—Dices que sólo pasabas por allí. ¿Por qué? ¿Ibas de paseo?
—Ya se lo he dicho. Vivo en la calle San Pablo. Venía del Pueblo Seco, de ver a unos compañeros de trabajo que me iban a dejar unas herramientas.
—¿Sí? ¿Y dónde están esas herramientas? —preguntó el policía.
—En la refriega se me cayeron —respondió el hombre. Se tocó un poco la cara. Tenía un ojo casi cerrado en trance de amoratarse y un carrillo completamente hinchado—. Si busca el zurrón seguro que las encuentra. Y si no, a alguien le serán de utilidad…
Uno de los policías que presenciaba el interrogatorio y hasta entonces se había mantenido en silencio se acercó rápido hasta el detenido. Le soltó un golpe sonoro en la mejilla dañada con la mano abierta.
—¿Estás acusando a la policía de robarte tus putas herramientas? —soltó.
El hombre se llevó de nuevo las manos a la cara y los ojos se le humedecieron. No se atrevió a emitir ni un quejido. Ni siquiera el odio se traslucía en su mirada. Sólo terror, terror a que los golpes no parasen, a que los porrazos se volvieran a combinar con los insultos y con las patadas en el vientre que no dejaban más rastro que unos días de intolerancia a cualquier alimento sólido y un miedo sordo a volver a salir a la calle.
—Ya está, Vicente, tranquilo. No quiero violencia en esta sala, ya lo sabes.
Esteban Bragado miró a su subalterno con la condescendencia propia de un padre tolerante. Le hizo un gesto para indicarle que lo dejara. Después volvió con paso cansino al lado de otro compañero que estaba junto a la pared desconchada por la humedad. Era de un color grisáceo, sin que se pudiera decir si era original o había adquirido ese tono deslucido con los años. La pintura rugosa aparecía arrancada en algunas zonas, sobre todo cerca de las esquinas. Formaba una especie de atlas con continentes de imaginarios bordes que se mezclaban unos con otros. Evidenciaban que el mundo podía ser de otra manera.
—Mira, García —dijo Esteban Bragado dirigiéndose ahora al detenido—. Eres sospechoso de complicidad con el grupo anarquista de Conde del Asalto. Y ya sabes lo que significa ser sospechoso en este mundo cruel en el que vivimos. El foso del castillo de Montjuïch está lleno de culpables que decían no serlo. Empecemos de nuevo: ¿Qué fuiste a hacer al Pueblo Seco? ¿A qué grupos anarquistas conoces allí?
—Yo no conozco a nadie de ningún grupo —volvió a negar el acusado. Luego se mordió el labio inferior y dudó un segundo antes de continuar—. Hay un tipo de ideas raras que vino a trabajar de la España Industrial, pero nadie se junta con él.
—¿Cómo se llama?
—¿Su nombre? —preguntó inseguro.
—Nombres, García. Sólo quiero nombres. ¿Tan difícil es de entender?
Esteban Bragado se levantó con ímpetu de la silla y ésta se deslizó sonoramente hacia atrás. Se inclinó hacia el acusado, que se echó a su vez contra el respaldo todo lo que pudo. El policía apoyó los dos brazos a lado y lado de la mesa hasta que su cara quedó frente a la del detenido. Si ponía atención podría oír los latidos de su corazón golpeando desbocados, ansiosos por salir del pecho. Le habló casi en un susurro:
—No los puedo contener siempre —dijo haciendo un gesto casi imperceptible con la cabeza hacia su espalda. Desde la pared, los dos perros de presa lo miraban impertérritos. Luego se incorporó, como dejándolo por imposible—. No te preocupes, García, no hay prisa. Sabes lo que necesito y yo tengo otras obligaciones. Volveré por la tarde. Intentaré que no sean demasiado duros contigo. Recuerda: unos nombres. Con cuatro me contentaría. Y ellos quizá también, aunque no te prometo nada.
Bragado recogió la chaqueta sobre la silla y se alejó sin parar mientes en el aspecto de desamparo del detenido. Sus párpados palpitaban perceptiblemente y se frotaba las manos esposadas, una contra la otra, con fuerza. Un rastro carmesí surcaba sus muñecas. Las manos estaban sucias y eran grandes y fuertes, acostumbradas al trabajo duro. El policía se dirigió a los dos subalternos que miraban al arrestado fijamente, esperando escrupulosamente su turno. Se dirigió a ellos sin ambages, como si el afectado no pudiera oírle:
—Que aguante hasta la tarde. No os paséis demasiado; no quiero líos. Acordaos de lo que ocurrió el mes pasado con aquella puta del Carmelo: luego Calzada se tiró toda una mañana rellenando papeles, ¿verdad que sí, Calzada?
—No se preocupe, jefe. Aguantará.
Bragado echó una última mirada al prisionero y sonrió ligeramente. En un café aquello podía pasar por una sonrisa de despedida, una ligera aquiescencia después de una conversación agradable, pero en aquel contexto adquirió un matiz sarcástico, casi macabro: parecía desear buenas tardes a un individuo que seguro que no las tendría. Se abotonó la chaqueta sin prisa y salió con aire despreocupado.
Caminó hasta llegar al restaurante, en la calle Caspe. Esteban Bragado tenía cuarenta y siete años y había pasado por casi todos los puestos en la policía. Había comenzado cazando indeseables en el casco viejo de León, siempre a la sombra de su padre, también perteneciente al cuerpo policial. Por eso, cuando se enteró de que existían vacantes en Barcelona —una ciudad conflictiva a la que nadie quería ir a trabajar— no se lo pensó dos veces: presentó solicitud, le fue concedida sin problema y una vez en la Ciudad Condal volvió a empezar de cero. Pronto se sucedieron los ascensos. Los primeros quizá al abrigo de la suerte, pero nadie podía negar que supo jugar con acierto sus cartas. Sus ojillos pequeños, brillantes, le conferían un aspecto que oscilaba entre el del hombre bonachón y risueño y el de un individuo cruel. Llevaba ya dieciséis años en la ciudad y se conocía los vericuetos, las callejas del barrio viejo y de los suburbios, la zona alta y las chabolas. Había asistido al crecimiento del Ensanche y a la transición hacia la electricidad. Por eso Barcelona le parecía una metrópoli moderna, porque pensaba que las demás se habían quedado tal y como él las había conocido allá en su juventud.
Bragado necesitaba el desequilibrio y la acción. Logró hacer méritos y salvar durante la Semana Trágica el último escollo que se interponía entre él y su ascenso más importante. En aquellos días violentos y conflictivos supo actuar con mano dura sin notoriedad, siempre a la sombra de los grandes nombres y adaptándose a los cambios políticos que se sucedieron. De ella salió fortalecido y quedó bien colocado en la lista de candidatos al cargo de jefe superior de la policía de Barcelona. El nombramiento no se hizo esperar y con el correr del tiempo, una vez hubo tomado posesión del cargo, tanto su nombre como su persona comenzaron a irradiar un respeto que las más de las veces se confundía con el miedo. Lo cierto era que no se había parado en legalidades para intentar controlar una ciudad que llevaba tiempo con las riendas sueltas. Ató corto a los anarquistas, utilizó infiltrados, creó patrullas de ex policías afines y, cuando sospechaba de alguien, no se le caían los anillos a la hora de ordenar que se preparasen pruebas incriminatorias.
Nadie había sido nunca capaz de hacerle caer en desgracia, y con los detenidos siempre se mostraba correcto en grado sumo. Desde que accedió al cargo, jamás se le había escapado un mal golpe. Pero bajo esas aparentes buenas maneras se escondía un interrogador implacable que tenía bien aleccionados a sus pupilos. Ésa era la razón por la que estaba tan bien considerado entre sus superiores: sabían que no actuaría por cuenta propia, que no buscaría la gloria personal en detrimento de la victoria aparente del político de turno. Esteban Bragado ejercía como un jefe gregario que conocía bien sus virtudes y sabía explotarlas, pero nunca olvidaba la mano que le daba de comer.
Aquel día Bragado había quedado con Andreu Cambrils i Pou. Él y el primer teniente de alcalde del ayuntamiento de la ciudad se encontrarían en un lujoso restaurante cercano al paseo de Gracia.
Apuró el cigarrillo ante la puerta de entrada, junto a un portero ataviado con un abrigo rojo con botones dorados que le llegaba casi hasta los tobillos y un sombrero de chistera que llevaba en su base una banda también dorada. Alzó la vista y se vio reflejado en las vidrieras, que mostraban un interior plagado de pesados terciopelos que caían desde los altos techos y daban una calidez demasiado cargada al ambiente. Los comensales iban vestidos con elegancia y Bragado pronto sintió el peso de su traje sobre los hombros. No era barato ni de mala calidad; hacía ya tiempo que su sueldo le permitía vivir con cierta holgura, sin excesivas preocupaciones, pero tantos años de patearse las calles, de vivir enganchado a los bajos fondos tratando con maleantes y buscavidas le habían dejado un porte desgarbado. Caminaba de medio lado, como si cargara siempre con un grave peso sobre sus espaldas, y no era hablador, aunque sabía cuándo era oportuno decir algo y cuándo era más conveniente mantenerse callado. Por eso Andreu Cambrils i Pou confiaba en él.
Accedió finalmente al restaurante. Sus ojos pequeños y huidizos, profesionales de la cautela, hicieron una rápida inspección de las mesas. Conocía a muchos de los comensales, así como las debilidades de unos y de otros. Almacenaba gran cantidad de información en el cerebro sin apenas darse cuenta y cuando quería no dudaba en utilizarla con acierto y sacarle todo su partido con extrema habilidad. Esteban Bragado era un hombre que sabía aprovechar sus oportunidades cuando se le presentaban. Su padre, que había llegado a ser comisario allá en León, le había aleccionado bien: con los poderosos no conviene pensar demasiado, pero sí recordar. Y cada información es valiosa a su debido tiempo, ni antes ni después.
Al fondo, solo en una gran mesa, Cambrils i Pou mantenía una conversación amable con un camarero que se ufanaba de poder tratar de tú a tú a uno de los grandes políticos de Barcelona.
—Ah, Bragado. Por fin —exclamó el primer teniente de alcalde de la ciudad.
—¿Llego tarde? —Bragado se sacó el reloj de bolsillo. Faltaban todavía unos minutos para la hora convenida—. Le ruego me disculpe, señor. He tenido que resolver un asunto antes de salir.
—No te preocupes y pide tranquilo. —Cambrils manoteó en el aire, quitándole importancia—. ¿Algo que deba saber?
—No, lo típico: un anarquista que niega serlo —se justificó el policía. Tomando asiento ordenó una sopa de pescado al camarero que ya se iba. Cambrils i Pou ya habría hecho su pedido antes de su llegada.
—Los anarquistas, menuda plaga. Menos mal que nos sirven de excusa para arramblar con todo. En realidad, les deberíamos estar agradecidos.
Andreu Cambrils i Pou trataba a todo el mundo con el mismo sentido de la urbanidad proverbial y responsable. Bragado temía esos encuentros y los rehuía en la medida de lo posible: siempre se movía en la cuerda floja, a medio camino entre la obligatoriedad de cumplir con alguna orden directa y la indefensión de una iniciativa personal y arriesgada. Por eso, y aunque tenía amplia experiencia en el trato con hampones, sabía a lo que se enfrentaba, pues a pesar de los ascensos y los años de carrera no estaba a salvo de «ciertas presiones», como él las denominaba. Decir que no a los requerimientos del político también habría sido una iniciativa personal y arriesgada. La sombra de Cambrils i Pou llegaba lejos y la labor policial siempre precisa de confianza en el compañero: nadie está a salvo de un balazo en un callejón oscuro y anónimo o de un accidente de coche al volver de visitar al padre retirado en León, con la familia… Cosas más extrañas se habían visto.
—El caso es el siguiente, Bragado —comenzó Cambrils—: Barcelona se está ampliando hacia el Besós y el frente marítimo es de gran importancia para nuestra ciudad. Deberíamos cuidar un poco su imagen. En los últimos años los baños de mar han adquirido gran notoriedad. Bien conoce usted el barrio de la Barceloneta, que se está convirtiendo en el centro de ocio más importante de los jóvenes burgueses, con los Baños Orientales y los del Astillero, todos ellos bien preparados para la acción benigna del mar.
—Lo sé, señor Cambrils.
—Y también recordarás lo que nos costó que esa franja de arena estuviese limpia de indeseables. Creo que te tocó lidiar con ellos mientras estaba en licitación el cargo que ahora sustentas —remarcó el edil.
—Lo recuerdo muy bien y nunca le estaré lo suficientemente agradecido.
—Pues resulta que mi primo por parte de madre, Víctor Pou i Artà, es regidor en el ayuntamiento del Pueblo Nuevo y por allí están también pendientes de crear un club deportivo a imagen y semejanza de los que ya poseemos.
—¿En el Pueblo Nuevo? —preguntó el policía procurando disimular su asombro.
—Sí, Bragado. A mí también me sorprendió. Parece ser que la proximidad del Besós no es impedimento para una buena calidad del agua. Yo, por mi parte, prefiero ir a Caldes de Malavella, pero ya sabes lo que dicen: sobre gustos…
—Entiendo.
—El caso es que esas playas, como bien sabrás, están llenas de tugurios de mala muerte, construcciones precarias, putas desdentadas y golfos de todo tipo.
—Sí, no se puede decir que sea un lugar recomendable para dejar la cartera a la vista —concedió el policía.
—Pues eso debe cambiar —afirmó Andreu Cambrils golpeándose la pernera—. Ya está bien de vivir de espaldas al mar. Tenemos que habilitar nuevas zonas para nuestros conciudadanos. No puede ser que pillos y maleantes de todo tipo copen el litoral. A ver si conseguimos que las personas decentes tengan un sitio donde poder remojar los pies en paz.
—Entendido. Supongo que con unas cuantas batidas y un par de cuadrillas de obreros a final de mes todos esos indeseables estarán desalojados y los espacios adecentados.
—De las cuadrillas ya me encargo yo. Lo otro lo dejo en tus manos. Un placer hablar contigo.
Bragado miró al plato disimuladamente. Le acababan de servir la sopa de pescado que había pedido y apenas se había llevado a la boca un par de cucharadas.
Frente a él, Andreu Cambrils i Pou empezó a desmigar uno de los dos lomos de merluza que tenía en su plato, acompañados por dos cigalas bien lustrosas que hasta parecían moverse todavía. El pescado se deshacía en su boca y la salsa verde que lo acompañaba estaba en el punto justo de espesura.
Bragado agitó la cabeza como borrando de ella una visión que no quería tener y dejó la cuchara a un lado. Se limpió las comisuras de los labios. Saludó con una inclinación de cabeza al político, que masculló algo ininteligible, y se retiró abotonándose la chaqueta. El sol de la tarde recién iniciada le hirió en los ojos al salir de la semioscuridad del suntuoso local. En la calle se cruzó con un mendigo que apartó de inmediato la vista al reconocerlo. Si hubiese encontrado un agujero en el suelo hubiera ido a esconderse en él como un avestruz. Pero el jefe Bragado no tenía ganas de engordar la lista de detenidos. Iría a ver a Vicente y a Calzada; seguro que ya le tendrían preparados los cuatro nombres que necesitaba para desarticular el comando de Conde del Asalto. O por lo menos para meter miedo y que se lo pensaran dos veces antes de volver a actuar. El gobernador civil estaría contento. Después se pondría con lo de Cambrils i Pou.