Capítulo 44

Era la primera vez que Dimas encontraba el taller a oscuras y completamente vacío. Ferran había decidido cerrar el obrador y la joyería una semana para mantener el luto por la muerte de su padre. Sin embargo, el día anterior había mandado avisar a Dimas: debía presentarse allí ese lunes a primera hora y él estaba cumpliendo. Sólo esperaba que aquello no tuviera nada que ver con el hecho de que la policía visitara a su padre la tarde anterior.

Ya estaba recogido lo que los ladrones habían esparcido por el suelo y las mesas. Aun así, Dimas se sentía sobre un escenario completamente distinto al que estaba acostumbrado a pisar. Era como si una presencia extraña habitara detrás de los objetos, de las paredes y de las sombras estáticas bajo las lámparas apagadas.

—¿A qué esperas, Navarro? —Ferran le sobrepasó por el pasillo con un bulto en la mano. Venía del almacén con algo envuelto en una tela de terciopelo granate.

Le abrió la puerta de su despacho. Ferran dejó lo que llevaba en el cajón del escritorio de caoba y lo cerró. Sus ojos se hundieron entre oscuros surcos. Había pasado tan sólo un día desde que enterrara a su padre y la pesadumbre estaba descomponiendo su figura. Esa mañana había optado por no ponerse traje; bajo el abrigo sólo vestía camisa sin corbata y unos pantalones grises. Tomó asiento dejándose caer hacia atrás. Señaló a Dimas la silla que quedaba ante él y después se lo quedó mirando, estudiando su expresión.

—Ya tenemos a un sospechoso —anunció de repente. Se le veía agotado. Sus gestos normalmente enérgicos resultaban ahora pesados.

Dimas se mostró satisfecho con la noticia, pero todavía inquieto por descubrir el peso que la advertencia de Bragado habría tenido sobre su jefe:

—Cómo me alegro, Ferran. Espero que ese cabrón pase lo que le queda de vida entre rejas. Tu padre era un gran hombre.

—Claro, claro —respondió ausente.

—¿De quién se trata? ¿Cómo habéis dado con él?

Dimas empezaba a tirar del hilo; no sólo para confirmar que las sospechas que recaían sobre él habían sido del todo descartadas sino también, de algún modo, buscando transmitir un poco de vitalidad a su patrón, ahora más cercano a un sonámbulo que al hombre tenaz y dinámico que solía ser. Verle en aquel estado le resultaba extraño.

—Es uno de los trabajadores de mi propia casa… —dijo marcando las últimas palabras.

Los músculos de Dimas se tensaron alrededor de los huesos. Ferran debió de notarlo y respondió con el mismo laconismo que había mantenido hasta el momento:

—Àngel Vila.

El nerviosismo de Dimas dio paso a la confusión. De repente se vio al borde de un precipicio a punto de caer sin nadie que pudiera sostenerlo, y el vértigo le despertó náuseas. Ferran no desaprovechó la oportunidad para hurgar en la herida abierta.

—Sí, sé que os hicisteis amigos. Incluso podéis seguir siéndolo hasta que lo encuentren… —dejó escapar. Después siguió en un tono más firme, forzadamente templado—: Y respecto a cómo hemos dado con él, tenemos algunas pruebas que lo demuestran, como la evidencia digna de un imbécil de su talla de optar por no venir al taller al día siguiente de robarlo. Tampoco vino al funeral; el único de entre los empleados. ¿No te parece raro? Además, todo el mundo sabía de su participación en actividades anarquistas —pronunció esta última palabra como si escupiera—. Bueno, todos menos, al parecer… tú. A pesar de que eras su amigo, ¿me equivoco?

—Le respetaba, si es eso lo que preguntas.

Dimas prefirió no añadir más leña a la acusación de Ferran. Al hablar de Àngel en pasado sintió un gran peso en los brazos, como un mal augurio hacia lo que estaba a punto de sobrevenirle a su amigo. Temía que cualquier cosa que surgiera de su boca pudiera empeorar las cosas o, incluso, corroborar la acusación contra Àngel. Pese a las disquisiciones difusas que rondaban por su cabeza, Dimas estaba convencido de que era incapaz de matar a una mosca. Buscaba unas condiciones mejores de trabajo, pero no era un ladrón preparado para abrir una caja fuerte, ni mucho menos un asesino. Nadie con dos dedos de frente pensaba en un anarquista fuera de una manifestación o incluso utilizando la violencia; de ahí a desvalijar la caja fuerte de su lugar de trabajo había un trecho.

Al meditar sobre aquello, a Dimas le vino a la memoria la figura de Fregoli, el transformista italiano que había tenido oportunidad de ver una vez en compañía del mismo Ferran. A su patrón le había hecho mucha gracia descubrir cómo aquel bufón era capaz de transformarse en cuarenta personajes distintos a la velocidad del rayo, mostrando una cara diferente a la anterior en cada ocasión. Dimas pensó que Àngel no era así. A diferencia de muchos de los hombres con los que había topado en su trayectoria, él daba la impresión de ser honrado. Ésa era probablemente la razón por la que no le había costado acercarse a él.

Dimas sintió la necesidad de saber más sobre lo sucedido, de hablar con Àngel antes de que la policía diera con él, si todavía no había sido el caso. La voz de Ferran volvió a golpearle fuerte:

—De todas formas estamos seguros de que no actuaba solo. Se llevaron demasiadas cosas. Así que también buscamos a los cómplices de ese malnacido. Supongo que tú no tendrás nada que ver… —Ferran dejó entrever finalmente la influencia que Bragado ejercía sobre él.

—No —contestó al instante—. Creo que jamás te he dado motivos para pensar que pudiera hacer una cosa así.

—Tampoco pensé que pudieras mentirme y lo hiciste.

—¿A qué te refieres?

—Al encargo del Campo del Arpa. Me consta que aún no has conseguido lo que te ordené a pesar de que estuviste de acuerdo en hacerlo. Dime, ¿cómo puedo volver a confiar en ti, Navarro?

Dimas bajó la cabeza y se mordió la lengua. Finalmente decidió hablar:

—Yo tenía en gran estima a tu padre —respondió grave—. No he hecho todavía lo que me pediste porque me parece drástico y arriesgado, pero no tiene nada que ver con esta desgracia.

—¡Te equivocas! —exclamó perdiendo el tono sereno que había mantenido a lo largo de la conversación. Se inclinó hacia la mesa y clavó el puño en ella: necesitaba echarle las culpas a alguien—. ¡Tú también representabas la seguridad de este taller, de mi casa, incluso de mi familia! ¡Tú eres el responsable de que esto haya sucedido! Deberías haber estado atento a cualquier peligro y en lugar de eso tendrías la atención puesta en alguna de tus putas.

Dimas se irguió en su asiento a punto de responder a Ferran, pero se contuvo. Por un momento temió que hubiera sabido de su relación con Laura, precisamente ahora que ya había terminado, y que, encima, la estuviera insultando. Con frialdad, comprendió que hablaba desde el dolor y la frustración. Ferran necesitaba algo de él, buscaba algo a lo que enfrentarse para dar un sentido a lo absurdo de la vida. Dimas no tenía las respuestas.

—Lo siento —dijo.

Los ojos de Ferran estaban enrojecidos.

—Eso no me sirve de nada. Tú no me sirves para nada.

Dimas comprendió al momento a lo que se refería. Recuperó su sombrero y se puso en pie sin prisa. Dedicó una última mirada a Ferran y antes de abrir la puerta y marcharse de aquel obrador para siempre dijo:

—Siento haberte fallado.

Al caer la noche de ese mismo día, entre las sombras opacas que se esparcían por un viejo piso de la calle Hospital, en el barrio Chino, la silueta de un individuo enfundado en su gabardina y su sombrero de ala ancha esperaba a los dos hombres con los que se había citado. El sonido de los zapatos golpeando las escaleras le avisó de que ya estaban allí.

Los dos recién llegados miraron desconfiados a un lado y a otro. La puerta del piso estaba entreabierta. Al empujarla chirrió y se toparon con una oscuridad densa e impenetrable. Decidieron no cerrarla para que desde la escalera pudiera entrar algo de claridad. El piso se hallaba completamente vacío, sin muebles ni cortinas. El suelo de madera crujía bajo las suelas agujereadas de los dos ladrones. Distinguían el espacio angosto gracias a la tenue luz del pasillo.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó Murillo en un susurro con su voz afónica. Tenía la cara y la camisola sucias; hacía ya varios días que no pasaba por casa.

Quiles se llevó ambas manos a la boca y expulsó sobre ellas su aliento envenenado de ron mientras las frotaba.

—Joder, hace más frío aquí que fuera —soltó.

—Para de quejarte, siempre estás igual. Cuando nos paguen tendrás todo el calor que quieras y podrás volver a casa, pero ahora cállate. Y déjame hacer a mí.

Quiles acató la orden emitiendo unos cuantos resoplidos ahogados. Se dejaba guiar por Murillo. Pese a que sus edades no distaban de los cuarenta años, su amigo había vivido bastante más que él. Había pasado incluso un tiempo entre rejas por culpa de un chivatazo. Allí había conocido a quien les contrató para su encargo más reciente. Hacía sólo cuatro noches del robo en el taller de los Jufresa, pero ya todo aquello les quedaba lejano.

Una silueta emergió del fondo de aquel piso y dio un par de pasos hacia ellos. Dejó atrás parte de la penumbra entre la que se confundía y se mostró levemente. Había una ventana por la que se colaba la escasa claridad de la calle. El hombre era de altura media y parecía fuerte. Se movía sin prisa, dominando el espacio.

—Pensábamos que se había cansado de esperar —soltó Murillo entre risas.

Transcurrieron después unos segundos en medio de un silencio que tensó aún más el ambiente.

—No sé de qué te ríes. Mira que lo pienso y todavía no le veo la gracia. El trabajo se os fue de las manos. —La voz firme se impuso, amenazante. El ala del sombrero ocultaba gran parte de su anguloso rostro.

—Nadie nos dijo que el viejo estaría allí. Sólo le di un pequeño garrotazo para que dejara de gritar.

—Tú lo has dicho, era un viejo, y un golpe para tu cabeza hueca no es lo mismo que para la suya. Tu error va a costarte un pico.

—¡Pero si el resto fue como la seda! —justificó Murillo—. Dejamos lo que conseguimos en la consigna de la estación. Además, qué le voy a explicar a usted, si esta mañana hemos pasado por allí y comprobamos que estaba vacía. —Murillo afiló la mirada para denotar que sabía más de lo que parecía—. Apuesto lo que nos va a pagar que quien haya abierto el maletín ha notado cómo se le ponía bien dura a la vista de tanto oro…

Murillo hablaba con aplomo, pero temeroso de que no fueran a entregarle lo que le correspondía. Se había llevado la mano a la espalda: debajo de la chaqueta de pana escondía la misma cachiporra que había utilizado para golpear a Francesc Jufresa.

—Deja la mano donde la tienes, Murillo. Voy a pagarte más de lo que mereces, chapucero. Y no quiero volver a verte en la vida.

—Está bien, está bien —respondió mostrando ambas manos—. Después de esta noche haga lo que le parezca.

El individuo se aproximó a ellos con un sobre en la mano y se lo tendió. Llevaba guantes. A Quiles no le prestaba atención, como si no estuviera allí. Murillo cogió el sobre y lo abrió ansioso; sus manos temblaban. No se paró a contar los billetes, sólo los cogió y formó un extenso y desordenado abanico. Emitió una risa monótona, sin fin, ajena a todo lo demás.

El desconocido sobrepasó a los dos hombres, distraídos en lo suyo, y se paró en la puerta. La cerró del todo y Quiles y Murillo se volvieron sorprendidos. La oscuridad se cernió sobre ellos. Antes de que Murillo alzara su cachiporra recibió un sordo disparo en el pecho que le hizo caer al suelo. Quiles comprendió que su final había llegado e intentó correr desesperado hacia la ventana. Antes de llegar a ella, su cuerpo cayó sobre la madera del piso con una bala incrustada en la parte trasera del cráneo. Sus ojos quedaron completamente abiertos.

El hombre desmontó el tosco silenciador de la pistola automática Campo-Giro. La guardó en un bolsillo y se agachó para recuperar los dos casquillos de bala. Después se acercó a Murillo y le arrebató el sobre y el dinero. Registró los bolsillos de los ladrones para asegurarse de que no se le pasaba nada por alto. En el abrigo de Quiles halló algo que no le sorprendió en absoluto: ¿quién podía fiarse de un ladrón? El truhán llevaba con él una joya. Se acercó a la tenue luz de la ventana y percibió la forma de tres cipreses tallados en oro blanco.

Se la guardó, miró su reloj y esperó en la oscuridad a que llegara la ayuda. Sólo tenían esa noche para actuar.