Durante semanas, los preparativos para la venta de las láminas de celulosa se habían ido cimentando con lentitud. Dimas contrató a los conductores y consiguió los camiones a bajo precio; buscó y apalabró la pernocta en un par de hostales repartidos a lo largo del itinerario; cerró el resto de asuntos pendientes y lo dispuso todo para ausentarse, en el peor de los casos, unos diez días. Había cuadrado las fechas con el barco, puesto que finalmente el destino sería Alemania, y ya todo estaba listo. Nada debía fallar, al menos lo que estuviese en su mano. Tras repasar el plan por enésima vez pasó por el taller de joyería a explicar los pormenores. Ferran, al comprobar que todo estaba en orden y que esa noche sería el momento elegido para comenzar la operación, felicitó a Dimas.
—Ten, disfrútalo con calma, te mereces esto y más —le dijo ofreciéndole uno de sus puros. Dimas lo aceptó, pero rechazó encenderlo en ese momento. Lo guardó en un bolsillo de su chaqueta.
—Gracias. Lo encenderé cuando hayamos empezado el viaje.
—Cada uno tiene sus momentos. —Ferran dio un par de caladas rápidas al suyo para avivar el ascua—. Bien, Navarro, he de marcharme. He quedado para comer con el que proporciona la materia prima; ya sabes, una especie de pistoletazo de salida. Ya te contaré si hay algo que merezca la pena, pero me temo que tendré que soportar su perorata sobre Wagner. Es uno de esos que acuden al Liceo a escuchar música en vez de a lucir las joyas, como hace la gente decente.
Ferran sonrió enseñando los dientes, guiñó un ojo y se alejó armado con su puro. Sobre el brazo llevaba un flamante abrigo de pelo de camello de color beige. Dimas salió tras él y se quedó indeciso unos instantes. Dio un pequeño barrido con la vista por todo el taller y se sorprendió al encontrar a Laura en el pequeño despacho que todavía conservaba Francesc Jufresa, al cual acudía de vez en cuando. Los dos conversaban en murmullos y parecían serios y concentrados.
Laura, como sintiendo el peso de su mirada, alzó la vista de pronto y clavó sus ojos de gata en él. Le calibró observándole atentamente, casi se diría que fieramente, un segundo, tal vez dos, durante los cuales Dimas, desarmado, no supo qué hacer. Finalmente ella alzó una mano y, sin sonreír ni mostrar ninguna expresión, le hizo un gesto rápido, decidido, invitándole a acercarse.
Dimas obedeció y se aproximó a ellos.
—Mire, a ver qué le parece este diseño para un broche —le dijo Laura. Señaló encima de la mesa, donde había varios papeles desplegados.
Dimas estaba sorprendido por aquella invitación. Le extrañaba que pidiera su opinión. Recordaba perfectamente cómo se había enfurecido después de que él diera la razón a su hermano Ferran respecto a su anterior proyecto. Ahora, con los ojos escrutadores de Laura fijos en él, sintió que iba a ser de algún modo puesto a prueba.
—¿Qué diría que es? —le preguntó ella entonces.
Dimas se mantuvo en silencio contemplando los dibujos esparcidos sobre la mesa antes de responder. Esta vez estaba decidido a no mostrarse vacilante antes de opinar. No quería, no consentiría por nada del mundo que ella volviera a llamarle patán.
Laura aguardó, más expectante de lo que después le habría gustado admitir, mientras Dimas valoraba en un pétreo silencio su último boceto.
Eso al menos debía reconocérselo: no se precipitaba antes de contestar. Parecía siempre dispuesto a escuchar lo que le decían y a reflexionar sobre ello. Y eso, se mirara por donde se mirase y por mucho que luego no estuvieran de acuerdo, implicaba una cierta forma de respeto. Verle ahí, atento, con ese rostro recién afeitado, ese traje que le sentaba como un guante, ese gesto serio y concentrado le hizo sentirse, sin acertar a entender por qué, halagada.
—Estas figuras —dijo al fin Dimas recorriendo el boceto con el dedo índice— me recuerdan a las torres de la Sagrada Familia…
Laura y Francesc cruzaron una mirada de complicidad.
—… y, a la vez, a las formas redondeadas de Montserrat —continuó Dimas, más hablando para sus adentros que para ellos—. Pero aquí son tres, cuando en la fachada de la Sagrada Familia son cuatro. ¿Por qué tres?
Dimas alzó la vista de los dibujos para mirar a Laura inquisitivo. Ésta clavó sus ojos en los suyos con el semblante serio al oír la pregunta, pero no habló y se limitó a aguardar a que él hallara la respuesta por sí mismo.
—Tres… —decía casi susurrando Dimas—. La Sagrada Familia… Son Jesús, María y José, la Sagrada Familia.
Los labios de Laura, hasta entonces fuertemente cerrados, se abrieron imperceptiblemente dejando exhalar su aliento y, entreverado en él, una casi inaudible exclamación que no supo interpretar si era de enfado o de asombro.
Sea como fuere, Dimas notó que un escalofrío de orgullo le recorría el espinazo. Francesc, con un gesto de la mano y, al contrario que su hija, una sonrisa abierta y franca iluminándole la cara, le invitó a proseguir. Dimas tragó saliva:
—La torre de en medio tiene debajo un aspa. En una ocasión alguien me comentó que esa aspa es para Gaudí el símbolo de Jesús —habló ahora tomando a Francesc como interlocutor; sin embargo, al decir eso no pudo evitar mirar de reojo, sólo un instante, a Laura. La persona que le había explicado el significado de aquel símbolo había sido precisamente ella en el transcurso de la merienda que, no hacía tanto tiempo, había compartido con Guillermo—. Por eso esta torre es más alta que las otras dos.
—¿Ves? —exclamó Laura rápida como el rayo volviéndose hacia su padre en cuanto Dimas hubo concluido—. ¡Y tú decías que nadie lo iba a entender! Aún faltan muchos detalles: quiero que la textura de las torres sea porosa, pero hacerlo de tal forma que parezca más un árbol; el follaje de un árbol…
—Podría ser un ciprés —se atrevió a interrumpirla Dimas—. En la fachada del Nacimiento, debajo de las torres, irá un ciprés. El «Árbol de la vida».
—Vaya, parece que aquí tenemos a un sujeto bien aleccionado —acertó a decir Francesc en un tono entre irónico y amable. Laura frunció el ceño y los labios en un mudo gesto de reproche—. Pero sigue, hija, que te interrumpí. Me habías comentado antes algo de los materiales…
—Quiero que su valor simbólico no se vea estropeado por la opulencia. No quiero diamantes ni piedras, e incluso estaba pensando en usar plata, o plata envejecida… Aunque, por otro lado, el oro blanco podría ser una bella solución; aguanta mucho mejor y se podrá jugar con el brillo y el mate… Además, el oro es uno de los regalos de los Reyes Magos. Y estaba pensando en que el aspa fuera roja, como un tributo de sangre y a la vez un tono fuerte, violento, que resalta sobre el resto. Se podría conseguir con esmalte, ¿verdad? Quizá podríamos usar una especie de teselas, ya que Gaudí es tan aficionado a los mosaicos… —Laura hablaba en voz alta teniendo como testigos a su padre y a Dimas—. Si hubiera aquí alguien que… Lástima que Pau nos dejara —añadió.
Las mandíbulas de Dimas se tensaron. Sintió un nuevo escalofrío, esta vez de miedo. No sabía qué habían hablado Ferran y Francesc sobre Pau Serra, pero en todo caso quería que su nombre quedara al margen de ese despido que todavía le pesaba en la conciencia por más que se empeñara en negarlo. Se mordió el labio inferior para evitar decir nada y cruzó los dedos.
—¿Qué piensas, papá? —proseguía ella con su perorata—. ¿A quién podría acudir del taller?
Francesc enarcó las cejas y se echó hacia atrás en su silla.
—Bien podría ser Àngel Vila. Es muy diestro con el oro blanco.
—¿Seguro que hará la labor como Pau? No sé, podría probar con varios modelos y luego…
—Ya sé que con Pau te entendías muy bien, pero no desdeñes la habilidad de la juventud. Creo que tiene poco más de treinta años, pero está aquí desde que era un crío. Àngel es tu hombre, seguro —sentenció Francesc.
Laura quedó unos instantes callada, sopesando la posibilidad que le sugería su padre. No le quedaba más remedio que probarlo. Dimas aprovechó el silencio para iniciar la retirada. De pronto se veía al margen, como si fuera invisible, incluso se notaba un poco dolido, con la sensación de sentirse utilizado, de que él en sí mismo no importaba nada para Francesc y Laura, más allá de servirles como una suerte de público abstracto y sin rostro con el que ensayar un nuevo proyecto de joyería. Notó que su expresión se endurecía. Sacó el reloj del bolsillo de su chaleco y al mirar la hora chasqueó ruidosamente la lengua.
—Lo lamento, pero debo irme, señor Jufresa —dijo estirando el brazo para ofrecerle la mano. Francesc la apretó con cordialidad—. Que tengan un buen día.
Inclinó ligeramente la cabeza en dirección a Laura, pero ésta no pareció advertir su ademán. Tenía toda su atención puesta en el dibujo. Era como si nada más le importara. «Egoísta», pensó Dimas. Y aunque no podía acusarla de poner toda su pasión en su trabajo, pues eso era lo que él mismo hacía, sí la maldijo para sus adentros por ser tan redomadamente altiva y maleducada. «Lo único que le importa son sus propias necesidades: los halagos a su obra y las opiniones que coincidan con la suya», se dijo. Se dirigió a la puerta y con dos ágiles zancadas ya la había alcanzado. Su mano empuñó el picaporte con fuerza. Realmente estaba arrepentido. Por un instante fugaz había creído que su opinión, su punto de vista, podrían interesarle de verdad, pero ahora comprendía que nada era importante para ella más allá de ella misma. Iba ya a franquear el dintel cuando una voz suave y femenina, pero firme, le llamó y le hizo detenerse:
—Ah… Dimas…
—¿Sí, señorita Jufresa? —respondió él girando sobre sus talones.
Lo primero que vio fueron sus ojos, clavados en él, limpios y brillantes. Después su sonrisa.
—Muchas gracias por su opinión.
—De nada —alcanzó a decir a su vez, y aunque intentó sonreír también fue incapaz de mostrar la misma delicada cortesía de que ella hacía gala.
A cambio, sólo asintió con la cabeza desde la distancia en un gesto que seguramente pareció tenso, envarado, incluso orgulloso, mientras la sonrisa de ella se diluía poco a poco al percibir lo tormentoso de sus ojos negros, el denso mar enfurecido que llevaba él en la mirada.
Cuando Dimas dejó atrás el taller sintió una especie de vacío, de orfandad. El sol de invierno le golpeó en los ojos con su luminosidad. Se subió el cuello de la gabardina y caminó lentamente. A media mañana, la ciudad se desperezaba entre la densa presencia del olor del otoño mientras por dentro él se llamaba idiota, estúpido, lento y se reñía por no haber sabido responder a aquella sonrisa. Se lamentaba por esa parálisis que había atenazado su rostro y sus gestos hasta hacerle parecer un autómata que, cegado por aquella sonrisa, casi ni se acordaba de respirar.
Luego, poco a poco, fue calmándose. Ya no había nada que hacer, se dijo. Y a fin de cuentas, por mucho que sonriera él sería incapaz de hacer lo mismo que Laura. Definitivamente no podría iluminar sólo con ese acto toda una mañana.
Dimas se dirigió a los grandes almacenes Conde y Cía., situados en la Rambla de los Estudios. Allí se entretuvo a comprar un petate intencionadamente modesto. La discreción tenía que ser su código de conducta para aquel viaje. A punto estuvo de largarse a otra tienda debido a la aglomeración de gente que llenaba todos los pisos, pero finalmente una señorita le atendió. Le consiguió lo que buscaba y lo anotó en un papel con el que debía ir a pagar a la caja. Cuando la dependienta acabó de escribir la primera nota, se puso a rellenar una segunda que desorientó a Dimas. En ella apuntó su nombre y la hora a la que salía. Dimas agradeció el detalle, pero se disculpó ante la joven. Tenía cosas que hacer, le explicó. Estaba a punto de iniciar un largo viaje.
Al salir de los almacenes se comió un bocadillo en un bar de la zona y después se fue para casa.
Antes de llegar se detuvo unos instantes en la Sagrada Familia. Día a día se notaban los progresos en su construcción. Tras los andamios que cubrían las torres inacabadas ya se apreciaba la grandiosidad del templo, los grandes espacios de los pórticos y la monumentalidad exuberante de la fachada del Nacimiento.
Todavía faltaba un rato para que Guillermo saliera de la escuela, así que continuó caminando hasta casa. Le hubiera gustado despedirse, pero ya miraría de compensarle con algún regalo. Tenía que hacer su equipaje y dirigirse hacia el Pueblo Nuevo. Quedaban por rematar unos cuantos detalles antes de cargar la celulosa al anochecer.
Hizo su petate en medio del silencio de su nuevo hogar. Hacía poco que había alquilado el piso de abajo para disponer de su propio espacio. Ni siquiera había colocado cortinas; cualquier ruido resonaba con fuerza. Ya tenía allí toda su ropa y lo iba llenando poco a poco. Una mesa, unas sillas, una cama… No necesitaba mucho. Todavía se le hacía raro vivir en un piso idéntico al que había habitado hasta hacía casi nada pero tan vacío. Las diferencias entre ambos eran mínimas: unos azulejos más nuevos en el baño, las puertas y los marcos pintados de blanco y menor altura al asomarse a la misma calle.
Cuando escuchó cerrarse la puerta en el piso de arriba, subió. Su padre acababa de llegar y había dejado varios paquetes con comida sobre la mesa de la cocina que ahora colocaba en la alacena, un pequeño rincón a modo de armario empotrado.
—Hola, hijo. Has llegado en el momento justo. Mira qué manzanas —dijo lanzándole una. Dimas la cogió al vuelo y la mordió—. ¿Vas a quedarte a cenar? Hoy voy a hacer estofado…
—No, padre, vengo a despedirme. Estaré fuera más de una semana.
—¿Tanto? Quédate a cenar y te vas por lo menos con el estómago lleno.
Dimas negó sacudiendo la cabeza.
—Tengo cosas que hacer. Ya comeré cualquier cosa por ahí. Despídame de Guillermo.
—Está bien…
Juan no insistió más. Dimas volvió abajo y terminó de preparar su equipaje. Se quedó sorprendido al oír por el patio de luces canturrear a su padre en la cocina. Sonrió unos momentos y pensó en cuánto tiempo hacía que no lo notaba tan contento. Una oleada de cariño le inundó y se sintió a gusto, complacido con la familia que le había tocado en suerte. Luego escogió la ropa que se pondría y fue al baño a refrescarse la cara y afeitarse. Lo había hecho por la mañana, pero pensó que no podría volver a hacerlo hasta llegar a Bilbao y ya se había acostumbrado a ser a diario pulcro con su imagen. Cuando se hubo vestido, cerró la ventana de la cocina y salió del piso. Todavía arriba se oía a su padre tarareando una vieja canción.
Pronto oscureció. Dimas se pasó la tarde confirmando todos los detalles de su plan; era muy meticuloso, no quería que fallara nada. El dinero que había en juego y la importancia de la operación lo mantenían en tensión. Con uno de los camiones que los llevarían hasta Bilbao pasó a recoger a los trabajadores contratados: unos cargarían y conducirían los camiones por turnos; otros pocos servirían para descargar y de protección en el trayecto. A pesar de que los camiones eran nuevos, o precisamente por eso, Dimas prefirió contratar a un mecánico, aunque sólo fuera por si acaso.
Reunió a todos los hombres en un local solitario del Pueblo Nuevo. Hasta hacía bien poco había sido un almacén de algodón, por lo que aún se distinguían, desperdigadas por el suelo y las esquinas, algunas hilachas. Las láminas de celulosa estaban repartidas en gran cantidad de balas que se amontonaban ordenadamente contra la pared. A todos les interesaba que no fuese del dominio público con quién comerciaban, así que la operación parecía un contrabando en toda regla, no importaba que España hubiese proclamado su neutralidad y el comercio con ambos bandos estuviese permitido. La guerra obligaba a escoger uno y rechazar el otro, y el secretismo de la operación era clave para proteger un futuro contacto con el enemigo. Y también para evitar el riesgo del sabotaje: los contendientes sabían de la importancia de los suministros. Así, un simple cargamento de celulosa en un país en paz se convertía en una operación nocturna, con camiones anónimos, una ruta poco transitada y un embarco en un ballenero camuflado en un puerto alejado del origen.
Dimas encargó a varios de los hombres preparar un ligero tentempié antes de salir: pan, queso, embutidos, tomates, aceite, sal y un par de cántaros de vino empujaron a los presentes a la camaradería. Los necesitaba bien alimentados ya que la carga debía ser rápida y el viaje comenzaría de noche. Habló con los conductores, entre los que se contaba él mismo, y establecieron los turnos rápidamente. Recomendó a los primeros que procuraran echar una cabezada entre los sacos vacíos apilados al fondo.
Se repartían por el local algunos quinqués y lámparas de aceite, las justas para poder ver por dónde se caminaba. Varios hombres salieron al exterior a fumar y recibir en la cara el aire de la noche. Sabían que estarían encerrados en la cabina durante muchas horas y la inmensa nave se les quedaba pequeña. Al abrir la puerta un buen puñado de hilachas de algodón se elevó del suelo por la corriente. Durante unos instantes, el local pareció estar atrapado en una extraña nevada. Cuando todos acabaron la cena, Dimas marchó con unos cuantos en busca de los camiones. El resto se quedó descansando y charlando sobre dónde habían trabajado, qué esperaban de ese viaje, a qué dedicarían el dinero prometido o dónde conocieron a sus mujeres.
No tardaron en llegar los camiones. Esta vez fue necesario abrir la gran puerta, que gruñó con un sonido grave, como quejándose de ser despertada. Se había conseguido disponer de los vehículos, unos Hispano-Suiza modelo 40/50, gracias a una cadena de favores entre la marca, el fabricante textil y el teniente de alcalde Cambrils i Pou. Eran modelos nuevos, recién fabricados, y el viaje serviría para ponerlos a prueba. Habían llegado desde la factoría que la Hispano-Suiza tenía en La Sagrera, a escasos minutos de donde se encontraban.
Los hombres que estaban descansando en el interior del almacén se levantaron para admirar los vehículos. Nunca habían estrenado ninguno. Tras unos breves comentarios empezaron a cargar en ellos las balas. La noche continuaba fría. El vaho brotaba de las bocas como el vapor de una olla hirviendo. Las rampas crujían con un ruido metálico cada vez que los carretones rodaban sobre ellas.
De repente, alguien llamó a la puerta. Toda actividad se detuvo. Las miradas se cruzaron recelosas. Dimas mantuvo la calma e indicó al que estaba más cercano a la entrada que abriera. La pequeña portezuela insertada en el portón emitió un sonido agudo, chirriante. Tras ella apareció la figura de Bragado. Llevaba un sombrero negro de ala estrecha, un largo abrigo marrón y guantes de piel.
—Buenas noches —dijo circunspecto. Entró sin esperar a ser invitado. El que le abrió tuvo que apartarse con rapidez—. ¿Cómo va todo? —preguntó a Dimas.
—Sobre el plan previsto —contestó mientras señalaba los camiones e indicaba a sus hombres que continuaran con su trabajo—. Espero que en un cuarto de hora estemos listos para partir.
—Eso es bueno. Cuanto antes termine todo, menos problemas.
—Cierto.
Bragado entrecerró sus pequeños ojos y le clavó su mirada como si fueran agujas. Sus labios se movieron sutilmente en un rictus que pretendía ser una sonrisa. Dimas sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta y se lo ofreció; Bragado lo guardó sin mirarlo en el bolsillo de su abrigo, de donde sacó a su vez un papel grueso doblado en cuatro que tendió a Dimas.
—Tenga. Le puede ser útil —la voz de Bragado parecía haber perdido algo de su frialdad habitual.
Dimas desplegó el documento y lo observó unos instantes. Era un salvoconducto. Se preguntó por su necesidad, igual que hacía un momento se había cuestionado la presencia allí de Bragado. Aquel hombre no acababa de caerle bien. Era silencioso, llegaba siempre en el momento preciso y tenía una inteligencia viscosa, capaz de adaptarse a terrenos movedizos. Pero estaba conectado con las altas esferas y Ferran parecía tenerlo en gran estima.
—Le servirá por si la Guardia Civil hiciera demasiadas preguntas —aclaró el jefe de policía—. Cuanta menos gente sepa qué carga transporta, mejor. Naturalmente, sólo le será útil en tierra. Una vez el barco salga de Bilbao yo ya no puedo hacer nada.
—Ya ha hecho mucho —le sonrió Dimas guardándolo cuidadosamente—. Estoy seguro de que el señor Jufresa le está muy agradecido.
Los ojos de Bragado se atornillaron sobre los de Dimas.
—Estoy convencido de ello —respondió con voz gélida. Y esta vez sí sonrió.
Permaneció en el lugar hasta que se marcharon. Dimas cerró el portón y salió detrás de los demás. Se estrecharon las manos y subió de nuevo al último camión, el que él conduciría. El jefe de policía quedó allí, firme sobre el suelo, con los pies un tanto separados y las manos enlazadas a la espalda, hasta que desapareció envuelto en un jirón de niebla. Las nubes de aquel cielo encapotado se abrieron en un mínimo resquicio y la luna llena quedó a la vista, majestuosa. Todo se cubrió de una pátina plateada. Dimas pensó entonces que había llegado el momento: extrajo el puro que le había regalado Ferran y lo encendió con parsimonia. El rumor de los motores cortaba el aire. En cuanto avanzaron por el interior del país la niebla se fue rompiendo hasta desaparecer. La luna refulgía con fuerza sobre la chapa impoluta de los camiones.