Capítulo 2

Totó y Petit Ours

Totó era un retrasado mental de dos metros de altura que vino a nacer en el hospital Hôtel-Dieu el mismo año que el príncipe Luis, delfín de Francia; coincidencia que no le sirvió de mucho durante los años que estuvo recluido en el manicomio de Charenton debido a su grotesca apariencia y restrictivo cerebro. Jamás representó amenaza alguna para nadie, cosa que ya sabían los celadores de la inclusa donde pasó su niñez, pero encerrarle de mayor en el tétrico sanatorio de enfermos mentales fue la solución más inteligente que encontraron sus detractores. De este modo, apartaron socialmente a un paria cuya madre, prostituta de profesión y enferma de sífilis, murió entre gritos de dolor cuando el cirujano la abrió en canal para arrancarle de las entrañas al bastardo de su hijo, puesto que el volumen del feto y la asombrosa deformidad de la cabeza, impedían que naciera como el resto de los niños.

Desde que ingresara en el manicomio, la vida de Totó había transcurrido igual que la de un viejo roble plantado en lo alto de una montaña inaccesible: solitario, aferradas su raíces a un suelo extraño, soportando en silencio el deseo de escapar. Y así, avivado el ensueño de libertad, se contentaba con la ilusión de conocer nuevas gentes que no fueran el celador que le pasaba cada día la hogaza de pan, centeno hervido, un mejunje de verduras y la escudilla de agua por entre las rejas de su celda con un colchón de paja. Las únicas personas a las que había tratado a lo largo de su vida, además de los guardianes y médicos del sanatorio, fueron los demás niños de la inclusa donde le inscribieron a los pocos días de nacer; amén de Madame Bruot, dueña de aquel antro de huérfanos y encargada de alimentarlos con lo mínimo hasta que estuvieran en edad de cuidarse por sí solos. De todos ellos guardaba oscuros recuerdos que de ningún modo deseaba evocar.

Y he aquí que transcurrieron siete largos años dentro de aquel infierno, entre piojos y pulgas. Hasta que un día, cansado de esperar a que viniesen a sacarle, quiso romper con la rutina de la prisión, arrancando los barrotes oxidados de su celda, para ir en pos de esa libertad que tantas noches buscara en el fulgor de las estrellas. Lo demás fue fácil, solo tuvo que saltar el muro que le separaba de la calle, y correr luego hacia el bosque de Vencennes sin volver la vista atrás. A partir de entonces buscó refugio en hogares deshabitados, como aquel caserón en el que había entrado para guarecerse de la lluvia, o en los más deprimidos arrabales de la ciudad; tales como Montrouge, Neuilly e Issy. Si aún le buscaban, era algo que jamás llegó a preocuparle. Lo único que ocupaba su mente era encontrar un sitio donde poder vivir en armonía con gentes como él: parias de la humanidad.

Al cabo de varios meses de vagar de un lado a otro, sin más compañía que su propia sombra, encontró lo que andaba buscando. Fue una mañana de invierno, muy cerca de las fortificaciones que colindaban con el bosque de Bologne. Había estado recogiendo leña para encender un fuego con el que poder calentarse. Ya se dirigía a la chabola que levantara meses atrás, junto al lago, cuando le pareció ver a un niño por entre la niebla. Lo creyó extraviado, y hasta era posible que lo estuviesen buscando sus padres y vecinos por los alrededores. Totó sabía por experiencia que si le encontraban cerca de él, le traería problemas, por lo que decidió alejarse todo lo que pudo yendo hacia el otro lado de la masa arbórea. Sin embargo, una voz adulta le conminó a que se detuviera. Al darse la vuelta comprendió que el niño no era otro que un hombre bajito con el pecho abultado y las piernas zampicortas, un enano de los que tanto había oído hablar de pequeño en la inclusa. Tenía delante alguien de su misma índole… un engendro de la naturaleza.

Se miraron el uno al otro con invencible curiosidad, cada cual con una perspectiva distinta: Totó desde arriba, conforme a su condición de gigante; Petit Ours, que así se llamaba el enano, desde su menuda grandeza, virtud que le impedía tener miedo de las personas más altas que él. Entonces ocurrió algo que ninguno de los dos esperaba: comenzaron a reír de forma involuntaria llevados por la trascendencia del instante. Eran la antítesis de la condición humana, dos seres grotescos perdidos en la niebla, a quienes el destino había unido para siempre. Al pronto congeniaron, y al cabo de diez años aún seguían juntos.

La historia de Petit Ours no era muy diferente a la de su compañero. Había nacido en Nancy, y al igual que Totó, jamás conoció a sus padres y sí la rigurosa disciplina del orfelinato. Una vez que se hizo mayor —si es lícito expresarme así—, tuvo que enfrentarse a la vorágine de aquella sociedad llena de prejuicios, y también al desprecio de los humanos normales. Más en París encontró el modo de resarcir su capacidad, siendo pasante de todos los oficios: curtidor de pieles, aprendiz de sillero, asador de carnes, pedigüeño, zapatero, bufón de la aristocracia, pseudoespiritista, cómico de pacotilla, e incluso amante de la esposa de un relojero de Pont au Change que le diera trabajo porque le daba lástima, pero que agradeció lo bien dotado que estaba entre las piernas.

Sin embargo, una noche, cuando abandonaba el serrallo de Jeane Moyon, donde trabajaba como comisionista bajo el supuesto nombre de Michel Benoit, se encontró con que la policía sanitaria le estaba esperando en la calle para interrogarle con respecto a las acusaciones de prostitución pública, notificadas por los vecinos. El inspector Meusnier, encargado de vigilar los movimientos de las meretrices desde Palais-Royal a la Sorbone, encontró pruebas suficientes de proxenetismo en el interior del inmueble, por lo que ordenó le detuvieran junto a las demás celestinas implicadas; a saber: Isabelle del Fey —viuda de Châtillon—, Margarite Monroy —esposa del plomero Pierre Saint-Jean—, Margarite Courteau, Renata Lanlois —viuda de un oficial de sastre—, Louise Vaubrun —llamada la pequeña Mauviette—, y Ana Muzy, lavandera de enormes pechos. Todas ellas fueron juzgadas en el Châtelet por el Preboste de París a requerimiento del procurador general del rey.

De aquella experiencia aún recordaba Petit Ours la burla de los parisinos cuando, en compañía de Jeane Moyon y las demás mujeres del oficio más viejo, tuvo que desfilar a golpes por toda la ciudad montado al revés en un esquelético asno. Una vez que llegaron a la puerta de Saint-Michel, el verdugo de la Alta Justicia le azotó hasta hacerle perder el conocimiento. Finalizada la tortura, marcaron a las mujeres en el hombro con un hierro candente con forma de flor de lis, siendo su condena el destierro de la capital francesa, prebostazgo y vizcondado, por un tiempo mínimo de tres años, sentencia que le afectaba solo a él y a las llamadas Monroy y Courteau, y cinco años para la Moyon y el resto de las rameras.

Fue en aquel entonces cuando se encontró con Totó en el bosque de Bologne. Ya había cambiado su nombre por el de Petit Ours, como de igual forma tenía pensado desoír la voluntad del juez aún a sabiendas de que podía ir a las galeazas, las últimas galeras de proa redonda de la Armada francesa. Calculó que era mejor permanecer tres años en el único lugar donde las ratas como él podían sobrevivir, que tener que enfrentarse a la barbarie de las provincias.

Y era precisamente Totó quien le acompañaba ahora en la oscura bodega de la mansión deshabitada. Habían entrado en la ciudad por la Puerta de Passy, en compañía de unos titiriteros llegados de Lombardía para que nadie reparase en ellos. Tras hacer algunas incursiones de rapiña por el mercado de Les Halles, volvían de nuevo a su cabaña cuando fueron sorprendidos por la fuerte tormenta y la lluvia. Fue fácil entrar en un edificio cuyas maderas debían tener más de cien años de antigüedad; solo bastó un empellón de Totó para que se resquebrajara en varios trozos. Allí permanecieron, escondidos en las sombras, degustando unos tomates dulces escamoteados de forma inteligente, hasta que escucharon la respiración entrecortada de Georgina cerca del tragaluz por donde entraba el agua convertida en barro.

Lo que vino después forma parte del principio de esta historia.