Capítulo 51

—¡Laura! ¿Estás bien? ¡Ferran, la luz!

La voz de Dimas sonaba entrecortada. Con las pupilas aún contraídas miró hacia la sombra de Bragado, que parecía no moverse.

—Estoy bien, Dimas —contestó Laura.

—No te muevas de donde estás… —El joven respiró.

Volvió a amartillar el percutor y siguió apuntando, aunque con pulso menos firme. Sentía un miedo atroz y el dolor de las heridas palpitaba con fuerza; ni siquiera tenía claro si Bragado le había alcanzado o no. Las lámparas empezaron a titilar iluminando la estancia. Dimas, todavía tumbado, contempló al jefe de policía. Tenía la cabeza apoyada en el suelo, ladeada. No podía ver su rostro. Las manos permanecían con las palmas hacia abajo. En una de ellas sostenía el revólver, aunque los dedos parecían inertes. Poco a poco Dimas se incorporó. Sin dejar de apuntarle, se fue acercando. Debía comprobar si en realidad estaba muerto. Con el pie apartó el arma de Bragado y la alejó poco más de un metro, hasta que tropezó contra la pata de una de las mesas. El jefe de policía no se movió. Dimas dio un paso más. Contempló entonces la herida del hombro, de la cual tan sólo se veía un pequeño agujero sobre el abrigo y una mancha de sangre muy oscura que lo rodeaba y se hacía cada vez más grande. Bragado parecía estar dormido, con los ojos casi cerrados. Desde esa posición Dimas pudo contemplar cómo bajo la cabeza se estaba formando otro gran charco de sangre que despedía un fuerte olor a hierro. Miró hacia un lado y vio a Ferran estático. Dimas negó con la cabeza, en silencio. Bajó el percutor de la pistola, relajó el brazo y llamó a Laura.

—Ya pasó todo.

Ella se puso de pie con torpeza. Su rostro estaba surcado por las lágrimas y el espanto, sobre todo cuando notó que Dimas se ponía pálido por el terror: una mano se había aferrado a su tobillo. Navarro volvió su cabeza hacia el cuerpo yaciente del policía. Tenía que reaccionar, levantar la pistola y volver a disparar. Sin embargo, cuando vio la faz del policía se tranquilizó: Bragado estaba dando los últimos estertores. Los ojos vidriosos mirando al vacío, la boca abierta en una mueca de asfixia. Un hilo de sangre resbaló viscoso por la barbilla. A pesar de todo, Dimas no pudo sino compadecerse de ese hombre. Segundos después, la cabeza cayó como un fardo.

Dimas agitó el tobillo para desprenderse de Bragado. Fue a calzarse de nuevo y caminó al encuentro de Laura, que parecía incapaz de moverse del sitio. Unas tímidas convulsiones anunciaron la inminencia de un llanto desconsolado que, en efecto, se produjo en cuanto la rodeó con sus brazos. Laura posó su cabeza en el hombro de su amado y se abandonó. Todo el miedo y la tensión se descargaron allí, entre los temblores que el abrazo de Dimas trataba de calmar procurando aportar calor mientras sus manos le acariciaban el cabello. Al mismo tiempo que abrazaba a Laura miró a Ferran, que apartó la cara, humillado, con el rastro todavía del pavor de hacía unos instantes. Era la imagen de la derrota, de la desesperación. Dimas sintió en ese momento repulsión hacia él y experimentó un remordimiento que le desgarró las entrañas como un animal herido, al recordar que hubo un tiempo, tan sólo meses atrás, en que sintió admiración por aquel hombre.

Por su parte, Laura se fue calmando poco a poco. Dejó de llorar y su cuerpo recuperó su fuerza. Se separó con dulzura de Dimas y se secó las lágrimas.

—Estoy bien, estoy bien —insistía.

Trató de atusarse el pelo y se volvió hacia su hermano, inmóvil como una estatua. Ahora su rostro había evolucionado hacia la vergüenza, como si todas las sensaciones que se atropellaban en su cabeza se pudieran resumir en ésa.

Ferran, al ver a los dos vueltos hacia él, esperó que dijeran algo, que le insultaran o le golpearan. No pudo más y se dejó caer de rodillas. Con voz lastimera comenzó a hablar:

—Deberías usar esa pistola para matarme, Navarro. No merezco otra cosa.

Laura y Dimas no respondieron. El silencio se hizo dueño del taller como un manto enormemente pesado. Ferran no podía soportar ese mudo menosprecio…

—Por favor… acabemos esto de una vez. Puedo escribir una confesión que os libere de toda culpa, incluso revelaré dónde están el oro y las joyas… No merezco seguir viviendo. Por Dios, ¡soy el responsable de la muerte de mi padre! ¡No puedo vivir con eso! —Se llevó las manos al rostro y rompió a llorar.

Laura, con una determinación y una seriedad que asombraron a Dimas, se acercó a su hermano mayor.

—Ya basta, Ferran.

Le apartó la mano del rostro. Su hermano, obediente, la miró.

—Perdóname…

Laura le soltó una bofetada. Acto seguido lo tomó de las solapas y lo obligó a ponerse de pie. Dócil como un cordero, Ferran se incorporó. Tenía la cara roja. Miraba sorprendido, casi asustado, a su hermana. A pesar de la bofetada, Laura mantenía el temple. No parecía dominada por la indignación o la rabia. Habló con firmeza:

—Basta de lloriqueos y lamentaciones. Deja de caer: no seas tan cobarde como para pedir que te maten. Ése es el camino fácil… Sé que no lo pretendías, pero has hecho mucho daño, un daño que ya no se puede reparar. Al menos, hermano, ten la gallardía de responsabilizarte de todo lo que has provocado. Bragado ha muerto y muy pocos llorarán por él, quizá ni su propia esposa. Pero tú tienes una familia y un nombre que defender. ¡Ponte a la altura de tu apellido, por Dios!

La expresión de Ferran mudó del estupor hacia algo similar a la determinación y la admiración. Acató con gravedad lo que decía su hermana. Se pasó las manos por el pelo tratando de recomponer su imagen.

Dimas, mientras tanto, experimentó una oleada de orgullo al ver a Laura actuar así: firme, serena, precisa, valiente. Cualquier otra en esas circunstancias se hubiera dejado llevar por la ira. Pero ella no. Se dijo a sí mismo que era imposible no amarla, y ese pensamiento le produjo una sensación de extrañamiento. ¿Cómo podía sentir amor en medio de todo lo que había pasado? Entonces, de una manera inconsciente, se contestó que quizá era precisamente eso, el amor, lo que brotaba y aparecía incluso en los momentos más duros, cuando todo empujaba a la desesperación.

Ya no se sentía un náufrago aferrado a una balsa en medio de un amenazante y oscuro océano; ahora se sabía a salvo, con la certeza de haber elegido el bando correcto, aquel que le hacía sentirse unido a los demás, que no veía el mundo como algo ajeno, que no miraba al otro como un enemigo sino como una posibilidad de aprender algo nuevo. Ferran, mientras tanto, había logrado rehacerse en parte; incluso dibujó un atisbo de sonrisa, esa sonrisa que Dimas conocía bien, la del hombre seguro de sí mismo y triunfador. Sólo que ahora estaba preñada de lucidez, solemne. Como si fuera la primera vez que hablaba en serio tras pasarse la vida contando anécdotas.

—Tienes razón, Laura —dijo. Bajó el rostro y alargó una pausa. Luego fue subiendo lentamente la mirada y recorrió la cara de su hermana con ojos vacilantes, como si la reconociera después de una larga ausencia—. Yo… ¿Por dónde empezar…? —titubeó—. Siempre temí sentirme inferior al resto. Ramon demostró desde joven tener clara su vocación. Núria nunca dudó de su destino. Y tú… Tú eres el talento de la familia. Papá siempre lo decía. —Su voz tembló, pero pudo continuar—. A mí, por ser el mayor, me tocó la responsabilidad de proseguir con el negocio. Pero me pudo la soberbia; me creí por encima de los demás. En vez de ser humilde y dedicarme a aprender, negué lo evidente y quise dar el salto. Lo hice por mí, por vosotros, por todos, pero eso no es excusa. Ahora me doy cuenta de que fue un salto al vacío y os he arrastrado en mi caída. Con lo fácil que hubiera sido confiar en ti y en tus ideas… Podríamos haber sido grandes socios, ¿sabes? Pero lo fastidié todo. —Negó con la vista fija en el suelo. Tras una nueva pausa, concluyó—: Y ahora toca asumir los errores.

Posó sus manos en los hombros de Dimas. Éste hizo una mueca de incomodidad, pero no se apartó.

—A ti te debo una disculpa, Navarro. Eres un buen tipo y debí haberme fiado más de ti. Lamento si en alguna ocasión te he forzado a hacer cosas que no querías. Eso no volverá a ocurrir. Un último favor: ayuda a mi hermana en todo lo que puedas. Se nota que os queréis. —Se volvió hacia Laura, que escuchaba con atención sus palabras—. Hermanita —esta vez sí sonrió con dulzura—, tú eres la heredera ahora. Sólo te pido que no cometas los mismos errores que yo: ten fe en ti y en tu talento. Pronto volverá la normalidad y, con el tiempo, todo esto no será más que un maldito recuerdo.

Se cuadró como si fuera un militar a punto de pasar revista. Se colocó bien la chaqueta y tendió la mano hacia Dimas:

—Navarro, por favor, devuélveme la pistola. —Laura se inquietó—. No, cielo, no temas por mí. Voy a encerrarme en ese despacho para escribir una detallada confesión que entregaré a la policía y necesito aportar el arma, con mis huellas, como prueba. Me siento en el deber de exculpar a Dimas. Diré que yo he disparado a Bragado. Ya tengo claro cuál es mi destino, no te apures. Ahora dejadme solo, por favor.

Dimas entregó el arma, aunque con ciertas dudas. Laura se acercó a él y se aferraron el uno al otro. Caminaron hacia la puerta con los hombros bajos, exhaustos por todo lo sucedido. Abandonaron el taller sin mirar atrás.

Ya a solas en el despacho, Ferran dejó el arma sobre la mesa y sacó papel secante de un cajón, varias hojas y una pluma y su tintero. Con el mismo celo con el que redactaría un contrato de compraventa, comenzó a relatar por escrito todos los detalles del robo.

De vez en cuando interrumpía el rasguear del plumín y dirigía fugaces miradas a la pistola. No le había mentido a Laura: su destino estaba ya escrito.