—¿Estás seguro de que lo estás leyendo bien? —preguntó Tomàs incrédulo a Guillermo.
—¿Qué te piensas? ¿Que no sé leer?
—No, hombre, pero es que parece tan imposible… Igual el aire este hace que te lloren los ojos y no ves bien las letras. ¡Yo qué sé!
Marzo estaba a punto de llegar y los días empezaban a ser más largos. Los dos niños se habían encontrado cuando Guillermo salió de clase y se hallaban sentados en uno de los bancos de la plaza próxima al templo. Nit estaba junto a ellos y vigilaba atento al rebaño. Bajo un cielo que empezaba a nublarse, los chicos leían uno de los cuentos del último número de En Patufet. El semanario para críos había nacido once años atrás a partir del cuento tradicional con el mismo nombre, que versaba sobre un niño tan pequeño que cantaba siempre una canción para que nadie pudiera pisarle. Ese niño era el mismo que aparecía en la portada de la revista. Contenía ilustraciones, cuentos e historietas, algunas humorísticas: la salida del nuevo número solía convertirse en todo un acontecimiento para los más jóvenes que sabían leer. Los dos amigos tenían por costumbre quedar el día en que Guillermo conseguía hacerse con un ejemplar. Tomàs le escuchaba mientras él lo leía en voz alta.
—A ver —insistió Tomàs—, vuelve a explicármelo: ¿quién es el que acaba quedándose con los cuartos entonces?
—El paaaaaadre —respondió al límite de su paciencia Guillermo—; es un usurero avaro que está todo el día pensando en el dinero. Su mujer murió, así que está solo con sus cinco hijos, y no hace otra cosa que decirles lo importante que es conseguir dinero por encima de todo en esta vida. Los hijos han aprendido bien la lección y cuando un día les da a elegir entre la cena y dos cuartos…
—Escogen los dos cuartos. Sí, eso ya lo sé. ¿Y después qué?
—A la mañana siguiente, cuando se despiertan muertos de hambre y van a por el desayuno, el padre les dice que para poder comer tendrán que entregar los dos cuartos ganados la noche anterior, ahora que tienen dinero con el que pagar su comida.
—¿Y qué consigue el padre ahorrándose una cena? No lo entiendo. Yo en mi casa me gano el pan desde hace mucho… ¿Es que ésos no trabajaban todavía?
—Pues se ve que no.
—¿Y quieres decir que así aprenden que es necesario trabajar para comer? Yo creo que acaban más liados que otra cosa…
—Mira, Tomàs, no lo sé. El cuento es así.
Guillermo cerró el ejemplar del semanario y miró a su amigo. Pensó en que Tomàs vivía una realidad muy distinta a la suya, pero también a la de esos niños del cuento de Josep Maria Folch i Torres. Se pasaba casi todo el día trabajando, sin embargo no lo hacía a disgusto y sus padres siempre le trataban con cariño y le ofrecían todo lo que estaba a su alcance. Tomàs nunca había imaginado ninguna otra manera de vivir, y era feliz rodeado de su rebaño. No había ido al colegio y siempre le decía que eso de estar todo el día sentado en un banco escuchando a un profesor decir cosas que no servían para nada era demasiado aburrido para él. Guillermo enrolló la revista como si fuese un catalejo y luego dio un capirotazo en la nuca a su amigo que lo sobresaltó. Tomàs se lo devolvió y ambos chiquillos rieron con ganas.
El agudo rechinar de las ruedas de un carro arrastrado a lo lejos por una mula llamó su atención. Cargado con pedruscos, se acercaba pesadamente hacia la Sagrada Familia. A espaldas de los chicos, los poco más de treinta obreros que había en la obra se afanaban por todas partes como abejas en un panal. Por el aire las poleas levantaban fragmentos del templo para colocarlos en el lugar adecuado mientras en tierra las escodas y los cinceles no cesaban de dar forma a la roca. Las cuatro torres-campanario alcanzaban ya los setenta metros en la fachada del Nacimiento. Las arquivoltas de los tres portales habían sido iniciadas y contenían algunas escenas de la vida de Jesús, como su venida al mundo coreada por ángeles, reyes y pastores. A pesar de que las donaciones para la construcción del templo eran escasas y los cardenales Torres i Bages y Pla i Deniel habían tenido que crear suscripciones extraordinarias, las empresas habían empezado a colaborar poniendo de su parte. Las obras, aunque lentas, continuaban. El mismo Antoni Gaudí se había estado dedicando a pedir dinero a amigos y conocidos con tal de que el proyecto no parara, y la Asociación de Arquitectos de Cataluña había realizado una colecta entre sus socios con la que se consiguieron unos miles de pesetas más. El maestro agradeció encarecidamente el detalle al entonces presidente, Buenaventura Bassegoda i Amigó.
—Muchachos, ¿sabéis dónde está el capataz? —les preguntó el dueño del carro cuando estuvo cerca de ellos.
—Pues no tengo idea, lo siento —contestó Guillermo.
—Ahora a dar mil vueltas hasta encontrarlo… —masculló para sí el hombre. Se le veía mayor y cansado—. Es lo que tiene venir a obras tan grandes donde no manda nadie —les dijo a los niños.
—¿Es usted cantero? —le preguntó Guillermo curioso.
—Sí, chaval. Estudia mucho para trabajar en otra cosa, que esto es más bien duro… —le contestó con una sonrisa sarcástica.
Cientos de canteros como aquél habían extraído piedra de la montaña de Montjuïch desde la época de los íberos y romanos para construir la mayor parte de la ciudad de Barcelona. Se había arrancado tanta roca que se decía que la montaña misma la producía. De todas formas, bastaba echar un vistazo a los boquetes y los acantilados artificiales para darse cuenta de que no se podía horadar eternamente.
—¡Espere un momento! —exclamó Guillermo.
El cantero se volvió con gesto cansado.
—Sé de alguien amable que seguro le podrá ayudar.
—Pues te lo agradecería. Aunque… ¿no será una treta para subir al carro? —añadió bromeando.
—No, señor.
—Anda, sube.
—Hasta luego, Tomàs —gritó Guillermo ya desde arriba, sentado sobre las piedras y observando contento cómo todos los trabajadores pasaban delante de él ajetreados. Se sentía parte de aquel tránsito. No tardó en vislumbrar la figura de Laura a lo lejos:
—Mire, es aquella chica de allí.
—¿Una mujer? Qué raro ver a una por aquí…
Se estaban aproximando a donde Laura hablaba con dos obreros cuando de repente ella se volvió en dirección a ellos:
—Hostia… —susurró el picapedrero abriendo mucho los ojos.
Guillermo se volvió hacia él y vio cómo palidecía. Laura alzó la mirada y reaccionó tan sorprendida como él. Guillermo pensó que debían conocerse. Ella se acercó rápida con una expresión entre incrédula y afectuosa.
—Pau, ¿qué haces aquí?
El cantero se quedó pasmado, apretando las riendas con fuerza. Alternaba su mirada entre Laura y el suelo. Parecía no atreverse a decir nada.
—No comprendo… —insistió ella dubitativa—. Me habían dicho que estabas trabajando para otros joyeros. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Te echaron?
La expresión del hombre se contrajo antes de responder:
—¿Otros joyeros? —Masticó las palabras—. ¿Qué otros joyeros? Sencillamente me echasteis; me quedé en la calle. Gracias a Dios que encontré esto. Si no, no sé qué hubiera hecho.
Laura lo miró perpleja y, a continuación, le invitó a entrar al taller. Guillermo se quedó quieto sobre el carro. Laura ni tan siquiera había reparado en él, así que se volvió con su revista bajo el brazo al lugar donde había dejado a Tomàs.
—Mi nieto, por suerte, se recuperó. Pero pasamos dos meses muy malos.
Laura y Pau Serra estaban charlando en el interior del taller. Habían encontrado un poco de tranquilidad en el estudio del crucifijo y las campanas tubulares. Hablaban sentados en dos taburetes, distendidos, como cuando trabajaban juntos mano a mano.
—¿Tan mal estuvo?
—Muy mal, sí. Llegamos a estar convencidos de que se nos iba. Sufrió muchísimo. Desde entonces es un niño bastante débil.
—¿Y cómo fue? Mi hermano te dijo que no podías ocuparte de tu nieto en día de trabajo…
—No, no fue tu hermano —la interrumpió—. Fue ese muchacho nuevo. Me estuvo vigilando y descubrió que no estaba enfermo como les había dicho. No recuerdo…
—¿Dimas?
—Dimas. No sé… —Él la miró extrañado.
Entonces Laura cayó en la cuenta de que todos en el trabajo solían llamarlo por su apellido.
—¿Navarro? —probó.
—Sí, ése. Navarro. Me aseguró que no podía hacer nada para ayudarme. Tu hermano había decidido deshacerse de mí y él no atendió a razones.
Laura se quedó blanca. Cuando Pau le preguntó si estaba bien, ella susurró que sí, ausente. En realidad era como si un puño estuviese estrujándola el pecho desde dentro. Las palabras se le quedaban trabadas en la garganta. No podía creer que le estuvieran hablando de la misma persona.
—¿Seguro que fue él quien te despidió? —consiguió preguntar.
Pau no lo dudó. Iba a añadir que, al menos, Navarro le dio dinero de su bolsillo para pagar las medicinas que salvaron al nieto cuando uno de los obreros les interrumpió. Necesitaban la piedra que había traído. El hombre se levantó articulando una disculpa fugaz mientras seguía al trabajador, que parecía tener prisa.
Laura consiguió mantenerse fría a pesar de que sentía la indignación quemándole las entrañas. Pensó que debía preguntar primero a Dimas para darle la oportunidad de explicarse. Eso sería lo más razonable. Quizá Pau no conocía del todo la historia; quizá Ferran había amenazado a Dimas y él se había visto acorralado.
Se puso en pie y se prometió hablar con su hermano para intentar hacerle cambiar de parecer. Estuvo en el taller buscando algo en lo que mantener la mente ocupada, sin demasiado éxito. Al rato salió y llegó a tiempo para ver que las piedras ya habían sido descargadas y a Pau Serra despidiéndose desde lejos. El carro desapareció por el camino que le devolvería a la cantera de Montjuïch. Laura recordó entonces que antes había visto también a Guillermo subido en ese carro, abarcó todo el espacio en su busca y lo encontró a lo lejos, en la plaza, junto a su amigo el pastor. Se fue directa hacia él:
—Guillermo, ¿no vas a comer a casa hoy?
El chaval se quedó sorprendido por la aparición de Laura.
—Pues sí. Precisamente ahora se lo estaba diciendo a Tomàs.
—¿Estará también tu hermano?
—Si consigue sacar un rato supongo que sí. Los miércoles suele venir.
—Pues vamos.
—¿Te quedarás a comer con nosotros? —le preguntó sonriente.
—Bueno, ya veremos. Antes quiero hablar con Dimas.
Guillermo y Laura se despidieron de Tomàs y comenzaron a caminar en dirección a la casa de la familia Navarro. Ella esperaba poder hablar con Dimas a solas en algún momento y sin que nadie los interrumpiera.
—¿Conocías a ese hombre? —le preguntó Guillermo de repente.
—Sí, antes trabajábamos juntos —apretó la boca. Si Pau Serra no mentía, Dimas le debía una explicación.
Apenas habló más el resto del camino, sólo podía pensar en Dimas y en su decepción. Le parecía imposible que pudiera ser tan cínico.
Cuando estaban a pocas manzanas de su casa, Laura lo vio a lo lejos. Caminaba al lado de una atractiva muchacha y ambos conversaban divertidos en dirección a su portal. Notó una especie de furia incontenible que le crecía por dentro. Entonces se avergonzó de sí misma, volvió a sentirse tonta y los viejos fantasmas regresaron a su cabeza. Se sintió estúpida y necia, engañada de nuevo, y se vio en la necesidad de marcharse de allí corriendo, de huir hacia un refugio, hacia algún lugar donde pudiera sentirse segura.
Articuló alguna explicación dirigida a Guillermo casi sin pensar y se dio la vuelta de regreso a la Sagrada Familia. Los celos que nacieron en su pecho al ver a Dimas con esa joven desconocida fueron la gota que colmó el vaso. Laura no se encontraba lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a él en ese momento y averiguar si realmente era la persona que ella creía. Lo cierto, pensó, era que no sabía demasiado de él; en el tiempo que llevaban juntos le había hablado muy poco de su familia y de su pasado. Cuando ella preguntaba por alguna cuestión concreta, él respondía con evasivas haciendo evidente que no deseaba compartir esa parte de su vida con ella.
El niño se sorprendió al verla alejarse de aquella manera. Desconcertado, ni siquiera le salió la voz cuando quiso llamarla. Al cabo de un momento levantó los hombros con resignación; a veces no entendía a los mayores. Después continuó su camino a casa.
Cuando estaba llegando al portal divisó a su hermano y a Inés y corrió hacia ellos. Ella le caía bien y, cada vez más, veía la posibilidad de que llegara a convertirse en su nueva hermana. Hacía ya meses que Inés y Carmela venían a casa de vez en cuando y su padre se ponía especialmente contento cuando estaban todos juntos, como en la celebración de su cincuenta y tres cumpleaños, el 10 de enero anterior. Habían salido todos a comer a El jardí de l’àpat, un restaurante muy espacioso situado en el Guinardó, con una bonita terraza desde la que se veía toda la ciudad. Allí les habían servido pies de cerdo con setas, butifarra a la brasa, tablas de ricos embutidos y quesos, tostadas con xamfaina y pan con tomate… El mejor momento fue cuando le trajeron a su padre el plato de caracoles que había pedido. Nunca los había comido y ese día estaba tan feliz que al fin se decidió. Le vieron luchar incapaz de sacar el bicho con el palillo para llevárselo a la boca. Con una sola mano, apretó tanto las conchas que una voló hasta la cabeza de Dimas. Enseñó la palma de la mano para disculparse y estaba toda pringosa y anaranjada. Carmela no podía parar de reír. Terminaron por unirse todos a la broma, también Dimas, que últimamente parecía más alegre. Sí, aquél había sido un día estupendo.
Guillermo alcanzó a Inés y Dimas frente al portal de casa y ambos empezaron a hacerle cosquillas. Su hermano lo alzó en alto y se lo puso sobre los hombros. Luego subieron escaleras arriba hasta el piso de su padre.
Durante la comida, Guillermo explicó la marcha precipitada de Laura un rato antes. Dimas enarcó las cejas y se quedó con gesto preocupado. Inés le dio un codazo en broma y él esbozó una sonrisa forzada. Se pasó el resto de la comida ausente. En cuanto hubo terminado cogió la chaqueta y la gabardina y se despidió de todos. Justo cuando salía, el cielo ceniciento se vio iluminado por un relámpago y empezó a descargar un fuerte aguacero. Dimas se subió el cuello de la gabardina, se caló bien el sombrero y apretó el paso.