En la Sagrada Familia le dijeron que Laura se había marchado hacía un rato. Tenía la esperanza de encontrarla en el taller, por lo que, habida cuenta de la lluvia, tomó un taxi y se dirigió hacia allí. El mensaje de Guillermo le había dado mala espina y deseaba hablar con ella cuanto antes. Los últimos meses no habían sido nada fáciles para Laura, que parecía tener a toda la ciudad en su contra. Quizá le había sucedido algo malo; quería poder estar a su lado para ayudarla.
Antes de entrar al taller se sacudió la gabardina. Cuando abrió la puerta Àngel pasaba justo por delante. El artesano le saludó cordial y Dimas le correspondió, pero sus ojos apenas se posaron en su rostro, obstinados en encontrar a Laura.
—Ferran no ha llegado todavía —dijo Àngel.
Dimas se encogió de hombros.
—Le esperaré por aquí —respondió.
El obrero se retiró a su puesto de trabajo y Dimas, intentando disimular su ansiedad, entró con paso casual, como quien no tiene prisa. Su rostro se iluminó cuando logró ver a Laura al fondo, inclinada sobre una mesa. Hubiera deseado correr hacia allí pero se contuvo. Al colocarse a dos escasos metros de ella, Laura alzó ligeramente la cabeza y sus ojos rehuyeron los suyos. Simplemente se levantó y se fue, ignorándole. Dimas no podía creer lo que acababa de suceder. ¿Estaba acaso enfadada? ¿Qué había hecho él para merecer aquella reacción?
Cuando la alcanzó, la llamó en un susurro y aun sabiendo que era una total imprudencia posó la mano en su brazo. Pero ella se soltó y continuó su camino. La siguió por los pasillos, mas Laura se dirigió al despacho de su padre y le cerró la puerta en las narices. Dimas no comprendía aquella actitud y se quedó paralizado. No quería pasarse toda la tarde persiguiéndola. Los trabajadores del taller, por muy enfrascados que estuvieran en sus tareas, acabarían por darse cuenta de que algo sucedía entre ellos al margen de la pura relación profesional. Así que llamó dos veces a la puerta y sin esperar respuesta entró. Ella le clavó una mirada furiosa desde detrás de la mesa.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué te comportas así? —preguntó Dimas caminando hacia el escritorio.
Laura se reclinó en el sillón y lo miró desafiante. Entonces comenzó a hablar:
—Este mediodía, en las obras de la Sagrada Familia, ¿sabes a quién me he encontrado?
—Ni idea. ¿A quién?
—A Pau Serra.
Dimas palideció. Al percibirlo, Laura empezó a cabecear.
—Trabaja en la cantera de Montjuïch. Ahora sus manos, acostumbradas a tallar piedras preciosas, a labrar materiales como el oro o la plata, están llenas de cortes y polvo. ¿Tienes algo que decir a eso?
Dimas comprendió que había llegado el momento de enfrentarse a los errores cometidos y, armándose de valor, reconoció sin titubeos:
—Sólo que debe de ser verdad.
Laura le contempló atónita y él, tras un tenso silencio, intentó continuar hablando:
—No quise discutir con tu hermano. Pero yo…
Ella hizo un gesto tajante con las manos indicándole, ordenándole casi, que callara. Después inclinó la cabeza, todavía mirándole.
—Ahora mismo no quiero saber nada más, Dimas. Todavía me quedaba una pequeña esperanza de que existiera algún motivo de suficiente peso como para que hubieras hecho algo así. ¡Tú y mi hermano fuisteis tan injustos…! No, mucho peor: fuisteis crueles. Y encima me mentiste, me trataste como a una perfecta estúpida. —El rostro de él se ensombreció todavía más—. No eres como yo pensaba —susurró ella bajando ahora los ojos a sus manos, que se movían nerviosas—. No me había dado cuenta de que apenas te conozco. Sé muy poco de ti. Y ahora que sé un poco más, no me gusta.
Dimas fue a dar un paso adelante pero Laura alzó la mano y lo rechazó. Él respetó su decisión porque, en el fondo, sabía que algo de razón tenía: apenas se había abierto a ella en todo ese tiempo. Su mutismo, su silencio obstinado, ese protegerse de todo y de todos había acabado por provocar la desconfianza de la persona que más le importaba en el mundo. Ni siquiera le había hablado de Inés, de Carmela y de las vueltas que había dado su familia en el último año, cuando él había visto a la suya desde todos los ángulos posibles. Se lo tenía bien merecido. No podía estar junto a una mujer como Laura sin apostar, sin arriesgarse. Ella, que se mostraba tan franca, desnudando su alma en cada palabra, en cada ademán…
Con la vista centrada en los papeles sobre la mesa, Laura musitó:
—Vete, quiero estar sola.
Quiso explicarle que le dolió hacer lo que hizo, que en un impulso le dio a Pau todo el dinero que llevaba encima, y más le hubiera dado de haberlo tenido, pero verla así, tan disgustada… En esos momentos su gesto le pareció deshonroso, una ridiculez comparada con el daño que había hecho. Temió decepcionarla todavía más, así que, en silencio, obedeció, discreto. Por dentro sentía que el mundo entero se desmoronaba, que su corazón se rompía doloroso, que no podía respirar…
Fuera del despacho cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido. Miró a un lado y a otro desorientado, no sabía bien qué hacer ni hacia dónde ir. Ferran todavía no había llegado y se encontraba solo en aquel espacio silencioso y en penumbra donde todo el mundo tenía su tarea menos él. Salió al exterior y se resguardó bajo el saliente de un balcón. Parecía faltarle el aire. Se dedicó a observar desde lejos aquel lugar que ahora se le presentaba tan extraño. Al poco, Laura salió y desapareció en dirección a la plaza de la Constitución, sin reparar siquiera en él. No podía creer que todo hubiera acabado de aquella manera.
Cuando Ferran llegó unos minutos más tarde, Dimas atendió sus peticiones en una breve conversación que los dos mantuvieron en su despacho. Ni uno ni otro se mostraron habladores. Ferran llevaba unos días contrariado, taciturno, irascible, como presa de un espantoso dolor de cabeza o de una intensa preocupación que le impidiera concentrarse. Hacía ya dos días que Dimas le había sugerido cómo resolver el conflicto del Campo del Arpa y le había entregado los nombres de Víctor Giménez y Joaquín Cuesta, pero Ferran le había dicho que debía pensarlo, que aquél era un asunto más complejo de lo que podía imaginarse. Tampoco esa tarde le ofreció su respuesta: era evidente que su jefe no se hallaba en disposición de tomar decisión alguna. Dimas albergaba la esperanza de que Ferran aceptara la situación y dejara su proyecto inmobiliario aparcado por el momento.
Mientras todo esto sucedía, él no lograba apartar de su cabeza la imagen de Laura decepcionada, de Laura alejándose, como si él estuviera en un bote sin remos y la marea lo empujara mar adentro separándole de ella. Lo había fastidiado todo.
Ferran le pidió que esa tarde llevara algunos pedidos a clientes especiales. Esa atención personalizada había aumentado últimamente a fin de que el buen nombre de los Jufresa sonara con renovado interés en los círculos habituales. Dimas se dirigió a uno de los trabajadores para recoger el paquete con un lujoso collar; después de una delicada compostura debía ser entregado a su dueña. Cuando estaba a punto de salir, se le acercó Àngel.
—¿Cómo te encuentras, Dimas?
—Bien… bien… —contestó un tanto ajeno a lo que no fueran sus pensamientos.
—Escucha, no quiero ser entrometido, pero… He pensado que igual te vendrían bien un par de cervezas al final del día… ¿Qué me dices?
Dimas aceptó casi por inercia con un silencioso movimiento de cabeza. Lo necesitaba, necesitaba sentirse reconfortado, y a alguien que le entendiera y le escuchara. Llevaba demasiado tiempo luchando contra el mundo, intentando hacerse un nombre, y su piel curtida de repente había dejado de estarlo: se sentía en carne viva. Quedaron en encontrarse frente al cuartel de Atarazanas.
Cuando Dimas salió a la calle, nubes algodonosas pasaban a toda velocidad como queriendo limpiar el cielo. Ya no llovía, pero la humedad y el viento calaban hasta los huesos.
—¿Querrás comer algo? —preguntó Àngel a Dimas en cuanto lo vio aparecer.
—Vale… —contestó distraído.
—Sé de un sitio en Pueblo Seco que nos tratarán bien. Subamos por el Paralelo. ¿Conoces el Quimet i Quimet?
—De oídas. Dicen que tiene buenas tapas.
—¡Y unos vinos excelentes! Bueno, y la cerveza de la casa es una delicia —añadió Àngel—. Yo hago caso siempre a lo que decía mi padre: si vas a beber, no te olvides de comer.
Cuando embocaron el Paralelo, la populosa y popular avenida también llamada Marqués del Duero, la gente se apresuraba a entrar a los teatros, los cabarets, los bares y restaurantes… El Cafè Sevilla o el Teatre Nou eran algunos de los locales que habían abierto sus puertas en los últimos veinte años. Desde entonces aquella vía se había convertido en el centro del ocio nocturno por excelencia de la ciudad. Constantemente llegaban viajeros atraídos por su ajetreo, por su diversión desenfrenada. La fama del Paralelo se comparaba a la de Montmartre en París o la del West End en Londres.
Àngel se mostró hablador y explicó detalles y anécdotas sobre tal o cual local. Dimas escuchaba algo reconfortado, como si el buen humor del artesano fuera contagioso. Torcieron por la calle Cabañas, y, tras esquivar un charco, Àngel caminó con paso vivo hacia la bodega, entusiasmado con la idea de mostrársela a Dimas.
El local era pequeño, pero acogedor. Los clientes permanecían de pie, acodados en la barra principal, ya que sólo contaba con un par de mesas. Las paredes estaban llenas de botellas hasta el alto techo. Àngel fue saludado por ambos Quimets, tanto padre como hijo, que se afanaban por llenar la barra de las tapas que iban preparando al momento. Guiados por el saber de ambos hombres, Dimas y Àngel empezaron con un hígado de bacalao que les supo delicioso y luego continuaron con erizos de mar, mejillones, merluza con tomate, habitas tiernas… Comieron con gula, disfrutando cada bocado. Y todo ello mientras daban buena cuenta de un vinito blanco recomendado por los dueños. Provenía del Penedés, una de las zonas que estaba recuperándose tras la dramática plaga de filoxera que dejó a Cataluña casi sin vides a finales del siglo XIX.
El ambiente de camaradería, las conversaciones animosas pero sin estridencias, los olores, la comida sencilla pero exquisita y el vino hicieron que Dimas comenzara a animarse y olvidara, al menos por un momento, las heridas.
Al rato salieron a la calle. Àngel propuso llevarlo al café más grande de España y quizá de Europa.
El Gran Café Español estaba situado entre el Gran Teatro Español y el Teatro Arnau, y era un local con multitud de mesas tanto en el exterior como en el interior. Era conocido también por ser un lugar en el que se daban cita todas las clases sociales. Muchos acudían allí antes o después de las funciones; algunos, como era un lugar muy concurrido, para ver y dejarse ver, y otros para participar en las apasionadas tertulias que se organizaban de forma espontánea. En ese lugar era habitual encontrar a Salvador Seguí, el Noi del Sucre, un anarquista que estaba ganando popularidad entre la clase obrera. Para su desgracia, contaba con enemigos tanto en las fuerzas del orden público como entre los sectores más radicales, que le acusaban de blando: su mensaje se basaba en la transformación social a partir de la fuerza de la educación.
Una vez dentro del local, Dimas distinguió una voz conocida:
—¡Qué casualidad, Dimas! Venid aquí, que hoy es mi día libre y acabo de cobrar las propinas. Hola, soy Manel —se presentó a Àngel—. Os invito a una ronda.
Tomaron asiento a una de las mesas. Salvador Seguí estaba cerca y respondió a la llamada de Àngel. Vestido con chaqueta y chaleco y con el pelo bien engominado, a Dimas le llamó la atención su elegancia. Estaba acostumbrado a anarquistas de rodillas raspadas y jersey de lana. El Noi del Sucre trató con confianza a Àngel y en los pocos minutos que estuvo con ellos comentó en tono jocoso las tribulaciones que había sufrido hacía tan sólo un par de horas: de camino al Gran Café un matón le había disparado varias veces desde la oscuridad de un callejón. Manel y Dimas cruzaron sus miradas, les parecía increíble que alguien pudiera explicar con esa templanza el hecho de que hubieran intentado asesinarlo.
—Debía de ser un novato impaciente por quedar bien con su patrón —explicó Seguí, divertido—. La verdad es que me tiré al suelo, me revolví y pude esquivar las balas. Entré aquí —concluyó— con la ropa todavía humeando. Pero como dije hace un rato, no era mi hora: ¡no me había tomado ni un anís!
Dimas se fijó en que en la falda de la chaqueta se entreveían dos agujeros ennegrecidos, dos agujeros de bala.
—¿Y después de eso no te dan ganas de liarte a tiros a ti también? —preguntó Manel.
Seguí cabeceó sonriente.
—Es que es eso precisamente lo que quieren, que la lucha obrera se radicalice para, por un lado, tener la excusa de detenernos a todos y, por otro, que la masa se asuste y se aleje de sus justas demandas. No podemos caer en esas provocaciones. La fortaleza te la da la razón, no las pistolas.
Salvador se disculpó, pues lo reclamaban de un grupo que se había organizado en unas mesas al fondo. Todos brindaron por su salud mientras se alejaba.
—¿Qué? ¿Qué os parece? —preguntó Àngel satisfecho.
—Valiente —admitió Dimas.
—Con un par de huevos —contestó Manel.
—La sutileza es lo tuyo, ¿eh? —le replicó Àngel guiñándole un ojo.
—Es lo que tiene trabajar todo el día junto a artistas; que se te pega la poesía. —Dejó escapar una sonrisa en forma de bufido.
La broma entre Àngel y Manel duró un rato hasta que se percataron de que Dimas se mantenía callado.
La breve conversación con Seguí, su bravura y su fuerza para luchar por la justicia, lo habían llevado bruscamente al recuerdo de Laura. A su manera, ella también se rebelaba por defender sus propias convicciones, por unos principios que reivindicaba y protegía a capa y espada. Nunca antes había conocido a alguien como ella: en el mundo del que él provenía y hacia el que se encaminaba, el dinero y la apariencia eran los únicos valores. En ningún bando era fácil batallar hasta el final: sin recursos, la lucha se veía reducida a fuegos de artificio, como las de los obreros a los que se refería Seguí, que además de no conseguir grandes resultados pagaban su osadía con la vida.
Dimas rememoró la expresión dura de Laura mientras le confesaba cuánto le desagradaba lo que veía en él. Ella era una persona valiente y honrada, y no volvería a mirarlo de otra manera si no le demostraba que también él podía serlo, que había dejado atrás al ser despiadado que echó a Pau Serra, que había cambiado. Y ni siquiera eso aseguraba su perdón.
Suspiró y sonrió con tristeza a sus amigos cuando le preguntaron qué le sucedía. Dio un trago largo a su vaso de anís e inclinó la cabeza dubitativo; él no era de los que hablaban. Àngel y Manel pidieron una nueva ronda con la que brindar por lo que quedaba de noche. Ésa era tal vez la manera más sencilla de distraer la pena.
La luna les contempló benevolente mientras, al salir del café, recorrían zigzagueantes las calles sucias y húmedas de una Barcelona que se había asomado al siglo XX con pasión desesperada. Cuando Dimas regresó a casa se tumbó en la cama y cerró los ojos. Entre sueños etílicos y esperanzadores decidió que haría cuanto estuviera en su mano para que Laura le perdonara. No iba a conformarse.