Capítulo 37

El lunes siguiente por la mañana Dimas salió pensativo del taller Jufresa, con la cabeza bullendo a toda velocidad. Buscaba la manera de resolver el conflicto sobre el Campo del Arpa que acababa de plantearle su jefe. Ferran se había mostrado exasperado, pues las medidas que entreveía para poner fin a las protestas eran cuando menos drásticas. Dimas le había asegurado que ese método podría complicar las cosas, poniendo en peligro el proyecto mismo, y le había prometido hallar una vía de presión contra los vecinos de la zona que no recurriera a la violencia y que fuera más eficaz. Últimamente esperaba con mayor inquietud que le surgieran nuevos negocios tan exitosos como el que había resuelto con Héctor Ribes i Pla, para así poder separarse de las actividades de Ferran Jufresa. Tenía la necesidad de prosperar por sí mismo para demostrar al mundo que podía aspirar a una mujer como Laura. Sin embargo, en ese momento tenía poco margen de actuación; Ferran estaba algo dolido por la ausencia de concreción en los plazos del ayuntamiento y con alguien tenía que pagarlo.

La falta de una regulación para la urbanización del Ensanche era aprovechada por inversores privados que buscaban beneficios entre los vacíos legales. Desde que en 1860 se aprobara el plan Cerdà, fueron varias las hipótesis que se barajaron para conseguir una nueva legislación que se ajustara a las expropiaciones. Aprovechando que el régimen liberal se había consolidado se pretendía reformar la Ley de la Expropiación Forzosa del 17 de julio de 1836. Por un lado, se pensó en añadir un fondo para financiar una obra tan ambiciosa y el compromiso de pagar las indemnizaciones convenientes a los afectados. Asimismo, se empleó temporalmente el decreto que en 1852 se aplicó para la remodelación de las calles de París: la expropiación no sólo de los terrenos necesarios para la urbanización sino también de los edificios colindantes por motivos de salud pública a cambio de una compensación. También llegó a plantearse el Proyecto Posada Herrera en 1861 para sustituir la ley de 1836, entre cuyos artículos se justificaba la expropiación forzosa alegando utilidad pública. Sin embargo este proyecto, al igual que las demás tentativas, fue rechazado por el gobierno español en 1862. Esa decisión fue vista en la Ciudad Condal como la renuncia definitiva a una ley parlamentaria reguladora de la urbanización del Ensanche y comenzaron a sucederse las actuaciones de los inversores y especuladores que les permitirían beneficiarse de la ola económica que removía a la ciudad de arriba abajo. Sabían bien que ese siglo determinaría el futuro de las generaciones venideras; sin embargo, no se preocuparon demasiado por ello.

Por eso la situación era de gran desorden: quien se sabía mover podía hacerse con un inmueble que en poco tiempo multiplicaría su valor, pero en un clima de desconfianza y de escalada de precios también se vendían otros bajo la promesa de un aumento futuro a consecuencia de un rumor que luego se deshacía en el aire. Lo primero que le vino a la cabeza a Dimas fue que debía averiguar quién protagonizaba aquellas protestas tan ruidosas que rechazaban las expropiaciones. Si descubría a los líderes del movimiento, que no serían muchos, podría ofrecerles en nombre de su jefe un buen dinero por su silencio u otra alternativa. Si algo había aprendido en esos últimos meses era que, para bien o para mal, el dinero podía comprarlo casi todo. Sin los dirigentes más fuertes dispuestos a pelear por ellos, los vecinos dejarían de oponerse y se conformarían con las nuevas circunstancias.

Caviló Dimas que, como en todo, la mejor manera de descubrir algo era siempre desde dentro, así que se dirigió a una tienda donde adquirió la maleta más barata que encontró, una de cartón. En otro local cercano compró una chaqueta que le iba algo grande y una boina negra. A continuación tomó el tranvía y se bajó antes de llegar al Campo del Arpa. Buscó una zona entre edificios, un lugar discreto a refugio de miradas curiosas. Una vez allí, maltrató los cantos de la maleta frotándola contra el suelo. Cogió un puñado de tierra y lo esparció por toda ella. Cuando hubo conseguido darle una apariencia vieja y usada se quitó la gabardina, la chaqueta y el chaleco y lo metió todo dentro, junto con la corbata. Se despeinó ligeramente, se encasquetó la boina y se vistió con la chaqueta recién comprada. Le faltó un espejo donde mirarse, pero notó que no le quedaba bien: justo lo que buscaba. Se encaminó hacia el barrio.

Dimas sabía que muchos de los inquilinos de aquella zona eran inmigrantes. Pensó que, debido a sus orígenes, no le resultaría nada difícil imitar el acento aragonés para hacerse pasar por un nuevo vecino. Se metió en la primera taberna que encontró y preguntó entre los parroquianos como si fuera un recién llegado que necesitara alojamiento. Enseguida le aconsejaron una pensión cercana y, tras hacerle sentar en una de las mesas, le ofrecieron comida y bebida. Todos eran amables y de lengua suelta; pronto llegó hasta las protestas que recorrían el barrio. Sabía muy bien que criticar al sistema era siempre un placer para los más desfavorecidos.

—Estoy seguro de que conseguiréis que se metan el Ensanche por donde les quepa —dijo mientras se llevaba la cuchara a la boca con el guiso de patatas y algún trozo de carne que la esposa del dueño del local, una mujer mayor y encorvada, le había servido.

—No podemos dejar que destruyan así como así todo lo que tenemos. En este barrio somos gente humilde —explicó el propietario tras la barra limpiándose las manos en el delantal. Era un hombre extraordinariamente delgado, de media altura y sin apenas un pelo en la cabeza.

El murmullo entre los presentes fue aumentando en intensidad y todos le dieron la razón al mesonero. Hombres y mujeres exponían sus historias sobre ese barrio de casas bajas que había sido testigo de tantas vidas. Se había creado para dar cabida a los jornaleros que trabajaban el campo en la planicie de Barcelona y, aunque ya había perdido su sentido, se mantuvo aislado de los edificios de pisos y de las naves de fábricas que llenaban La Sagrera y la zona de El Clot de la Mel y llegaban hasta el mar. Los vecinos eran en su mayoría obreros que trabajaban en esas fábricas.

Dimas lamentó sentirse a gusto en aquella taberna sabiendo cuál era su misión. A pesar de ser aquél un local sencillo, se hacía acogedor; nada que ver con los que había conocido en compañía de su patrón. Un aroma a carbón y aceite se expandía por el aire. Además, las raciones eran generosas.

—¿Tiene planes de quedarse a vivir por aquí o está de paso? —le preguntó un individuo de unos cuarenta años sentado a una mesa al fondo. Ataviado con una chaqueta de fieltro, escondía las uñas entre los dedos encogidos mientras con la otra mano fumaba un cigarrillo al que se le salían las hebras de tabaco por la boquilla. Una boina como la de Dimas reposaba sobre la mesa.

—He venido para quedarme. Me ha costado todo el dinero que tenía llegar hasta aquí y ahora no me puedo marchar —respondió Dimas sin apartar la mirada del plato, como si así pudiera evitar ser descubierto.

Se explayó un poco más sobre sus orígenes. Contó historias de su padre en Abejuela, historias tantas veces escuchadas donde las penurias se mezclaban con la alegría de la infancia o de la juventud. Pensaba en las motivaciones con las que debían haber llegado a aquella gran ciudad él y su madre de jóvenes y se las adjudicó. Dimas notaba la mirada de aquel hombre sobre él mientras apagaba la colilla.

—Hay muchas personas que se hallan en su misma situación. Quizá le interesaría unirse a nosotros. Cuantos más seamos, más fuerza tendremos… —dijo finalmente.

Dimas respiró aliviado al ver en aquella invitación parte de sus objetivos cumplidos. La aceptó de buena gana y todos allí lo celebraron, sobre todo el hombre de la chaqueta de fieltro. Cuando preguntó por las personas a quien debía recurrir para ofrecerse, aquél se presentó como uno de los cabecillas. Su nombre era Víctor Giménez y estaría encantado de contar con él para las sucesivas protestas. Dimas quedó en ir a verlos un día a él y a su compañero, Joaquín Cuesta, para que le pusieran al corriente de sus actividades. Resultó que esos dos hombres eran los máximos responsables y organizadores de todos los actos que se habían instigado en defensa de sus hogares.

Le costó bastante convencer a los presentes para que le dejaran pagar su comida antes de marcharse, todos le tomaban por un paisano e insistían en invitarle a un carajillo de lo que quisiera. La bonhomía de la gente y esa franca solidaridad le conmovieron y le hicieron sentir culpable.

Tras salir de allí, volvió sobre sus pasos al lugar escondido donde había malbaratado la maleta. Comprobó que nadie lo veía, la abrió, guardó la chaqueta y la boina compradas, se colocó sus prendas y se repasó el pelo con el peine. Dejó la maleta tirada en un rincón y salió de su escondrijo retocándose el nudo de la corbata. No le agradaba actuar de esa manera, pero si así conseguía que los daños provocados por Ferran fueran menores, tenía que intentarlo todo para disuadirle de usar la violencia. Ahora sólo le quedaba hablar con él.