Capítulo 36

Febrero estaba a punto de concluir. No así las tensiones de los últimos meses: la familia Jufresa esperaba que, junto con el invierno, también finalizara ese extraño período. Tenían diversos frentes abiertos que la ponían a prueba en actos sociales como el que se desarrollaba ese día. Ya había ocurrido durante la celebración de la fiesta de Navidad de Pilar Jufresa y volvía a suceder ahora. El número de asistentes al parque Güell el pasado 25 de diciembre había sido muy inferior al de los años anteriores; la sombra de los Antich era muy alargada. Sobraba decir qué intereses habían movido a la mayoría para decantarse por un bando o por otro ante la posibilidad de perder la lealtad de una de las familias con voz propia en los sectores más predominantes. Los Jufresa debieron esforzarse mucho para mantenerse dignos, con frialdad y sobre todo con elegancia, a pesar de los desprecios a los que se estaban viendo sometidos.

El antiguo hipódromo de Casa Antúnez se utilizaba de forma esporádica para demostraciones aeronáuticas; los primeros vuelos despegaban desde esos terrenos situados entre Montjuïch y el mar. Debajo de las ruedas de aquellos engendros voladores había desaparecido el óvalo de hierba en el que antes corrían los purasangres. El recinto permitía la entrada a dos mil quinientas personas, que pagaban religiosamente un precio no apto para todos los bolsillos. Desde las tribunas contemplaban sentados las evoluciones de los pilotos. Fuera, multitud de curiosos se agolpaban de pie, con sus botas o zapatos mojados por el barro, dispuestos también a no perderse el espectáculo.

No hacía tanto desde que en 1910 Julien Mamet despegara en ese mismo sitio con su Bleirot monoplano hecho de hojalata, papel y madera y con un solo motor. Aquél había sido el primer vuelo en Cataluña y el segundo en España; el primero a nivel nacional lo había realizado el 5 de septiembre de 1909 el piloto Julián Olivert en Paterna, Valencia. Desde entonces, las exhibiciones se habían ido sucediendo de manera más o menos regular.

Esa desapacible mañana de sábado Pérez de Garay, embutido en su cazadora de piel, despegaría con el modelo H.F. 20, creado el año anterior por los hermanos Farman para el reconocimiento de posiciones en la guerra europea y utilizado por las fuerzas italianas, francesas y también españolas. La Armada había cedido el piloto y el avión para dar soporte a la recaudación de fondos en apoyo a la Cruz Roja y a los soldados heridos en el conflicto bélico.

Todos los presentes estaban dispuestos a demostrar su entrega a tal noble fin cediendo o haciéndose con un valioso objeto de la subasta. Así, el alcalde Boladeres i Romà participaba con un jarrón de cristal de estilo Art Nouveau que tenía en gran estima y el noble industrial Eusebi Güell con un lienzo de Pablo Picasso dedicado a la muerte de su amigo Carlos Casagemas. La familia Jufresa, que ahora más que nunca debía mostrarse a la altura, también había hecho su aportación con un collar de enormes piedras sobre refulgente oro.

Como era habitual en cualquier acontecimiento de esta índole, la contribución de cada una de las familias se había convertido en un complejo concurso de rivalidades para determinar quién era el más solidario de todos. Lo honorable quedaba, pues, relevado por la ambición y la apariencia, dos de los motores principales de aquel círculo social. A cambio, contaban con un catering compuesto de exquisitos manjares y bebidas que la entrada de cada asistente había pagado con creces. Tablas con los mejores quesos y patés, canapés de mil colores diferentes, vinos blancos, rosados y tintos y toda clase de licores digestivos y frutales atraían la atención de los allí reunidos. De los dos mil quinientos asientos disponibles, los asistentes a la gala benéfica habrían ocupado sólo quinientos. La mayoría de ellos, sin embargo, prefería permanecer de pie.

El alcalde, acompañado de su señora y de un pequeño séquito del ayuntamiento, entre quienes se encontraba el primer teniente de alcalde Andreu Cambrils i Pou, se hallaba en primera fila del público. Cuando la hélice comenzó a rotar fueron ellos los primeros en cerrar los ojos y llevarse las manos a la frente para evitar la fuerte ráfaga de viento, y la señora de Boladeres i Romà hasta tuvo que reaccionar rápido para que su larguísimo vestido con vuelo no se alzara. Francesc Jufresa, que se hallaba algo más alejado conversando con el joyero Enric Clarà, no pudo evitar una leve sonrisa.

—Es de admirar verle de tan buen humor, Francesc.

La empresa Clarà se había creado poco después de que el abuelo Jufresa iniciara la suya en la calle Fernando VII. Siempre había ido un paso por detrás; también con su pequeño local, menos conocido en una de las oscuras calles de la parte vieja de la ciudad. Sus productos no habían sabido responder tan bien como los de los Jufresa a las nuevas tendencias que se habían ido sucediendo. Sin embargo, ahora le había llegado como caído del cielo un filón con el que no contaba. Y Enric Clarà no estaba dispuesto a desaprovechar la oportunidad de exhibirlo ante su eterno rival.

—¿Por qué no iba a estar alegre? Nos hemos reunido en torno a una causa solidaria, todos nos conocemos y nos respetamos, hay buena comida y buena bebida… —respondió Francesc jovial.

—Sí, eso es cierto, pero… después de lo sucedido con la familia Antich pensaba verle algo más abatido. Tengo entendido que no ha sido la única que ha roto lazos con ustedes. —Clarà no le quitaba los ojos de encima—. Y un golpe así no se supera en un día, Francesc. A todos nos costaría no estar preocupados por el futuro de la empresa y el de la familia.

Mientras Enric Clarà sorbía de su vino blanco, Francesc creyó ver un atisbo de sonrisa en su boca.

—La vida está llena de obstáculos, Enric —respondió Jufresa—, pero mi familia es fuerte. Así que no debe alarmarse. No sólo contamos con clientes en Barcelona, sobrepasamos nuestras fronteras y las exportaciones crecen a diario.

Francesc estaba disculpándose ya por tener que marcharse en busca de su esposa cuando la voz de Clarà surgió del fondo de su copa:

—Mejor, Francesc, mucho mejor. Preferiría no tener que sentirme culpable por ser el que se beneficia de tales circunstancias. Después de todo, Josep Lluís Antich ha firmado ahora la exclusividad con nosotros. Aunque supongo que eso ya lo sabía.

—Sí, sí que lo sabía. Y le expreso mi más sincera enhorabuena, Enric. Creo que todos hemos salido beneficiados con un contratiempo que a primera vista se presentaba tan desafortunado. —Francesc le entregó su mano firme y su interlocutor la aceptó sin borrar la sonrisa de su cara espigada.

A continuación Francesc se excusó con educación y se alejó de allí caminando con paso calmo. Nadie habría dicho que por dentro estuviera hirviendo de rabia. Con el tiempo también había aprendido a desenvolverse en el arte de fingir, el recurso más utilizado por la élite barcelonesa. Cuanto menos supieran los demás sobre lo que uno rumiaba, menos capacidad tendrían para alterar el curso de esos pensamientos. Francesc se daba cuenta de que todas aquellas personas llevaban puesta una máscara como la suya y que, en realidad, nadie conocía a nadie.

Mientras, en el cielo, y tras un despegue admirable, el piloto manejaba la máquina con templanza. Su pulso era firme y las piruetas a través de las nubes bajas atraían la atención de los asistentes, que dejaban escapar sonidos de admiración cada vez que el aparato daba una vuelta. El estridente ronroneo del motor del avión hacía aumentar la voz en las conversaciones de los que aprovechaban aquel tipo de acontecimientos para ponerse al día. Los atuendos de los presentes combinaban fracs con levitas de estilo inglés, pieles, vestidos de gasa con trajes de falda y chaqueta, botines, zapatos con y sin tacón y sombreros de todos los tamaños. En un acto de esa categoría, la apariencia y la figura eran lo más importante, así que el frío provocaba más de un temblor en los esclavos de la estética. El único fin de algunos era demostrar que poseían las ropas más caras, el coche más vistoso.

En un grupo constituido únicamente por caballeros, Ferran oyó a un capitán del ejército de aviación, con su uniforme azul oscuro y todos sus galones y medallas a la vista, hablando, gorra en mano, sobre el desarrollo de la guerra. El gran industrial Eusebi Güell se encontraba también entre los oyentes ataviado de negro, y mientras se atusaba su espesa y larga barba hacía preguntas al experto militar Álvarez, que le contestaba respetuoso.

El capitán habló del francés Roland Garros, que había incorporado una ametralladora fija al frente de su aeronave y había recubierto las palas de la hélice con unas placas metálicas que las blindaban para poder disparar sin miedo a destrozarlas. Antes de eso, el piloto se veía obligado a utilizar su arma a la vez que conducía. Muchos morían, pero no abatidos, sino porque perdían el control.

—Los alemanes deben de estar pasándolo mal con ese invento —anunció uno de los oyentes con voz derrotada. No era ningún secreto que gran parte de los presentes, los más conservadores de la ciudad, ofrecían su apoyo al bando germano.

—Seguro que se les ocurre algo en breve. Son muy capaces…

—O si no que lo roben. Con que capturen un avión francés…

Ante la ocurrencia algunos rieron y otros respondieron ofendidos:

—¡Eso lo harían los franceses!

—Señores… —El teniente de alcalde Cambrils i Pou llegó junto al grupo interrumpiendo la conversación.

Todos los caballeros se separaron un instante del militar para saludar al político con deferencia. El conde de Güell fue el primero en devolver su atención al capitán y continuar con sus preguntas. Quería saber en qué punto se encontraba ahora el conflicto bélico que asolaba Europa entera.

—Los ingleses emboscaron a los alemanes en la batalla del banco Dogger, en el mar del Norte. El almirante Von Ingenohl quiso aprovechar que los cruceros británicos habían partido hacia el oeste para atacar y destruir algunas unidades ligeras. Ordenó al almirante Franz von Hipper salir el pasado día 24 de enero hacia el Dogger Bank. Sin embargo, los británicos los estaban esperando…

—Y los derrotaron —añadió Güell.

—Bueno, detuvieron su avance —aseguró el militar cabeceando.

Ferran, que se había mantenido callado todo ese tiempo, alzó su copa en dirección al político, sonriendo y haciendo caso omiso a la información sobre la guerra.

—Bonito acto, señor Cambrils.

—Gracias, pero no sólo ha sido obra mía. Todas sus familias han colaborado —respondió cortés dirigiéndose a los demás oyentes. Vestido con su frac y corbatín y con el pelo engomado por detrás de las orejas, Andreu Cambrils i Pou se mostraba agradable y conversador. Un momento después su rostro se volvió algo más duro para dirigirse únicamente a Ferran—: Me gustaría hablar contigo, si eres tan amable.

Se llevó al joyero a un aparte. Entretanto, los demás hombres retomaron las anécdotas del militar Álvarez.

—Ya he informado a Bragado de lo que te voy a comentar ahora. Por cierto, está allí al fondo, junto a su esposa. Ella sí que está en la organización de la subasta, ha colaborado muchísimo…

¿Era aquélla la manera que tenía el político de reprocharle que no se había implicado tanto como debiera en ese acto? Las demás familias no habían contado con los Jufresa para ninguna actividad y la culpa de todo la tenía su hermana Laura. Ferran iba a disculparse cuando el político habló de nuevo:

—Pero no es de la subasta de lo que quiero hablar contigo, Ferran.

—¿De qué se trata, pues? —El joven inclinó la cabeza; comenzaba a inquietarse.

Andreu Cambrils i Pou carraspeó antes de continuar con su discurso. Debía de ser un asunto difícil de comunicar, pues si de algo estaba bien servido el político era del don de la palabra.

—Es acerca de las obras del Campo del Arpa. Parece que van algo más lentas de lo que esperábamos.

—¿Cómo de lentas? ¿Qué quiere decir eso?

—Este año no será posible construir por esa zona. Los vecinos están organizándose para hacer de las quejas algo oficial. No hace todavía un año que se creó la Mancomunidad y se pretende evitar cualquier escándalo que pueda ponerla en peligro. Ya tenemos suficiente con las protestas de los obreros. El ayuntamiento por ahora prefiere no forzar las cosas, así que ha optado por hacerlo todo con más calma.

—Pero hemos invertido mucho… Muchos esfuerzos en ese proyecto.

Ferran comenzaba a acalorarse a pesar del viento fresco. Había perdido demasiado con la celulosa hundida en el mar del Norte. Tras aquel incidente, no había sido posible retomar las negociaciones con los alemanes para recuperar gastos, ya que los británicos habían impuesto un bloqueo de abastecimiento e interceptaban también cualquier barco que atravesara el canal de la Mancha y el mar Mediterráneo.

—Ya lo sé, Ferran, yo soy el primer interesado en que esto salga bien. No te preocupes, nada ha cambiado. Sólo tardará un poco más de lo que preveíamos.

—De acuerdo —respondió el joyero alisándose las solapas del traje y respirando hondo—. Cuento entonces con que a lo largo del año que viene llegará el Ensanche a esa zona —resolvió a fin de forzar la situación a su favor.

—Probablemente —indicó Andreu Cambrils i Pou.

El alcalde Boladeres i Romà se aproximó a ellos y reclamó la atención de Cambrils sin preocuparse de interrumpir la conversación. A pesar de que Ferran ni siquiera se había percatado, la exhibición del piloto acababa de finalizar y estaba a punto de comenzar la subasta. El joven apretó la mandíbula frustrado y se despidió de ellos, que le ignoraron. Con la mirada abarcaba el ancho espacio que se extendía ante sus ojos. También él debía asistir a la carpa que habían dispuesto y presenciar la venta de su collar, un nuevo intento para acallar los rumores sobre las pérdidas que experimentaba la familia. Ferran estaba haciendo todo lo posible para que la crisis provocada por los Antich pasara rápida y silenciosa y les permitiera continuar con el siguiente capítulo de su larga vida empresarial. No se lo estaban poniendo nada fácil. Invertía mucho en demostrar que las pérdidas no eran tales, pero parecía que cuanto más lo pretendía, más crecía la mancha. El asunto del Campo del Arpa era un nuevo imprevisto que no podía permitirse aceptar. Tomó la decisión de hablar con Navarro el lunes por la mañana y hallar una salida para que la balanza volviera a estar de su lado lo antes posible.

Frente a él pasó Laura, que caminaba rápido sujetándose los pliegues del vestido y respirando sofocada.

—No hace falta que corras, hermana. La subasta empezará aunque tú no estés.

—Olvídame —le dijo, y continuó su recorrido.

Laura no quería perder el tiempo con su hermano. En el último mes la familia había dejado de culparla; incluso su madre había vuelto a hablar con ella después de largas semanas de reproches. Todos menos Ferran, que se mantenía resentido y ceñudo. Laura había aceptado las consecuencias de sus decisiones, asumiendo las críticas pero defendiéndose también de los ataques más ofensivos. Mientras tanto, seguía viéndose con Dimas a escondidas para no agravar la situación. Por el momento, lo más razonable era que nadie más que ellos supiera lo unidos que estaban. Sólo su padre estaba al tanto de que había alguien en su vida, pero seguía ignorando de quién se trataba. Ojalá pudieran pasear su amor como lo habían hecho aquel domingo por la playa de Sitges, pero de momento no era posible. Además, tampoco deseaba causar más daño al que, hasta no hacía tanto, era su mejor amigo. No había vuelto a hablar con Jordi desde aquella lejana cena en El Suizo, unos dos meses atrás.

Laura se movía torpe sobre el barro cuando vio a Jordi en la distancia. Decidió llegar hasta él antes de que tomara asiento bajo la carpa ahora que sus padres se habían alejado, así que aceleró su paso sin preocuparse de ensuciar su vestido de batista blanco, un modelo de Mariano Fortuny y Madrazo. Sólo deseaba hablarle y sondear su estado tras aquellos dos meses sin saber de él. Su amigo caminaba ágil.

—¡Jordi! —lo llamó cuando ya se acercaba.

Las sombrillas de encaje debían de entorpecerle la vista y el oído, pensó Laura al ver que él no se detenía ante su llamada. Se acercó un poco más. Estaba avanzando, ya apenas le quedaban unos metros para darle alcance, cuando una nueva sombrilla se interpuso en su camino. Trató de esquivarla pero su propietaria no se lo permitió. Al descubrir de quién se trataba, Laura se detuvo sorprendida. Nunca antes había visto a Remei Antich dedicarle una mirada de odio como ésa, con la boca en tensión y los ojos encendidos dirigidos hacia ella. Siempre había creído que esa mujer le tenía cariño.

—Déjale en paz —dijo. Su voz surgió firme, pero sin elevarse—. ¿Es que no has tenido suficiente?

—Yo…

—No dejaré que me engatuses más con tus mentiras. Has herido a lo que más quiero en este mundo y has provocado que nuestras familias se enemisten. No vuelvas a acercarte a él.

Dicho esto, la señora Antich dio media vuelta y continuó su camino hacia el lugar en el que Jordi había tomado asiento. Sus tacones se clavaban firmes en el suelo y su vestido dorado de gasa parecía ajeno al frío y al barro. Era una mujer alta y atractiva que no solía pronunciarse. El hecho de que lo hiciera en esa ocasión demostraba que estaba muy dolida pese al tiempo transcurrido.

Laura observó cómo Remei se sentaba junto a su hijo. Esperó que éste le dedicara una mirada amiga, a lo lejos, que le diera a entender que más tarde podrían verse. Pero en su lugar, Jordi dio un beso tierno en la mejilla a su madre y contempló desde la distancia a Laura con sobriedad, como si no la reconociera. A continuación dirigió sin más la vista a la tarima en la que el alcalde daba paso al conde de Güell. El noble dirigiría la subasta con su «honorable retórica».

Laura escuchó un fuerte sonido a su espalda y al volverse sobresaltada resbaló sobre el fango: sus pies se alzaron de súbito haciéndola caer de espaldas. Sintió un golpe seco y doloroso en el trasero y permaneció sentada, con las piernas estiradas, sobre el suelo embarrado. Apretó las manos clavándolas en la tierra mojada y cerró los ojos para eludir las risas de los niños que acudían a su lado para mofarse de ella.