Desde su nacimiento en 1827, el paseo de Gracia era una de las vías más notorias de la ciudad. Antes incluso de que comenzara a hablarse del Ensanche, la burguesía catalana ya gozaba de sus paseos por esta arteria que permitía el tránsito tanto de los viandantes como de los carruajes. Con su amplitud de más de cuarenta metros de ancho, se convirtió en el lugar de encuentro al que acudía lo mejor de la sociedad barcelonesa para saludar a sus iguales, para presentar a su recién nacido o incluso para encontrar marido. Poco a poco ambos lados del paseo se fueron llenando de casas y palacios. Debido a la falta de infraestructuras de los primeros años sus propietarios se dieron en llamar «los protomártires del Ensanche».
No tardó en reproducirse la acostumbrada competencia entre los burgueses por ver qué residencia llamaba más la atención, y así el paseo de Gracia comenzó a disponer de auténticas joyas arquitectónicas diseñadas por los modernistas más reconocidos de la época, de la altura de Antoni Gaudí o Puig i Cadafalch. Cada edificio gozaba de una estética propia e independiente del adyacente, con la única pretensión de ser más bello. Bien lo ejemplificaba la «manzana de la discordia», donde cada uno de los inmuebles que la formaban rivalizaba en belleza y proporcionaba al conjunto una heterogeneidad abigarrada y ecléctica.
En este entorno se había situado la nueva tienda de la joyería Jufresa. Ferran llevaba tiempo buscando una renovación y le había insistido a Francesc al respecto en numerosas ocasiones. Lo creía totalmente necesario para adaptarse a los grandes cambios que se estaban produciendo en ese primer cuarto del siglo XX. En el interior, multitud de amigos y clientes, la flor y nata de la sociedad barcelonesa, acompañaban a la familia en un día tan especial como el de su inauguración.
El aperitivo se desarrollaba entre conversaciones formales y exclamaciones de admiración por el nuevo local, situado en el número 10 de la avenida. Los perfumes penetrantes de las damas se combinaban con el humo de los cigarros. Plumas y borlas sobrecargaban los sombreros y los chales con los que esas mujeres completaban sus excelsos vestidos. En las paredes, gran cantidad de estantes encerraban relojes, anillos, pendientes, pulseras, collares y todo tipo de joyas bajo sus cristales, las más espectaculares de sus colecciones, las más vistosas y con las piedras más grandes, que provocaban la envidia de muchos. Todo en la tienda acompañaba a esa ostentación. La decoración buscaba también deslumbrar al cliente, hacer que se sintiera en un lugar donde cualquier cosa que estuviese pensando en adquirir pudiera introducirle en aquel club exclusivo del lujo.
Los preparativos habían corrido a cargo de Ferran y no quería que se le escapara ningún detalle. Creía que el prestigio de la familia se jugaba en cada acto, en cada aparición pública. Había invertido mucho en ese nuevo local, en el que a esa hora del mediodía entraba una luz intensa a través de los grandes ventanales y de la puerta de cristal esmerilado. Ferran se preocupaba de recibir a los invitados que llegaban, de velar por la comodidad de todos ellos. Ofreció a dos de sus más preciados conocidos una visita guiada por los rincones de la joyería. Los halagos se sucedieron entre copa y copa de Moët & Chandon. Una bandeja medio vacía con canapés de queso y salmón apareció dispuesta sobre una mesa; Ferran ofreció las viandas a sus amigos y alzó la mano hacia la criada de la casa, Matilde, que aquel día había trasladado sus servicios a la nueva joyería. La mujer recogió la bandeja, desapareció un momento y al instante ya estaba de vuelta con otra llena de pequeñas brochetas de langostinos.
Ferran Jufresa, Andreu Cambrils i Pou y Josep Tordera, en un discreto aparte, se dispusieron a hablar de negocios.
—Estarás contento con el local, Ferran. Debo felicitarte —proclamó el teniente de alcalde.
—Gracias, señor Cambrils. Creo que el esfuerzo ha merecido la pena.
—Tiene una buena distribución y entra mucha más luz que en la otra tienda. Casi no van a tener que encender las lámparas —añadió Josep Tordera mirando a un lado y a otro curioso con sus ojos escrutadores—. Nosotros en la fábrica tenemos que estar tirando todo el día del tendido eléctrico. La Canadenca se está haciendo rica a mi costa. A veces pienso en poner velas o lámparas de aceite y así ahorrar un poco.
—Necesitamos que las joyas luzcan aquí en todo su esplendor, por lo que también tenemos lámparas. En nuestro obrador, en la vieja y oscura calle Fernando, trabajar sin la incandescencia sería ya imposible…
—Señores, me interesa muchísimo el funcionamiento de sus negocios, pero en este momento me tiene más preocupado ese segundo envío que están preparando a Alemania. Pónganme al día, si les parece bien.
Andreu Cambrils i Pou era un hombre muy ocupado y no le agradaba perder el tiempo en banalidades.
—Por supuesto. —Ferran carraspeó y, sin soltar la copa de champagne, comenzó a hablar—: El ejército alemán compra todo lo que se vende. No quieren tener problemas de abastecimiento.
—Cincuenta toneladas más —apuntó Josep Tordera—. Imaginad los ingresos. A estas alturas ya nadie parece creer que vaya a ser una guerra corta.
Con poco más de cuarenta años, Josep llevaba el negocio textil que su padre casi había abocado a la ruina. Esteve Tordera había perdido el juicio invirtiendo muchos de los ahorros de la familia en satisfacer los caprichos de su querida, a la que compró y amuebló un magnífico piso. Cuando se sintió presionado por su mujer y su hijo, les confesó estar locamente enamorado de ella. La sangre no llegó al río pero, como todas, la empresa de los Tordera pasó por momentos de inestabilidad y pareció venirse abajo. Hasta que Josep tomó las riendas y puso remedio como pudo: pidió préstamos que le colocaron en una situación difícil y anuló los gastos innecesarios. Desde aquel desafortunado acontecimiento había aprendido dos lecciones: que nadie da nada por nada y que a la hora de la verdad uno está completamente solo.
—¿Y cómo fue el primer envío, Ferran? ¿Se encontró algún obstáculo? —preguntó Cambrils i Pou.
—Ninguno, señor Cambrils. Los camiones llegaron en perfecto estado a Bilbao. La intervención de Bragado también facilitó algunos trámites, claro. Lo más complicado fue la travesía por mar, porque los franceses e ingleses tienen todo el frente occidental controlado. El ballenero rodeó Escocia por el norte e hizo escala en Bergen. Allí fue bordeando el litoral, llegó hasta Dinamarca y entró por el Elba en Hamburgo, el destino final.
—Estupendo. —Cambrils i Pou alzó la copa al tiempo que decía—: Por la guerra.
El brindis quedó camuflado por la euforia que se desató en Pilar, la matriarca de los Jufresa, al percatarse de la entrada de los Antich en la joyería. No pudo disimular su emoción y dejó a un lado al matrimonio Català, con quien llevaba charlando ya un rato, para dirigirse hacia los recién llegados. Anduvo hacia la puerta con su vestido ondeando sobre las piernas en un movimiento sinuoso; traído directamente de París antes del inicio de la guerra, Pilar no se molestaba en omitir ese detalle cada vez que alguien preguntaba por él, pues con el estallido de la confrontación el lujo proveniente de Francia e Inglaterra se estaba acabando. Su creador era ni más ni menos que el mismísimo Paul Poiret. Madres e hijas se fijaban envidiosas en la caída griega de aquel tejido ocre y en la estola de zorro que cubría su sugerente escote. El cabello cano de Pilar se recogía en un abultado moño alto que dejaba al descubierto su cuello, muy estilizado para los cincuenta y cuatro años que contaba.
—Remei, Josep Lluís y nuestro querido Jordi. —Sonrió mostrando sus dientes blancos mientras cogía las manos de Jordi en un gesto de bienvenida—. Me alegro mucho de que finalmente hayáis podido acercaros.
—Es un placer, Pilar. Estábamos ansiosos por ver cómo había quedado la tienda. Tengo que decir que unos lo estaban deseando más que otros. —El patriarca de la familia soltó una sonrisa pícara dirigida a Jordi.
Josep Lluís Antich poseía una planta elegante, aunque algo encorvada debido a un problema en las articulaciones. La moda masculina de la época no era demasiado aventurada y, como la mayoría de los presentes, vestía una levita negra. En sus brazos reposaba un abrigo largo de paño que entregó a la sirvienta junto con su sombrero y su bastón de empuñadura de oro. Como imagen visible de la empresa textil, sus trajes siempre eran de la mejor calidad.
—¡Padre! —le reprendió Jordi arrugando el gesto. Su mirada se desvió del grupo mientras su progenitor comenzaba a charlar animado con Pilar y Francesc, que también se había acercado para saludarlos.
Además de la amistad, las dos familias estaban unidas por los negocios: todas las piezas de joyería que se incluían en los diseños de ropa de los Antich eran encargadas a la joyería Jufresa. Por iniciativa de Jordi, que estaba al corriente de las tendencias europeas, desde hacía unos años habían creado una línea de ropa distinguida cuyos acabados se adornaban con joyería fina: detalles de perlas en los escotes de las mujeres, inserciones de oro en los bordados, botones de nácar, de plata, de oro… Además de exportar, el taller de los Antich distribuía a la mayoría de grandes almacenes y a otras muchas tiendas de menor tamaño, así que era un cliente al que convenía tener contento.
—Laura está dentro, preparándose. Ahora sale. —Pilar guiñó un ojo a Jordi, que continuaba mirando a su alrededor inquieto. El joven Antich carraspeó nervioso.
—¡Qué parados son los chavales hoy en día! —exclamó en un tono jocoso Josep Lluís tras dar un sorbo a la copa de coñac que acababan de servirle.
Josep Lluís Antich estaba convencido de que las generaciones se iban estropeando. Creía firmemente que todo pasado siempre había sido mejor. Jordi había luchado hasta cierto punto por negar tales afirmaciones, pero a esas alturas de la vida ya no confiaba en convencer a su padre; cada cual disponía de un terreno en el que dar cauce a sus ideas y ahora estaban en el del progenitor, así que se mantuvo impertérrito. Su madre permanecía callada a su lado, haciendo gala de una perfecta educación. Su vestimenta era mucho más clásica que la de Pilar. El cuello de su traje le llegaba casi hasta la barbilla, y no separaba una mano de él en ningún momento, como para asegurarse de que se mantenía en su sitio. Sus ojos azules y profundos seguían la conversación de un interlocutor a otro sin perder detalle.
—Lo que pasa es que hoy en día los jóvenes tienen más opciones y ya no es necesario que se casen a una edad tan temprana —comentó Francesc en el mismo tono distendido.
Pilar le dio un codazo con disimulo. No era el momento de contrariar a ningún invitado, mucho menos a los Antich. Francesc la miró de soslayo y dio un sorbo de su copa.
—¡Bah! Cuando yo era joven las cosas eran mucho más sencillas —comentó Josep Lluís Antich—. Ahora entre que si primero tenemos que conocernos bien, que si quiero estudiar una carrera y labrarme un futuro… El tiempo va pasando, tic, tac, tic, tac —dijo dando pequeños golpecitos sobre su novedoso reloj de pulsera—. Lo que deberíamos hacer es poner ya una fecha de boda y así se acabaría tanta tontería.
—Eso sería perfecto —exclamó Pilar dando palmaditas con las manos—. Será una boda maravillosa y Laura y tú estaréis guapísimos. ¿No crees, Remei? —preguntó.
—Sí, son dos jóvenes muy guapos. No cabe duda de que serán la pareja de la temporada —respondió prudente y sin alzar mucho la voz.
Jordi empezó a sentirse incómodo. No le gustaba que le presionaran y mucho menos rodeado de tanta gente.
—Todavía es pronto para hablar de todo eso —matizó mirando a su madre y luego a los demás—. Pero si me obligasen a concretar algo, yo creo que Laura votaría porque la boda se celebrase en primavera. Es la estación que más le gusta, y si el banquete tuviera lugar en unos jardines podríamos gozar de un ambiente espléndido sin sufrir los abusos del calor.
—¡A eso me refiero! —exclamó Josep Lluís—. Iniciativa, hijo, es lo que hay que tener —añadió sin bajar el tono y sin importarle los que curioseaban—: Y también tenéis que decidir dónde querréis vivir, claro. Creo que la mansión Jufresa empieza a estar algo sobrecargada, ¿me equivoco, Francesc?
El aludido cabeceó visiblemente incómodo. No creía que aquello se tuviese que discutir en mitad de una fiesta llena de gente. Además, la principal interesada ni siquiera sabía que estaban hablando.
—Núria, ¿dónde está tu hermana? —preguntó Pilar a su hija mayor.
Ésta, que sería la responsable de la nueva tienda igual que lo había sido de la vieja, se repartía por doquier tratando de que todo fuese perfecto. Desde que Ferran le comunicara su idea no había dejado de desvivirse ni un instante. Ahora se preocupaba de que no faltara el Moët & Chandon bien frío, de que los canapés no estuvieran secos, de que cada uno de los sirvientes estuviera inmaculadamente vestido, de que lo mejor de su catálogo descansara en las repisas, bien colocado; en definitiva, de que las envenenadas lenguas que les visitaban no tuvieran ni un pequeño detalle sobre el que lanzarse despiadadas. Tuvo que detenerse y pararse a pensar en lo que le preguntaban.
—No lo sé, madre —respondió por fin—. Estaba desembalando unas cajas de no se qué en la trastienda.
—Dile que salga, hay alguien aquí que está deseando verla. No podemos organizar una boda sin que esté presente la novia —le pidió Pilar con una sonrisa mirando a Jordi.
—No se preocupe, Pilar, ya la veré luego. No hay prisa —se disculpó Jordi, algo azorado. Aquello ya no era una broma y no sabía cómo reaccionaría Laura. Ella era más vehemente, más pasional, más rebelde, y verse empujada en una dirección que no había previsto podría causar una reacción contraria.
—No me preocupo, Jordi. Es un placer —respondió ella posando su mano en el brazo del joven.
Núria mostró cierta sorpresa y, tras la alegría inicial por la noticia, sintió un ligero enfado por ser la última en enterarse. Con la misma determinación con que lo hacía todo, fue abriéndose paso por la sala hacia la trastienda.
Cuando llegó, la vio sentada sobre unas cajas. Laura parecía un poco enfurruñada y fumaba un cigarrillo.
—¿Qué haces? —preguntó Núria, haciendo aspavientos con la mano para apartar el humo.
—Nada. No sé qué pinto en esta fiesta. Toda esa gente no sabe ni lo que vendemos. Sólo les interesan los canapés y lucir sus vestidos. Prefiero estar aquí sola a tener que soportar una conversación más sobre lo rico que está el salmón.
—Venga, anímate, que tengo buenas noticias para ti.
Laura cruzó los brazos y miró desengañada a su hermana.
—Sorpréndeme.
—¡Ya están comenzando los preparativos para la boda! —exclamó Núria. Se quedó mirando a Laura como extasiada, esperando un abrazo que no llegó.
—¿Qué boda? —preguntó Laura poniéndose en pie.
—¿Qué boda va a ser? La tuya con Jordi.
Laura comenzó a caminar de una pared a otra como un animal enjaulado. A su alrededor sólo había cajas y una copa de vino tinto que reposaba sobre una de ellas. El rostro se le tiñó de un leve color escarlata. Núria, un tanto asustada, la observó moverse esperando una respuesta.
Cuando se serenó un poco, Laura al fin preguntó:
—¿Quién ha dicho que me voy a casar con Jordi?
—Madre y… bueno, todos. Todo el mundo lo comenta.
Laura tenía en la mirada la determinación de quien ha estado dudando mucho tiempo y por fin sabe lo que quiere. O lo que no quiere.
—No me voy a casar con Jordi —decidió. Y dio una patada a una de las cajas, que voló por la estancia en penumbra—. No me importa quién lo diga.
—Cuidado, petiteta, piénsatelo bien. Si padre y madre están tan convencidos… Piensa además que ya tienes cierta edad y… Y Jordi parece un marido tan bueno como cualquier otro. Si no mejor.
—Pero yo no quiero ningún marido. ¿Para qué necesito casarme? ¿Para vivir como tú y tu esposo? Apenas os habláis…
Núria no dijo nada más. Apretó la boca disgustada y dio media vuelta.
Laura lamentó lo que acababa de decir, pero permaneció allí sola, pensativa. No quería enfrentarse al mundo de apariencias que había en la tienda. En cuanto saliera de ese rincón se vería obligada a fingir: fingir cordialidad, fingir alegría, fingir que acataba… Volvió a sentarse sobre las cajas y encendió un nuevo cigarrillo. El calor de su brasa le alcanzaba la cara y la hacía arder más de rabia. Había sido cruel con su hermana: su matrimonio, que empezó siendo cómodo, era indudablemente infeliz y eso era algo de lo que ella siempre había querido huir. Jordi no la atraía. No representaba un desafío para ella. Era un amigo o un hermano y el mero pensamiento sexual relacionado con él le parecía una equivocación.
Ella quería un amor que no le permitiera respirar, no poder estar tranquila cuando él estuviera cerca. Que hubiera algo entre ambos flotando en el aire que compartieran, algo inaprensible pero contra lo que no pudieran luchar, algo que los fuera tejiendo, anudando, uniendo con más fuerza. Quería sentir una atracción física que le hiciera gritar y gemir, un pensamiento que le producía rechazo antes de comprender que éste desaparecería y la atracción, si encontraba al hombre que supiera despertarla, seguiría por siempre allí. Quería un hombre al que admirar, que no se cansara de ver, que fuera su compañero y del que le atrajeran hasta los más mínimos detalles, cómo se ponía el sombrero con una sola mano, cómo apretaba la mandíbula cuando estaba nervioso… Se imaginaba posando sus labios en su boca, o dejándose acariciar por sus manos grandes y fuertes mientras se le estremecía todo el cuerpo… Sólo de pensarlo un escalofrío recorrió su espalda.
Laura quería a un hombre que no se pudiera quitar de su mente cuando no lo tuviera frente a ella, quería pensar en él noche y día, preguntarse a cada momento qué estaría haciendo, si volvería a verlo como por casualidad.
Tiró el cigarrillo al suelo. Acabó de un trago la copa de vino y con las manos se alisó las arrugas del vestido. Quería un hombre que no sabía si estaría dispuesto a compartir su vida con ella, pero al menos, en todo caso, sí sabía lo que no quería.
Abrió la puerta dispuesta a salir de allí. La mirada de Jordi al otro lado de la tienda enseguida se clavó en ella, como si llevara buscándola mucho rato.
—Felicidades, Laura —la interrumpió la señora Miralles—. Ya nos hemos enterado de que pronto te casas. Jordi Antich será un buen marido…
La señora Miralles no pudo por menos que observar con recelo el vestido de Laura: su largo alcanzaba justo debajo de la rodilla, dejando a la vista las esbeltas piernas de la joven, un símbolo todavía erótico para muchos y un escándalo para los más tradicionales. Su silueta quedaba elegantemente dibujada por una tela que se entallaba y la hacía brillar en aquel entorno tan luminoso como si de una joya más se tratara. El cuello y los finos brazos de Laura también sobresalían sensuales, mostrando una piel suave y reluciente. No era común verla con un vestuario tan refinado, poco dada como era a las grandes celebraciones, y aquel día lucía completamente espectacular; hombres y mujeres se veían incapaces de resistirse a mirar con el rabillo del ojo a aquella muchacha que gozaba de un estilo tan propio. Los polvos y el maquillaje tornaban la piel de Laura en delicada porcelana, perfilaban sus facciones y pronunciaban más todavía su mirada nocturna, que ahora se dirigía penetrante a la señora Miralles. Pensando en su familia, se tragó las palabras que deseaba decir y de su boca carmesí sólo surgió un escueto «Gracias».
Mientras caminaba hacia la reunión formada en el centro de la sala por los Antich y sus propios padres, se fijó en cómo Jordi la contemplaba desde la distancia, con esos ojos grandes, brillantes y sedientos, como de cordero a punto de ser degollado, que parecían querer bebérsela. Entonces comprendió que él también deseaba ese matrimonio, que acordarlo no había sido cosa sólo de sus padres porque ella no era una amiga para él.
Se imaginó a sí misma vestida de blanco, con el ramo de flores entre sus manos y la música del órgano de fondo, caminando por entre las filas de bancos hacia el altar de la catedral, hacia Jordi que la esperaba al final del pasillo con una sonrisa de oreja a oreja y esos mismos ojos y su padre mirándola con inquietud mientras la conducía hasta él y le preguntaba sin cesar «¿Estás segura?».
Sintió que necesitaba otra copa de vino.