Capítulo 18

A los pocos días, Dimas Navarro esperaba apostado en un callejón oscuro. Cada vez que se abría la puerta del número 3 afinaba la vista para distinguir a quien saliese. Confiaba en no ver a un hombre de unos sesenta años, un trabajador del taller de joyería con más de cuarenta de experiencia. Pau Serra, que así se llamaba el sujeto de su investigación, tenía la casa en la calle más estrecha de Barcelona, la de Las Moscas, en pleno barrio de La Ribera. Pese a su edad, conservaba un cuerpo robusto y una mirada bondadosa. Dimas lo conocía bien, puesto que era uno de los artesanos más valorados en el taller de los Jufresa.

Pau Serra había mandado aviso a través de un compañero de que ese día no podría acudir al trabajo por encontrarse enfermo con fiebre. Ferran, obsesionado con el tema de la disciplina, quería comprobar que no fuera una mera excusa para tomarse algún día de descanso. Así que Dimas, después de haber concertado para el día siguiente un encuentro con el fin de asegurar el transporte de la celulosa a Bilbao, se había acercado a la casa del trabajador. Pensaba que en realidad Ferran quería quitarse de encima al artesano más cualificado, alguien con el prestigio suficiente como para que su voz se hiciese escuchar. Pero esas motivaciones a él no le interesaban en absoluto.

El sol aparecía y desaparecía por entre las espesas nubes. Había pasado el mediodía y Pau continuaba sin salir de su casa. En el estrecho callejón los cambios de luz eran apenas perceptibles. Dimas se situó bajo la cornisa de otro portal. Un vecino salió y lo miró con gesto desconfiado. Al cabo de un rato, varios habitantes de la calle de Las Moscas ya murmuraban sobre cuál sería el proceder de ese individuo con gabardina que llevaba apostado allí desde hacía horas.

Dimas evitaba sus miradas. El aroma a café tostado y a fuego de leña que surgía de la tienda de los maestros tostadores Gispert, en la calle de Los Sombrereros, justo detrás de Santa María del Mar, empezaba a abrirle el apetito. Tuvo que contenerse para continuar en esa posición, a la espera.

Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer sobre la punta de sus lustrosos zapatos. Resbalaban de los aleros de las casas, ya que la mayoría se estrellaban contra las paredes de la calle sin llegar al suelo. Dimas recostó un poco más la espalda contra la puerta para evitarlas. Llevaba ya mucho tiempo en ese lugar y no pasaba nada. Quizá debería llamar directamente o dejarlo, pensó. Pero la lluvia apretaba y allí estaba resguardado. Por un momento se abstrajo de esa oscura callejuela y de las miradas de los vecinos que recelaban de su presencia.

Pensaba en Laura. Desde su encuentro fortuito había estado observándola en el taller, mientras hablaba con los artesanos, con sus hermanos o su padre, sin que ella se percatara. No podía explicarse lo que había ocurrido, por qué suscitaba en él tanta curiosidad. En el tiempo que había pasado desde aquel encuentro en el templo expiatorio, Dimas había buscado excusas para pasar por el taller y verla. Necesitaba vigilarla, estudiarla. Se había dado cuenta de que había algo diferente en ella, de que no era como las demás. Por eso se fijaba en sus ojos, más grandes de lo que pensaba; en el cuello, estilizado y terso, con un pequeño lunar de forma ovalada que resaltaba entre su piel resplandeciente; en sus manos hábiles que trabajaban incansables…

Al observarla en la distancia, su mente se ausentaba de lo que estuviera haciendo. Ella trabajaba con sus dibujos y plantillas o hablaba con algún trabajador sobre algo que necesitaba. Se movía por el taller con la terquedad inconsciente de quien tiene una misión que cumplir, igual que él. Ella deseaba reconocimiento. Él quería dinero, independencia, no tener que hacer cuentas cada semana para ver si llegaba a la siguiente, un piso más grande, una vejez confortable para su padre, un futuro posible para Guillermo más allá del humo de las fábricas…

Por eso mismo debía ir con cuidado para no perder de vista su objetivo, y ahí estaba ahora, sin otra labor que vigilar la puerta de un operario que probablemente estuviera empapando en sudor las sábanas de su vieja cama. Resopló y desvió la mirada a la puerta una vez más. Curiosamente, como si alguien hubiera estado esperando al cabo de sus pensamientos, la hoja se abrió. Nadie apareció tras ella en un primer momento. Dimas ya estaba apartando los ojos convencido de que alguna vecina iría a por la compra, como las otras veces, cuando la figura robusta de Pau Serra salió a la calle. Sin alzar la mirada del suelo, arrancó a caminar. No había rastro de fiebre en su frente ni tampoco debilidad en sus grandes zancadas. Desde luego, no parecía enfermo.

Pau regresó rápido de la botica con la fórmula magistral que le había recetado el doctor. Su nieto Jesús había enfermado de fiebres tifoideas y llevaba varios días con el cuerpo ardiendo. Sus padres ya no podían faltar más al trabajo para cuidarle y desde que se quedara viudo tras la última epidemia de cólera sólo tenían al abuelo. La insalubridad era un problema enquistado en la Barcelona de aquellos años y, aunque las epidemias acababan alcanzando a todos, los barrios menestrales eran siempre los más desfavorecidos. Los pisos atestados de gente, la ausencia de una cultura higiénica, la falta de agua corriente, la acumulación de basuras, la humedad, la convivencia precaria y un sinfín de condiciones de vida condenaban cíclicamente a la población al miedo y a la desconfianza mutua. En la Europa de principios de siglo, sólo San Petersburgo tenía peor fama que Barcelona en este aspecto.

Cuando Pau entró en el cuarto el rostro del niño de siete años brillaba cubierto de sudor. Los temblores sacudían su frágil cuerpo y sus ojos cerrados se movían alterados en un sueño poco profundo, intranquilo. No fue el primero en enfermar en el barrio; habían descubierto que el río Besós estaba infectado desde el cercano municipio de Montcada. Todas las fuentes públicas de esa vertiente habían sido marcadas con una cruz roja y se prohibía recoger agua de ellas. Después de la dura jornada, los vecinos debían salir del barrio y recorrer media ciudad hasta llegar a alguna de las fuentes de la otra cuenca, la del Llobregat. Al regreso, los pesados cántaros mortificaban sus brazos doloridos.

Se acercó al pequeño y se sentó en el borde de la cama. Permaneció un rato así, observándolo. Respiraba fatigado, encogido como un ovillo. El abuelo le acarició la frente punteada de manchas y se asustó al comprobar que su temperatura era casi tan alta como durante la noche. Abrió el frasco de cristal, vertió unas gotas en una cuchara de palo y alzó un poco la cabeza del niño para darle la medicina. Sin ni siquiera abrir los ojos, Jesús apretó los labios temblorosos en un acto reflejo y derramó parte de la solución. Tragó y volvió a encogerse sobre su vientre. Pau deseó que entrara un poco más de luz por aquellas ventanas tan pequeñas. Estaba convencido de que, cuando lucía, el sol le hacía bien a su frágil nieto. Abrió el baúl que reposaba a los pies de la cama y cogió otra manta para arroparlo. Se preguntó cuántas más necesitaría para que el chiquillo dejara de pasar frío.

Unos golpes en la puerta lo sobresaltaron. No podía ser que Maria o Josep hubieran vuelto ya de la fábrica o de la lavandería. Quizá se habían escapado un momento durante el almuerzo y les había dado tiempo de volver a casa para ver cómo se encontraba su hijo. Pau se aproximó al umbral y abrió. Al descubrir quién había al otro lado se le cortó la respiración.

—Señor Serra, tengo que hablar con usted.

Dimas, imperturbable, se quitó el sombrero. Pau supo en ese momento que algo no iba bien. Educadamente, hizo pasar al recién llegado. Sus manos comenzaron a temblar.

—Pase, pase.

Condujo a Dimas al comedor que hacía las veces de sala y recogió del suelo unas mantas que entorpecían el paso; parecía que alguien hubiera pasado la noche entre ellas. Tomaron asiento en las dos sillas de madera junto a la mesa. En la cocina, los últimos rescoldos de carbón todavía dejaban escapar efímeras hebras de humo.

—Perdone, no esperaba visitas —se disculpó el viejo.

El piso no era grande. El único dormitorio con el que contaba y que compartían todos era el que ahora ocupaba su nieto convaleciente. La cocina de carbón quedaba en una esquina de la misma sala en la que se encontraban.

—¿Quiere beber un poco de agua? —preguntó Pau. Ofrecía esa valiosa bebida que tanto le costaba conseguir, la única de que disponía.

—No, gracias. Sólo estaré un minuto. Verá, señor Serra, Ferran Jufresa es un hombre ocupado y la joyería tiene muchos encargos que atender —habló con firmeza, sin apartar los ojos por un instante de su interlocutor—. No puede permitirse que ninguno de sus trabajadores se tome un día de fiesta que no le corresponde, además de que la mentira no es jamás una buena opción. Usted… —el viejo intentó interrumpirlo, pero Dimas alzó la mano exigiéndole que le permitiera continuar—, usted se ha beneficiado de su indulgencia alegando que estaba enfermo cuando en realidad y como es evidente no lo está. —Pau Serra volvió a abrir la boca, pero Dimas no dejó que saliera una palabra de ella—. Lo siento mucho, pero el señor Jufresa ha decidido prescindir de sus servicios, se siente defraudado.

Se levantó y le dio la espalda. Se colocó de nuevo el sombrero, dispuesto a salir a la calle.

—Pero señor Navarro, no todo era mentira. Tengo a mi nieto enfermo en la cama; venga si quiere, yo le demuestro que es verdad. Mi hijo y mi nuera no podían… Y Jesús no puede quedarse solo. Tiene una de esas fiebres que matan a tantos; no fui capaz… Compréndalo, se lo suplico.

Pau Serra habló rápido para evitar que Dimas se marchara sin conocer la verdad. Su rostro estaba encogido por la preocupación y la angustia: no podía quedarse sin trabajo, a su edad nadie más lo querría contratar. Pero Dimas lo miró con la misma expresión inconmovible de antes, ya desde la puerta. No tenía intención de interrumpir su parlamento. De nuevo inició la salida de la casa.

—Se lo ruego, señor Navarro. Pídale al señor Jufresa que no me despida. Venga a ver a mi nieto; no puede ni abrir los ojos. No tenemos a nadie más. En esta casa todos trabajamos, y los vecinos en cuanto oyen hablar de fiebre tienen miedo a infectarse también; en el barrio ha hecho muchos estragos. Por favor, señor Navarro…

Pau Serra, a pesar de sus años, estaba al borde del llanto. Entonces optó por una medida desesperada. Se arrodilló a los pies de Dimas y le cogió una de sus manos, que se colocó en la frente como en una especie de reverencia. Necesitaba seguir trabajando para poder conservar su hogar.

Dimas abrió la boca y Pau esperó ansioso que las palabras que salieran de ella fueran las que necesitaba escuchar.

—Lo siento —dijo finalmente, deshaciéndose de la mano del hombre. Se llevó la suya al bolsillo interior de su chaqueta y extrajo una cartera de la que sacó todos los billetes que contenía sin prestar atención a su número. Pau lo miró mudo, expectante. Dimas cogió esos billetes, abrió la mano del viejo y los colocó en ella antes de despedirse—. No puedo hacer nada más.

Desapareció tras la puerta y Pau se quedó allí de rodillas, desamparado. Hundió su cabeza entre los brazos y permaneció así largo rato. Sus lágrimas resbalaron hasta las lamas de madera desgastada que cubrían el piso.

Aquella tarde, Dimas regresó caminando a su casa. Cruzó la calle Princesa y luego ascendió para pasar por delante del monasterio de San Pedro de las Puellas. Todavía podía distinguirse en él el rastro del incendio que lo había asolado en 1909, durante los sucesos de la Semana Trágica. Después llegó hasta el paseo de San Juan para continuar su camino hasta casa. El día concluía y un regusto amargo quedaba en su boca. Mientras paseaba con las manos hundidas en los bolsillos de la gabardina no podía quitarse de la memoria la expresión de dolor de aquel hombre, Pau Serra. Sabía que no podía hacer nada más por él, puesto que había asumido su papel ejecutor a la sombra de Ferran, pero la situación de Serra era ciertamente desoladora. De repente vio a Juan, su padre, en la persona del artesano: el mismo hombre trabajador que había dedicado toda su vida a una empresa y que por un mal momento lo perdía todo. Era sumamente injusto. Y sin embargo no podía detenerse en la compasión. Se había trazado un camino y hasta llegar al final debía atravesar muchas estaciones, alguna de ellas dolorosa.

Alzó la vista y se encontró con que estaba aproximándose ya a los pies de la Sagrada Familia. El trayecto se le había hecho muy breve. Vio las columnas y los contrafuertes a medio construir. Al divisar las torres truncadas a media altura, envueltas entre andamios, se preguntó por el trabajo de los hombres, por el esfuerzo por construir algo que desbordaba el entendimiento humano. Algunos de los obreros bajaban; la lluvia empezaba a arreciar allí con fuerza y les molestaba. Dimas se convenció de que nadie iba a preocuparse por él más que él mismo y de que debía seguir su camino, independiente de los demás, como llevaba tanto tiempo haciendo.

Aun así deshacerse de Pau Serra no le había resultado nada fácil.

—¿Dimas?

Una voz femenina le hizo desviar la mirada hacia el chaflán de la calle Provenza con Cerdeña. Laura le saludaba con la mano en el aire. Dimas comenzó a andar hacia ella lentamente, todavía un poco ausente en sus propios pensamientos.

—¿Está bien? Parece algo pálido —preguntó ella cuando lo tuvo delante.

—Estoy bien, señorita Laura —respondió al instante con voz neutra. Al ver que ella le había tratado de usted, como se hacía para mantener las distancias con los empleados a los que no se tenía confianza, usó a su vez ese «señorita» que contribuía a marcar, como ella misma había hecho, las distancias—. Sólo estoy cansado. Me iba ya para casa.

—Yo todavía me quedaré un rato más por aquí. Por cierto, quería pasarle a Pau las plantillas de unos grabados pero no ha aparecido esta mañana por el taller. Sus manos son perfectas para las piezas más pequeñas; es el mejor de todos. —Laura habló acelerada. Se notaba que tenía prisa por volver al trabajo, como si tenerle a él ahí la pusiera nerviosa.

Cuando Dimas escuchó el nombre de Pau respiró hondo.

—Sí, es muy bueno en lo suyo.

—Me han dicho que está enfermo —prosiguió Laura—. He pensado en ir a su casa a llevarle algo caliente ¿Sabe dónde vive?

De repente se oyó a sí mismo responder algo. Las palabras salieron por su boca como si otro las controlase:

—No tengo ni idea. De todas formas hay algo que debería saber: se ha marchado del taller. Parece ser que le han ofrecido un puesto mejor en otra joyería y unas condiciones más favorables, así que hoy le ha dicho a su hermano Ferran que lo dejaba.

El rostro sorprendido de Laura se ensombreció; ¿había perdido al mejor de sus artesanos sin poder siquiera despedirse de él? Dimas, por su parte, sabía que con aquella mentira evitaba un conflicto entre ella y Ferran. Y de paso se quitaba de encima su reprobación. No quería pelearse con Laura y que ella le acusara de rastrero o algo peor, ni darle más motivos para seguir despertando su desdén y ese trato que, ahora se lo parecía, rayaba en la más absoluta frialdad, convirtiendo aquel recuerdo de la tarde de merienda pasada con Guillermo en un auténtico espejismo. Por eso, regodeándose un poco, se creyó en la obligación de añadir algo más.

—Quién lo iba a decir, ¿verdad? —apuntó.

Laura asintió con media sonrisa de compromiso. Tras una pausa añadió:

—Debo terminar algo pendiente antes de que se vaya del todo la luz —explicó ella titubeante, ausente de pronto. Se despidió y volvió a su trabajo en el obrador.

En ese momento Dimas sintió un vacío enorme abriéndose en el vientre. Y tuvo que contenerse para no ir a explicarle lo mal que se sentía por haber echado a Pau Serra. Por su culpa se había quedado sin trabajo con sesenta años, con un nieto enfermo y viviendo en una casa del tamaño de una caja de fósforos. Pero se reprimió, como tantas veces hacía, y se fue caminando lentamente a casa.

Debía asumir sus actos como parte del itinerario escogido. De nuevo las luces y las sombras, las victorias y las derrotas, el bien y el mal, salpicaban su conciencia. Notó en la boca un regusto amargo, un dolor justo detrás de la garganta que no se movía ni en un sentido ni en el otro.