Capítulo 41

Cuando llegó la noche, el obrador de joyería quedó sumido en un silencio conmovedor. Sólo los suaves golpes metálicos de un cincel resonaban rítmicos en la gran estancia en penumbra. El patriarca de la familia Jufresa había regresado a última hora de la tarde, cuando todos los trabajadores se habían marchado a sus casas; sobre una de las mesas, sus manos se afanaban rigurosas. Un flexo de una incandescencia casi hiriente iluminaba la pieza que refulgía entre ellas. Francesc cogía el pedazo de oro blanco y lo volteaba con habilidad a un lado y a otro, se detenía a mirarlo al bies, a contraluz… Cuando hallaba un relieve que necesitaba ser pulido o una irregularidad imprevista, se hacía con la herramienta precisa y lo reparaba. Sus ojos cansados necesitaban de cierta distancia para distinguir el fugaz destello de una falla.

Se sentía viejo y había perdido habilidad. Desde muy joven halló gran placer en el arte de la joyería y, pese a que ya apenas se dedicaba a él, ahora tenía un buen motivo para hacerlo. Siempre había creído que en su trabajo se fabricaba algo más que objetos; se trataba de crear elementos que con el correr del tiempo se convertían en una sensación, en un recuerdo o, incluso, en un escudo. Las joyas se transformaban en función de su uso y se acababa estableciendo una relación entre el propietario y ellas: no era el mismo apego el que se tenía por el medallón con el retrato de una madre desaparecida que por el collar de perlas regalado por un enamorado o la pulsera que acompañaba a una persona desde la cuna. Ahora Francesc trabajaba en un objeto que se había convertido en querido ya desde su concepción y cuyo destino no sería el de la venta: seguía el boceto de un broche que hacía ya tiempo le había presentado su hija.

Laura era la más talentosa de sus vástagos, una artista, y toda la habilidad que poseía en sus finas manos iba acompañada de una aguda sensibilidad para captar la esencia de cada material. En sus bocetos y trabajos una curva reflejaba un animal; un relieve, la textura del líquido o del mineral; un color, una tenue sensación de bienestar. Eso había despertado envidias en algunos de sus hermanos y trabas para ella, que se veía coartada en muchos de sus proyectos, asistiendo a cómo sus esperanzas permanecían en el boceto o la maqueta sin llegar a verse realizadas. Además, bien sabía Francesc que su hija estaba últimamente algo triste. No deseaba verla perdida en la desdicha y pensaba que un regalo como el que estaba acabando la ayudaría a superar un poco los desengaños de la vida.

A su avanzada edad, Francesc Jufresa sabía que el amor se muestra a menudo mediante derrotas parciales, mucho más sentidas en la juventud. Con el correr de los años, la pasión se diluye en una sucesión de buenos momentos y los desengaños, que durante las primeras experiencias parecen absolutos, se van deshaciendo como las marcas de tiza en la ropa. Al menos eso era lo que le había ocurrido a él.

—Vamos con cuidado. Nunca sabes lo que vas a encontrar cuando entras en un sitio en el que no has estado antes —susurró Murillo. Tendría unos cuarenta años y el rostro aniñado. Una chaqueta de pana desgastada cubría su pecho seco.

—Me aseguraste que no habría ningún peligro…

—Y no lo hay, pero habrá que tener cuidado igual.

—Está bien. —La enorme boca de Quiles se cerró en una apretada grieta por debajo de su nariz puntiaguda.

Miraron a izquierda y derecha para comprobar que la calle estaba vacía. Murillo se adelantó hasta la puerta y extrajo un juego de ganzúas. Quiles se aseguraba de que no pasara nadie por allí. Habían dejado inconsciente al sereno con un golpe en la cabeza y lo habían postrado en un portal más lejos. Sólo esperaban que no hubiera vecinos trasnochadores que pudieran sorprenderlos. Tras forcejear brevemente, la cerradura cedió. Empujaron la puerta metálica, que emitió un leve quejido. Entraron entonces por una rendija y cerraron con cuidado.

No había mecanismo que se resistiese a Murillo. Conocía todas las marcas de cajas de seguridad y de puertas blindadas y todavía no había claudicado ante ninguna. En el obrador Jufresa se enfrentaría a una caja fuerte Padrós, con combinación numérica y apertura hidráulica. Pero eso no le suponía ningún reto.

—¡Agáchate! ¡Rápido! —exclamó Murillo en un grito apagado en cuanto entraron.

Al fondo se distinguía la luz de un flexo encendido. Comenzaron a reptar encogidos por entre las mesas y las sillas del taller. Habían avanzado ya hasta la mitad de la sala a través de las hileras que formaban todas las mesas de trabajo cuando vislumbraron a un viejo artesano encorvado sobre una de ellas, al final del pasillo lateral, en la esquina opuesta y, por suerte, de espaldas a ellos. Murillo delante y Quiles algo más atrás se hicieron una seña y se escondieron agazapados entre las mesas. Esperaron unos minutos en silencio, asegurándose de que el viejo no se había percatado de su presencia. Quiles señaló entonces hacia la salida para abortar la misión, pero Murillo eludió su mirada y se sacó de la parte trasera del pantalón una cachiporra que sostuvo con una de sus manos. Sorprendido, Quiles abrió sus ojos saltones y comprendió que ya nada le detendría.

Murillo comenzó a avanzar sigiloso en dirección a la luz bajo la que trabajaba el artesano, apoyando los pies lentamente para evitar cualquier ruido y sorteando el mobiliario con sumo cuidado. Su cuerpo consumido y su largo cuello le daban la apariencia de un lagarto inquieto. Quiles volvió a mirar hacia la salida, como dudando, cerró los ojos e inspiró con fuerza. Después siguió a Murillo.

El viejo de repente se levantó de su silla y ambos ladrones quedaron paralizados. Quiles respiraba nervioso, pero Murillo sólo atendía desafiante, sin perderse detalle. Por un momento, el trabajador se alejó del cerco que iluminaba el flexo y, como un resorte, Murillo giró sobre sí mismo apartándose del pasillo por el que el viejo transitaba ahora. A los pies de una mesa, hecho un ovillo, Quiles agachó la cabeza y la escondió bajo los brazos, implorando que no le descubrieran. Cuando alzó la vista se encontró con la mirada de Murillo clavada en él. Bajó los ojos, amilanado por su compañero.

Al fondo, el viejo ya había vuelto a su silla con algo en la mano y, bajo la luz hiriente del flexo, continuaba con su tarea. Murillo comenzó a incorporarse lentamente; se encontraba justo a espaldas del anciano y avanzó con sigilo hacia él. Llevaba la cachiporra en una mano y en su mirada sólo había determinación. Entre el silencio más absoluto, la porra descendió y, justo cuando iba a impactar sobre la cabeza del viejo, éste se volvió asustado y consiguió esquivarla de un salto, dándole un empellón a Murillo y desequilibrándole. Después, el hombre se escurrió hacia la salida sin dejar de implorar auxilio una y otra vez. Quiles, medroso, se hallaba algo más atrás y no sabía qué hacer. Cuando el viejo pasó por su lado, alargó el pie rápido, le puso la zancadilla y lo derrumbó. El artesano se golpeó la cabeza contra una de las mesas, cayó como un fardo al suelo y quedó allí tendido sin conocimiento.

Quiles se incorporó de su escondrijo y se quedó contemplando el cuerpo exánime. Murillo llegó hasta él y, sin mediar palabra, le propinó al artesano dos nuevos golpes secos en la cabeza.

—Así nos dará algo más de tiempo, por si acaso —habló, ya sin miedo a que pudieran oírle. Después añadió—: Ahora, lo primero es lo primero.

Se guardó la cachiporra en la parte trasera de los pantalones y se dirigió hacia el despacho donde sabía bien que se encontraba la caja fuerte. Quiles se quedó todavía unos instantes junto al cuerpo, contemplándolo como si en cualquier momento fuera a levantarse. Pero el hombre se mantenía inmóvil.

Cuando hubo esperado lo suficiente se acercó a donde estaba Murillo. La caja fuerte ya estaba abierta.

—Llénalo —ordenó a Quiles tendiéndole un saco.

Éste obedeció sin abrir boca y llenó el saco con los papeles, los metales preciosos y las joyas que había en el interior de la caja. Cuando se quedó vacía, se dedicaron ambos a deambular al albur de sus apetencias, volcando los cajones, desordenando las mesas y volteándolas también, abriendo las cajas y desperdigando herramientas. Cuando veían algo que brillaba lo recogían como dos urracas frenéticas.

Al llegar junto al cuerpo del artesano, Quiles se volvió a detener frente a él. Murillo le golpeó con fuerza en la espalda:

—¡No me jodas, Quiles! —gritó—. ¡Espabila!

Quiles alzó la vista y le devolvió una mirada estupefacta. Le hizo caso omiso y se agachó ante él. La mano del anciano parecía aferrarse todavía con fuerza a algo. Quiles la volvió y arrancó de ella lo que apresaba: una pieza de oro blanco en forma de tres cipreses unidos con una cruz de color rojo bajo el más alto, el central. El ladrón se puso de pie y propinó un mordisco al objeto para comprobar su autenticidad. Miró hacia la salida, por donde ya se iba Murillo, y se guardó la joya en el bolsillo de su abrigo.

—Esto para mí. Por los disgustos —masculló entre dientes. Y salió de allí con paso calmo dejando a Francesc Jufresa solo, abandonado en la oscuridad de su amado taller.