Capítulo 20

Juan acudía al camposanto de Montjuïch todos los años. Era primero de noviembre y siguiendo la tradición que madre le inculcó siendo tan sólo un crío de visitarlo el día de Todos los Santos, como tantos otros ciudadanos, tenía por costumbre honrar a los muertos en esa jornada. El Cementerio del Suroeste había sido inaugurado el 17 de marzo de 1883, después de que el de Pueblo Nuevo se quedara pequeño. El alcalde Rius i Taulet, en su afán modernista, lo había mandado construir al arquitecto Leandro Albareda. Encaramado a la falda de la montaña, albergaba los cuerpos de mucha de la gente que Juan había conocido a lo largo de su vida, personas a quienes la tragedia, la enfermedad o la mano dura del tiempo había acabado por empujar a aquella especie de ciudad dormida. Todavía recordaba a Josep Ramon Martí, aquel hombre tan amable que les había ayudado a buscar casa a Carmela y a él a su llegada, cuando tan sólo disponían de las pocas monedas que habían conseguido ahorrar tras el casamiento. Juan había sabido que unos pocos años atrás falleció en su casa, solo, con más de ochenta años. Él pensaba ahora que ése era un buen lugar donde pasar la eternidad, con el mar Mediterráneo bañando la base de aquellas piedras.

Muchos otros de sus seres queridos, como sus padres o su abuela Fermina, reposaban lejos de Barcelona, en el cementerio parroquial de San Agustín en Abejuela. En ese pueblecito al sur de Teruel había pasado gran parte de su juventud, y de él guardaba maravillosos recuerdos. No había vuelto a visitarlo desde su marcha, hacía ya tantos años. Al principio el sueldo de conductor de tranvía no le había dado para viajar hasta allí, y luego cada vez le había costado más volver. De todos modos, y a pesar de que no estaba cerca de ellos en aquel día señalado, Juan sentía que guardaba la tradición y los honraba acudiendo al cementerio situado bajo el castillo de Montjuïch. Su propio hermano, Raúl, había muerto en una de sus lúgubres celdas.

Juan había llegado a Montjuïch en el Ferrocarril de Villanueva. El movimiento sinuoso del mar y el sonido arrastrado de las olas le inspiraban calma. Atravesó la entrada donde había colocada una placa conmemorativa del día de su inauguración y subió las primeras escaleras. A ambos lados empezaban los nichos, incrustados entre las piedras ocres de la montaña convertida en una armoniosa necrópolis. Otros visitantes entraban junto a él en silencio.

En aquella mañana soleada el cementerio aparecía atestado; los ciudadanos cuidaban de las tumbas de sus difuntos. Juan se fijó en cómo una niña ayudaba a su madre a quitar las hojas y el polvo acumulado de un nicho, perteneciente a su padre probablemente. La pequeña arrugaba la nariz cuando el polvo la molestaba y la hacía estornudar, pero ni se quejaba ni abandonaba la tarea. Juan podría haber traído con él a Guillermo, como hacía con Dimas cuando era pequeño, pero pensó que su sobrino ya había sufrido demasiado. No deseaba hacerle recordar más dolor, así que lo había dejado en casa de un vecino.

Continuó con su paseo. Las esculturas de mármol de gesto melancólico, en forma de ángeles y otras criaturas celestes, velaban el sueño de los muertos. Aquellos lechos también imponían sus propias diferencias de clase. Los panteones alegóricos elaborados por arquitectos y escultores de renombre como Domènech i Muntaner, Llimona o Puig i Cadafalch contrastaban con la fosa común para los pobres de solemnidad y con los nichos de los afanados trabajadores y los botiguers. El fuerte aroma de los cipreses lo llenaba todo.

Juan descendió por el otro extremo y llegó hasta el nicho que andaba buscando: el de su hermano Raúl. En él reposaba también Georgina, su esposa y madre de Guillermo. Apartó con la mano izquierda el polvo y la tierra que lo habían cubierto en ese último año y tras abrirse la chaqueta extrajo del bolsillo interior dos flores amarillas, dos narcisos. Los colocó en la cornisa, apoyados contra la lápida y se sentó en un banco de madera situado en el borde del sendero. Frente a él se expandía el mar de nuevo con toda su belleza. Algunas velas tiznaban de blanco el azul intenso y Juan respiró hondo. Comenzó a recordar pequeños detalles de los que ya no estaban: los pliegues que rodeaban los pequeños ojos de su madre mientras tejía uno de esos gorros que tan bien iban para pasar el frío invierno; las manos gruesas y siempre sucias de su padre, acostumbradas a pasarse los días trabajando la tierra; y Raúl, su joven y rebelde hermano, inconformista hasta la médula, que le había seguido a la ciudad y se había quedado sin ver crecer a su propio hijo. Su hermano pequeño había tenido siempre una sonrisa amplia y contagiosa. A Juan le resultó imposible no esbozar una al evocarla, como si su efecto hubiera perdurado más allá de ese final tan rotundo y no hubiera manera de separarla de su memoria.

Tal como esperaba, le había visto entrar en el cementerio hacía ya un buen rato y lo había seguido desde entonces unos cuantos pasos por detrás. Cuando dejó las dos flores amarillas en el nicho se preguntó a quién pertenecería. Quizá a algún amigo suyo que ella no conocía. Estaba convencida de que habría muchísimas cosas que se había perdido en los últimos veintidós años. Su corazón latía rápido y le costaba respirar, no por el cansancio del trayecto, sino por el impacto de volver a ver a Juan después de tanto tiempo.

Al igual que en ella, la vejez había hecho estragos en su aspecto. Una barba a medio crecer y completamente cana cubría en parte su rostro. Su elevada estatura se encorvaba sobre el brazo derecho, como si lo tuviera herido y no pudiera moverlo. Sus ojos parecían cansados, seguro que en parte por culpa suya. No contaba más que cincuenta y dos años, lo sabía muy bien: su aniversario era justo cuatro días después del de Reyes. «Si Sus Majestades se hubieran retrasado unos días, celebraríamos las dos cosas al mismo tiempo», le había dicho ella más de una vez.

La visión de Dimas ya adulto en el hotel la había hecho enloquecer por momentos. Se sentía como si alguien la estuviera empujando a volver a experimentar el sufrimiento de aquello que tanto le había costado dejar atrás, una tortura atroz que se le impuso como si se tratara de un criminal. Sin embargo, su único crimen fue librar a su familia de un mal mayor que les habría condenado igualmente a la separación. Ahora las últimas casualidades acontecidas le daban mucho en qué pensar: como que, por ejemplo, no hacía ni un mes que la habían puesto a limpiar en las habitaciones de todos esos señoritos después de haberse pasado años y años fregando platos en el restaurante. Pese a que hacía ya bastantes días desde que sucediera, aquel encuentro con su hijo había despertado en ella una llama que no conseguía apagar.

Desde aquel día el tiempo transcurría ante sus ojos como si perteneciera a otra persona. Inés, con su carácter impetuoso, reforzado por el vigor de la juventud, que la llevaba a querer saber siempre lo que ocurría, le inquiría repetidamente sobre por qué se perdía en sus pensamientos. «Ay, hija, no me pasa nada», repetía Carmela ante su insistencia, bien durante la cena, bien en una de esas tardes a la semana que aprovechaban para pasar un rato juntas.

—Pues estás de lo más rara, madre —le insistía Inés, en aquella ocasión sujeta de su brazo mientras caminaban por Canaletas, tan sólo dos días atrás.

—No es nada, pesada. Sólo estoy algo cansada.

—Si estuvieras cansada bostezarías o te dormirías, pero no te quedarías callada mirando vete tú a saber dónde mientras yo te cuento la última de mi jefe.

Carmela aguantaba en silencio las dudas de su hija, e Inés apretaba la boca y alzaba una ceja visiblemente disgustada. La verdad era que no tenían a nadie más en el mundo y se lo confesaban todo. Tal vez por eso le estaba costando tanto guardar ese secreto.

Y ahora ahí estaba ella, amparada por la sombra de una higuera del cementerio de Montjuïch y espiando a su esposo. Aunque decidió irse sin mirar atrás, jamás había dejado de serlo. Nunca se había podido arrancar aquel ardor del pecho, aquel dolor sordo que se pudría en la soledad, que aumentaba a rachas como el viento frío que bajaba de la sierra… Deseaba acercarse a Juan y decirle cuánto le echaba de menos, explicarle lo que había ocurrido en todo ese tiempo y revelarle al fin aquella terrible verdad que no podía ni imaginarse. Pero Carmela no hallaba la fuerza necesaria para recorrer los pasos que la separaban de él.

Se mantuvo allí cuando él tomó asiento en el banco de madera: permanecía muy quieto, con la mirada puesta en el mar y una mano estrujando su gorra, ausente y en paz.

Carmela conocía bien su costumbre de visitar el cementerio en el día de Todos los Santos, como también comprendía a la perfección otros detalles de los que nadie más estaba al tanto. Se habían conocido siendo unos críos y lo habían compartido todo; también su sueño de vivir mejor, con más opciones que únicamente compartir la olla de patatas con carnero y el pan eterno y correoso de la semana. Decidieron, como tantos otros, ir a Barcelona, a la gran ciudad. Entonces, con todas las ilusiones intactas y los sueños como regalos por abrir, nadie hubiera imaginado que esa partida acabaría por separarlos.

Carmela se enamoró de Juan el día que lo vio por primera vez paseando las ovejas, en el yermo de Abejuela. Él la saludó tímido, con un gesto de la cabeza. Ella jugaba con un perro entre los árboles de la Quinta del Sordo, apenas era una chiquilla de trece años bastante curiosa. Fue ella quien preguntó primero cómo se llamaba, aunque ya lo supiese de haberle visto por el pueblo. Durante los días siguientes, y los meses y los años, ambos regresaban a ese mismo lugar para encontrarse. En los días de lluvia, Juan la esperaba y compartían el pedazo de pan y el tocino bajo el olmo. Las gotas resbalaban por el capote de pastor con que se cubrían y el tiempo pasaba deprisa. Ella volvía rápido a casa con las mejillas arreboladas y el pelo humedecido por aquella maldita lluvia que todo lo podía. Con la nieve era peor, porque las ovejas debían quedarse en el corral. Juan pasaba por delante de la casa de Carmela y miraba hacia las ventanas. Ésta sabía que sólo ella podía contemplarle desde dentro y sonreía. O disimulaba si la madre estaba cerca, sin decir nada aunque lo supiese todo. Qué dura la vida entonces, y los inicios en Barcelona, sin saber qué hacer, con gente por todas partes, corriendo, sin pararse siquiera a preguntarle a una si necesitaba algo. Luego llegó un poco de estabilidad, pero enseguida se truncó. Y fue entonces cuando el ánimo desfalleció, cuando las decisiones se volvieron irrevocables y las esperanzas se diluyeron con esa lluvia fina del tiempo que lo tiñó todo de un amarillo ceniciento que no hubo manera de borrar. Ahora todos esos recuerdos habían vuelto y la azuzaban.

Había intentado pelear contra la memoria, contra aquella fuerza que la arrastraba como una marea incontenible no sabía muy bien hacia dónde. Pero un día, no hacía tanto, bajó los brazos y dejó de luchar. Comprendió que aquello era más fuerte que ella, que pese a los veinte años transcurridos no dejaba de pensar en su familia, no podía comer ni dormir preguntándose cómo estarían ellos. Así que decidió aparcar la cobardía a un lado y enfrentarse a lo que había ocurrido.

La idea de acercarse un día a la casa que había compartido junto a Juan y su hijo le pareció dolorosa; además, no sabía siquiera si seguían viviendo allí. ¿Y si Juan había rehecho su vida?, ¿y si había otra mujer cocinando en aquel piso y durmiendo en su cama? Hasta ese momento, la montaña del Tibidabo había sido su refugio, demasiado apartada de su vida para que llegara hasta ella nadie de su familia. Pero ese refugio había caído, su hijo había arribado sin saberlo y toda esa mentira que se había construido con esfuerzo se había desmoronado a sus pies. De súbito, sin avisar. Y ahora las preguntas se amontonaban y pensaba en cómo sería recibida, en el desgarro de volverlos a ver después de todo ese tiempo. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que se aproximaba el primero de noviembre. Juan era un hombre de costumbres; al menos eso no habría sido borrado por el olvido.

Cuando Carmela hubo pasado un rato tras aquella higuera, entreviendo apenas el perfil de Juan, se decidió a dar unos tímidos pasos hacia él. El hombre no se percató; continuaba con la mirada puesta en el mar azul que en esa mañana de otoño se mecía tranquilo. La luz del sol se reflejaba en su superficie, devolviendo destellos brillantes. Tras esos primeros pasos, el pecho de Carmela comenzó a acelerarse. La inundó una sensación de ahogo. Se volvió completamente, presta a la retirada, pero se contuvo. Inspiró hondo inflando el pecho y, en lugar de aire, unas lucecitas blancas comenzaron a nublarle la visión. Buscó el tronco de la higuera con la mano y esperó unos instantes a que esa sensación se apaciguara; con la otra mano se acarició la frente y los ojos. Para ese día se había puesto su mejor vestido y se había arreglado el pelo en un moño alto, como le gustaba a Juan. Ahora el viento lo había desordenado y algunos de sus mechones caían sobre su cara. Pensó en si no había sido una ilusa al creer que podría volver a hablar con él, quizá incluso recuperarlo. Carmela se enfadó consigo misma y tomó la decisión de volver a casa.

Lanzó una última mirada hacia Juan y vio cómo desviaba la vista un momento al nicho en el que había dejado los dos narcisos. Pensó que allí debían reposar los restos de alguien importante para él. Se sintió movida por la curiosidad: antes de abandonar el camposanto necesitaba saber a quién pertenecían. Con cuidado de no llamar su atención, dio unos pocos pasos más hasta situarse a la espalda de Juan. Cuando consiguió estar lo suficientemente cerca pudo leer las inscripciones y se llevó una mano a la boca. Una de ellas rezaba «Raúl Navarro» y, debajo de ésta, figuraba el nombre de Georgina Ariño, su joven esposa. A ambos los había conocido allá en Abejuela. Eran algo más jóvenes que ellos.

Sin perder su expresión estupefacta, se aproximó a Juan despacio, sin pensarlo.

Él alzó la mirada cuando la sintió cerca. Sus ojos se mostraron sobresaltados, pero no pudo o no supo o no quiso articular palabra.

Ella sólo dijo:

—Lo siento. —Se sentó a su lado y le cogió la mano—. Lo siento mucho —repitió.

Él no la apartó.

Y entonces Carmela pudo ver, mientras sus ojos se nublaban, cómo una lágrima recorría la mejilla ajada de Juan.