La voz de Laura despertó a Dimas de la duermevela en que se encontraba:
—Debemos hacer algo. —Él abrió los ojos y miró interrogativo su rostro—. No podemos quedarnos con los brazos cruzados.
Dimas se quedó un instante inmóvil entendiendo a qué se refería. Después sacudió la cabeza y habló resuelto:
—Tienes razón. Tenemos que ver a tu hermano, explicárselo. Debe saber que Bragado no es trigo limpio. Tomaremos la decisión que sea junto a él. —Se incorporó sobre la cama y rebuscó entre sus ropas—. Es un poco tarde, pero mejor no esperar más.
Laura aprobó satisfecha la decisión. Con Dimas a su lado se sentía más segura y el camino a seguir parecía más nítido.
Sin poder evitar cruzar algún que otro beso, se vistieron con rapidez y salieron a la calle aún con la tibieza del cuerpo del otro pegada a la piel. El frío parecía haberse convertido en una fina película que buscaba colarse por entre sus ropas. Dimas pasó el brazo por los hombros de Laura y la apretó contra sí. Caminaron con paso vivo hacia el coche, pero no pudieron llegar a montarse en él: una figura masculina se interpuso en su camino. Les encañonaba con un revólver de gran tamaño. A pesar de no haber visto nunca ningún silenciador, Dimas supuso enseguida su función.
—Creo que debemos dar un paseo, parejita.
La voz de Bragado sonó pétrea, indiscutible. Su mano enguantada sostenía el arma sin el más mínimo temblor. Dimas miró de reojo a un lado y a otro. «¿Dónde está el sereno cuando se le necesita?», pensó.
—Le he dado una propina para que se tome algo caliente. Mi placa ha acabado de persuadirle —explicó Bragado leyéndole la mente. Y en un gesto inusualmente rápido para su corpulencia, aferró a Laura de un brazo; atrayéndola contra su cuerpo le puso la pistola contra las costillas.
—Estoy convencido, Navarro, de que no intentarás ninguna otra cosa más que obedecerme, a no ser que quieras que se dispare por accidente. Vamos al coche, la señorita Jufresa conducirá.
Dimas, con los dientes apretados, estuvo a punto de rebatirle, de preguntarle cómo justificaría el pegarle un tiro a la hija de una familia conocida, de advertirle que se estaba metiendo en líos… Pero la palidez de Laura y la fría determinación que parecía dominar al jefe de policía pudieron más. No era momento de arriesgarse.
Después de que Dimas arrancara el Peugeot, Bragado se sentó en la parte de atrás y obligó a Laura a conducir. El jefe de policía situó la pistola entre ambos. La apoyó ahora en el costado izquierdo de Dimas. Laura, poseída por un ligero temblor que se delataba en sus manos, preguntó adónde debían ir. Bragado, con voz serena, respondió:
—Al taller. —La pareja se miró sorprendida. Bragado apretó aún más la boca del silenciador contra Dimas—. Y vamos ya. Sin acelerones, sin llamar la atención. Sigue por donde yo te diga y todo irá bien.
Laura fue obedeciendo las instrucciones precisas del policía, que la guió por las calles menos concurridas del Ensanche hasta llegar a las callejuelas del casco antiguo. Bragado, sin dejar de apuntarles, les obligó a caminar rápido hacia el taller. Dimas se mantuvo en silencio, hirviendo de rabia por dentro. Ya frente a la puerta, Laura no supo qué hacer. El policía le indicó que llamara. Ella, con los ojos abiertos como platos y la duda en el rostro miró a Dimas, también extrañado. Tras la llamada de Laura, la puerta se abrió. Era Ferran. En su mano derecha sujetaba una pistola con la empuñadura medio envuelta en un trapo de terciopelo granate. Por un instante Laura se alegró. Pero fue sólo un instante, justo antes de que su hermano se hiciera a un lado y los dejara pasar, con el revólver amenazante de Bragado detrás.
—¿Qué es todo esto? —soltó Dimas.
Ferran, visiblemente nervioso, chistó haciéndolo callar y movió su arma hacia un lado, indicándoles que siguieran caminando. Como si tuviesen los pies cubiertos de plomo, Laura y Dimas se adentraron en el taller en penumbra, aturdidos, intentando entender qué estaba ocurriendo allí. No podían apartar los ojos de Ferran, que no dejaba de sudar. Incapaz de sostener el peso de su mirada bajó los ojos desorbitados al suelo, como si estuviera poseído por una fiebre a punto del colapso. Bragado seguía apuntándoles y reclamó su atención. Habló a Ferran mientras miraba a la pareja:
—Todo cuadrará, no te preocupes. Viniste aquí porque te olvidaste algún documento importante para lo de la compañía de seguros. Las luces estaban apagadas y oíste ruidos. Fuiste sigilosamente hasta tu despacho a por tu pistola y alguien, en la oscuridad, te disparó. Tú tan sólo te defendiste: dos sombras arremetían contra ti, y además iban armadas. Luego, al encender la luz del taller, te diste cuenta de que eran Dimas y Laura.
Ferran levantó la vista. A pesar de la escasa luz pudieron distinguir su expresión alucinada; el labio inferior le traicionaba, tembloroso.
Bragado comenzó a pasear por delante de Laura y Dimas a lo largo del pasillo que dejaban entre sí los grupos de mesas de trabajo. Ella no daba crédito a lo que acababa de oír. Dimas sentía en esos momentos cómo las secuelas de la paliza se acentuaban: allá donde le habían golpeado notaba como si le mordieran. Los pasos lentos de Bragado resonaron por el taller como el tic-tac de un reloj.
—Claro que fue una sorpresa y un verdadero disgusto ver que uno de los cadáveres era tu hermana —prosiguió—, pero es que esa pobre chica había caído en las redes del radical Dimas Navarro, el amigo del anarquista. Ella, ingenua, se dejó engatusar con la promesa de una vida de aventuras lejos de la familia burguesa. Vinieron aquí a llevarse vete a saber qué… Jamás se descubrirá, pero las armas no dejarán lugar a dudas de sus intenciones. En el registro de su piso la policía encontrará joyas del robo anterior.
—Ferran —interrumpió Laura llorosa y asustada—, ¿a qué viene esto? ¿Has perdido el juicio?
Bragado se puso frente a ella.
—Puede que sí. —La miró a los ojos en una larga pausa; al final se le torció la boca y continuó—: Sucede que los planes no salieron bien. Tu hermano estaba en la ruina y le propuse un robo en el taller. Las joyas no aparecerían y él cobraría el seguro. Los ladrones no eran más que unos títeres, por lo que al final tendría el dinero además del oro y las piedras de las joyas. Y todo por una módica cantidad. Pero…
Esta vez fue Dimas quien habló:
—… pero los ladrones no contaban con la presencia de Francesc, al que mataron.
Laura no pudo contener un alarido. Dimas hizo ademán de acercarse a ella pero el jefe de policía se lo impidió. Chasqueó la lengua y replicó:
—Nada de eso debía haber sucedido. Seguro que quisieron noquearle y se pasaron de la raya. Pero lo hecho, hecho está. Ya no era un simple atraco: se convirtió en un asesinato y había que conseguir un culpable.
Dimas, con los ojos inyectados en sangre, masculló con las mandíbulas apretadas:
—¿Y por qué Àngel? ¿Por qué todo esto? ¿A cuántos más vas a matar? Ferran —dijo levantando la cabeza por encima del jefe de policía—, ¿cuántos más tienen que morir?
Bragado apretó los labios.
—Àngel era un conocido anarquista, implicarlo a él era matar dos pájaros de un tiro. La historia del atraco quedaba creíble, así como la desaparición de las joyas en manos de los terroristas de mierda que contaminan esta ciudad. Lo peor es que tuviste que meterte tú, niñato, y dártelas de justiciero. Si te hubieras quedado en casita nada de esto estaría ocurriendo.
Por detrás se oyó la voz temblorosa de Ferran.
—Pero podríamos dejarlos escapar… Les damos parte del botín y que se vayan adonde quieran…
Bragado pareció irritarse, aunque su voz no subió de volumen.
—Ésa no es la solución, y tú lo sabes. Te estarían chantajeando toda la vida. La muerte de estos dos —los señaló con menosprecio— cierra el caso. Tendrás un montón de dinero y yo podré continuar con mi carrera. No jodas, Ferran, no me vengas con ñoñerías. Ya te dije que una vez se da el paso no hay marcha atrás. Y tú bien convencido estabas del robo.
El aludido se pasó la mano por el pelo despeinado.
—Pero… ¡era sólo un robo! ¡Sólo eso! Y la familia no perdía nada, todo eran ganancias. El dinero del seguro, las joyas… Tendría tiempo para recuperarme, para salir adelante…
Bragado no quitaba ojo a Dimas, que parecía un animal enjaulado a punto de saltar. Laura se había apoyado sobre una de las mesas, pálida. La amargura parecía abatirla.
—¿Y cuál es tu situación ahora, Ferran? —prosiguió el jefe de policía—. ¿Quieres que se llegue a saber que eres responsable del robo y de la muerte de tu propio padre? ¿De la muerte de los ladrones y del anarquista? ¿Crees que tus influencias te salvarían? No, Ferran, no. Tú acabarías como yo, con el cuello destrozado en el garrote vil y tu familia en la ruina. Recuerda que todo esto lo haces por ellos, para salvarles, confía en mí. —La voz de Bragado se volvió ahora amable, convincente—. Ésta es la única solución posible. Sí, es triste, pero mañana estarás libre de todo cargo; ya me encargaré yo de eso. Y sin deudas, ¿ya no recuerdas esa sensación? Y tu familia y tu negocio subirán como la espuma. Los Antich volverán a ti. Todos querrán comprar las joyas de los Jufresa, que sobreviven y triunfan pese a estar marcados por una injusta desgracia. La alta burguesía siempre es solidaria con los suyos cuando son atacados por anarquistas y radicales. Te acogerán con los brazos abiertos y todos estarán deseando que te cases con sus hijas. Y más cuando vean que, a pesar de todo, sigues con el negocio adelante, boyante, heroico. Te envolverá el aura del ganador, de aquel capaz de superar cualquier obstáculo. Y siempre me tendrás a tu lado para que nadie pueda hacerte daño, porque una mano lava la otra. ¿Entiendes, Ferran?
El heredero Jufresa había bajado el brazo. La pistola apuntaba al suelo, igual que sus ojos. Parecía un niño a punto de romper a llorar.
—Estás loco, Bragado, eres un ser enfermo —espetó Dimas con voz gutural.
El jefe de policía reaccionó y dio un paso adelante, acercando peligrosamente el arma a su cuerpo.
—Te iba a matar primero a ti, pero ahora será ella quien muera antes. Así la verás agonizar por tu culpa. Será lo último que veas en tu vida.
—¡¡¡No!!!
Un disparo restalló en el taller e hirió sus oídos. El jefe de policía dio un respingo: la bala le había alcanzado el hombro izquierdo. Aprovechó la semioscuridad, saltó como una fiera por encima de las mesas y se escondió tras las del pasillo siguiente. Dimas agarró a Laura de un brazo y la tiró al suelo para protegerla. Sólo Ferran permaneció de pie, con la pistola humeante y la mirada perdida, inundada de lágrimas.
—¡Ya basta de muertes, Bragado! ¡Esto no es lo que pactamos!
Ferran miró a un lado y a otro desorientado. Dimas, en cuclillas bajo una mesa, musitó a Laura que no se moviera de allí. A pesar del dolor de las heridas saltó hacia Ferran. Logró tumbarlo y hacerse con su arma.
—¡Te va a matar! ¡Quédate aquí! —masculló. Ferran obedeció y se tendió en el suelo cuan largo era.
Dimas, arma en mano, se fue acercando a rastras hacia las mesas. Se detuvo y contuvo la respiración. Necesitaba oír dónde estaba Bragado. El dolor de las contusiones le hizo apretar los dientes. Por un momento temió que se oyera el chirrido de su dentadura.
—Qué ingenuo eres, Ferran, y qué estúpido. —La voz del jefe de policía sonó resentida, proveniente del fondo de la sala—. ¿Crees que ahora te voy a dejar escapar vivo? —Soltó una risa seca, simulada—. No, Ferran. Ahora no. Puedo eliminaros a todos y dejar este revólver ilegal en manos del cadáver de tu esbirro sin más problema. A mí me importáis un pimiento tú y tu patética familia.
Bragado tosió. Dimas pensó que era buena señal, que la herida estaba haciendo su efecto y comenzaba a debilitarle. Se quitó los zapatos para evitar ruidos y comenzó a desplazarse por el taller con movimientos cautelosos. Se detuvo y trató de guiarse por la voz de Bragado. El policía debía de haberse quedado inmóvil: por más que lo intentaba era incapaz de distinguir su silueta desde lejos. Debía hacerle hablar.
—Eres un hijo de puta… —clamó oportunamente Ferran, con tristeza.
Dimas volvió la vista un momento hacia Laura, que también trataba de ver algo en medio de tanta oscuridad. No podía apreciar su rostro, pero sí que permanecía quieta aunque temblorosa. «Joder, Bragado, ¡di algo!», ordenó con el pensamiento Dimas.
—¿Hijo de puta? Tú eres un fracasado, Ferran, un niño de papá creído e incompetente. No has tenido que luchar para conseguir nada, siempre viviendo entre algodones. Eres un mierda —escupió con odio.
Dimas sonrió y dibujó mentalmente el plano del taller en su cabeza, situándolo en él. Bragado estaba muy cerca. Contuvo de nuevo la respiración, cada vez más agitada, y se arrastró por el suelo en su busca.
—Ya te avisé cuando empezaste con tus negocios de pacotilla… Aquí los hombres de verdad, los que tienen valor, no se dejan llevar por sentimientos ni monsergas. Ellos le echan lo que tú no tienes: un par de huevos.
Se escuchó un gorgoteo, como cuando alguien se atraganta. A Dimas se le erizó el vello: lo tenía a dos metros. Abrió bien los ojos y percibió el bulto de su cuerpo. No podía dudar ni un segundo. Apoyó la mano que sostenía la pistola sobre la otra para mantener el pulso. Posó el pulgar sobre el martillo y el tambor giró. A pesar de la lentitud de sus movimientos, no pudo evitar que se oyera un chasquido. Bragado se removió en su escondite y Dimas tuvo tiempo de oír una maldición. Dos nuevos disparos, uno como un estampido y el otro con un sordo eco, llenaron el silencio del taller y lo iluminaron con sus fogonazos lacerantes. Después el silencio se hizo más pesado, persistente. Laura no pudo más y gritó:
—¡Dimas! ¡Por favor, Dimas! ¡Háblame!
El olor acre de la pólvora invadió el local. Laura rompió a llorar incapaz de contener el pánico, apretando los puños con los que golpeaba el suelo.