—Vamos, Guillermo, ven a desayunar —dijo Dimas desde el comedor.
—Ya voy. Oye, ¿has visto mis zapatos buenos? —preguntó el niño gritando desde la habitación.
—¿Yo?, ¿qué voy a hacer yo con tus zapatos?
—No lo sé. Es que por aquí no los encuentro…
—Búscalos bien, hombre —refunfuñó Dimas.
—Empezad sin mí —dijo el pequeño.
—¡Empezad sin mí, empezad sin mí! —repitió Dimas. Parecía enfadado—. ¿Qué crees que estamos haciendo? Para mí que no llegamos.
—Déjale que se espabile solo —dijo Juan. Luego se limitó a observarlo antes de continuar—. ¿Tienes prisa? En mi vida te he visto correr para ir a una misa.
—Me pone nervioso llegar tarde a los sitios —se justificó Dimas.
—A los sitios, sí. Pero ¿¡a la iglesia!? A ti te pasa algo. —Juan dio un sorbo de su taza de café después de negar con la cabeza.
Dimas se revolvió ligeramente ante el comentario de su padre. Después de la conversación con Inés ya no estaba enfadado, pero todavía no habían hablado al respecto. Siempre algo ineludible postergaba esa charla: la presencia de Guillermo, el trabajo, lo avanzado de la hora… Eludió su mirada y se fue a la habitación de su hermano, a ver si podía acelerar de alguna manera la salida. Cuando llegó se lo encontró en calzoncillos, con la ropa desordenada por todos lados. Dimas se quedó atónito; esperaba verlo, cuando menos, con los pantalones puestos. Levantó la ropa que le había escogido él mismo y que reposaba en la silla: unos pantalones cortos, una chaqueta de paño gris jaspeada a juego y una camisa blanca con un lazo negro ya hecho. Bajo la cama, siguiendo la curva desordenada de la colcha, pudo divisar la punta de uno de los zapatos. Cogió la ropa con una mano y los zapatos con la otra y los sostuvo con las puntas hacia abajo, preparado para echar una buena reprimenda al chaval.
Guillermo se alegró de que lo tuviera todo preparado y le interrumpió antes de que pudiera articular palabra:
—Muchas gracias. No sé qué haría sin ti. Bueno, ve a acabar el desayuno que ahora voy —soltó despreocupado. Luego se quedó quieto, como reparando de nuevo en él y le dijo—: Oye, qué guapo te has puesto…
Recogió su ropa y se la fue poniendo con calma, sentado al borde de la cama. Dimas miró al techo y no pudo dejar de negar con la cabeza, impotente. Luego salió al comedor y continuó con el desayuno. Por mucho que se esforzase no se acelerarían las cosas. Además, tenían tiempo de sobra hasta la hora prevista.
Era la mañana gélida del 30 de noviembre y Barcelona vivía un día de celebración. La gente vestida de fiesta se mezclaba con los transeúntes despreocupados que se dirigían, como en un lunes cualquiera, a sus quehaceres cotidianos. Una ciudad tan grande siempre daba para que sólo unos cuantos centenares de escogidos se enterasen de las ceremonias excepcionales que se producían en su entramado urbano. El día había amanecido desapacible y un cielo sucio lo cubría todo de un gris irregular, como pintado a brochazos. En pocas ocasiones el clamor ciudadano era general: la llegada de un rey, un desfile militar, la presencia de un torero y su amante en la ciudad… Muy a menudo los que se agolpaban para contemplar cualquiera de esos acontecimientos ni siquiera sabían de qué se trataba; simplemente se acercaban atraídos por la aglomeración de conciudadanos. Por eso, en aquel día otoñal, en los alrededores de la Sagrada Familia se empezó a reunir un buen número de curiosos que no tenían ni oficio ni beneficio ni la más remota idea de lo que allí se iba a celebrar.
Guillermo, Juan y Dimas llegaron con tiempo. La luminosidad empezaba a crecer y una mirada de reconvención apareció en el rostro risueño y apacible del niño; su hermano mayor le había hecho madrugar más de la cuenta y le había metido prisas cuando todavía les había sobrado, al menos, media hora. Dimas hizo como que no la notaba, atento a la presencia de personalidades importantes. Llevaba un traje de color negro con unas rayas verticales más claras casi inapreciables. El pañuelo blanco en el bolsillo superior de su chaqueta parecía un fogonazo luminoso en mitad del pecho y su pelo encerado brillaba con reflejos irisados. Había cuidado cada detalle para parecer elegante y distinguido.
Su padre caminaba a su lado. Había recibido con serenidad las reprimendas apagadas que su hijo le había lanzado sobre la manera de anudarse la corbata, sobre el color escogido de camisa y sobre la limpieza y el brillo de los zapatos, de un marrón espeso y denso. Ahora, cerca de las escaleras circulares de acceso a la cripta, caminando al ritmo cansino que marcaba la excesiva concurrencia, Juan Navarro se miraba con pesadumbre esos mismos zapatos. Las puntas aparecían mates, sin brillo, bajo una capa de polvo que los cubría con insistencia. Se pasó el zapato por la pantorrilla, en un gesto que había aprendido siendo niño en la parroquia de Abejuela. Allí el cura, don Roque, pasaba revista de manera marcial a los pocos que asistían a las clases. Acudió a ellas durante un año o año y medio, ya ni se acordaba. Su vida de entonces se le presentó comprimida, extrañamente breve en el recuerdo. Desde los páramos desolados y yermos de su pueblo, el recuerdo de Carmela como una punzada dolorosa batiendo el vientre, el ascenso laboral, el nacimiento del hijo, la tensión de la espera, la preocupación por su mujer… Y un día aquello empezó a cubrirse por una especie de gasa húmeda y pegajosa que todo lo pudo, lenta e implacable, y los sueños e ilusiones comenzaron a desvanecerse como si lo vivido hasta entonces no hubiera sido más que un extraño espejismo. Por suerte, esa sensación no tardó en serenarse bajo el nerviosismo latente de todos los presentes, incluidos Dimas y Guillermo, que respondían con inquietud a la expectación del día.
La cripta del templo expiatorio estaba completamente engalanada para la ocasión. La visita del obispo y de otras personalidades importantes era precisamente el motivo del revuelo despertado por la misa de aquella mañana. Tras el altar se habían colocado guirnaldas con los colores de la ciudad, de Cataluña y de España. Por el suelo quedaban rastros de papelillos de colores y flores rojas y el pesado olor a incienso lo inundaba todo con un aroma agradable pero acre. Pese a lo temprano de la hora —la celebración debía iniciarse con puntualidad a las ocho de la mañana—, la afluencia era espectacular. Más de dos mil personas se agolpaban en la entrada en busca de un asiento en el interior. Los primeros en pasar fueron el obispo y las autoridades, al frente de las cuales estaba Enric Prat de la Riba, presidente de la Mancomunidad de Cataluña. Cuando estuvieron todos colocados, un murmullo estentóreo recorrió por unos minutos los sagrados muros hasta que apareció el obispo Reig desde la sacristía con su vitola y su andar pausado. El silencio fue creciendo entonces en una oleada imparable, como cuando un juez entra en una sala después de considerar el veredicto. Todos los presentes se mantuvieron de pie, a la espera, y la ceremonia comenzó con el esplendor que los grandes actos imponen en la conciencia de los hombres. Las palabras se desposeían de su significado. El sonido cadente y profundo que otorgaba la piedra fue calando como la humedad de una gruta antigua. La misa duró algo más de dos horas.
Dimas pasó gran parte de la celebración con la mirada extraviada entre los presentes. Daba la impresión de que buscaba a alguien tras los vestidos largos, las lentejuelas, los velos y los tules que encarnaban un respeto de guardarropa. A veces, en un gesto estudiadamente improvisado, estiraba el cuello por encima del rígido celuloide de la camisa. Cuando ya cerca del final el obispo Reig mandó a todos los presentes darse la paz entre ellos, Dimas saludó primero a su padre, luego a Guillermo y después recibió un par de saludos de la fila anterior de personas que no conocía. Al volverse para saludar a los fieles de la fila posterior sus ojos se encontraron con otros que ya conocía, felinos, rasgados, y una vez más, al mirarlos, no supo si se burlaban de él o le escrutaban con malicia, si le apreciaban siquiera un tanto o no mostraban hacia él más que la habitual y rígida cortesía.
Los dos se contemplaron largamente mientras sus manos continuaban realizando el protocolario gesto, cada vez más lentamente. La sonrisa de Laura era tenue, la mandíbula de Dimas cada vez más apretada. Ambos parecían en ese instante aislados del exterior, unidos por algo indefinible que les atenazaba y les golpeaba desde dentro como la llamada de una criatura antediluviana.
Juan los observó y buscó a Guillermo. Éste, desde su menor estatura, le sonrió y subió los hombros como diciendo a mí no me mires. Cuando salieron del templo —lo cual llevó un buen rato puesto que las escaleras volvieron a acoger el goteo de gente con bastantes dificultades— el viento azotó con fuerza los rostros. Dimas, distante, inexpresivo, cortés, presentó a Laura a su padre.
—Ella es la señorita Jufresa —le dijo.
—Encantada de conocerle, señor Navarro. —Laura tendió su mano a Juan.
—Un placer —contestó éste, cordial pero azorado.
Juntos continuaron caminando en un silencio convencional. Juan pensaba algo que decir que no avergonzara a su hijo y Dimas en algún tema común y banal sobre el que conversar para hacer más ameno el paseo hasta que ella tuviera que ir con sus padres o con algún conocido de su misma categoría social. Guillermo los miraba a todos y no comprendía ese silencio obtuso y contenido. Al final, fue él quien se decidió a preguntar:
—¿Ya has acabado mi escultura?
—¡Se me olvidó decírtelo! Este fin de semana pasado la subimos a su posición definitiva —respondió Laura.
—¿Entonces ya está a la vista de todo el mundo?
—Sí, así es.
—¿Colocada en la fachada? —preguntó a su vez Juan, que no acababa de creerse todo aquello del molde del rostro del chico.
—Que sí, que Laura ha puesto mi cara a un ángel —bufó Guillermo como cansado de repetírselo.
—Vaya, eso debe de ser porque no te ha visto llegar a casa a comer tras la misa de domingo, con la ropa hecha un cisco después de haber estado revolcándote con las cabras de ese amigo tuyo…
—¿Quiere usted verla, señor Navarro? —propuso Laura.
Juan miró a su hijo antes de responder. Dimas se mostró imperturbable.
—Sí, me encantaría.
—Vayamos entonces, está por aquí.
Doblaron por detrás del ábside, donde la aglomeración era menor, y discurrieron paralelos a la calle Provenza hasta sobrepasar el saliente de la sacristía, antes de la fachada del Nacimiento. Allí los andamios se conformaban en forma de escalera inversa hasta acercarse lo máximo posible a las torres inconclusas. Parecían absorbidas por una especie de niebla densa, porque la profusión de detalles en la parte baja hacía pensar casi en un edificio acabado y no en uno en sus albores.
—Ésta es la fachada del Nacimiento —explicó Laura cuando se hubieron detenido ante ella—. Es alegre y recargada, un canto a la naturaleza y a la vida. Por eso es la primera en construirse.
—¿No se levanta todo al mismo tiempo? —preguntó Juan.
—No. El maestro Gaudí tiene muy asumido que él no verá concluida la magna obra, así que decidió ya en su día iniciar la fachada más alegre y luminosa para dar muestra de la grandeza del edificio. En el lado opuesto estará la fachada de la Pasión, más dura y descarnada. Si hubiese sido ésa la primera, la gente se llevaría la impresión de un monumento pesaroso, seco…
Laura hizo un silencio y elevó la mirada. Dimas entonces se fijó en su cuello estilizado y delicado y se perdió en la contemplación de aquella piel tan blanca y, supuso, suave. Cuando volvió a escuchar de nuevo su voz salió de su ensoñación.
—¿Ven allá arriba, junto al inicio de aquella torre? —decía Laura.
—¿Dónde empiezan las ventanas? —preguntó Guillermo, que buscaba con ansiedad.
—No, más abajo, justo en la base. La última figura. ¿No les suena?
Todos sonrieron al ver el rostro de Guillermo en una perfecta mueca de piedad. Se veía muy pequeño, tan arriba. Aun así era perfectamente reconocible.
—Vaya, si quiero verte tranquilo y formal ya sé dónde tengo que buscar —rió Juan. Y todos le secundaron excepto Guillermo, que los miró con un aire de desdén que todavía les resultó más gracioso. Y cuanto más se reían más se enojaba el niño, que al final explotó.
—Bueno, pues si os parezco tan gracioso, mejor me voy.
—Venga, no te enfades, que no es para tanto —le dijo Dimas.
Pero el pequeño no dio su brazo a torcer y comenzó a caminar, despacio, esperando quizá que hicieran ademán de detenerlo en su marcha o, por lo menos, escucharan su protesta:
—Ya. No es para tanto… Pues haberlo pensado antes. Estoy muy contento de la estatua y vosotros sólo sois capaces de criticarla…
Juan se volvió hacia Laura y Dimas:
—Voy a ver si lo arreglo. Muchas gracias por su amabilidad, señorita Jufresa. Ha sido un placer.
—Igualmente, señor Navarro.
—Guillermo, vamos. ¡Guillermo, por favor! ¡Cuidado con el traje!
Juan Navarro desapareció por entre los grupos de gente en busca del niño, que más que enfadado parecía estar jugando con él. Dimas se volvió hacia Laura y la miró sin saber qué decir:
—Son muy simpáticos —dijo ella con amabilidad.
Dimas pareció esforzarse por romper su seriedad y por un momento, sin decir nada, esbozó un inicio de sonrisa. Al final asintió:
—Sí lo son. Aunque a veces parecen una pareja mal avenida.
De repente, el murmullo de la gente creció. Pronto se vieron rodeados e incluso un poco agobiados por los empujones. La multitud se abrió casi frente a ellos para dejar un respetuoso paso a Gaudí, a quien acompañaba el obispo Reig. El maestro arquitecto hablaba castellano con marcado acento catalán y señalaba constantemente arriba y a los lados, ofreciendo las pertinentes explicaciones a la autoridad eclesiástica; por los aspavientos exagerados de los brazos, Laura dedujo que estaba relacionando la altura con su base. Sus manos acompañaban a sus palabras y parecía querer ilustrarlo todo, hasta el más mínimo detalle. La cabeza del obispo seguía, con un movimiento casi hipnótico, el vaivén de las manos del arquitecto. De vez en cuando no podía alcanzar a distinguir alguno de los detalles señalados y se quedaba en un estado de despiste momentáneo, hasta que volvía a enlazar los ademanes del arquitecto con la velocidad vertiginosa de las explicaciones. Seguramente no entendió nada de lo que le expusieron.
Tras la cabeza de la comitiva, a un ritmo más lento, de calma aparente, pasaron ante ellos los restantes prohombres. El presidente Prat de la Riba se había situado a continuación del obispo. Le seguían los representantes de la junta constructora de la obra y el alcalde, Boladeres i Romà, aunque su posición ya se veía un poco amenazada por los distinguidos caballeros —y alguna dama— que querían ganar una situación más cercana al obispo y al insigne Prat de la Riba. Entre ellos las maneras eran bien diferentes y los codazos, empellones, tirones y bastonazos lanzados al desgaire de la multitud y amparados en el descuido de una maniobra involuntaria castigaban al séquito con saña hasta el punto de que, cuando desaparecieron, un rastro de pequeñuelos ataviados con su ropa de domingo seguían alegres su estela, a la espera de que cayera el primer pañuelo, gemelo o pendiente.
Laura y Dimas no pudieron dejar de sonreír ante la esclavitud de las convenciones sociales y de la notoriedad que buscaban la mayoría de los presentes. Cuando se quedaron solos se descubrieron todavía apretados, sus rostros muy cercanos el uno del otro después de haber sufrido el acoso de la multitud. Laura, con su cuerpo amoldado al de Dimas, le miraba como de escorzo; él por su parte tensaba los músculos bajo el traje a medida para evitar cualquier movimiento que pudiera ser mal interpretado; no quería que Laura pensara que había intentado acercarse sin que ella le hubiera dado pie a hacerlo. En realidad ni se había dado cuenta, pero ahora se negaba también a separarse y en su cabeza se producía una lucha feroz entre lo que el decoro y las buenas formas demandaban y lo que su cuerpo, luchando incluso contra sus propios pensamientos, parecía anhelar con desespero.
Así permanecieron un rato, detenidos, como encadenados el uno al otro, sin notar el viento ni el frío ni el polvo que había levantado la gente a su paso. Hasta que de repente todo eso que los cuerpos comprendían al margen de su entendimiento se irguió entre ellos como una barrera insalvable que les hizo adquirir conciencia de su posición, de lo que los demás pensarían si los veían así, si cedían a aquellos instintos que de pronto e incomprensiblemente para ambos parecían vencerles, que no podían dominar. Imaginaron entonces las miradas de la gente —en realidad un enjambre que no reparaba en nadie— centradas en ellos, reprobando su actitud. Y se separaron. Laura se recompuso el peinado y Dimas, por hacer también algo con las manos, se ajustó la corbata y se alineó el falso cuello de celuloide.
Caminaron despacio y en silencio, como autómatas, llevados por la inercia de la masa, y cuando se hubieron serenado casi habían llegado ya hasta el borde del descampado. Laura señaló el coche de su familia.
—Allí están mis padres y Núria. Tengo que irme.
—Claro. Siento…
Laura hizo como que llevaba los dedos a la boca de Dimas, pero se arrepintió a mitad de movimiento, temerosa de ser vista o de que él rechazara aquel gesto espontáneo.
—No diga nada. Hasta mañana —se despidió. Aquella frase, tan corriente, tan habitual, le pareció a él una promesa disfrazada de normalidad.
Se alejó con paso suelto y ligero. Dimas se quedó contemplándola unos instantes y luego volvió hacia el templo. Cuando hubo caminado unos metros se encontró con su padre, que lo estaba esperando. Llegó hasta él y reanudaron la marcha juntos.
—Esa chica… —inició el padre.
—¿Sí?
—Es la hermana de tu jefe, ¿no?
—Lo es —dijo Dimas.
Siguieron caminando en silencio. Guillermo los vio y llegó corriendo. Llevaba las manos tiznadas y el pantalón estaba sucio por haber estado sentado en el suelo.
—Pero ¿es que no puedes tener nada nuevo? —le reprochó Juan—. Habérmelo dicho y te ibas a casa a cambiarte. No se te puede dejar solo. ¿Has visto cómo vas?
Guillermo siguió durante el resto del trayecto con la cabeza gacha, pateando alguna piedra, lanzando de vez en cuando una mirada de reojo a Dimas que éste se resistía a devolver. El joven notaba una extraña sensación que le crecía desde el estómago y le hacía sentir, aunque alterado, extraordinariamente bien.