La panorámica desde el cementerio de Montjuïch se abría al mar y a sus habitantes. Rodeado por el abrupto acantilado coronado metros arriba por el castillo, parecía un anfiteatro natural. Sobre las cabezas, el cielo desapacible dominaba el paisaje suntuoso y agobiante. El escenario tenía como tapiz el mar, y el puerto de Barcelona, aun siendo domingo, estaba preñado de actividad. La ciudad se desgranaba en un goteo ininterrumpido de barcos de todos los tamaños que entraban y salían de la rada. En los barcos de pasajeros conocidos como «vapores» y en los cada vez menos panzudos mercantes las chimeneas lanzaban un humo denso que parecía alimentar las nubes. Los veleros, con sus velas plegadas y arrastrados por remolcadores incansables, se rendían a la evidencia de las nuevas tecnologías, asumiendo su papel de viejas glorias en un mundo propiedad de los jóvenes. Y en el último escalafón de la cadena de navíos, los esquifes, con el avance recatado de sus remos, transportaban la humilde pesca de quien no había accedido a tripular un barco más grande, o la carga sencilla y cotidiana para vender a los inquilinos del mar que no podían o no deseaban descender a tierra firme.
En la platea de ese anfiteatro monumental se producía un triste acontecimiento: el entierro de Francesc Jufresa. Las corbatas, los velos y los vestidos negros, las gorras apretadas en las manos lentas, las caras tristes y compungidas, los ojos enrojecidos y llorosos, conformaban un espectáculo de una dureza persistente. El mausoleo familiar permanecía abierto desde horas atrás, en espera de aquel último habitante. Su negrura parecía un abismo en el que la gravedad amenazaba con atraer hacia su seno a todo aquel incauto que se acercara demasiado. El féretro reposaba en tierra junto a la abertura del panteón, con las sogas pasadas por debajo en espera de que los operarios se hiciesen cargo y bajasen la absurda caja de madera a su lugar. El ataúd brillaba por el barniz; también por los pomos y los herrajes bañados en oro. En general desprendía una sensación de limpieza que acompañaba al ambiente aséptico de la ceremonia. Frente a la familia, al otro lado de la fosa que pronto atraparía al difunto Francesc Jufresa, un cura con casulla y estola de un blanco luminoso sobre la sotana negra juntaba las manos en actitud de recogimiento. De vez en cuando miraba al cielo como reclamando más ayuda o alguna respuesta que contribuyera a hacer comprensible para todos aquella tragedia. Sus palabras, en cambio, eran una letanía ajena que acompañaba al acto como una especie de música de fondo, triste y arrastrada.
Al frente de la familia, Pilar, la matriarca, mantenía la compostura. Cada poco se alzaba el velo negro para acercarse comedida un pañuelo de encaje, también negro, a los ojos. Estaba flanqueada por sus hijos. A un lado se situaba Núria y al otro Ramon. Laura y Ferran estaban cerca de ellos y todos tenían la cara desencajada. El más afectado era Ramon, que no cesaba su llanto ni un momento. Núria, entre hierática y severa, llevaba con sobriedad el duelo.
Laura destilaba unas lágrimas densas que caían por su pálido rostro en silencio. No llevaba velo ni ningún tipo de tocado. Apretaba los labios luchando por rescatar algún recuerdo alegre de su padre, como había hecho en las últimas horas y durante todo el tiempo transcurrido desde que se enterara del terrible suceso.
Rememoró cómo en una ocasión, siendo muy niña, le contó a su padre que desde uno de los patios las Teresianas les habían enseñado a reconocer formas de santos mirando las nubes del cielo. Francesc compartió enseguida su entusiasmo y le rogó:
—Cierra los ojos.
—¿Ahora?
—Ahora, aquí, en cualquier parte y en cualquier momento… Piensa en una forma, la que sea. ¿Qué ves? —le preguntó con voz pausada.
—Veo un círculo.
—¿De qué color?
La pregunta la sorprendió. Estaba influida por el blanco de las nubes, pero decidió que tenía libertad para elegir.
—Es rojo vivo.
—Precioso. Ahora deshazlo, que se convierta en vaho.
Aquél era uno de los recuerdos más intensos que conservaba de los juegos con los que a veces Francesc la desconcertaba. Recordaba haber abierto los ojos en señal de no entender.
—Con los ojos cerrados. Sin miedo, Laura. Y luego recompón los pedazos…
En su mente miles de pequeñas formas rojas imaginarias flotaban suspendidas a la espera de una señal suya que las reordenara. Ya no necesitó a su padre para continuar con el juego. En cualquier lugar, en cualquier momento, podía cerrar los ojos y situar formas y colores sobre el negro. Ahora, en cambio, cerraba los ojos y el gris nubarrón no se deshacía. No podía convertirlo en mil pequeños pedazos que reordenar de una manera amable. Pero lo conseguiría gracias a la lección imposible de olvidar que Francesc le enseñó en aquella ocasión. Esos pensamientos la llevaron por fin a relajar los labios y levantar levemente las comisuras sonriendo a la memoria de su padre.
Ferran, un poco más atrás, parecía un autómata. Se sobresaltaba a cada saludo de los conocidos, a cada cambio en la intensidad de la voz del cura. Su palidez era todavía más acusada que la de su hermana, casi mineral. Se mantenía sin apoyo, solo y desgarbado, los ojos enrojecidos y en silencio. Bajó la mirada y vio el reflejo de las nubes entre los charcos que había dejado la lluvia de la noche anterior. Llevaba un largo abrigo negro de paño grueso, pero no parecía bastarle. La realidad de los acontecimientos le había dejado destemplado, con un frío acerado que le nacía dentro. Cuando el cuerpo de su padre fue introducido en el agujero, sus fuerzas sucumbieron. Se arrodilló lentamente y se dejó llevar ante los presentes por un llanto sordo y contenido. La primera que acudió a él fue Laura, que también se arrodilló. Ambos estuvieron un rato abrazados, hasta que sus hermanos los ayudaron a levantarse y fueron desfilando hacia la salida así, entrelazados y confortándose unos a otros.
Quedó entonces en primera línea el nutrido coro de endechaderas que representaba a las autoridades, los burgueses, los amigos, los enemigos, los respetuosos y atentos prohombres de Barcelona.
Unos metros más adelante en su camino, ya más enteros, Laura se acogió al brazo que Jordi Antich le ofrecía. Núria esperó a su familia, su marido y sus hijos, que habían permanecido un poco más atrás. Ramon transitaba solo, cariacontecido, y Ferran se acercó a su madre. Caminaron los dos, hombro con hombro, al mismo compás.
A medida que avanzaban, los trabajadores de la joyería fueron abriendo un pasillo y los observaron alejarse en silencio. Luego, uno a uno, pasaron junto al féretro que reposaba ya en el mausoleo y se fueron despidiendo cada cual a su manera, pero todos con un respeto solemne.
Cuando el cementerio quedó solitario de dolientes, el sordo trabajo de los operarios reubicando y restañando la losa de granito rompió el ulular del viento marino. Una bandada de gaviotas expandió sus graznidos contra la pared amarillenta del acantilado. Arriba, un cañón de gran calibre recortaba su silueta contra el cielo. A mediodía, los restos de Francesc Jufresa reposaban en el panteón familiar y su vida, sus actos, su trabajo, pertenecían ya a las caprichosas garras del recuerdo y la memoria.
Dimas estuvo presente en todo momento en el entierro y funeral, pero no se atrevió a traspasar el muro invisible de las rutinas sociales. Se quedó unos metros más atrás del último grupo que cerraba el cortejo, junto a un ciprés que resistía los embates del viento inclinándose a su merced. Se sintió emocionado ante las muestras de dolor de los empleados y ese respeto sereno y entregado le confirmaba que Francesc Jufresa había sido una gran persona, algo que él mismo había podido comprobar. Comprensivo, atento, agudo en sus observaciones, el patriarca siempre le había tratado como un compañero o un invitado, casi un amigo; nunca como un subalterno. Pero Dimas se había puesto una coraza para mantener la mente alerta en esos momentos de flaqueza en los que lo fácil era dejarse arrastrar por el dolor hacia el amargo laberinto del llanto.
Esa coraza, cosida a fuerza de golpes, se había resquebrajado con la aparición de Laura acompañada de su familia entre el grupo de trabajadores que se abrió de súbito.
Laura, del brazo de Jordi Antich, caminaba sin avergonzarse de las lágrimas que marcaban dos surcos brillantes en su rostro. Dimas recibió su sola visión como un escalofrío que no pudo o no supo definir. Su origen podría ser el miedo, la pérdida, el desconsuelo, la indefensión ante la muerte, la injusticia… O bien una punzada de egoísmo al comprender que Laura no estaba con él, que no podría ofrecerle su consuelo en esos momentos que, por desgracia, vincularían para siempre sus sentimientos con los de quien estuviera más cerca, en este caso el heredero Antich.
Dimas aguardó hasta el último momento, quieto junto al ciprés. Esperaba que Laura le viese y fuese hasta él. Pero ella no lo miró ni cuando estuvo más cerca. Era imposible que no le hubiese visto, pensó, e inició el movimiento para acercarse. Entonces, ella le dirigió una mirada que cambió su dolor por algo mucho más gélido, casi desdeñoso. Dimas se quedó sobrecogido y detuvo al instante el gesto que había iniciado. Jordi, que lo observaba todo desde su privilegiada posición, resolvió las dudas que había tenido al distinguirle entre la gente y atrajo un poco a Laura hacia sí. Lo hizo de manera casi inapreciable pero que no escapó al entendimiento de Dimas. Era un gesto de posesión y advertencia a la vez, que marcaba una frontera y desaconsejaba traspasarla.
Decepcionado, se mezcló entre los empleados y abandonó con ellos el camposanto. Pensaba que después de tantos esfuerzos, de tantas ambiciones equivocadas, de tantas noches al lado de Ferran, de viajes y visitas indeseadas, se encontraba entre los trabajadores, los proletarios, los mà d’obra. Era su lugar, se dijo. Como siempre le había indicado su padre, como siempre se repetía él cuando se esforzaba por salir de aquel atolladero en los lejanos tiempos de las cocheras del tranvía, de los esfuerzos no recompensados y de un anonimato del que había huido para acercarse a un poder que ahora se volvía en su contra, amenazando incluso con culparle de un asesinato que no había cometido. No podía dejar de torturarse por todo ello.
Sabiéndose solo de nuevo, a caballo entre lo que quería ser y lo que había sido, Dimas Navarro se fue rezagando hasta detener el paso y quedarse inmóvil. A través de la estación de mercancías contempló el mar horizontal que, con la intención de diferenciarse del gris del cielo, se recortaba lejos de las dársenas. Se sentó en el margen del camino, ahora ya vacío de gente. Intuía que la muerte de Francesc Jufresa le estaba guiando, le invitaba a hacer algo, aunque no sabía identificar el qué. La actitud de Laura momentos antes le hacía pensar que no querría ya saber nada de él; que quedaría como una aparición pasajera en su vida, un error descubierto a causa de una estúpida mentira.
Enojado, por un momento tuvo la tentación de echarle las culpas a Ferran Jufresa; él había desoído las excusas y había ordenado sin vacilar el despido de Pau Serra. Qué fácil había sido para Ferran, amparado en la distancia y la comodidad de disponer de él como intermediario. De hecho, haciendo memoria de los últimos meses, sus cometidos habían sido en su mayoría acciones que obedecían a una moralidad dudosa. ¿Por qué ahora le importaba y, en cambio, no había sido así en el momento de acatar las órdenes? ¿Por qué sólo unos días atrás había comenzado a resistirse ante su jefe a acallar protestas por la vía rápida y echar a gente de su casa de modo indiscriminado? Laura le marcaba un camino de bondad, generosidad y confianza que deseaba seguir, pero la había perdido. Él había tenido una ambición, un sueño, y ahora que lo tenía al alcance de la mano lo detestaba.
Sintió crecer la desazón con amargura, impotente. Allí sentado, la humedad empezaba a atenazarle. Las vivencias de los últimos meses invadían sus pensamientos. La imagen de Francesc seguía rondando por su cabeza sin más motivo, concluyó, que la reciente desgracia y el triste final al que acababa de asistir en el seno de la familia Jufresa. Aquellos Jufresa que en algún momento se le habían antojado ejemplo y paradigma de lo mejor de la sociedad barcelonesa y cuyo apellido entreveía ahora resquebrajado por el infortunio.
Hasta un buen rato después no reanudó la triste marcha hacia su casa. Cuando comenzó a atenuarse el rumor del puerto empezó a sentir la impresión de que junto a su padre y junto a Guillermo encontraría a su familia, la real, la de verdad, la que nunca había dejado de serlo.
Subió las escaleras hasta el piso de su padre. Se lo encontró sentado a la mesa, de cara hacia la puerta. Parecía que lo estaba esperando.
—¿No está Guillermo? —preguntó Dimas.
—Ha salido un rato a jugar. No tardará.
—El entierro ha sido muy emotivo…
—Todos lo son —concedió Juan—. ¿Había mucha gente?
—Muchísima —dijo buscando un tono agradable con la voz—. Gente importante de Barcelona: el gobernador civil, industriales, sus rivales en el ramo…
—¿Y los trabajadores? —preguntó Juan Navarro.
—Han ido todos.
—Eso dice mucho de él. De los demás, aparte de la familia, no se sabe quién va para que le deban un favor el día de mañana, o porque lo debe, o para ver a gente conocida, como quien asiste a un baile. Pero sus trabajadores…
Dimas guardó silencio. Pensó que para su padre eran muy importante el respeto y la lealtad; toda una serie de valores que él había malentendido y que ahora pagaba, en parte, con el alejamiento de Laura. La emoción del día, el desfile silencioso de los trabajadores, el rostro de ella evitando mirarlo; todo había producido en su interior una especie de nudo que no se podía deshacer y que se le aferraba a la garganta como un puño e impedía que las palabras emergieran. Fue su padre quien se encargó de deshacerlo:
—Aquí también ha pasado algo. —Dimas se removió en su asiento. Pensó en una noticia terrible, quizá le había ocurrido algo a Guillermo. Su padre pronto despejó las dudas—: Ha venido la policía. Han preguntado por ti.
—¿Qué querían? —indagó alarmado.
—Hablar contigo. Me han hecho unas preguntas…
—¿Y qué les ha dicho?
—Nada. La verdad. —Dimas esperó en silencio. Su padre continuó—. Querían saber dónde estabas la noche que mataron a Jufresa. Les he dicho que estabas abajo, en tu piso. Que lo sabía porque estuviste aquí con Guillermo y conmigo después de cenar y luego escuché cómo cerrabas tu puerta.
—¿Y le ha parecido que sospechaban algo?
—Qué quieres que te diga… Yo, hijo, no sé lo que te traes entre manos, pero…
—No me traigo nada entre manos —se defendió con un cierto aire de amargura—. ¿También usted cree que tengo algo que ver?
—No, hijo, no te enfades. Pero cuando la policía pregunta…
La tristeza en Dimas se iba convirtiendo en una rabia incontenible que crecía en su pecho. Se dio cuenta de que estaba teniendo esa reacción con la persona equivocada y se concentró en calmarse. Con mucha fuerza de voluntad lo consiguió y continuó hablando:
—La policía hace su trabajo, y para llegar a la verdad supongo que se equivocarán muchas veces. Yo no he hecho nada, padre.
—Lo sé, hijo. Lo siento. Donde yo crecí, la policía raramente preguntaba. Era muy mala señal, ¿comprendes?
Dimas y su padre se observaron en silencio. El hijo entendía esa prevención propia de quien había vivido toda su infancia en el campo, donde la sospecha de un vecino era casi una condena. Las palabras de Bragado golpeaban su conciencia desde que las pronunció en presencia del cadáver de Francesc Jufresa. Sabía que era un perro acostumbrado a no soltar a su presa. Quizá debería cubrirse las espaldas, investigar él en paralelo para descubrir qué se escondía detrás de aquel robo.
Su padre se levantó en aquel momento y fue a la cocina. Dimas se quedó sentado y siguió pensando, acelerando de manera involuntaria los acontecimientos en su mente. Todo sucedía rápido y los argumentos en su contra se repetían una y otra vez. Una sensación de vértigo comenzó a agobiarle. Le dolía la cabeza y tenía la lengua áspera y seca. Entonces, su padre le puso delante un plato de estofado de judías.
—Ha sobrado esto de la comida. No te hemos esperado porque no sabíamos si ibas a venir. Todavía está templado.
Dimas se dio cuenta de que llevaba todo el día sin probar bocado. En cuanto comió la primera cucharada se sintió mejor.
—Están muy buenas, padre.
—Tu madre me enseñó a prepararlas, hijo.