Capítulo 49

El coche seguía al Peugeot 153 que había pertenecido al difunto Francesc Jufresa mientras salía de la calle Fernando VII y ascendía a trompicones por las Ramblas. Se mantenía a una distancia prudencial: lo suficientemente alejado para no ser visto, pero también próximo a su objetivo para evitar perderlo.

En el bulevar colmado de gente que aprovechaba la última luz del día toda clase de personas y vehículos entorpecían el camino. Laura debía parar cada pocos metros para no repetir la escena del anciano. El tranvía y las bicicletas circulaban a un lado y a otro cortando a menudo el paso de coches que, como el suyo, pretendían circular por los laterales del paseo. Laura se inquietaba ante la sensación de que todas aquellas personas parecían moverse a un ritmo mucho más lento del usual.

Para cuando rebasó la plaza de Cataluña y siguió por el paseo de Gracia, el estado de Laura era ya de lo más alterado. Alcanzada la avenida Argüelles, giró a la derecha y pisó con todas sus fuerzas el acelerador del Peugeot negro: la sensación de velocidad empujaría el río de sus pensamientos y los haría fluir, ayudándola a ver claro entre toda la opacidad que la perturbaba. Confiaba en hallar algo de alivio en ese aire todavía fresco que barría aquella vía tan amplia. Con la ventanilla abierta, el viento le acariciaba el rostro y el cabello como un paño mojado. Mientras los edificios transitaban borrosos por los laterales, Laura sintió que al fin podía dejar a un lado todo paisaje externo a ella.

Nunca había visto en Bragado a un hombre que le despertara demasiada confianza, pero la mera posibilidad de que fuera sospechoso de robar a su familia se le antojaba un hecho desolador. Más allá de la relación que les unía, Bragado era el garante de la justicia en la ciudad. Si no se podía confiar en él, ¿quién quedaba? Últimamente las traiciones en su vida estaban a la orden del día y no tenía ni idea de a quién podía recurrir para compartir todos sus miedos, para que le ofrecieran el simple consuelo de escucharla: le bastaría con que hubiera un solo motivo que justificara el hecho de que la señora Bragado dispusiera de un broche único, un broche que ella misma había diseñado y que debía formar parte del botín saqueado en el taller hacía ya una semana.

Laura cayó en la cuenta de que ignoraba que aquel broche se hubiera llegado a modelar. Estaba segura de que ningún trabajador del taller lo había hecho puesto que ella se hubiera enterado. Como si viera un fantasma, imaginó las ancianas manos de su padre, las manos de un auténtico artesano, en plena noche, bajo las luces del taller vacío de ojos curiosos, dotando de forma física aquel diseño que con tanta ilusión le había presentado semanas atrás. Y le entraron unas terribles ganas de llorar.

Las uñas del odio volvían a hurgar en su interior con fuerza al pensar en la injusta muerte de su padre, un hombre bueno que jamás había hecho mal a nadie y que probablemente había sorprendido a los ladrones mientras preparaba aquel regalo para ella. ¿Debía sentirse culpable por eso? La posibilidad de que el jefe de policía de la ciudad fuera también el responsable de su muerte la situaba en el mismísimo vértice de lo insoportable. Con su padre ya para siempre ausente, Laura se notó hundida.

Giró el volante con ambas manos y dejó atrás la plaza de las Glorias Catalanas. Embocó la primera calle que se abría a la izquierda y ascendió en dirección a la montaña. Cuando se percató de que la vía que estaba recorriendo no era otra que la de Igualdad, la calle donde vivía Dimas, se sobresaltó y le entraron más ganas todavía de gritar y de llorar, todo a la vez. Sin embargo, no hizo ninguna de las dos cosas. Al llegar al cruce con Mallorca detuvo el Peugeot y permaneció un momento sentada en silencio, tratando de escuchar la voz de sus propios pensamientos enmarañados entre el pausado sonido del ralentí. Laura pensó en que había sido ella quien apartó a Dimas de su vida tras una primera y única decepción, y que ahora las circunstancias, o quizá el destino, la habían llevado hasta él de nuevo.

Dimas le había confesado sus recelos acerca del robo y ella había optado por no escucharlo; había intentado protegerla sin pedirle nada a cambio y ella lo había tomado como un falso intento de redención cubierto con nuevas mentiras. Había sido incapaz de perdonarle, resentida; en lugar de eso, había elegido dejarse llevar por derrotas del pasado. Pero no, Dimas no era Carlo, quien ni tan siquiera salió tras ella en la biblioteca el día que descubrió su farsa. Ante la primera dificultad en la relación, Laura se había visto vencida, convirtiendo a Dimas en una segunda versión de su fracasado amor italiano y culpándole de todas sus heridas. Tampoco ella había sido sincera. ¿Era acaso mejor que él?

Se sintió terriblemente sola. A su mente acudió también Jordi Antich, que había vuelto a acercarse a ella tras el robo. Pero éste no había sido nunca una opción. Notó como si su padre estuviera allí, a su lado; él la había enseñado a «permitirse sentir»… Cerró los ojos y por unos instantes se concentró en la imagen que se le ofrecía si optaba por Jordi: un cuadro de costumbres y tradiciones, un fresco de colores apagados que con los años envejecería sin más. Y de repente, en ese preciso instante, decidió romperlo. Definitivamente. Lo hizo añicos sin miramientos.

Se dio cuenta entonces de cuánto necesitaba hablar y compartir con Dimas lo que sabía. Él era la persona que deseaba tener a su lado en ese momento. Sólo esperaba que todavía estuviera a tiempo de enmendar su error y que él quisiera escucharla porque, cuando se vieron el día anterior, ella se había comportado como una imbécil.

Detuvo el motor, salió del automóvil y se alisó el vestido negro que se ceñía a su cuerpo. Infló el pecho con todo el aire que cabía en sus pulmones y comenzó a caminar decidida hacia el portal del viejo edificio. El sereno alabó su coche admirándose de que una mujer lo condujera. Le preguntó datos técnicos que ella desconocía mientras se tomaba su tiempo para encontrar la llave adecuada. Al fin, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta. Laura se preguntó por qué en aquellos angustiosos momentos el resto del mundo insistía en ser tan parsimonioso; percibía el frenético ritmo de su corazón palpitando en los oídos y, cuando el sereno desapareció, corrió escaleras arriba. Se sujetó a la barandilla de hierro para darse más impulso todavía y sus pasos resonaron sobre el suelo resquebrajado.

Cuando alcanzó el piso de Dimas casi no le quedaba resuello. Trató de recuperarlo antes de llamar a la puerta. Golpeó con los nudillos y rezó para que él estuviera en casa. Esperó un momento que le pareció eterno. Como no recibía respuesta, se preguntó cuánto tiempo sería el adecuado dejar pasar antes de volver a llamar sin parecer ansiosa o desesperada. Sus hombros esbeltos se encogieron igual que su cabeza bajo el peso de la decepción. Alzó la mano de nuevo: ése sería su último intento antes de abandonar, pero cuando fue a acercarla a la puerta escuchó un crujido al otro lado y lentamente una rendija se abrió. Dimas apareció tras ella con el rostro magullado. Tenía un aspecto terrible. Aun así, cuando la vio, sus ojos parecieron iluminarse como dos faros. Al abrir la puerta por completo, ella le preguntó agitada:

—¿Qué te ha ocurrido?

—Estoy bien. Un… pequeño susto. ¿Y tú, estás bien? —quiso saber ansioso.

Laura negó con la cabeza, agachándola para evitar que Dimas viera las lágrimas que habían comenzado a surcarle la cara, todas las lágrimas que llevaba ya rato esforzándose en contener y que ahora brotaban en torrente.

—Pasa —le indicó él. La rodeó con sus brazos al instante. Estaba helada; hasta ese momento Laura no se había dado cuenta de que su cuerpo se sacudía entre temblores.

Dimas se separó para coger una manta del interior de un arcón y la colocó sobre su cuerpo estremecido. Ella se limpió las lágrimas con el dorso de las manos. Él llevaba el pijama puesto; no parecía haber salido del dormitorio en todo el día.

—¿No me vas a contar qué te ha pasado? —insistió.

—Sí, pero primero cuéntame tú por qué has venido.

Laura le miró directamente a los ojos en silencio, abrazada a la manta de lana, agradeciendo su calor. No sabía qué decir para demostrar a Dimas que confiaba en él más que en nadie, que se había equivocado actuando como lo había hecho, que no había dejado de amarlo en ningún momento. Dimas le cogió la mano y se la besó.

Ella le condujo al dormitorio sin necesidad de que ninguno de los dos mentara palabra alguna. Descorrió las cortinas para que entrara algo de luz por la ventana y lo sentó en la cama deshecha, justo a su lado. Se quedaron así en silencio, juntos de nuevo, encontrando la certeza del compasivo cuerpo del otro. Se necesitaban, sin duda, y lo comprendieron con una evidencia dolorosa.

Laura comenzó a hablarle del broche en la pechera de la señora Bragado y de cómo había intentado acudir a Ferran para compartir con él sus sospechas, pero no había podido: lo había encontrado conversando precisamente con el jefe de policía. A medida que hablaba, comenzó a ponerse cada vez más nerviosa. Necesitaba saber si no se estaba volviendo loca al dudar del policía, necesitaba saber cuál era la verdad de todo aquello y quién era el responsable de la enorme desgracia que asolaba a su familia.

Dimas la rodeó de nuevo entre sus brazos y trató de calmarla; ella sentía una mezcla de pena y rabia que la empujaba al llanto. Él le acarició el cabello paciente, esperando que eso la reconfortara. El llanto de Laura mojó su ropa entre espasmos y él lo recibió conmovido, sintiendo el calor de ella en su propio pecho. No podía creer que volviera a tenerla tan cerca, envolviéndolo con su dulce aroma. Dimas se sintió egoísta; de alguna manera agradecía que los últimos acontecimientos hubieran conducido a Laura a su lado otra vez.

La consoló entre susurros al oído y le aseguró que no estaba loca: sus sospechas no eran en absoluto infundadas y aquello que acababa de contarle podía explicar muchas cosas. Laura, con los ojos enrojecidos, se separó de él levemente para escucharlo con atención, como para asegurarse de que aquellas palabras habían salido de su boca. Y mientras él abarcaba las manos de ella con las suyas tratando de transmitir algo de calor, le habló de la paliza que le habían dado la noche anterior para advertirle de que dejara de hacer preguntas inconvenientes. Mencionó la presencia de un viejo conocido, convertido, seguro, en matón a sueldo, y le confesó estar convencido de que en aquel robo estaba metida más gente de la que afirmaba la policía, gente importante, y que ése era el motivo por el cual estaban tratando de pararle los pies. La información que Laura tenía sobre Bragado añadía una pieza más a aquel rompecabezas y eliminaba un vacío: el jefe de policía tenía, sin duda, una posición muy alta —y cómoda— para poder liderar una operación de aquel estilo. De un modo u otro debía de estar mezclado en todo el asunto. ¿Cómo si no iba a llegar una de las piezas desaparecidas a las manos de su esposa? También le habló de la inocencia de Àngel Vila, y de lo que había descubierto de los dos ladrones de poca monta que habían aparecido muertos junto a él en la Barceloneta.

Laura escuchó con ojos vidriosos y sin interrupciones y, cuando Dimas finalizó su relato, respiró fuerte buscando en su interior la paciencia y la templanza, las últimas fuerzas necesarias para no salir a la calle y gritar que todo estaba podrido. Cuando las encontró, Laura alzó una mano y le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja a Dimas.

—Perdóname —le dijo—. Debí haberte escuchado.

—Estabas en tu derecho. Te mentí una vez y tenías motivos para no confiar en mí. Lo de Pau fue una experiencia horrible, Laura. Me sentí tan mal que en aquel momento sólo se me ocurrió darle todo el dinero que llevaba encima para que, por lo menos, comprase las medicinas que su nieto necesitaba. Confié en que mi gesto sirviera de algo, pero eso no calmó mis remordimientos por haberlo despedido tan injustamente.

Laura negó con la cabeza.

—Lo despidió Ferran, no tú; de eso no deberías culparte. Tu gesto te honra y a mí me tranquiliza.

Ambos se quedaron en silencio sin dejar de mirarse.

—Tal vez, podríamos… darnos una nueva oportunidad… —musitó ella.

Dimas fue a sonreír pero la herida del pómulo le frenó. Laura le dio un dulce beso en ella.

—Para calmar el dolor.

A continuación le besó suavemente en cada una de las contusiones y cardenales de la cara. Posó sus labios de terciopelo, delicados, en la del ojo, como si de frágil cristal se tratara, y después en la del labio superior, inflamado y enrojecido. Lo acarició con la punta de la lengua y Dimas abrió levemente la boca para buscarla con la suya. Cuando ambas se entrelazaron, se olvidó del dolor que recorría todo su cuerpo. Ella se desprendió de la manta y le desabrochó la camisola del pijama. Se la retiró de los brazos y empujó con las manos suavemente su pecho para recostar su espalda sobre la almohada. Siguió pasando su mano sobre el hematoma de las costillas en el costado izquierdo como si esparciera un ungüento curativo con una gasa invisible y luego lo besó también. Laura cubrió el tórax de Dimas con su cariño y lo abrazó tierna inspirando todo su aroma, sumergiéndose en él. Descendió clavando la punta de los dedos en su piel tersa desde el cuello, provocándole escalofríos, hasta la cadera, y le quitó los pantalones del pijama para dejarlo completamente desnudo sobre las sábanas. Comenzó después a acariciar y a besar también su miembro, rodeándolo con la lengua y con las manos ya calientes.

Dimas quería que aquel momento durara para siempre, deleitarse sin prisa en el éxtasis que ella le provocaba. La atrajo hacia él y le desabrochó el vestido para besarle los pechos que, rosados, cabían perfectamente en sus manos. Dibujó un cerco con la lengua alrededor de los pezones y la hizo gemir. Le alzó la falda del vestido a la altura de la cadera y, con los dedos de la mano derecha, jugó sin prisas entre el vello y sus labios, que se humedecían cada vez más con la esencia de su sexo, exprimida a cada gemido. Laura quedó también completamente desnuda y volvió a sentarse sobre él. Esta vez guió la turgencia de Dimas con las manos hasta sentirlo dentro. Suspiró excitada y comenzó a ascender y a descender de rodillas sobre Dimas, lentamente al principio pero tomando fuerza y velocidad después. Él sujetó la espalda de Laura y se maravilló observando su rostro resplandeciente, bellísima, sensual y excitante, con el cabello despeinado cayéndole sobre las mejillas encendidas y los ojos cerrados, sin dejar de gemir cada vez más intensamente. Cuando Dimas sintió que las caderas de Laura se contraían y su rostro se dirigía al techo en mitad de un aullido contenido, se dejó llevar también él a la culminación de esa entrega y ambos explotaron en gritos afónicos bañados en sudor y espasmos.

Laura cayó entonces extasiada y apoyó su rostro en un hueco del pecho que parecía no tener golpes; él se agitaba acelerado, recuperando poco a poco el resuello. A través de la ventana abierta, el fulgor nocturno de la ciudad hacía las veces de horizonte recortado por casas, tiñendo de reflejos anaranjados el cielo de Barcelona. Dimas besó a Laura con ternura y le sostuvo el rostro con la mano; sentía unas ganas imparables de volver a abrazarla, de estrecharla entre sus brazos con todas sus fuerzas para que fuera imposible que se separasen jamás. Quería demostrarle que había cambiado, que nunca volvería a mentirle ni a decepcionarla, que para él ella era lo primero, lo más importante, y haría lo que fuera por hacerla feliz. Pero todo ese torrente de promesas no pronunciadas se condensó en un susurro tierno, simple, conciso:

—Te amo.

Y, esta vez, ella preguntó.

—¿Para siempre?

Dimas cerró los ojos mientras Laura trazaba con sus dedos círculos en su vientre que parecían prefigurar una especie de eterno retorno, de bucle en el tiempo que podía repetirse una y otra vez, quizá cada mañana del resto de sus vidas.