Al abrir los ojos a la mañana siguiente, el suelo, las paredes, el armario del fondo, el techo… el dormitorio entero le daba vueltas. La última vez que Dimas había mirado su reloj antes de llegar a casa eran las tres de la madrugada. Le dolían los párpados como si alguien le hubiera estado clavando los nudillos en ellos toda la noche. Abrió la boca en un bostezo, pero la lengua pastosa y su propio aliento a licor rancio le provocaron unas ganas terribles de vomitar. Mientras corría hasta el lavabo notó un dolor de cabeza que casi le devuelve a la cama. Sin embargo, eran ya las siete y en menos de una hora debía estar en el despacho de Ferran. Se lavó con agua helada y dejó que el frío le despejara, se puso uno de sus trajes y salió del piso con rapidez.
Entró en el taller y vio a Laura en una esquina hablando con uno de los trabajadores. Se esforzó por no acudir a ella, casi también por no mirarla ni atraer su atención; sabía bien que las palabras no le harían recuperarla. Siguió su camino directo hasta el despacho de Ferran. Cuando abrió la puerta y se topó con el jefe Bragado se le erizó el vello; estaba acostumbrado a que la presencia del policía acarreara complicaciones. Mientras se quitaba el sombrero se fijó en los oscuros cercos que hundían los ojos de Ferran.
—Sabes que la falta de puntualidad me saca de mis casillas —le reprochó airado desde su sillón de piel. Dimas miró la hora: pasaban dos minutos de las ocho.
—Lo siento.
Ferran agitó la cabeza visiblemente inquieto. Parecía que hubiese pasado la noche en vela. Llevaba un traje azul marino con rayas finas.
—No tengo tiempo para disculpas, Navarro. Necesito que hagas tu trabajo ya —dijo señalando la silla que estaba frente a la mesa.
Dimas entrecerró los ojos dubitativo mientras tomaba asiento, sin saber bien a qué se estaba refiriendo. Su patrón estaba irritado y todo indicaba que el día sería muy largo. Bragado permanecía sentado en una esquina al fondo del despacho, al lado de una estantería llena de carpetas, sin mentar palabra; probablemente estaba más enterado de lo que sucedía que él. Con un brazo apoyado en la butaca, se acariciaba concentrado la barbilla roma. Tenía el ceño fruncido de manera permanente.
—Me refiero al asunto del Campo del Arpa, maldita sea —aclaró Ferran—. No entiendo por qué no has hecho nada todavía. El único motivo por el cual el ayuntamiento ha decidido retrasar las obras del Ensanche son las protestas y, no sé si estás enterado, ayer mismo hubo otro incidente en uno de los vecindarios. Esto empieza a parecerse a París, cuando los propietarios consiguieron alargar los trámites y causar deudas y más deudas al Estado. Yo no quiero eso.
Ferran temía las pérdidas que en París sufrieron muchos constructores debido a los retrasos en el desarrollo de los planes urbanísticos que comenzaron en la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, Dimas no comprendía esas prisas. El lunes había hablado con Ferran en ese mismo despacho sobre el resultado de sus pesquisas, le había entregado los nombres de los líderes de las protestas para que decidiera qué hacer y él no le había dado más que largas. Y ahora, de repente, actuaba como si la pelota estuviera en su tejado.
—No entiendo…
—¿Qué te pasa? ¿Es que te has quedado lelo? —Ferran, agresivo, volvió a interrumpirle.
De vez en cuando dirigía su mirada a Bragado para refrendar sus palabras. Ferran Jufresa buscaba su aprobación como si pretendiera demostrar al policía que sus capacidades seguían siendo las de siempre. Normalmente, el joven Jufresa no había sido un jefe al uso para Dimas. Éste entraba y salía como quería y gestionaba su tiempo a voluntad. Por eso esta reprimenda no cuadraba con el carácter de Ferran, más preocupado por los resultados que por el modo de conseguirlos. Dimas admitió para sí que debía tener sus razones para estar nervioso, ya que los negocios no estaban saliendo como deberían, pero esa mañana, con la resaca a cuestas y la ruptura con Laura como lastre, no estaba de humor para animar a nadie.
—No tienes que entender nada —insistió—. Te dije que lo mejor era asustar a esa gente y tú me vienes con los nombres de dos patanes que me resultan totalmente inútiles. ¿Para eso te pago? Nuestro buen amigo Bragado ha buscado información sobre esos dos hombres y no van a aceptar cualquier cosa a cambio de su silencio. No son dos cualesquiera, ¿me equivoco?
—No. Ésos son dos buenas piezas que intentarían sacarte la sangre hasta dejarte seco. —La voz de Bragado surgió como un silbido desde su posición privilegiada.
Dimas notaba su presencia tras él y le incomodaba. Prefería tener a las personas dentro de su campo de visión y así poder asegurarse de que no hacían a su espalda cualquier gesto o movimiento que él no pudiera percibir; sobre todo si se trataba de Bragado. Siempre experimentaba una sensación extraña cuando estaba cerca: demasiada seguridad en sí mismo, una cautela fría y tranquila, unos ademanes estudiados. Todo en el jefe de policía era control, y eso lo ponía nervioso.
—Yo no soy ni el ayuntamiento ni la Junta Consultiva —continuó Ferran—; si ellos no mueven un dedo para pagar, ¿por qué debería hacerlo yo? Tienes que asustarlos, Navarro, hacer lo que sea para que se caguen de miedo. No nos queda otra solución. El miedo es más poderoso que cualquier billete.
Dimas bajó la mirada a la punta de sus zapatos. No le había dado tiempo de limpiarlos y los veía sucios y desgastados. Notó cómo las punzadas de la migraña volvían a atravesarle las córneas como finas e infinitas agujas.
—Son demasiados —susurró.
—¿Cómo dices?
Dimas plantó sus ojos en los de Ferran y dejó que la mansa luz de la mañana le calentara el rostro.
—Que los que protestan son un barrio entero, ¿cómo asusto a todas esas personas sin que resulte sospechoso y no lo denuncien?
—Eso no es algo de lo que debas preocuparte ahora —intervino Esteban Bragado desde su asiento.
—Sí, exacto —le dio la razón Ferran como activado por un resorte—. Tú haz tu trabajo y deja el resto para más adelante. ¿De acuerdo?
Dimas se resistió a hacer gesto afirmativo alguno. Sabía que estaba provocando a su jefe, pero no iba a acobardarse otra vez y obedecerle sin que nada más importara. Se debatía entre la razón y lo que su corazón le impelía a hacer. Nunca hasta entonces le había sucedido aquello. Por primera vez primaban sus principios ante la renuncia a los mismos con tal de conseguir salir del pozo. Era consciente de que se le planteaba un abierto dilema entre Laura o Ferran, entre la templanza o la gula, la solidaridad o el egoísmo y el materialismo más salvaje… Sabía que no debía oponerse a su jefe; no le pagaba para discutir y, sin embargo, todo en lo que hasta entonces había creído se le escapaba ahora, se escurría como arena entre sus dedos, dejando sólo dentro de sí sus convicciones más arraigadas, más nítidas y brillantes, más claras. La insistencia de Ferran le sacó de sus cavilaciones. Echándose atrás en su asiento, le repitió la pregunta:
—¿De acuerdo? —Dimas asintió sin convencimiento y Ferran, algo más sosegado, añadió—: ¿Algo más?
Dimas suspiró hondo antes de responder:
—No.
La sonrisa triunfal de Bragado le apuntaba, podía intuirlo, al cogote.
—Estupendo. Por cierto —resolvió Ferran distante—, mañana ven a buscarme a casa a las seis, bien temprano. Debemos recoger algunas muestras en el taller antes de entregarlas a clientes importantes.
Se levantó y empezó a rebuscar entre los documentos de su mesa. Tras unos segundos, alzó la vista y le espetó:
—Y ahora, largo.
Cuando Dimas cerró la puerta escuchó cómo Bragado y Ferran recuperaban la conversación que se había visto interrumpida a su llegada. Con los ojos buscó a Laura por el taller, pero no la encontró. Saludó a Àngel a lo lejos, que le devolvió el saludo llevándose la mano a la sien, y salió de allí sin mirar atrás. En la calle se topó con un afilador inclinado sobre el pedal de su muela. La rueda giraba y un reguero de chispas se expandía por el borde de la calle hasta chocar contra la pared. El sonido de la piedra arañando el filo metálico se le hizo insoportable, como si lo sintiera en sus propios huesos.
—Nunca antes se había mostrado tan obtuso, poniendo en entredicho mis órdenes —se quejó Ferran dando vueltas por el despacho.
—Quizá cuente con motivos que tú desconoces para hacerlo —añadió el jefe de policía.
—¿Qué quieres decir?
Bragado chasqueó la lengua, como preparando una broma.
—Ay, Ferran, cuánto tengo que enseñarte todavía. ¿Qué es lo que hace que un hombre se convierta en un calzonazos? —Ferran le dio a entender con un gesto que no sabía adónde pretendía llegar—. Mujeres, Ferran, mujeres.
—¡Bah! —rechazó Ferran—. Me da igual a qué zorrita se esté tirando ahora; eso no tiene por qué afectarme. Se habrá acomodado… ¡yo qué sé! Tenías razón con eso de presionarle, pero más allá de eso… Si no cumple con lo que le he pedido ya sabremos si puedo seguir contando con él o habrá que explicarle que no vuelva por aquí.
—Eso no sería del todo inteligente. Ha visto demasiado…
—¿Y qué debo hacer? ¿Pagar a un inútil para que encima no cumpla ni lo que le ordeno?
—Está bien —accedió Bragado, y cambió el tono socarrón que había mantenido hasta ese momento tornando su mirada sombría. Se puso en pie y añadió—: Si no cumple, habrá que hacerle olvidar.
La amenaza contenida de Bragado rasgó el aire de aquel despacho y lo desintegró en pequeñas moléculas, cada una de ellas cargada de un enorme peso. Cuando la idea acertó como un dardo en la cabeza de Ferran, cada una de esas moléculas estalló a su vez en mil pedazos. Todo se aceleró y Ferran se dio cuenta de que, llegado ese momento, ni Bragado ni nadie estaría con él, de que nadie le escucharía ni le acompañaría. Y se sintió solo, terriblemente solo.
En cuanto pudo salir del taller, mediada la mañana, Laura deambuló por el templo de la Sagrada Familia en busca del maestro Gaudí. Subió las escaleras de la casa del capellán custodio que llevaban al obrador y lo vio en una esquina, lejos del ajetreo que se respiraba al fondo, en el almacén de modelos. Estaba de pie, encorvado sobre su sencilla mesa rústica atendiendo a lo que parecía una maqueta. Desde que en febrero del año anterior muriera su fiel colaborador Francisco Berenguer, no compartía ya despacho con nadie. No en vano Berenguer, natural de Reus como él, fue su amigo íntimo y fiel colaborador desde 1887. Tras un ataque de uremia, falleció con tan sólo 48 años, dejando desolado a un Gaudí que con su dolor conmovió a todos los que asistieron al entierro de Berenguer.
La luz amarillenta de dos quinqués de gas iluminaba los planos y los dibujos de las paredes. Había un hatillo sujeto a una de las lámparas con la comida de siempre y una estufa xubesqui encendida. Los grandes ventanales descorridos permitían que la luz entrara a esas horas blanca y densa, dejando bien a la vista los modelos de yeso de formas animales y humanas colgados del falso techo con cuerdas de esparto.
Laura se aproximó lentamente. La pelea con Dimas el día anterior no le había permitido dormir apenas nada y se encontraba muy cansada. Estaba convencida de que había hecho lo correcto, pero por otro lado seguía deseando que nada de lo sucedido fuera cierto, que formara parte de una terrible pesadilla de la que todavía pudiera despertar. Nunca antes había sentido tal dolor físico, y sabía que no había más cura que el paso del tiempo. Muy secretamente maldecía el encuentro con Pau Serra y todas las revelaciones que éste le había proporcionado. Se preguntaba qué habría pasado si el artesano no hubiera aparecido para desvirtuar la imagen que ella guardaba de Dimas, si en algún otro momento él se habría deshecho de su máscara permitiéndole acceder a un plano más íntimo y verdadero de su ser. Él podía haber cambiado, pero Laura no sabía qué creer, y seguía demasiado enfadada como para plantearse siquiera la posibilidad de perdonarle por lo que había hecho.
De pronto salió de sus pensamientos y volvió a la realidad. Estaba distraída y temía que Gaudí se diera cuenta de su estado abatido, así que intentaría disimularlo trabajando duro. Sólo cuando estaba esculpiendo o esbozando un modelo su cabeza conseguía concentrarse en algo concreto y dejar lo demás aparte. Aquel día había acudido temprano al taller de la joyería, pero en cuanto vio llegar a Dimas comprendió que no podía permanecer más tiempo allí, por eso se desplazó a la Sagrada Familia más pronto de lo habitual y con la intención de quedarse allí toda la jornada.
—Maestro Gaudí. —El arquitecto alzó la cabeza del pupitre y la miró sin verla. Vestía su acostumbrado traje negro. Laura sabía que a pesar de que sus ojos azules se dirigían a ella, los pensamientos del arquitecto se mantenían en la maqueta que hasta ese momento había estado observando—. Estamos a punto de colocar una de las gárgolas en el pórtico y le están esperando. —Gaudí no respondió, parecía como si no la viera—. ¿Maestro?
—Acércate —respondió al fin volviendo a la maqueta que tenía delante. Le dio tiempo a Laura para que a su vez la contemplara—. ¿Ves? Es un hiperboloide de una sola hoja. Se consigue girando una hipérbola sobre uno de sus ejes imaginarios. —Laura asintió, muy atenta a las palabras del artista—. Representa la luz. Y algunas como ésta irán también dentro del templo, en los capiteles de las columnas. Tenemos que hacer del interior un bosque y la luz es importante, pues la cualidad esencial de la obra de arte es la armonía que nace de la luz.
—Es una pena que no podamos llegar a ver este templo terminado… —susurró ella ausente, sin apartar la vista de la maqueta.
A veces Laura deseaba tener una ventana a la que asomarse para ver el futuro. Había asistido a partes del desarrollo de historias que no vería concluidas, que continuarían aunque ella no pudiera seguir siendo su espectadora, y eso la hacía sentirse vulnerable. Se preguntaba qué sería de ella en unos años, de Dimas, de la Sagrada Familia. La ciudad había cambiado mucho en lo que llevaban de siglo y, aunque esas transformaciones no afectaban a todos sus ciudadanos por igual, se adaptaba a los nuevos tiempos: cada vez había más coches recorriendo las calzadas, el alcantarillado y el agua llegaban a más casas, la electricidad ya no era un invento del diablo… ¿Seguiría siendo Barcelona la misma doncella caprichosa que ahora era?
—No importa que no podamos verlo —dijo el anciano arquitecto—. El templo crece poco a poco, pero eso ha pasado siempre y en todas las cosas que han tenido larga vida. Los robles centenarios tardan años y años en hacerse grandes y, a veces, un invierno de hielos interrumpe su desarrollo, aunque luego lo retoman y continúan creciendo.
Laura pensó en que ése debía de ser un año de hielos: no sólo las obras de la Sagrada Familia continuaban muy despacio a causa de la fuerte crisis que recorría el país, sino que ella misma también avanzaba a duras penas. Le resultaba difícil admitir que la ruptura con Dimas había significado mucho más de lo que fingía aceptar. La decepción había abierto una grieta en su basta corteza poniendo en entredicho su equilibrio, la armonía de esa luz a la que se refería Gaudí, que daba relieve, creaba contrastes con las sombras y revitalizaba y componía complejas estructuras. Laura sentía un vacío en su interior y se veía desorientada, como alguien recién aterrizado que comprende que se ha quedado dormido mientras su globo aerostático recibe vientos desconocidos. Sintió unas ganas terribles de llorar, pero se contuvo.
—Lo más importante es honrar con el arte esta obra magnánima —siguió hablando Gaudí—. Porque, ¿qué es el arte sino belleza?
La miró de soslayo para continuar fijándose en su maqueta. Laura escuchó sin intervenir. Aun sabiendo que aquel hombre introvertido no lo hacía a propósito, tenía la sensación de que en lo más recóndito de sus intenciones estaba haciendo referencia a la cuestión que se le presentaba: ¿qué iba a ser ahora de ella?
—La belleza es el resplandor de la verdad. Sin ella no hay arte. Por eso debemos seguir plegándonos ante la belleza. —Gaudí despertó de su abstracción e, irguiéndose, cambió a un tono de voz más directo, como si hasta ese momento hubiera estado hablando en realidad para sí mismo y, por fin, se dirigiera a Laura—. Es deber de todo artista mostrar la verdad, pero eso no significa que el camino hacia ella no esté plagado de dificultades. Como bien debes saber, Laura —continuó posando sus intensos ojos azules sobre los de ella—, en más de una ocasión nos encontramos ante escollos inesperados, sorpresas imprevistas que nos interrumpen, que incluso nos hacen dudar sobre si hemos tomado la dirección correcta. ¿Qué hacer entonces?
Laura no dijo nada pensando en que el maestro estaba formulando una pregunta retórica. Al ver que no era así, se apresuró a contestar algo con rapidez, sin poder evitar titubear:
—Supongo… que habría que reflexionar, pararse a pensar para evitar tomar una decisión desacertada…
Los ojos de Gaudí se entrecerraron, haciendo sentir a Laura que le estaba leyendo la mente. Tras unos instantes en un silencio que la puso nerviosa, sonrió muy suavemente y le replicó:
—Eso es. Hay que buscar la luz. ¿Recuerdas el inicio del Génesis?
—¿El relato de la creación?
Gaudí asintió y recitó de memoria:
—«En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era algo caótico y vacío, y tinieblas cubrían la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien y separó la luz de las tinieblas». ¿Te das cuenta, Laura? Sin la verdad iluminándonos, todo lo creado permanece en las tinieblas, que siempre nos confunden, nos impiden entender. No quieras transitar a través de la oscuridad: busca siempre primero la luz.
Laura se estremeció al escuchar las palabras del maestro. Aquel hombre, que parecía en muchas ocasiones ensimismado, encerrado en sus pensamientos, había entendido perfectamente su estado de ánimo. Le hubiera gustado decir algo a su altura, pero sólo fue capaz de sonreírle agradecida mientras batallaba por evitar que la emoción le empañara los ojos. Gaudí asintió complacido y, recuperando su tono de voz suave, añadió:
—Y no te apures por no poder ver acabado este templo. Si hacemos nuestro trabajo como es debido, la verdad permanecerá en él durante toda su larga vida. —Se puso en pie y se llevó las manos a la espalda, como estirándose. Mientras iba a buscar su sombrero del armario junto a la puerta, concluyó—: Así que vamos a colocar esa gárgola.
Laura asintió al arquitecto y bajó las escaleras tras sus pasos. Agradeció las reflexiones de Antoni Gaudí, y decidió que las palabras sencillas eran las que realmente adquirían significado al pronunciarlas: arte, luz, belleza, trabajo… Ahí precisamente resplandecía la Verdad; era lo único capaz de ofrecerle las respuestas que andaba buscando.