Capítulo 30

Segundo cargamento hundido por submarino aliado frente a las costas de Inverness.

Fdo. J. TORDERA

Tras la derrota alemana en la batalla del Marne durante el mes de septiembre de 1914, las posiciones de los contendientes se asentaron aún más. El ejército del teniente general Helmuth von Moltke trataba de acceder a París, pero las tropas inglesas y francesas crearon una línea de posiciones fortificada de más de doscientos sesenta kilómetros. Desde ella, atrincherados, evitaban la incursión enemiga con encarnizamiento y cualquier ataque desde el mar del Norte hasta la frontera franco-suiza era una quimera. Además, la victoria británica en la batalla de las Malvinas hacía sólo dos días, en las costas sudamericanas y gracias a la estrategia del almirante John Fischer, había devuelto a la Royal Navy el dominio de los mares. Sin embargo, también ahí el equilibrio era frágil; la guerra de posiciones se jugaba con habilidad y la superficie del mar empezaba a ser una nueva trinchera. Así pues, se había hecho difícil acceder a las fuerzas alemanas desde cualquier punto de occidente.

Por tal motivo ese 10 de diciembre, cuando Ferran leyó aquellas escuetas líneas del telegrama sentado cómodamente en su despacho, no pudo por menos que soltar una blasfemia: la segunda tanda de celulosa que habían enviado a los alemanes había sido atacada por un submarino británico y con él se había hundido toda la inversión hecha en aquel proyecto de cincuenta toneladas. Maldijo esas nuevas armas de guerra, esos submarinos imbatibles y esos buques de hierro capaces de lanzar explosivos a quince kilómetros. Y se maldijo a sí mismo por haber asumido el coste de la carga para llevarse mayores beneficios. Si se hubiese limitado a su papel de intermediario, las pérdidas hubiesen sido en su mayor parte para Tordera, sin embargo ahora… Aún no sabía cuánto exactamente, pero aquello suponía una cantidad de dinero ingente derramado en las aguas del mar del Norte. La maldita guerra estaba resultando al final muy cara.

Andreu Cambrils i Pou no se tomaría nada bien el fracaso. Estaba seguro de que pronto recibiría noticias del político por una vía o por otra buscando la recompensa prometida. Debía avisar inmediatamente a Bragado para que se anduviera con cuidado, pues probablemente era el único que todavía no sabía nada. Ferran se incorporó, tomó el abrigo y el sombrero del perchero, guardó el mensaje en uno de los bolsillos y se disponía a abrir la puerta cuando unos golpecitos al otro lado le interrumpieron. Sin esperar su respuesta, Laura apareció en el umbral del despacho con una bandeja de madera cargada de planos y algunas maquetas.

—Tenemos que preparar más moldes, Ferran. Sólo nos queda uno del modelo Toulouse y no sé cuánto aguantará. Es el brazalete más vendido.

—Ahora no tengo tiempo. Encarga lo que necesites. —Su voz cortó el discurso de su hermana mientras se abotonaba, sin ni siquiera detenerse un instante a observarla.

Laura debió percatarse de que Ferran estaba pasando por un mal momento; su aspecto era normalmente impoluto, pero ahora su pelo se revolvía desordenado y la corbata floja y el cuello de la camisa abierto delataban su preocupación.

—¿Estás bien?

Él era consciente de que la relación entre ellos nunca había sido tan cercana como la que Laura compartía con el joven Ramon o con Núria, y decidió que no se iba a molestar precisamente ahora por empezar a trabajarla.

—Sí, estaré bien si dejas que me vaya. Ahora no puedo entretenerme en tus caprichos.

En el momento en que Ferran salió de su despacho y cruzó el taller todos los operarios devolvieron sus miradas a la tarea que habían interrumpido para escuchar. Laura tragó saliva y agachando el rostro se dirigió a la oficina de su padre, a la que Francesc, desde que dejara el negocio en manos de su primogénito, ya no acudía con tanta frecuencia.

Ferran no hizo ademán por disculparse. Con paso raudo cruzó el pasillo entre las mesas hacia el exterior. Era todavía por la mañana, pero las nubes grises de ese jueves proporcionaban al día una luz amarillenta. Al salir alzó el rostro y cerró los ojos. Dejó que las finas gotas de lluvia le salpicaran la piel y el cabello, empapándolos con su fuerza limpiadora. Empujó a un lado a Dimas cuando éste fue hacia él dispuesto a cubrirlo con un paraguas.

—Espérame dentro, volveré en unas horas.

Ferran arrancó su automóvil y lo hizo rugir con fuerza. Las ruedas resbalaban sobre los adoquines mojados y emitían un sonido extraño, muy diferente de cuando estaban secos.

Laura había vuelto a coger su carboncillo y trazaba un nuevo esbozo pensando en unos pendientes. Pertenecerían también a la colección que había bautizado como Sagrada Familia, cuya primera pieza había sido la del broche con las tres torres que representaban a Jesús, María y José. La idea era que todos sus componentes fueran referentes claros del templo expiatorio en el que estaba colaborando y de lo que éste representaba. El arte de Gaudí había llegado a impresionarla tanto que quería honrar su imaginería con formas características de su obra modeladas en metales preciosos y duraderos. Que no fuesen copias, sino que remitiesen a la idea. Las formas, las curvas, las texturas rugosas, el trencadís… La luz incandescente del escritorio iluminaba los detalles que ella imaginaba casi a la vez que los hacía. Las carpetas y papeles dispuestos en la mesa provocaban sombras alrededor. De la pared más próxima colgaban algunas hojas con referencias de elementos que a ella le habían sido útiles a la hora de elaborar ciertos diseños.

Esta vez Ferran se había excedido en su reacción, le había faltado al respeto delante de sus compañeros, y eso no se le hacía a una hermana, pensó Laura. Además, si ella había acudido a su despacho no era para molestarlo sino porque se preocupaba del negocio. Pero su hermano nunca tenía suficiente; la codicia y el egoísmo le podían y para él sólo existía él mismo y sus deseos, los demás poco le importaban. Las personas como su hermano vivían el día a día cavilando sobre cuál sería su próximo objetivo: qué había que ellos no tuvieran y qué podían hacer para obtenerlo. Muchas veces ni siquiera conseguían que eso les procurara placer alguno, era como una necesidad perentoria o una inercia que les hacía seguir adelante, siempre adelante sin mirar atrás.

Laura apretó el carboncillo con fuerza sobre el papel, insistiendo en las líneas de esos pendientes que se conformarían a partir de las letras griegas alfa y omega unidas. Los caracteres eran símbolo de principio y fin, y también se hallaban en la fachada del Nacimiento de la futura catedral. Se encontraban exactamente en el pórtico central, el de la Caridad, aquel que representaba el amor desinteresado; justo lo opuesto de lo que personificaba su hermano. El portal estaba separado por columnas de los otros dos, el de la Esperanza y el de la Fe, y los tres representaban las virtudes teologales. El carboncillo se partió sobre el papel convirtiendo el diseño en un borrón y ensuciándolo todo, también los dedos de Laura, que dio un puñetazo sobre la mesa. Unos golpecitos en la puerta le hicieron levantar el rostro. Apareció Dimas ante ella, y entonces la mañana mejoró.

Dejó la puerta abierta a su espalda, consciente de lo que los operarios podrían pensar en caso contrario, y se aproximó a la mesa.

—Señorita Jufresa —saludó Dimas en voz alta, para que todos pudieran oírle desde fuera. Y después, en un susurro—: Parece que tendrás que repetirlo —dibujó media sonrisa. Ella le imitó y después preguntó también de oídos afuera.

—¿Qué desea?

Dimas improvisó algo rápido:

—Su hermano acaba de marcharse y me quedaré por aquí hasta que vuelva. Si puedo ayudarla en algo, sólo dígamelo.

—De acuerdo —respondió ella simulando firmeza—. Tengo que mover algunas bandejas… —Señaló las que se expandían por el despacho sobre la mesa, los estantes y las sillas.

—Tienes algo en la cara —susurró él de nuevo retirando suavemente como en una caricia una mancha que el carboncillo había dejado en la mejilla de ella. Laura quiso detener el tiempo; el roce la había estremecido. Pero unos golpes en el marco de la puerta interrumpieron el momento. Àngel Vila estaba en el umbral.

—Siento molestar…

—¿Qué sucede, Àngel? —preguntó. Se percató de que Dimas se separaba levemente de la mesa y endurecía su expresión, marcando una distancia.

—Nada, sólo venía a ver si me encargo de esos moldes que tenías que consultar a tu hermano.

Laura enarcó una ceja.

—Supongo que habréis oído todos su reprimenda.

—Bueno… —respondió el artesano prudente.

—¿Qué reprimenda? —preguntó Dimas.

—La que me ha dedicado Ferran antes de irse. No debía de tener muy buen día y no ha querido escuchar nada sobre moldes. Después ha salido corriendo del despacho como si le persiguiera el diablo. Por cierto, ¿cómo es que no está con él, Navarro? —preguntó, confirmando las distancias.

—No me necesitaba.

Al menos Laura tenía una cosa que agradecer a su hermano, pensó.

—¿Esto que estás haciendo es nuevo? Me parecen preciosos estos diseños, si se me permite opinar… —intervino Àngel.

A sus treinta y dos años el rostro afable de Àngel Vila se contraía casi siempre en una sonrisa bondadosa que mostraba su dentadura irregular y le creaba pequeñas arrugas en las comisuras de la boca. Sus ojos se achinaban y sus mofletes se inflaban en contraste con un mentón menudo, en forma de corazón. Poco sabía Laura de él excepto que llevaba trabajando en el taller desde que era un chiquillo. Tras la desaparición de Pau Serra, su mejor artesano, los Jufresa habían hallado en él a un buen sustituto. Laura no las tenía todas consigo cuando su padre se lo aconsejó, y aunque Àngel no era tan experto como Pau, tenía mejor pulso, era un excelente profesional y un buen hombre.

—Gracias, Àngel —le respondió ella—. No todo el mundo opina lo mismo.

—Laura, los artistas no se suelen parar en lo que piensan los demás. Su convicción es una fuerza, una seguridad en lo que hacen que no les deja echarse atrás, que les impulsa a seguir investigando, a seguir dibujando… Debemos pelear por lo que creemos sin que nos importe quién trate de pararnos los pies; no olvides que tu apellido te convierte en una persona con suerte y debes aprovecharlo.

El tono de Àngel había fluido hasta tornarse serio. La sonrisa perenne de su rostro era ahora una mueca más tensa que estiraba sus ojos y sus mejillas. No había duda de que aquello le importaba.

Había hablado de convicción y fuerza, de seguridad en el trabajo y en las propias ideas. En definitiva, luchar por el cambio y aprovechar las oportunidades que cada uno tiene. Laura sabía bien del descontento de los obreros en Barcelona; las manifestaciones y las huelgas se venían sucediendo desde hacía años. El país vivía en una crisis económica de la que no conseguía despertar y los que pagaban las consecuencias eran los de siempre, los más pobres, los más necesitados. Las jornadas laborales se alargaban hasta catorce horas por sueldos miserables y los desempleados inundaban las calles, algunos sin nada que llevarse a la boca. No hacía mucho que se había celebrado un mitin organizado por un comité de obreros sin trabajo en la Casa del Pueblo de la calle Aragón para exigir que las clases altas se responsabilizaran y dieran un giro a la situación. La reunión había terminado en un intento de manifestación que la policía se encargó de disolver con cinco individuos detenidos por resistencia a la autoridad. A Laura le resultaba increíble que aquellas personas, cuyo único objetivo era el de luchar para no morir de hambre, acabaran entre rejas. También había oído hablar de los anarcosindicalistas, o de los socialistas creadores de la UGT, ambos enfrentados por sus estrategias pero unidos con el único fin de la mejora y la igualdad. Sí, desde luego, ella era una chica con suerte, y a veces olvidaba que también debía librar sus propias batallas.

Tras un largo silencio replicó:

—No es tan sencillo, Àngel. Aquí, además de exponerlas, tenemos que vender las joyas. Sin embargo, no te falta razón: creo que voy a empezar a hacer que las cosas cambien.

—Eso estaría muy pero que muy bien… —dijo el hombre recuperando su sonrisa. Miró a Dimas; al percatarse, Laura le preguntó:

—Supongo que le conoce, aunque sea de vista.

—Sí. Encantado —dijo Dimas inclinando la cabeza en dirección al artesano.

—Igualmente —respondió Àngel—. Le había visto siempre en compañía del señor Jufresa, pero poco aquí dentro.

—Háblame de tú, por favor. Tengo entendido que eres todo un experto en domar el metal —comentó Dimas amablemente.

Y como si aquella frase le hubiera dado la excusa que necesitaba para explayarse, Àngel comenzó a hablar en un tono mucho más distendido:

—Bah, para eso sólo se necesita práctica. Pero para esto… deberían hacerse más joyas así. —Señaló el boceto de Laura, en el que a pesar de los borrones todavía se distinguían aquellas dos letras abrazadas.

—Son también elementos de la Sagrada Familia, ¿verdad? —preguntó Dimas.

—Exacto. —Laura clavó en él sus ojos felinos. No era capaz de dejar de mirarle. Sólo volvió a recordar la presencia de Àngel cuando éste se despedía de ellos—. Àngel —lo llamó. Le entregó todo lo que le había llevado a Ferran—. No te olvides de esto. Empieza a duplicar alguno de los moldes más urgentes, por favor.

Cuando el artesano salió del despacho cerró la puerta a su espalda, como dándoles carta blanca a los dos amantes. Dimas, que no iba a desaprovechar aquella oportunidad de estar cerca de ella, se aproximó a Laura, quien se puso de pie al entrever sus intenciones, y la arrinconó contra el fondo del despacho. La obligó a apoyar su espalda en la pared, alzó los brazos y los colocó también contra la pared a la altura de sus hombros. Rozó primero sus labios con los suyos para después besarla. No fue un beso largo, pues debían ser precavidos y atender a la posibilidad de que en cualquier momento pudieran interrumpirles. Era como si en ese día no hubiesen pensado en otra cosa. Luego se miraron cerca, muy cerca, y estuvieron así hasta que no tuvieron más remedio que volver a besarse. Se miraron de nuevo, como si estuvieran memorizando cada uno de sus rasgos.

—Me gustaría estar contigo esta noche —dijo ella antes de bajar el rostro en un gesto azorado.

—Lo siento —se justificó Dimas, y la besó en el cuello—, no te enfades, pero tengo que esperar a tu hermano y no sé cuánto tardará. También yo quisiera pasar la noche contigo; Ferran no me atrae mucho, la verdad…

Laura soltó una risa ahogada mientras disfrutaba del recorrido que los labios de Dimas seguían ahora por su oreja.

—¿Y qué tal mañana?

—Mañana es probable que me reclame también todo el día. No puedo asegurarte nada.

Laura dejó escapar un pequeño gruñido y separó a Dimas de un empujón con ambas manos. Pensándolo bien, toda aquella situación era injusta: que tuvieran que esconderse, que no pudieran hacer público su amor, el temor a que Ferran o cualquiera del taller o su familia se enterara, el amar a Dimas de ese modo descontrolado haciendo que se sintiera arrastrada como en una vorágine de deseo contraria a su educación…

—Déjalo, trabajas para él, no podemos hacer nada. No podemos estar juntos, no podemos vernos todos los días y hacer como si nada, no puedo resistirme a ti y tengo que buscarte a escondidas para caer en tus brazos… Es demasiado para mí. ¿Qué sentido tiene esto? ¿Qué salida? Tengo que irme… Me marcho… —dijo dirigiéndose exaltada y arrebolada hacia la puerta.

No le dio tiempo de posar la mano sobre el pomo: Dimas había llegado junto a ella en dos zancadas y la abrazó por la cintura con fuerza, de espaldas, y la atrajo hacia sí. Le habló al oído con voz ronca, cargada de pasión y deseo, pero también de ansia, de hambre, de rebeldía y decisión. Su voz conseguía provocar en Laura auténticas descargas eléctricas que se esparcían por su cabeza, el pecho, los brazos… Le hablaba de seguir juntos contra todos, pese a todos, de luchar contra las convenciones y el destino fijado por los demás para labrarse el suyo propio. Le decía que lucharía contra el mundo entero si hiciera falta para que fuera suya para siempre, a los ojos de los demás, sin esconderse ni avergonzarse ni pedir perdón. Trabajaría sin descanso, prosperaría, sería el mejor sólo para merecerla, para que fuera su mujer, no una aventura con la hermana del jefe ni un capricho pasajero. Nunca había estado enamorado, nunca había sentido nada igual y no quería perderla. Y no lo consentiría. Volvería siempre a sus brazos, no cesaba de repetirle, porque ése era el lugar al que pertenecía. A Laura le estaba costando resistirse, pero se lo había propuesto:

—No te vayas así. Veámonos el domingo, huyamos aunque sólo sea un día. —Dimas, dispuesto a no dejarla ir sin una respuesta, apretó su mejilla contra la de ella, todavía de espaldas, irradiando calor—. Dime que sí. Podremos hacer lo que nos apetezca.

—Está bien. El domingo —concedió Laura rendida y satisfecha, aunque sabía que dejarse ver con él podría ser arriesgado.

—No te arrepentirás —susurró, o más bien jadeó Dimas junto a su cuello.

—Voy a abrir —avisó ella mientras se recolocaba el vestido correctamente y comprobaba que el cabello seguía bien peinado sobre la nuca—. Es casi la hora de la comida y hoy he quedado aquí con mi hermana. Se lo prometí.

—Laura. —Dimas la volvió hacia él.

—No estoy enfadada, de verdad.

—No es eso, quería preguntarte si habías hablado ya con Jordi…

—Sí. El domingo te lo explico todo; ahora tengo prisa. —Le dedicó una sonrisa tensa.

En ese momento se escuchó una voz femenina al otro lado de la puerta que llamaba a Laura desde lejos. Su intensidad crecía al tiempo que la de los pasos, cada vez más próximos al despacho donde los amantes se escondían. Laura abrió los ojos como platos: se trataba de su hermana Núria.

—¡Laura! ¿Dónde estás? —repetía.

Laura dio un rápido beso en los labios a Dimas, abrió y salió del despacho después de asegurarse de que la puerta se cerraba justo a su espalda. Cogió a su hermana del brazo y encaminó sus pasos a la salida.

—Perdona, estaba ordenando unos bocetos —se excusó sin dejar de caminar—. Disculpa el retraso.

Todo iba bien; Núria no había visto a Dimas. Por un momento se le había cortado la respiración pensando en que la podían descubrir.

Poco después Dimas abrió levemente la puerta y se asomó para ver si Laura se había marchado. Cuando ya estaba fuera del despacho vio cómo Núria volvía levemente la cabeza hacia él con expresión indefinida. Por lo menos no le había visto salir. Àngel pasó por allí y, ante el gesto desconcertado de Dimas, le sugirió:

—Si no tienes nada que hacer ahora, puedo enseñarte con detalle a qué me dedico…

—Claro —respondió.

Dimas siguió al artesano hasta su lugar de trabajo como un aprendiz a su maestro. Sobrepasaron varias mesas con sus respectivas separaciones hasta alcanzar uno de los pasillos del otro lado del obrador. Mientras caminaba, Dimas recordó la conversación que acababa de mantener con Laura y se sumió en sus reflexiones: por Núria no tenía que preocuparse, estaba seguro de que no sospechaba nada, pero Jordi Antich le inquietaba; era el candidato idóneo para Laura, adinerado y culto, de su clase, heredero de una gran empresa, perteneciente a una familia tan acreditada o más que la de ella. Él no tenía nada de eso, al menos por ahora.

Dimas consiguió distraerse mientras Àngel le mostraba muchas de las piezas acabadas que pronto pasarían a estar ya en tienda. Algunas eran muy pequeñas, pero de todas surgían reflejos intensos; otras tenían complejos relieves que jugaban con colores esmaltados e intensidades varias.

—Éstas son las que diseña la muchacha. Tiene talento, no se puede negar. Estos modelos llevan en el catálogo Jufresa durante años, pero desde que ella ha llegado les ha dado otro aire. Bueno, luego yo tengo que modelar las piezas y cincelarlas para que los decorados sean como ella quiere, así que también son un poco mías.

Dimas vio a Àngel Vila sonreír orgulloso de su trabajo. Disfrutaba con lo que hacía y cuando hablaba de cada uno de esos pequeños tesoros su expresión parecía llenársele de una especie de luz que no sabía cómo describir. Él no podía sentir lo mismo con respecto a su trabajo. Las mentiras y los fraudes que cometía a las órdenes de Ferran no eran ningún motivo del que sentirse especialmente orgulloso: él no creaba joyas de la nada, más bien las encargaba a otros.

Los trabajadores se despidieron al poco; era ya mediodía y se marchaban todos a la taberna de al lado a comer algo. A Dimas le sorprendía ver la unión que existía entre esos compañeros, muy distintos unos de otros, y aun así integrantes de una gran familia que se respetaba. Le invitaron a ir con ellos y unirse a esa camaradería, pero Dimas se vio obligado a rechazarlo: él era diferente. Lo tenía muy claro: supo desde el momento en que entró al despacho de su jefe, allí en las cocheras de Horta, que nunca más podría compartir el cuartillo de vino a la hora de comer ni las conversaciones zafias sobre mujeres y lo que harían si un día llegaran a tener dinero de verdad.

Se excusó alegando que tenía que esperar al jefe y, tras comer solo y a toda prisa en otra de las tabernas de la zona, regresó a su puesto para ver si había vuelto ya Ferran.

Después de una tarde soporífera, Ferran al fin entró en el taller. Dimas miró su reloj de bolsillo: eran más de las ocho y se había pasado la tarde entera allí, a la espera, mientras todos los demás trabajadores se habían marchado ya.

Avanzó hacia él dando bandazos. Olía a alcohol y a perfume barato. Tras entrar un momento a su despacho, regresó enseguida. Dimas vio cómo trastabillaba y con algo de torpeza se metía en el interior de la chaqueta lo que parecía ser un sobre.

—Llévame al Casino —le ordenó.