Capítulo 13

La mansión de los Jufresa apareció a lo lejos, entre las sacudidas del tranvía, con la sierra de Collserola de fondo bajo el cielo terroso que precede a la noche. En aquel atardecer de principios de otoño la residencia se hallaba envuelta por un aura blanca irradiada por los puntos de luz que alumbraban su interior. Dimas solía tomar para llegar allí la línea de tranvía que finalizaba en San Gervasio, antiguo municipio añadido a Barcelona diecisiete años atrás, muy cercano a Sarriá, si bien éste todavía no formaba parte del gran núcleo en que se estaba convirtiendo la ciudad, que se expandía sin topar con más límites que los naturales.

La necesidad de crecimiento de la urbe había provocado la aparición de diferentes planes urbanísticos. Entre ellos se hallaba el formulado por Ildefons Cerdà, impulsado desde Madrid. Dicho plan había tenido sus detractores en Barcelona, sobre todo entre la burguesía más adinerada, por considerar que los edificios planeados eran muy bajos —sólo tres plantas— y el terreno resultaba poco aprovechado —demasiados espacios abiertos; calles muy anchas—. Muchos indianos querían invertir la fortuna ganada en América y el plan Cerdà no explotaba al máximo el suelo a construir.

El ayuntamiento de Barcelona convocó un concurso para elegir un nuevo plan, pero no sirvió de nada. Desde la capital del reino se impuso el de Cerdà, que ya había sido aprobado por el gobierno central. Sin embargo, las protestas que llegaron desde Barcelona acabaron surtiendo efecto, ya que el diseño original fue modificado: se estrecharon las calles, se permitieron construcciones más altas y se cerraron las manzanas.

Desde el principio la intención del ayuntamiento era la unificación municipal, una agregación que no pudo realizarse hasta el 20 de abril de 1897, cuando Las Corts también se anexionó a Barcelona junto con Gracia, San Martín de Provenzales, San Andrés de Palomar y Santa María de Sants, todos ellos hasta entonces pueblos independientes. San Juan de Horta, sin embargo, no se agregó hasta el 1 de enero de 1904, cuando se aprobó la anexión a pesar de superarse la lejanía establecida en la Ley de Municipios.

Dimas llegó a la residencia y ascendió los tres escalones. Golpeó el tirador de cobre bruñido y esperó formal, algo separado de la entrada. Ferran le había dicho que esa noche necesitaba que le acompañara a una reunión, por lo que debía presentarse en su casa a las ocho en punto. Comprobó la hora en el reloj de bolsillo con caja de níquel que le había regalado su jefe; sabía que éste esperaba de él que no llegara tarde a los encuentros. Escuchó tras la puerta los pasos de Matilde; le saludó educadamente y le hizo pasar al recibidor.

—Ahora mismo aviso al señor —le dijo, y después se retiró con la mirada baja. Aquella mujer que superaba la cincuentena y que llevaba trabajando toda su vida para esa familia mostraba a Dimas el mismo respeto que a Ferran, como si el hecho de trabajar con él justificara ese trato. Y no era la única que lo hacía en aquella casa.

—¡Navarro! —exclamó Francesc Jufresa bajando los últimos peldaños de las escaleras de mármol—. ¿Has venido a por mi hijo? —Le palmeó el hombro.

El padre lo había acogido con cariño desde el día que Ferran lo presentó. No le había preguntado por su trayectoria ni por su procedencia, sólo le advirtió del temperamento de su hijo y le felicitó por su nuevo trabajo. «¡Bienvenido a la familia!», había exclamado con su perenne sonrisa en la boca, enmarcada por aquella barba perfectamente blanca y recortada. Siempre que iba a recoger a Ferran, si Francesc se hallaba en la casa, le invitaba a tomar algo antes de marcharse.

—En efecto, esta noche tenemos cosas que hacer —respondió Dimas, procurando mantener la compostura.

No dejaba de impresionarle la elegancia con la que vestía aquella familia, incluso cuando no salían de casa, y esa noche Francesc no era ni mucho menos la excepción. Bajo la blanca luz de la lámpara de araña que colgaba del techo, una levita ceñía su figura y un corbatín anudado a su cuello adornaba su camisa. Sus puños blancos siempre asomaban en la justa medida.

—Los jóvenes tenéis que divertiros, la vida pasa rápido y uno, sin darse cuenta, está ya en plena vejez y quejándose de mil dolores.

—Ya has llegado —dijo Ferran apareciendo en el marco de la puerta del salón—. Perfecto, vámonos.

—¿No invitas a Navarro a una copa? No seas maleducado —intervino Francesc, entrando en la sala sin esperar respuesta. De ella surgía el sonido de varias conversaciones.

Ferran lo miró de soslayo, siguió al patriarca e invitó a Dimas a acompañarle. Aquel hombre parecía ser el único al que Ferran profesaba auténtico respeto, pensó Dimas, que al atravesar el umbral percibió un fuerte aroma a puro. Además de Pilar, su hija Núria y su esposo, pronto distinguió entre los presentes a Laura, que compartía con Jordi Antich un sofá isabelino de caoba rubia. Al verla se tensó de inmediato. Todavía recordaba las palabras iracundas y desdeñosas que les había dedicado a Ferran y a él mismo días atrás, durante la disputa por el boceto de la ninfa que su hermano mayor pretendía descartar, pero el recuerdo que en realidad permanecía anclado, clavado en su memoria, era el de su mirada testaruda y ofendida, la de alguien que se consideraba superior a él y le creía sin derecho para opinar o tener, simplemente, un punto de vista sobre el arte o cualquier otro sentimiento elevado.

Francesc se dirigió a la esquina donde estaba situado el mueble bar y sirvió las copas.

—¿Así que esta noche os vais de picos pardos? —les preguntó jovial Ramon, por fin de vuelta al hogar, desde su asiento.

—¿Te apuntas? —invitó Ferran. Tanto él como Dimas siguieron de pie, conscientes de que no tardarían en marcharse. Sólo beberían una copa para complacer a su padre.

—No, y no es que no me apetezca —cabeceó Ramon, con su cabellera castaña cayéndole sobre su rostro de adonis—, pero he llegado hace sólo unas horas de Ámsterdam y estoy destrozado. Temo que pudiera estropearos la noche, con lo que ésta puede dar de sí… —Guiñó un ojo a Dimas, que sonrió levemente, cordial pero siempre correcto, nunca demasiado efusivo.

—Podíais mostrar un poco de respeto a las damas presentes —les reconvino Laura con un tono irónico—. No creo que sea cortés mantener este tipo de parlamentos, más propios de jovenzuelos que de señores hechos y derechos.

Ramon, sabedor del sentido del humor de su hermana y de su compartida irreverencia, rió abiertamente. A Ferran el comentario no pareció hacerle tanta gracia.

Jordi, que estaba a su lado, dejó escapar una risa cómplice, en una actitud que, para Dimas, dejaba traslucir cierta condescendencia hacia él y su jefe. No habían sido demasiadas las ocasiones en las que ambos hombres habían coincidido, pero Jordi provocaba en Dimas reacciones contradictorias. Por un lado, su aspecto impecable, esa seguridad en su éxito o su apostura de caballero galante eran cosas que, de alguna manera, envidiaba. Pero, por otro, su gesto de ángel custodio y cierto aire de niño mimado le irritaban. A diferencia de Ferran, que se mostraba siempre inquieto y activo, Jordi transmitía melancolía, como si esa vida de lujo no tuviera mucho que ver con él. Algo muy parecido, pensó de pronto Dimas, a lo que en realidad hacía Laura: ninguno de los dos había tenido que trabajar duro para alcanzar el lugar donde se encontraban y no parecían sentir gran apego por el lujo que les rodeaba; más bien parecían incluso incómodos, violentos con esa situación. De pronto Dimas llegó a la conclusión de que eran tal para cual, y, sin poder acertar a comprender muy bien el motivo, experimentó cierta rabia porque así fuera. Comenzaba a desear salir de aquella casa.

—Ya ves, Jordi —dijo Laura con una sonrisa que a Dimas se le antojó impertinente, petulante, más soberbia que divertida o provocadora—, estoy acostumbrada a tratar con gente incapaz de hablar de otro asunto que no sean mujeres o dinero. Creo que tú eres de los pocos que se sale de la norma, querido. —Le sonrió.

Ferran se dirigió a Laura: inclinó la barbilla hacia ella y levantó una ceja. Su tono parecía distendido, pero Dimas, que a esas alturas ya lo conocía bien, adivinó en él un matiz retador:

—Querida hermana, mi respeto por ti hace que no invite a Jordi a acompañarnos, no vaya a ser que se sienta tentado de abandonar tu burbujeante y divertidísima conversación por nuestra anodina compañía. Por eso nos terminaremos esta copa y de inmediato os dejaremos tranquilos.

—No te preocupes —intervino Jordi en tono conciliador—, no hubiera podido aceptar. Mañana tengo que levantarme muy temprano y prefiero una velada apacible.

Laura miró a Jordi y le habló con cierta irritación:

—Nadie te retiene aquí, querido amigo; si te aburres puedes irte. No dudo de que mi hermano pueda ofrecerte algo menos «apacible» que hablar conmigo.

Mientras Jordi balbuceaba una disculpa dirigida a Laura, intentando explicarle que había malinterpretado sus palabras, Ferran soltó una carcajada que rebotó en las cuatro paredes de la sala forrada de lienzos. Dimas se sintió incomprensiblemente satisfecho, casi ufano al comprobar que las mejillas de Laura se encendían y Jordi dibujaba una sonrisa incómoda. Su hermano había conseguido enfadarla una vez más, y ella no tardó en mostrar su deseo de replicar, dirigiéndose a él pero volviendo la cabeza hacia otro lado para evitar mirarlo. Comenzó a formular un reproche mientras Jordi, bajo la atenta mirada de Dimas, que no perdía detalle de ninguno de sus gestos, acercaba su mano al brazo de Laura, cubierto por una fina chaqueta de tonos grises.

—¿Qué me he perdido? —preguntó inesperadamente Francesc, que se incorporó a la escena procedente de la otra punta del salón.

—Nada, padre, comentaba que nosotros tenemos prisa —contestó Ferran. Luego apuró de un trago lo que quedaba de su bebida e instó a Dimas a hacer lo mismo.

—Veo que la fiesta aquí ha terminado… ¡Divertíos! —exclamó Francesc alzando su vaso.

Ferran articuló una despedida general y Dimas, antes de salir tras él, se dirigió hacia el patriarca para agradecerle el gesto y dejar el vaso sobre una mesa. De reojo observó a Laura, que ya volvía a bromear con Jordi, y pensó con cierta amargura que en realidad, para la niña bonita, allí también continuaba la fiesta.

Unas cuantas horas más tarde la noche seguía siendo todavía muy cerrada, aunque faltaba poco para que los primeros rayos de sol rompieran la penumbra en el horizonte. Dimas caminaba solo, zigzagueando entre las sombras del barrio viejo. Las calles serpenteaban en medio de las fábricas y las humildes viviendas que lo poblaban. El humo de las chimeneas creaba una cúpula que aislaba aquella zona de la nueva Barcelona, que no se parecía en nada a ésta. Allí el aire estaba emponzoñado de aceite y herrumbre, y el ruido de las máquinas contaminaba cualquier posibilidad de silencio. Los pocos hombres que seguían en la calle a aquellas horas eran borrachos y mendigos, quienes lo miraban extrañados de que un individuo con ese aspecto anduviera solo por aquel lugar. Un indigente, dueño de un hedor mezcla de alcohol y orín, se le acercó para pedirle unas monedas. Dimas se metió la mano en el bolsillo y al sacarla cayeron al suelo desperdigadas todas las que guardaba. El hombre, arrodillado, las recogió con ansia. No cesaba de darle las gracias una y otra vez.

Dimas se paró frente a un portal de la calle de la Cadena y llamó al sereno, que se hallaba unos pasos más adelante. Los serenos tenían las llaves de las entradas a los edificios, hacían funciones de vigilancia, cantaban las horas y socorrían a los vecinos en las urgencias que pudieran tener. Éste ya le conocía de otras ocasiones y le saludó algo cansado dando un breve toque a su gorra.

—Ya te queda poco para irte a dormir, Matías —le dijo Dimas. El sereno rebuscó entre el montón de llaves que cargaba y le abrió la puerta.

—Sí —respondió con un bostezo—, casi lo mismo que a ti.

Dimas atravesó el zaguán y subió hasta el segundo piso aquellas estrechas escaleras con la huella desgastada. El alcohol ingerido le dificultaba acertar a la primera con los escalones y tropezó un par de veces. La noche con Ferran había estado bien. Le había acompañado a La Maison Dorée, un local inaugurado hacía casi veinte años en el chaflán de Rivadeneyra con plaza de Cataluña. Los propietarios eran los hermanos Pompidor y habían encargado al arquitecto August Font i Carreras la creación de un espacio de lujo que mezclara las formas más suaves del barroco con el estilo Luis XV. Por todas partes había pinturas de Alexandre de Riquer y otros artistas de la época. Ferran le había explicado que aquél era el lugar al que solía acudir el rey cuando visitaba la ciudad. Al oírle, Dimas cayó en la cuenta de que el monarca era un referente para Ferran, pues aquélla ya era la segunda cosa en la que el joven Jufresa le imitaba.

En La Maison Dorée Ferran se sentó en una mesa con sus amigos. Cuando perdió el interés por la decoración del lugar y las personas que allí estaban, Dimas fue a sentarse frente a la barra. El camarero, viendo de quién era acompañante, incluyó sus pedidos en la cuenta de su jefe. A eso lo calificaban no sin cierta sorna como «ir de gorra», ya que muchos de los empleados que escoltaban a los burgueses solían distinguirse por esta prenda, a diferencia de los caros y lujosos sombreros de los señores.

Después de varias horas y muchas copas «de gorra», Dimas salió de allí con la cabeza algo espesa, aunque Ferran no se percató de ello, porque aún había bebido más. Condujo hasta dejar a su jefe en casa y decidió bajar caminando. Llegó a la ciudad vieja cuando ya había transcurrido gran parte de la noche, pero ni por ésas consiguió despejarse de los efectos del magnífico coñac que le habían servido.

Ahora golpeaba con los nudillos la puerta cerrada ante él y cruzaba los dedos para que Amalia se encontrara en casa. No quería irse a dormir.

Como nadie respondía, volvió a intentarlo con más fuerza. Al poco una voluptuosa joven de melena rubia despeinada y un batín anudado a la cintura apareció frente a él.

—¿Dimas?

El joven se apoyó en el marco de la puerta en un gesto seductor, algo empequeñecido porque llevaba la camisa descolocada y la chaqueta abierta y el chaleco quedaba a la vista. A ella no pareció importarle. Amalia le acarició el rostro y luego pasó su mano por el pelo.

—¿Estás borracho? —le preguntó.

—¿Qué más da?

Tras un momento de indecisión, ella sonrió levemente y cogió la mano de Dimas para hacerle entrar. El piso, pequeño y con las paredes desnudas, contrastaba con la casa en la que Dimas había comenzado la noche.

—Anda, ven, que me tienes abandonada.

Se acercó a ella y la rodeó con sus brazos. Articuló varias excusas vagas, sus nuevas obligaciones, un jefe más exigente que el anterior, mucho trabajo. Mientras hablaba comenzó a deshacer el nudo del batín. El tejido ligero cayó al suelo suavemente y Amalia quedó completamente desnuda. Dimas empezó a acariciarle los brazos. La besó en la boca en un arrebato y le mordió los labios.

Fue él quien la encaminó al dormitorio; ella se dejó llevar de espaldas. Amalia se tendió sobre la cama y Dimas cayó encima. Con una de sus manos ella se aferró a su rostro rasurado; con la otra se guió por el colchón de lana hasta el cabezal. Dimas se sentó en el borde y ella comenzó a desvestirle. Después de quitarle la chaqueta y el chaleco le desabrochó los botones de la camisa y se la arrancó con un movimiento rápido; hizo lo mismo con los pantalones y se puso de pie para bajárselos junto con los calzones. Se arrodilló en el suelo y se aproximó al miembro ya erecto de Dimas, cuyo fuerte pecho, que se movía excitado, brillaba por el sudor. La calidez de los labios de Amalia le hizo gemir enseguida. Sintió que estallaba de deseo, quería poseerla. La recogió del suelo con delicadeza y la tumbó en la cama. Gateando se puso sobre ella, que le abrazó con sus piernas, y comenzó a penetrarla. Empujó con una de sus manos el cabezal de la cama y golpeó la pared a un ritmo sosegado al principio. Con la otra mano se aferró a la espalda de ella, atrayéndola hacia sí, mientras sus pechos turgentes se sacudían arriba y abajo. Aquel movimiento le excitaba cada vez más: el ritmo no tardó en acelerarse y pronto los gritos de Amalia se unieron a los golpes de la cama contra la pared en un efecto escandaloso. Unos porrazos al otro lado de la pared les hicieron parar un momento: afinaron el oído y escucharon las quejas exageradas y roncas de un vecino. Dimas y Amalia se miraron sorprendidos y al instante estallaron en una carcajada. La recogió y la colocó a los pies de la cama en un solo movimiento; su deseo no había disminuido en absoluto. No había nada que anhelara más en el mundo en ese momento que continuar abriéndose paso dentro de ella. Volvió a penetrarla con fuerza, con cierta rudeza que ella pareció recibir con agrado. Se movía cada vez más rápido y su cuerpo fuerte y musculoso parecía hecho, más que de carne, de piedra. Percibió el temblor descontrolado de la cadera de ella y sus movimientos no tardaron en hacerle alcanzar su propio clímax y gritar sin reparar en oídos ajenos.

Al rato, con Amalia ya dormida, Dimas desvió la mirada hacia la ventana. Se percató de que un nuevo día estaba empezando. Observó cómo amanecía mientras pensaba que pronto sería él quien se sentaría a la mesa de los mejores restaurantes mientras otro esperaba en la barra. Las próximas sábanas serían de delicada seda, se dijo.

Reparó entonces en que el lujo emitía para él un brillo parecido a la miel que derramaba el sol en aquel amanecer: dorado, espeso, penetrante y, a la vez, casi transparente, delicado. Se recordó que todos ansiaban ese líquido ambarino pero pocos eran los que lo alcanzaban: unos se pringaban con la pastosa lujuria y otros, timoratos, desdeñaban su poder porque no querían ensuciarse las manos. Sólo unos cuantos elegidos poseían su secreto sin que sus manos quedaran manchadas.

El éxito, reflexionó, no estaba al alcance de los castos, de los perezosos ni de los lujuriosos; la tenacidad y la insistencia eran las claves y Dimas lo tenía claro: cuando se apuesta fuerte no debe haber ni una sola duda sobre el camino. No puede haberla.

Con cuidado de no despertar a la chica, se levantó de la cama. Por lo pronto, debía ponerse en marcha. Notó cómo las tripas le rugían: su cuerpo tenía hambre, tanta como su alma.