Capítulo 25

Pese a que los últimos días estaban resultando frenéticos, Dimas Navarro acabó pronto el trabajo. Tras la vuelta de Bilbao, un nuevo envío debía prepararse y lo que quince días atrás había resultado efectivo no tenía por qué serlo también esta vez. Su responsabilidad ahora consistía en preparar un itinerario alternativo y un barco diferente con otra tapadera: el ballenero no estaba disponible y no sabía qué hacer. Contar con Bragado garantizaba que no hubiera preguntas, pero no evitaba que los espías del bando contrario se enterasen del envío. Nadie confiaba en nadie en una Europa en guerra y toda la operación le estaba acarreando muchos dolores de cabeza. Aunque, por otra parte, el exceso de trabajo le venía bien: no quería darle más vueltas a todo lo ocurrido con su madre y tener la mente ocupada con mil asuntos le evitaba pensar en ello.

Dejó la chaqueta en casa y subió a ver a su hermano. Le gustaba pasar el rato con él. Veía en él una especie de proyección de sí mismo. La diferencia estribaba en que Guillermo había sufrido que la violencia policial le arrebatara a sus padres, mientras en su caso había sido su madre quien había tomado la fría decisión de abandonarlo.

Aunque Dimas era tan sólo un crío cuando Carmela se marchó, todavía guardaba algunos recuerdos maravillosos de lo que habían sido sus vidas hasta entonces: los domingos de excursión en Collserola, los juegos en familia durante las tardes en que Juan no trabajaba o el bizcocho que ella preparaba cada vez que llegaba un cumpleaños. A veces tenía la sensación de que, en lugar de recuerdos, todo aquello no era más que los sueños del niño que todavía habitaba dentro de él. Y cuanto más agradables, más alimentaban su insatisfacción de adulto.

Su padre no fue el mismo desde la marcha de ella; la ausencia de una explicación y las dudas fueron carcomiéndole día tras día. Los primeros meses apenas probó bocado ni durmió. Vivió sólo para conducir su tranvía, y cuando también eso se lo arrebató el destino, no quedó de él más que el esqueleto del hombre fuerte y decidido que un día fue. Dimas se había visto obligado a crecer muy rápido, más de lo que le habría correspondido, y no quería que a Guillermo le ocurriera lo mismo. Merecía disfrutar de la inocencia que sólo la niñez permite; debía seguir soñando muchos años más. Él era el mayor y, de alguna manera, se sentía responsable de todo aquello.

Nada más entrar escuchó una voz que no reconocía y que pertenecía a una mujer. No solían recibir visitas. Extrañado, cerró la puerta y, cuando cruzó el pasillo hasta la sala, oyó que su padre decía: «Ya ha llegado». A la mesa de la sala estaban sentados Juan, Guillermo y una joven que lo miró con gesto serio.

—Dimas, ésta es Inés —dijo su padre, circunspecto.

Ella se levantó y Dimas, aproximándose, hizo un leve asentimiento con la cabeza para saludarla.

—Es hija de Carmela —completó Juan.

Dimas se quedó paralizado en su sitio. Empezaba a sentir de nuevo en su estómago el mismo malestar que experimentó en los jardines del Casino. Antes de que pudiera decir nada al respecto Juan se puso en pie, cogió a Guillermo de la mano y se despidió alegando que debían ir un momento a la casa de un vecino. El niño rozó la mano de Dimas cuando pasó por su lado antes de desaparecer por el pasillo.

Inés era una muchacha atractiva; tenía los ojos grandes, de color caramelo. Llevaba el cabello castaño suelto, peinado de lado y a la altura de los hombros. Sus pómulos se pronunciaban en un rostro anguloso, con una boca carnosa y una barbilla recta. El vestido verde le quedaba algo ajustado. Cuando se levantó, se intuyeron las curvas sinuosas de su cuerpo.

—Tenía ganas de conocerte —dijo—. Me gustaría hablar contigo de algunas cosas.

Dimas no respondió. Le molestó un poco que se tomara tantas confianzas nada más conocerlo. Tuvo que contenerse para no soltarle ningún comentario ofensivo y largarse de allí.

—¿Quieres sentarte? —le preguntó ella tomando a su vez asiento—. Sé que lo correcto sería que fueras tú el que me invitara a mí en tu casa, pero de verdad creo que así estaríamos más cómodos los dos.

Dimas tomó asiento frente a Inés. Cruzó las manos y le sostuvo la mirada, desafiante. Tras una pausa que parecía interminable preguntó:

—¿A qué ha venido? —Él sí mantenía las formas.

—Te lo he dicho. Quería hablar con tu padre y también contigo. Creo que deberías saber algunas cosas. —Estaba algo nerviosa, pero no cejó en su empeño de intentar mostrarse confiada. Dio un trago al vaso de agua que tenía delante.

—No sé de qué tendríamos que hablar usted y yo. ¿La manda ella?

—No, nuestra madre no sabe que he venido. Y deja de hablarme así, después de todo compartimos algo de sangre.

—Esa señora ya no es mi madre y no me interesa nada que tenga que ver con ella —sentenció Dimas. Mantenía las manos entrelazadas para aparentar calma. La luz de la bombilla que colgaba sobre sus cabezas emitía un murmullo parecido al de una mosca que en ese preciso momento se le estaba haciendo insoportable.

—Mira, quiero mucho a mi madre y desde que la dejaste llorando el otro día no ha parado de hacerlo. Quizá si escucharas lo que tengo que contarte no pensarías así.

—O quizá no.

Inés sacó de un sencillo bolso de tela una pitillera metálica. Le ofreció un cigarrillo a Dimas, que lo rechazó. Ella prendió un fósforo y encendió uno. Pareció relajarse algo después de expulsar la primera bocanada de un humo espeso que permaneció por un momento nublándole el rostro.

—Por lo menos podrías intentarlo.

Con los dedos pareció quitarse hebras de tabaco que se le habían quedado en los labios.

Dimas se reclinó en la silla haciendo crujir la madera. La contempló un momento y ella no desvió un segundo esos ojos que parecían no pestañear nunca. Decidió concederle unos cuantos minutos. Después de todo, no era ella quien les había arruinado la vida.

Inés pareció comprender su postura. Se aclaró la voz y comenzó a relatar su propia historia; todo el mundo tenía una.

—Los últimos veintidós años de nuestra madre no han sido nada fáciles.

—Tampoco los de ninguno de los de aquí.

—Me lo imagino. Y no pretendo menospreciarlos; yo sólo sé cómo fueron los de ella, porque también los he vivido.

Dimas comprendió que no debía resistirse. La fuerza de la mujer que tenía delante era como la suya: no se detenía ante nada. Además, ya había decidido escuchar. No valía pues la pena mostrar resentimiento, odio o desdén. Aquella historia también era dolorosa para ella; se notaba. Se disculpó con un gesto y a partir de entonces guardó silencio.

—Nuestra madre se marchó de aquí tras quedarse embarazada de mí. No fue un embarazo deseado. Su antiguo jefe en el mercado, Celestí, la dejó preñada. Llevaba tiempo detrás de ella y madre siempre le había esquivado. Intentaba no quedarse nunca sola porque no se fiaba de él. Era uno de esos hombres que creen que nadie tiene derecho a decirles que no, y menos una mujer. Pero un día… —Inés apretó la colilla del cigarro contra el cenicero con saña hasta que estuvo bien apagada.

Dimas cabeceó incrédulo, rechazaba la posibilidad de que su madre hubiera sido víctima de nada. Las únicas víctimas que había contemplado hasta entonces eran su padre y él. Podía ser que Carmela hubiera mentido a Inés para despertar la compasión de su hija. Aunque, de ser así, hubiera sido demasiado cruel hacerle creer que su nacimiento había sido fruto de una violación. Inés guardó silencio mientras contemplaba reflejada en el rostro de Dimas la lucha que se libraba en su mente.

Sin embargo en todo aquello había algo que no cuadraba: su madre era dueña de sus decisiones y podía habérselo contado todo a su padre, que la amaba y la habría ayudado a cuidar del bebé bastardo. Si no lo hizo quizá fue porque había algo más. Como si su medio hermana hubiera escuchado sus pensamientos, continuó hablando:

—No se lo contó a nadie. Ni al cabrón de Celestí ni a tu padre; dejó el trabajo y huyó sin más explicaciones. Sabía que Juan no se quedaría tranquilo hasta ver bajo tierra a ese asqueroso pescadero y no podía tolerarlo. No quería que acabara en la cárcel o muerto por el estúpido honor. Carmela conoce bien a tu padre y siempre me dijo que él no se hubiera quedado de brazos cruzados.

Dimas creyó que le estaban hablando de otra persona. Su padre no era un luchador, por lo menos no ahora. Quizá la vida le había dado tantos reveses que todo ese tiempo en la resignación había acabado por modificar su carácter.

Inés continuó con su historia:

—Con ese Celestí había que tener mucho cuidado, era un hombre peligroso y con mucho dinero. No era la primera a la que se lo hacía. Ese hijo de puta debió de dejar un buen reguero de niños por la ciudad. —Inés encendió otro cigarrillo y luego continuó—: Perdona mi lengua, madre suele llamarme la atención porque digo las cosas como me vienen, sin pensarlas.

Se lo quedó mirando tras la cortina de humo que ascendía al techo. La mirada de Dimas era ya más generosa, no mostraba ira ni temor a descubrir una verdad dolorosa.

—No te disculpes —contestó, ahora tuteándola—. Tienes motivos para hablar así. ¿No llegaste a conocer a tu padre?

—¡No! —exclamó alzando la voz, ya de por sí potente—. No quiero siquiera pensarlo. ¿Qué se puede esperar de alguien así?

Dimas asintió. Tampoco él había deseado hasta ese día tropezarse con su madre. Al principio, Juan le había mentido diciéndole que se había marchado al pueblo y que pronto regresaría. Dimas, con apenas seis añitos entonces, soñaba a menudo con verla cruzar el umbral de la casa y que le recibiera entre sus brazos. Pero pronto tuvo que acostumbrarse a su ausencia. Los días pasaron y en la mente del niño la madre se convirtió en un recuerdo, casi una sensación. El presente era lo que contaba. Luego los años sobrevinieron y el día a día pronto se convirtió en largas jornadas de trabajo. Después llegó el accidente de Juan.

—Nuestra madre no es como ese cabronazo —continuó Inés—. Ella es buena, y te quiere muchísimo. Sé que pensarás que renunció a ti para tenerme a mí, pero es más complicado que todo eso. Ella sabía que Juan te cuidaría bien. Le costó horrores hacer lo que hizo, me dijo que no dejó de llorar durante meses, día y noche. Para cuando me tuvo, en medio de los dolores del parto comprendió que ya no le quedaban lágrimas. Por eso dice que soy tan seca.

—Mira, yo te agradezco lo que intentas hacer, pero debes comprender que…

Como si no deseara que el fluir de las cavilaciones de Dimas volviera a llevarla a la renuncia, Inés le interrumpió:

—Ella siempre me ha hablado de vosotros. Decía que recordándoos conseguía estar un poco más cerca, de modo que durante años me ha transmitido imágenes que guardaba en su memoria como un pequeño álbum de fotos. Me explicó que tú naciste una mañana de invierno en la que Barcelona vio caer algunos copos de nieve, y que al principio te iban a llamar Samuel, pero que al ver tu carita de ángel decidieron ponerte Dimas, como el buen ladrón, la única persona que Jesús reconoció directamente como santo. —Dimas sabía de esa historia, era otro de esos recuerdos que se le confundían entre ensoñaciones—. Fue el día más feliz de su vida. También me habló de un tranvía de juguete que te regalaron por tu tercer cumpleaños, contaba que te volviste loco cuando lo viste porque decías que de mayor serías conductor como tu padre.

También recordaba aquel tren de hojalata, debía de estar guardado en algún rincón del armario.

—Ella os adoraba a tu padre y a ti, y yo llegué a envidiarte por haber nacido en el seno de una familia de verdad, con unos padres que deseaban tu nacimiento más que nada. Yo no tuve tu suerte, Dimas. —Aquellos ojos de caramelo parecieron atravesarle como dos balas—. En mi alumbramiento sólo estaban madre y la vecina que hizo de comadrona en la habitación de una pensión del Raval en la que vivimos durante varios años.

Inés se tomaba algunos descansos entre evocación y evocación, como para evitar dejarse ningún detalle, y Dimas los respetaba en silencio. Aquellas palabras debían de contener muchas emociones, porque de vez en cuando aspiraba de un nuevo cigarrillo inhalando profundamente y expulsaba el humo hacia el techo. Entonces parecía sentirse algo reconfortada y más fuerte de nuevo. Algo se despertó en Dimas, pues sintió el impulso de abrazarla.

—Tú no has visto con qué ojos tristes se queda siempre que os menciona. No ha vuelto a conocer a ningún hombre desde que se separó de tu padre, y es una mujer bella. Sólo tiene cuarenta y nueve años, por el amor de Dios. Ha dedicado estos veintidós a cuidar de mí, a trabajar como una esclava para darme de comer, para ofrecerme todo cuanto podía, hasta que yo misma empecé a trabajar. Fue ella la que me consiguió trabajo en el Casino; allí vendo tabaco —añadió, señalando la pitillera—. Y esa mañana en que se encontró contigo en el hotel se le despertó el deseo, que nunca se había dormido del todo, de reencontrarse con vosotros. Te reconoció nada más verte; sólo el amor de una madre es capaz de eso tras veintidós años. Estuvo días sin contármelo, aunque yo sabía muy bien que algo le ocurría. Siempre callada y mirando a la nada…

Inés hablaba mientras movía a un lado y a otro la mano que sujetaba el pitillo. Tenía una personalidad muy distinta a la de Dimas, que observaba y decía lo justo.

—Nada ha sido fácil, Dimas. Barcelona es muy dura para una mujer sola. Crecí rápido y comprendí más deprisa todavía que una no puede esperar nada de nadie, que hay que ser fuerte y no dejarse pisar.

Dimas supo que, probablemente, Inés y él tenían mucho más en común de lo que imaginaba; también ella había dejado de soñar siendo sólo una niña. No habría sabido decir en qué momento el enfado ya no tensaba los músculos de su cuerpo. Había dejado de estar a la defensiva. Se sentía cómodo descubriendo la historia de una vida no tan diferente de la suya.

Inés hablaba y hablaba sobre todo lo que había aprendido y lo que había sufrido a sus veintiún años de edad. Y no lo hacía con desprecio ni rencor, sino desde la aceptación. Tenía la actitud de su padre, de Juan, como ella lo llamaba, pero con una perspectiva positiva. Lo que no se puede cambiar no te debe robar más de cinco minutos de tu vida, parecía decir con su actitud. Pero si había algo que se podía cambiar no paraba hasta conseguirlo, como había hecho con Dimas, sin detenerse a contemplar con orgullo o con temor lo que pensarían de ella en esa otra familia que también debía ser algo suya.

Dimas sintió entre la languidez del humo y el devenir de la conversación, ya más relajada, que acababa de ganar una hermana.