Durante aquella noche Laura soñó con intensidad. En esos sueños aparecía, aunque a veces fuera de una manera muy indirecta, la imagen de Dimas. Se despertó de mal humor, tal y como se había acostado el día anterior. Lo achacó a aquella extraña forma que él había tenido de llamar su atención en unos días tan difíciles para su familia y para ella.
El jueves por la mañana se levantó más tarde de lo habitual y fue Núria, que según el acuerdo familiar mantenía cerrada la tienda en señal de duelo, quien le informó de que esa tarde tenían un compromiso social relacionado con todo lo acontecido.
—A mí tampoco me hace ninguna gracia —le confesó su hermana—, pero vienen a visitarnos un grupo de amistades, sobre todo de mamá, para poder acompañarnos en estos días tan duros. Negarse sería hacerles un feo. Y sin duda todas ellas, o al menos la mayoría, están también afectadas por la noticia. Nuestro padre era un hombre respetado y muy querido.
Laura, cansada y triste, cedió sin mayor resistencia.
Las trágicas circunstancias de la muerte del padre hacían más doloroso el duelo y profundizaban en esa sensación de injusticia que da la fatalidad. Laura no halló fuerzas para negarse a asistir y colaborar con lo que días antes hubiera considerado un fastidio. Debía entregarse a su madre y ayudarla en lo que estuviera en su mano. Se había quedado sola y por ella debía hacer los esfuerzos que fueran necesarios.
A mediodía las tres mujeres comieron frugalmente. Tenían todavía el estómago cerrado, como si el cuerpo estuviera funcionando bajo la consigna de recibir lo imprescindible negándose a todo aquello que fuera superfluo. Laura notaba que esos días casi no percibía los sabores ni los olores. Es más, hasta le parecía extraño disfrutar de cualquier cosa; le hacía sentir una sensación difusa en su interior, como un rumor sordo en forma de culpa. Por lo único que se dejaba llevar era por el trabajo en la Sagrada Familia, donde todo gesto destinado a embellecer algo cobraba sentido. Pensaba en su padre y se decía «esto es para ti», y se imaginaba que, desde donde fuera, la estaría viendo y sonreiría orgulloso ante su labor. Recordar eso mientras comía le hizo abandonar el panecillo sobre la mesa; apenas lo había mordisqueado, como el resto de la comida.
Pilar, vestida rigurosamente de negro, se mantenía digna, serena, aunque su mirada y el rictus de su boca expresaban todo el dolor que la torturaba por dentro. Durante la comida dio instrucciones precisas a la servidumbre sobre lo que debían servir a las invitadas —una merienda ligera, sin grandes alardes, si bien las bandejas nunca deberían estar vacías—. También pidió a sus hijas con voz suave que estuvieran presentes y que hicieran gala de suma discreción en el vestir. Laura tradujo mentalmente que debían ir de negro o de color muy oscuro.
Acabada la comida, las hijas se retiraron a sus respectivas habitaciones. Pilar, caminando con languidez, entró en la biblioteca, el lugar donde Francesc siempre pasaba los momentos tras la comida para degustar su habano y su copa. El hogar permanecía apagado. Encendió las luces y la recorrió con lentitud. Todavía podía oler el intenso aroma a puro. Seguía siendo aquella sala cómoda y confortable, amigable, acogedora… pero la quietud y la soledad le helaban el alma. Pensar en que nunca más estaría allí con Francesc le hacía sentirse desolada. Con los ojos anegados en lágrimas, su mano recorrió la tapa del piano. Sin querer, volvió el rostro para buscar a Francesc. El sillón estaba vacío. En ese instante sintió que la soledad se cernía sobre ella de un modo definitivo y no supo hacer otra cosa que maldecir. Maldecir y renegar con impotencia por la crueldad del mundo, por la injusticia y el dolor sin tregua, por la maldita idea de Francesc de quedarse ese día trabajando hasta tarde.
Las invitadas a la mansión Jufresa fueron llegando con una puntualidad marcada por la tragedia. Núria y Laura se encargaron de recibirlas, agradeciendo una vez más las condolencias y las muestras de afecto. Entre ellas venía Berta Bragado. Especialmente afectada, iba envuelta en un abrigo tan grueso que, al margen de acentuar su redondez, la estaba haciendo sudar.
—¡Ay, hijas! No paro de llorar. ¡Qué días debéis de estar pasando! Es todo tan triste… ¿Y Pilar?
Laura señaló al fondo, donde su madre esperaba mientras se ocupaba de los últimos detalles. Matilde se encargaba de recoger los abrigos de las señoras y una camarera de acompañarlas a la sala donde estaba la señora Jufresa. Entre las invitadas también acudió Remei Antich, visiblemente apenada por todo lo sucedido.
Las mujeres se sentaron alrededor de varias mesas en una sala dotada de grandes ventanales que daban al jardín, cubiertos por suaves y blancas cortinas. Todavía entraba luz natural, aunque ya estaban preparadas velas y lámparas. Pilar ejercía de anfitriona, colocada casi en el centro de la estancia. Núria y Laura se desvivían para poder atenderlas a todas.
—¡Ay, Laurita! Quería hablar contigo; qué… —soltó Berta Bragado sentándose a su izquierda.
Laura estaba hablando con otra invitada que tenía a su derecha, la señora Riera, una mujer de edad avanzada, muy beata y de carácter dulce en extremo. La joven debía incluso agacharse un poco porque la señora Riera hablaba muy bajito, así que cuando Berta la saludó no pudo evitar dar un pequeño brinco.
—¡Jesús, Laurita! ¡Qué susto me has dado! —dijo la señora Bragado con una mano en el pecho que tapó por un momento el brillo de la única joya que decoraba su sobrio vestido.
Laura frunció el ceño. Iba a protestar pero optó por callarse. Ya eran de sobra conocidos los modales y el carácter de la mujer del jefe de policía. En lugar de eso, la menor de los Jufresa dibujó una sonrisa amable.
—Disculpe, Berta. Estaba concentrada en lo que me estaba diciendo la señora Riera. Hablábamos de la guerra y…
Berta miró golosa la entrada de una de las camareras, que portaba una bandeja de galletas y una tetera humeante.
—Ay, perdona, cielo. Voy a servirme té, que con lo poco que he dormido estos días me vendrá bien. ¿Quieres algo? —le preguntó ya incorporándose de su asiento. Laura negó con la cabeza, prestando atención de nuevo a la señora Riera.
Mientras escuchaba a la anciana, vio de reojo cómo la señora Bragado, con la excusa del té, se servía un buen puñado de galletas. Pero hubo otra cosa que le llamó la atención hasta el punto de hacerle perder el hilo de la conversación con su invitada. Sus ojos se entrecerraron para tratar de fijarse mejor en el broche que lucía la señora Bragado. Desde esa distancia no acababa de distinguirlo bien, pero tenía algo… Se le hacía familiar.
—… la movilización de las mujeres, especialmente las francesas. Como te decía, me intranquiliza ese riesgo de confundir los papeles de manera tan grotesca; en mi época, ni pensar en que esas manos delicadas que deberían estar cuidando bebés estuvieran toqueteando enfermos todo el día. Temo incluso que tanta pólvora pueda tener después efectos nocivos en la piel de las pobres criaturas… ¿Me estás escuchando, hija mía? —le recriminó con suavidad la señora Riera.
Laura, un tanto sonrojada, improvisó una rápida disculpa y volvió a concentrarse en ella. No podía evitar pensar en lo que había visto y todavía echó un último vistazo a Berta: se había desplazado hacia la otra esquina de la estancia, sentándose cerca de Núria. No alcanzaba a verle sino la espalda y el grueso cuello. «Luego me fijaré bien», se dijo Laura. No quería caer en la descortesía con la respetable señora Riera.
La tarde fue transcurriendo con la misma languidez con la que la luz del sol fue cambiando hacia las tonalidades ocres y amarillentas de las velas y las lámparas. Cuando las conversaciones ya sólo reiteraban las mismas lamentaciones, Núria y Laura se intercambiaron varias miradas para decirse que debían dar por terminada la velada. Les preocupaba la salud de su madre. La veían agotada, pero ella jamás diría ni una sola palabra para que sus invitadas se marcharan. Por suerte, las hermanas Jufresa no tuvieron que intervenir: fue la señora Antich quien expresó en voz alta su deseo de que Pilar pudiera descansar. Se puso en pie y dio por finalizada su visita. Las otras mujeres mostraron su acuerdo y la siguieron. Núria avisó al servicio para que repartieran los abrigos.
Laura acompañó a su hermana a la entrada de la mansión para despedir una por una a las asistentes. Ya desde el hall, divisó a Berta Bragado a punto de colocarse el abrigo. Hizo una señal a la criada y se dirigió ella para ayudar a Berta: no se había olvidado de la imagen indefinida del broche y quería verlo de cerca. Con el abrigo entre las manos, Laura miró el torso de la mujer. La boca se le abrió en un gesto de sorpresa. Berta posó una de sus manos en él.
—Es bonito, ¿verdad? —dijo con presunción al ver a la hija Jufresa fijarse en su broche—. Pues tengo que confesarte, querida, que tiene un origen amargo.
Laura la miró a los ojos y tragó saliva. No podía creer lo que estaba viendo. Berta confundió el gesto de incredulidad con uno de admiración. Continuó explicándose con pesar:
—Es un regalito de mi marido para alguna de sus queridas. Se lo encontré en el escritorio, bien escondido. Pero a mí con ésas, ¡ja! Pienso llevarlo encima hasta que se dé cuenta. Sé que no dirá nada, pero que al menos se enterará de que no soy tonta. No, señor, ¡yo de tonta nada!
Mientras la voz chillona de Berta hablaba, Laura seguía concentrada en la joya, incapaz de responder. Era el diseño que ella había elaborado basándose en la Sagrada Familia de Gaudí, un diseño que muy pocos habían visto.
—Laurita, ¿estás bien? —se interesó la mujer del policía.
Laura había palidecido. Llevándose la mano a la frente se escudó en el cansancio. Por suerte, fue suficiente para que Berta se colocara el abrigo cuanto antes y se marchara de allí. La joven se sintió mareada, con el estómago encogido. En cuanto pudo se alejó del recibidor y tomó aire en el jardín. Lo que acababa de ver la había dejado en estado de shock: su broche había llegado a manos de Bragado. ¿Cómo podía haber sucedido tal cosa? No sabía qué pensar, pero sí que no podía callarse ese descubrimiento.
Ferran había dejado dicho que estaría en el taller. Debía ir a verlo. Y decidió hacerlo inmediatamente.
No dudó un instante en coger el Peugeot de la familia. Apretó el acelerador a fondo hasta que a cierta altura de la calle Muntaner frenó en seco: había estado a punto de atropellar a un anciano que cruzaba la calle con parsimonia. El golpe del frenazo le provocó un sudor frío que la hizo despertar. Tomó aire y se repitió lo que debía hacer: contarle a Ferran lo que había visto, ni más ni menos. Y que luego él decidiera o sacasen juntos alguna conclusión. Recobró medianamente la serenidad y manejó el vehículo con una prudencia engañosa. Poco a poco la sorpresa inicial ante la visión del broche se fue transformando en indignación. No podía creer que ese tal jefe Bragado se hubiese apropiado de la pieza para regalársela a una de sus amantes. Tampoco podía ser que Ferran se la hubiera entregado a cambio de nada, pues era un diseño inédito. La podía haber visto en el taller cuando lo inspeccionaron tras el atraco, o quizá se lo arrebató a los delincuentes. Pero, en cualquier caso, ¿qué se pensaba? ¿Que podía adueñarse de algo así sin más? Le pareció un abuso intolerable. Sólo la tranquilizó un poco pensar que su hermano resolvería sus dudas.
Aparcó el coche cerca del taller. A esas alturas en su mente ya se producía la humillación a Bragado. Se imaginaba a Ferran exigiendo explicaciones y poniéndolo en evidencia. Estaba claro que no podía saber la importancia que esa joya tenía para ella, pero precisamente por eso esta vez caería. Quién sabe cuántas veces habría hecho algo así. Recordó lo que le había dicho Dimas, aquellas palabras que ahora volvían a su memoria con fuerza: él le avisó de que había algo raro en todo el asunto del robo. ¿Sería el broche una prueba de eso?
Antes de entrar al taller sintió un escalofrío que le hizo arrebujarse en su abrigo. Con manos temblorosas, buscó la llave en su bolso y entró. Escuchó reconfortada la voz de su hermano en el despacho: buena señal, eso quería decir que estaba allí. Pero… ¿con quién estaba hablando?
Llamó y entró con decisión. Ferran interrumpió lo que estaba diciendo a alguien que se hallaba sentado dando la espalda a la puerta.
—¿Laura? ¿Qué haces aquí? ¿Ocurre algo?
Laura fue a hablar pero entonces fue cuando descubrió al hombre que se volvió sobre su asiento con exasperante lentitud para verla. Era Bragado. La miró serio, sin expresión.
—Perdona, no sabía que tenías visita. No… nada, nada… Ya hablaremos más tarde… —balbuceó.
Antes de que su hermano pudiera contestar, Laura salió y cerró la puerta con suavidad. Tomó aire y abandonó el taller. Aun estando en la calle creía notar en su nuca la mirada fría, gélida, del jefe de policía Bragado. Regresó con paso rápido al coche. Mientras accionaba la manivela para ponerlo en marcha, miró atrás más de una vez. Estaba frenética. Cerró los ojos e inspiró varias veces. Le dio un último impulso a su brazo y el motor comenzó a ronronear. Tras sentarse al volante todavía echó un último vistazo a la puerta del taller. Allí seguía, cerrada y solitaria. Ese tal Bragado tenía la virtud de ponerla nerviosa. Debía mantener la tranquilidad. Ahora quería alejarse de allí y pensar en alguna alternativa. El ruido del motor pareció transmitirle confianza y comenzó a maniobrar ya más sosegada.
Quizá por eso no oyó que en otro coche no muy lejos de ella dos sabuesos de Bragado se ponían en marcha justo en ese momento.