Capítulo 29

Hasta bien entrado el siglo XIX Barcelona no se convirtió en una ciudad con buenos restaurantes. El carácter emprendedor de los barceloneses y la dureza de las condiciones de vida los empujaban tal vez a preocuparse de otros menesteres. Desde que se fundara en 1891, El Suizo se había convertido en uno de los establecimientos más emblemáticos de la ciudad. Quizá no era tan distinguido como el primer restaurante de prestigio que se había fundado en la urbe, el Gran Restaurant de France, cuyo propietario, Monsieur Justin, también fue el principal responsable de introducir la cocina parisina entre la burguesía catalana, pero El Suizo, situado en el número 31 de la Rambla del Centro, conseguía reunir igualmente a numerosas personalidades. Cautivados por su deliciosa cocina, representantes del mundo de la política, hombres de negocios, actores, toreros, cantantes y agentes de bolsa acudían al local cercano a la plaza Real dispuestos a llenar sus estómagos. Y aquel gélido martes de diciembre también lo habían hecho Laura Jufresa y Jordi Antich.

—No sé por qué te agrada tanto venir a este sitio… —se quejó Laura mientras tomaba asiento en una de las mesas. Allí la esperaba Jordi con su habitual gesto solícito. Ella había ido al lavabo a refrescarse un poco el rostro y el cuello, pues se sentía algo agobiada desde que habían llegado.

Laura disfrutaba rodeada de sus amigos, charlando de temas que la seducían, de arte o de la exposición que estaba a punto de inaugurarse. En cambio, le importaba más bien nada descubrir quién de entre aquellos charlatanes que llenaban El Suizo había protagonizado la última hazaña inmobiliaria o quién se presentaría a las siguientes elecciones municipales. Miró de soslayo a todas esas personas a su alrededor, escuchándose hablar a sí mismas, esperando hallar en la mirada de su interlocutor la admiración deseada. Aquella noche, como casi siempre, el local estaba repleto de gente y el sonido de palabras tan ajenas le parecía el de una gigantesca máquina en funcionamiento, tan ensordecedor que debía esforzarse para conseguir hablar y oír con claridad. A pesar del frío en la calle, en aquel lugar hacía mucho calor, demasiado. Cuando el camarero vestido con frac apareció con los platos, Jordi le dedicó una amplia sonrisa:

—Sabes perfectamente que la principal razón que me trae aquí es ésta. —Señaló con sus alargadas y pálidas manos.

En cuanto ambos platos hubieron sido dispuestos, Jordi se sumergió en el arroz a la parellada, entre los granos y los tropezones de carne y gambas limpios. Cerró los ojos gozando de lo sabroso de su pedido y soltó un leve gemido antes de dirigirse a Laura de nuevo:

—Juli Parellada tuvo una grandísima idea al inventar un arroz como éste… Nada de pelar ingredientes ni de tener que llevarse los dedos a la boca…

Laura le interrumpió entornando los ojos:

—No sé cuántas veces me has contado la historia de ese dandy que dilapidó toda su fortuna persiguiendo a damas vestido siempre con ese ridículo plastrón de piqué y el clavel en la solapa —soltó con una sonrisa burlona.

Ante el mal humor de Laura, Jordi dejó a un lado su jovialidad y se dedicó al arroz.

Ella hizo el intento de dar un bocado a su lubina, pero se percató de que su amigo se había molestado y el estómago se le cerró más todavía. No era nada raro que se rebelara cuando alguien intentaba introducirla en un ambiente que detestaba. Aun así, reconocía que últimamente estaba más quisquillosa de lo habitual, sobre todo cuando Jordi la abrumaba con sus atenciones.

Se había pasado las últimas semanas tratando de hallar la manera acertada de resolver todo ese asunto del compromiso, de rechazarlo sin que su amigo se sintiera herido y su familia perjudicada, pero cada vez que trataba de hablar de la cuestión con sus padres o con sus hermanos, todos evadían el problema. Su padre sólo le pedía que pensara bien su respuesta, no fuera a arrepentirse; Jordi siempre había sido un buen amigo después de todo. Mientras tanto, su madre simplemente la tachaba de candorosa y no daba mayor importancia a sus arrebatos: no creía en la posibilidad de que dijera no a algo tan establecido; su hija era un poco indomable pero sería una locura no aceptar un ofrecimiento tan considerado y de tan buenas perspectivas para su futuro. «Jordi te adora», le repetían todos. Jordi Antich, el pretendiente perfecto.

Y así habían ido pasando los días y también las semanas. El mismo Jordi no le había dado opción a hablar del tema amparándose en el trabajo y en los viajes que le habían mantenido ocupado, probablemente consciente de su error al haber compartido con toda la familia sus intenciones mucho antes que con ella. Pero de esa noche no pasaría. Laura le había permitido escoger el restaurante para que se sintiera lo más cómodo posible cuando recibiera la negativa que, ella suponía, no le sería tan ajena después de todo, aunque sí a las dos familias que habían dado por sentado que aquella cita constituiría la respuesta afirmativa que todos estaban esperando, la comunión de sus apellidos y de sus empresas.

Ella seguía enfadada por la encerrona a la que se había visto sometida el día de la inauguración, y porque todos, incluso el mismo Jordi, habían dado por sentado un compromiso del que nunca habían hablado explícitamente. Y ahora debía rechazar algo que no existía, y sentirse culpable por lo que había pasado con Dimas, cuando lo único que podía hacer era pensar en él. Cada vez que Jordi le dedicaba un gesto cariñoso o una atención cálida se ponía nerviosa y la invadía la necesidad de apartarle lejos de ella con todas sus fuerzas. Sintió un sudor frío en la frente y se pasó la mano por ella para aliviarse.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó él preocupado.

—Sí, estoy bien, tranquilo…

—Conozco tu reticencia a este sitio. No debí traerte. —Jordi apretó la boca mientras seguía comiendo. Era como si quisiera evitar el tema al que ella no dejaba de dar vueltas, y eso la crispaba más todavía.

Apenas había probado bocado, pero empujando el plato con la mano Laura lo dejó a un lado de la mesa y colocó en una esquina ambos cubiertos, dando por finalizada su cena.

—¿No tienes hambre?

—No mucha —respondió. No podía más—. Jordi, tenemos que hablar.

Él tragó su bocado y dejó el tenedor junto al plato. Centró sus ojos azules en los de ella ignorando al camarero que se aproximaba a la mesa para rellenar las copas de vino.

Laura deseaba responsabilizarse de sus propias decisiones y ser consecuente con sus principios, no le agradaba esconderse detrás de los intereses y alargar algo innecesariamente, sobre todo cuando había tanta gente implicada. Ella era partidaria de la transparencia, de la sinceridad, quería ser honesta con Jordi, porque además se lo debía después del apoyo que le había demostrado siempre. Y había llegado el momento.

Cuando el camarero se hubo marchado, Laura continuó hablando; sólo deseaba dejar sus sentimientos lo más claros posible:

—Perdóname porque he abusado de tu confianza, Jordi. Siempre pensé que tus atenciones para conmigo se debían a la amistad que nos une. Eres mi mejor amigo y no deseo que dejes de serlo. Pero el día de la inauguración de la tienda hiciste mal en hablar con todos antes que conmigo, y siento decirte que no puedo…

Con el gesto todavía tenso, Jordi bajó la mirada a sus manos, que alisaban la servilleta de tela sobre su regazo una y otra vez. Comprendía bien lo que estaba sucediendo. Laura posó su mano sobre el mantel en señal de invitación y esperó a que él posara la suya, pero no lo hizo. El murmullo que llenaba la sala pareció incrementar su intensidad.

—Lo siento, Jordi, pero sólo veo en ti a un muy buen amigo. Me odio por haberte confundido. Supongo que todo ha sido culpa mía, pero jamás habíamos hablado de ningún compromiso ni de ninguna boda. Incluso te expliqué lo que ocurrió con Carlo en Roma y cómo a raíz de eso decidí dejar pasar un tiempo antes de volver a saber nada de ningún hombre…

—Todos hablaban de ello y supongo que acabé por creerme que lo deseabas tanto como yo. Lo de Carlo me pareció sólo una aventura. Deberías haberme contado esto hace tiempo, Laura. Ahora todos pensarán que he sido un necio.

—Nadie pensará nada; a nadie le importa lo que ocurre aquí más que a nosotros.

Jordi soltó una sonrisa desganada.

—A veces puedes ser muy ingenua…

Laura lo contempló en silencio:

—No quiero perderte, Jordi. Es muy importante para mí tenerte a mi lado; eres la persona que mejor me conoce…

Jordi suspiró reflexivo. Ahora la miraba con ojos renovados. No veía su reflejo en ellos como de costumbre, sino que le parecieron fríos y opacos.

—Yo tampoco quiero perderte, pero debes comprender que necesitaré unos días para hacerme a la idea de todo esto, de esta nueva… situación. —Su voz sonó rotunda—. No es nada fácil asimilar un rechazo. Creo que es mejor que no nos veamos durante un tiempo.

Laura asumió su decisión. Pensaba que Jordi no era justo con ella, pero también que necesitaría de ese tiempo para curar sus heridas. De todas formas, aquella conversación le había quitado un enorme peso de encima.

—Está bien —respondió ella.

De repente, Jordi alzó la mano al aire haciendo señas al camarero. Al poco trajeron la cuenta y él no volvió a mentar palabra el resto de la velada.

Después de dejar a Laura en casa, Jordi se fue a la suya. Igual que los Jufresa, vivían en una mansión de dos plantas, de estilo colonial, que pertenecía al distrito de San Gervasio. Las residencias de ambas familias eran casi vecinas, lo que había propiciado los encuentros fortuitos entre Laura y él desde que eran tan sólo unos niños. Todavía recordaba cuando Laura se paseaba con sus vestidos de volantes de la mano de su mainadera por delante de su casa, con un dulce en la boca y esa sonrisa que tantas veces le había derretido el alma. Jordi sólo tenía dos años más que ella, pero su memoria era buena. También recordaba la primera vez que se habían dado un beso: Laura contaba unos ocho años y una tarde, mientras jugaban en el jardín al escondite con otros niños, se quedaron solos bajo el cobertizo de las herramientas. A veces añoraba la infancia, sin responsabilidades, sin convenciones. Ojalá pudiera borrar su memoria para sentirse menos dolido ahora. Laura no estaba equivocada: su compromiso nunca se había hecho explícito entre ellos, pero él llevaba enamorado de su amiga en silencio desde el instante en que la vio por primera vez.

—Qué pronto vuelves —comentó su padre. Josep Lluís Antich alzó la vista del libro que estaba leyendo. Los gruesos anteojos reducían el tamaño de sus ojos, convirtiéndolos en dos piedras redondas y oscuras. Volvió a centrarse en su lectura.

Jordi se aproximó a su madre, que se hallaba sentada en una butaca al lado de la de su padre. Tejía una mullida manta de lana. Las agujas se revolvían ágiles incluso cuando ella desviaba la mirada. La besó en ambas mejillas con ternura y se sentó en el brazo de la butaca. Las brasas de la chimenea crepitaban inquietas y hacían crujir la leña.

Desde que se despidiera de Laura con una sonrisa triste había estado dando vueltas con el coche por la ciudad tratando de encontrar la manera adecuada de enfrentarse al conflicto. Le dolía el corazón y, aunque estaba enfadado, muy en el fondo sabía que no deseaba perder su amistad. Ella le importaba tanto como para conformarse con ser sólo su amigo si así podía seguir formando parte de su vida. Sin embargo, sabía muy bien que sus padres no se tomarían la noticia de igual manera. Para ellos el prestigio era lo más importante. Él era hijo único y su boda con Laura había sido algo tan asumido que ni se planteaba otra posibilidad. Jordi respiró hondo y se preparó para dar la noticia.

—Tengo que hablaros de algo importante —confesó al fin.

Josep Lluís dirigió de nuevo la mirada a su hijo:

—¿La noche ha ido bien? —Una media sonrisa mostraba su hilera de blancos dientes al tiempo que cerraba el libro sobre su regazo—. ¿Hay novedades entre Laura y tú?

—Sí, padre.

—¡Estupendo! —exclamó Josep Lluís.

—Bueno, estupendo sí que es porque mejor descubrir algo así ahora que no cuando ya sea demasiado tarde.

Josep Lluís se enderezó en su butaca y dejó el libro a un lado. Su esposa le imitó al tiempo que su expresión se oscurecía.

—¿A qué te refieres, hijo? —preguntó el patriarca. No era un hombre amigo de las sorpresas.

Jordi se puso en pie y caminó hacia el fondo de la sala. Allí, un mueble bar de estilo Luis XVI cubierto de mármol de ónice y con una imagen al óleo en la puerta encerraba varias botellas de licor. Les dio la espalda y se sirvió un vaso con whisky.

—El compromiso entre Laura y yo se ha roto. Bueno, si es que alguna vez lo hubo —dijo antes de dar un trago. Después se volvió de cara a sus interlocutores, que lo miraban estupefactos.

Josep Lluís se puso de pie. Su rostro flácido comenzó a temblar y adquirió tonalidades violetas.

—¿Cómo dices? —Su voz creció apresurada—. ¡No es cuestión de broma!

Remei se había quedado muda y no hacía más que mirar a su hijo con los ojos bien abiertos, como si necesitara abrirlos más para que la realidad se colara por ellos. Sus manos habían parado al fin de tejer.

—Digo que yo nunca le he pedido formalmente a Laura que se casara conmigo y hoy ella me ha confesado que no desea hacerlo. Quizá debí entregarle un anillo hace tiempo para formalizarlo, no lo sé…

—¡Eso no era necesario! Esa mosquita muerta nunca se negó cuando salía a relucir el tema y tuvo ocasiones de sobra para hacerlo.

Josep Lluís golpeó con sus puños el brazo de la butaca mientras volvía a tomar asiento y dirigía su mirada al techo de la casa, como buscando respuestas.

—El día de la inauguración de la joyería, sin ir más lejos —intervino Remei con voz angustiada—. No lo entiendo, estábamos todos tan seguros…

Jordi sabía que Remei había sentido siempre mucho cariño por Laura. Solía aconsejarle en los presentes que le entregaba y le preguntaba por ella cuando recibía alguna carta durante su estancia en Roma. En todo aquel tiempo, Jordi llevó sus días con entereza; de vez en cuando se escribían y él se alegraba de saber de ella. Cuando Laura le habló de Carlo le sorprendió, pero parecía haberlo superado y pensaba que ahora sólo le tenía a él y que a su manera también le amaba. Así habían pasado aquellos seis meses desde su vuelta.

Bebió de un trago lo que quedaba en su vaso y se aproximó a sus padres. Se sentó en una de las butacas libres. Las piernas se le doblaban.

—Se ha disculpado por lo sucedido —habló en tono pacificador, apoyando los codos sobre sus rodillas—. Ella se siente peor que yo. La culpa la estaba comiendo por dentro, os lo aseguro. No os preocupéis, yo estoy bien y todo esto pasará pronto.

—Eso es que ha conocido a alguien —comentó su padre sin dejar de mirar al techo.

—Me lo hubiera contado —respondió Jordi. No pudo evitar que también esa duda acudiera ahora a él.

—Sí, como te contó que no quería casarse contigo. A veces pareces tonto, hijo. Una chica sola que se marcha fuera tanto tiempo, vuelve y sigue haciendo lo que le viene en gana no es de fiar. Es una mentirosa y una manipuladora por haber estado jugando contigo de la manera que lo ha hecho.

—No sabes lo que dices, padre. —Jordi empezaba a sentirse cansado.

—Sí que lo sé, y por eso precisamente también sé que esto no va a quedar así. Si la ruptura sigue adelante, ¡la familia Jufresa va a tener mucho de qué arrepentirse! —exclamó con voz furibunda.

Jordi lo miró incrédulo. La personalidad de su padre era más fuerte que la suya, así como su orgullo. Josep Lluís Antich siempre conseguía lo que se proponía. Había levantado él solo, con poco más que un dedal y una aguja, la empresa textil de la que ahora era propietario. Había rechazado tener socios por miedo a que le robaran a sus espaldas y había peleado duro por conseguir contratos con la mayor parte de los grandes almacenes de Barcelona. Y si había algo que aborrecía era que le humillaran. Desde que Laura le hablara en El Suizo, Jordi supo que su padre no se iba a quedar de brazos cruzados, pero tampoco creyó que fuera a utilizar lo sucedido para ensañarse con toda la familia Jufresa.

—Si Laura rompe el compromiso contigo nuestras relaciones con los Jufresa se verán muy afectadas. Así que más te vale hacer todo lo que esté en tu mano para recuperarla —le amenazó Josep Lluís antes de salir de la sala con paso airado. Mientras, Remei observaba el rostro impertérrito de su hijo desde su butaca.

—Madre, Laura y yo seguimos siendo grandes amigos, no quiero provocarle ningún daño —susurró Jordi con la mirada en el suelo.

Conocía a su padre y sabía de sobras que, fuera lo que fuese lo que tenía en la cabeza, significaría un desastre. Su madre siempre le había apoyado cuando se encontraba en una encrucijada. Durante una breve época en la que se alejó de los negocios familiares, ella le había dado a escondidas el dinero que su padre le negaba, o le había encubierto excusándole cada vez que no asistía a las celebraciones de la familia. Esperaba que también esta vez su madre intercediera por él o, al menos, le sugiriese qué hacer. Jordi la miró abatido, ansioso por escuchar su respuesta.

Pero ella sólo dijo:

—Si no quieres hacerle daño, hijo, no tienes por qué hacérselo.