bajó del tonel de roble de la campiña francesa donde estaba sentado y fue hacia él con actitud indulgente, apartando con su mano las telarañas tejidas de un lado al otro del muro, que ya se adherían viscosas sobre su minúscula casaca. No quiso reprochar el proceder de su amigo; hubiera sido injusto. Actuó por puro instinto, y eso hace fuerte a los débiles.
—Será mejor que nos vayamos. La lluvia es cada vez más ligera y, además, pronto se hará noche… Nos cerrarán las puertas de la ciudad —le recordó con voz muy suave, pero firme—. Y si eso ocurre, habremos de pasar aquí la noche, algo que no entraba en nuestros planes.
Asintiendo con la cabeza, Totó se alejó de la claridad que se filtraba tenue por el hueco del tragaluz, y se dirigió hacia la es calera cubierta de polvo que conducía a la parte superior de la casa. Petit Ours fue tras él, preguntándose de qué forma podría convencer a su amigo para que olvidara la locura tutelar de hacerse cargo del niño. Ellos no eran nodrizas o amas de cría para andar toda la jornada lavando traseros de criaturas de pecho. Necesitaban desembarazarse del modo más humano de aquella carga, o no tardarían en ser descubiertos. Lo sensato, en este caso, sería llevarlo a una casa de huérfanos, o mejor aún a un convento, y que allí lo cuidaran las monjas caritativas; más al pronto rechazó la idea porque la apariencia de ambos podría llamar la atención de las religiosas, y acabarían siendo motivo de búsqueda, cuando estas hubiesen de informar al oficial de guardia, sobre quiénes hicieron la entrega. Siempre les quedaba la vieja resolución de abandonarle a las puertas de un hogar, y dejar que Dios hiciera el resto.
Sin embargo, Totó tenía otros planes.
Llegaron a la cocina, donde pucheros y marmitas oxidadas servían de mausoleo a moscas, arañas y algún que otro ciempiés. Sigilosos, y a la expectativa de un inesperado encuentro con los mendigos de los arrabales que, al igual que ellos, pudieran haberse refugiado de la tormenta bajo el techo de aquellas ruinas, fueron avanzando en la oscuridad al tiempo que esquivaban los diversos enseres abandonados tiempo atrás por sus antiguos dueños, los cuales yacían esparcidos de forma caprichosa y salvaje por los distintos recovecos de las salas. Todo era ruina y manifiesta decadencia allá donde mirasen. Los tablones, casi comidos por la carcoma, crujían bajo sus pies al andar, emulando los estertores de un moribundo… resonando en el suelo. Las habitaciones adyacentes rezumaban decrepitud y ecos del pasado. Al fondo del ingente salón de baile, una ventana cubría su tenaz silencio, su mustia oquedad, con una cortina que en otra época había sido de un rosa fuerte, y ahora mostraba alguna que otra estría desvaída del primitivo color sesgando el tono sucio de la tela, como una cicatriz cansada y anónima. A través de esa misma gran ventana, la luz blanca y tensa de las bujías exteriores fustigaba los ángulos más esquivos, corporeizando cada objeto, dándoles vida propia. Y luego estaba el penetrante olor, ese vaho corrosivo a decrepitud y obscenidad que ascendía por los pilares de la casa, ese miasma putrefacto asociado a la decadencia del ser humano, ese ectoplasma vinculado a las almas de quienes gozaron y sufrieron vivencias irrepetibles en cada uno de sus rincones, ese aroma añejo a fruición, sudor y lágrimas, que surgía en oleadas densas y desafiantes del interior de las alcobas. El hedor fue la causa de que se precipitaran hacia la puerta de salida en busca de un hálito de aire fresco que purificara sus castigados pulmones. En un lugar así solo podían anidar los parásitos y las ratas.
Fuera, en la indisoluble oscuridad de las calles, París era un cenagal anegado de desechos provenientes del río y de todas las regiones altas de la ciudad. Sus avenidas estaban totalmente encharcadas ahora que el agua había remitido, y era asaz laborioso adentrarse en ellas sin correr el riesgo de resbalar a causa del fango y acabar de bruces en el suelo. Un efluvio letal a excrementos y orines se desarrollaba desde La Madeleine al Jardín de la Igualdad, desde las Tullerías a Orsay, desde el laberíntico Faubourg St. Denis a las ostentosas residencias de la Sorbona. Petit Ours pensó que aquel tufo a muerto tenía su origen en el Cimetiére des Innocents, donde quizá el agua había removido las tumbas hasta dejar al descubierto los cuerpos en descomposición y las osamentas, pero en realidad era una hediondez generalizada que provenía de todos los lados, como si la capital francesa fuera un leproso pudriéndose con lentitud en una de las tétricas salas del hospital Hôtel-Dieu.
De mutuo acuerdo, decidieron aventurarse calle abajo, hacia el Sol poniente, ahora que el atardecer transfiguraba los objetos en sombras y apenas unos pocos humanos se atrevían a salir de sus casas para ver las catastróficas consecuencias de la tempestad.
Amparados por el desorden, el gigante y el enano dejaron atrás el Palace du Elisée antes de que la Guardia Real volviera a ejercer todo su rigor a lo largo de la avenida. Solo pensaban en cómo salir de la ciudad sin que los descubrieran, pues temían que el niño comenzara a llorar de un momento a otro y que sus gemidos pudieran llamar la atención de los soldados de Luis XV le Bien-Aimé. Ahora no se trataba de haber infringido el veredicto del procurador, el cual había prescrito cuatro años atrás y ya poco le importaba. Habían asesinado a un hombre, y de la nobleza, a juzgar por su vestimenta; y a los criminales se les condenaba a morir en la horca, o sencillamente se les cortaba la cabeza con el hacha de dos filos. No se podían permitir el lujo de dejarse coger.
Tras unos minutos de incertidumbre, cruzaron finalmente la puerta oriental sin que hallaran rastro alguno de soldados. Con el niño aún junto a su corazón, Totó corrió todo lo que pudo al vislumbrar, a través de las sombras, las copas de los árboles más altos que formaban el bosque de Boulogne. Petit Ours, mucho más corto de piernas, le iba a la zaga. Su pecho apenas si podía soportar la presión, y le fue necesario detenerse a llenar de aire los pulmones, apoyando la mano en el costado debido a un dolor incipiente emplazado entre varias de sus costillas. Totó se giró para instarle a seguir. El enano maldijo en voz baja el vigor y la fuerza de su compañero, de la que él tanto carecía. Pero se esforzó por mantener el ritmo que el otro le marcaba, volviendo de nuevo a su ridículo corretear por la campiña, como una marioneta dando pequeños brincos por un escenario de cartón.
El bosque se sumió en la oscuridad más completa al cerrarse la noche, acontecimiento que les fue de gran ayuda porque conocían de memoria el camino de vuelta a casa y nadie, en tales circunstancias, podría encontrarlos en lo que ellos llamaban «su territorio»; de ahí que dejaran de correr, echándose a un lado de la senda para bajar el desnivel arenoso que había al final del camino. Descendieron hasta llegar a una profunda vaguada donde, oculta tras las altas cañas que circundaban la marisma, les aguardaba impaciente su humilde palacio: un barracón de alrededor de veinte metros cuadrados construido con troncos de árboles, bejucos y palmas, en el que convivían desde hacía diez meses a pesar de la humedad nocturna, el calor sofocante del mediodía y el incordio regular de los mosquitos.
Ya en el interior, Totó dejó al niño sobre el colchón de paja para encender las apestosas velas de sebo embutidas en un viejo candelabro. Mientras tanto, Petit Ours atrancaba la puerta con el pasador tras asegurarse de que no les habían seguido. Iluminada la estancia, descubrieron que los efectos de la tormenta también habían causado estragos en su pequeño refugio.
El baúl donde Totó guardaba sus hatos y calzado yacía tendido, a la vez que abierto, sobre un enorme charco de agua. La jofaina de lavarse por las mañanas estaba a rebosar debido a la gotera del techo, que se abría justo encima. El espejo con marco de estaño, rajado de parte a parte, absorbía sus caricaturescas imágenes desde el oscuro rincón de la chabola, para luego devolvérselas reflejadas en dispares fragmentos. El otro jergón, el de Petit Ours, al ser más pequeño y estar ubicado bajo la alacena, se libró del desastre de acabar empapado de agua; también el fogón de cocinar, sus dos perolas y escudillas de barro. Y puesto que eran los únicos enseres con los que contaban, poco les importó verse en una situación tan caótica. No era nada que no pudiesen remediar en un par de horas.
El niño comenzó a llorar. Totó, inquieto, trató de dormirle de nuevo entonando una canción de cuna. Al ver que su intento no fructificaba, entró en un estado de ansiedad similar a la enajenación, retorciéndose ambas manos con efervescencia a la vez que iba de un lado a otro balbuciendo frases ininteligibles. Petit Ours ya le había visto así en más de una ocasión, por lo que intuyó que de no tranquilizarse, su amigo perdería el control irrumpiendo en lloriqueos y gritos desesperados. Su consejo fue que dejara de pensar por un momento en la criatura, y que fuese a por agua al río para hacer una infusión con la que alimentarlo a falta de leche, que él se encargaría de la desagradable tarea de quitarle los paños y lavar su trasero.
Tras titubear unos segundos, el gigante aceptó con agrado el consejo, y así salió de la cabaña, llevándose consigo el odre que utilizaban habitualmente.
—¡Bien, pequeño bastardo! Tú y yo solos —afirmó el enano con voz amiga, tomando asiento en el borde del camastro. Le hizo divertidos gestos con su rostro para que dejara de llorar—. ¿Sabes lo que haremos?… Voy a limpiar a fondo ese culito de terciopelo que tienes para que puedas dormir tranquilo, y dejar que nosotros hagamos lo mismo. Mañana te buscaremos un hogar más apropiado que este… —Miró alrededor con cierto recogimiento—. Sí, estoy seguro de encontrarte algo mejor —concluyó con ceño.
Poco a poco le fue quitando las mantillas y rebozos que le protegían del frío, y hacían más cálida su permanencia en la vida. Dentro de aquel revoltijo de prendas bordadas, con olor a agua de rosas, apareció la criatura más bonita que hubiese visto jamás Petit Ours. Tenía el cabello dorado como la miel, y los labios parecían los de un querubín del coro del Altísimo. Se diría un dios convertido en hombre, un Adonis que de mayor habría de conquistar el corazón femenino de medio París.
Como viera que el enano le observaba con curiosidad, el niño le recompensó con una mueca agradable que hizo sentirse al enano como alguien más humano. En aquel instante de acercamiento pudo comprender por qué Totó fue capaz de matar para protegerlo. Era imposible concebirlo de otro modo.
Dejó a un lado su debilidad por el pequeño para retomar la labor que se había impuesto. Sin apartar la mirada de la criatura, le fue despojando de camisolas ilustres y de sábanas menudas de algodón hasta dejarlo completamente desnudo. Entonces, aterrorizado por lo veían sus ojos, retrocedió unos pasos persignándose repetidas veces. Y así permaneció, desconcertado, como a cuatro pasos de lo que él consideraba una abominación de la naturaleza, todo el tiempo que tardó Totó en volver con el odre henchido de agua.
Cuando el gigante regresó, y vio que Petit Ours miraba al niño con ojos de asombro, se acercó con el alocado temor de encontrárselo muerto. Respiró con satisfacción al descubrir que seguía vivo, aunque algo en él le hacía distinto a los demás. Observó con preocupación, jamás con rechazo, el defecto de aquella criatura, ladeando de un lado a otro su cabeza en un intento por comprender. Pero a pesar de tener el cerebro atrofiado, tanto por fuera como por dentro, fue el único de los dos que se pronunció con inteligencia, descifrando el enigma.
—Es uno de nosotros… un engendro —susurró en un acto de lucidez que le puso la carne de gallina a su compañero.