Capítulo 12

Las primeras semanas de colaboradora en el taller de Gaudí habían sido de nervios para Laura. La presencia del maestro imponía, aunque su hablar pausado, su disposición a dar todo tipo de explicaciones sobre el proyecto, su barba y su pelo ya totalmente blancos y su mirada azul e intensa lo convertían en un personaje magnético, capaz de generar un aura de serena actividad a su alrededor. Por otro lado, Gaudí solía dar confianza a sus ayudantes; Laura pronto se descubrió trabajando sola, sin nadie que estuviera encima de ella, supervisándola todo el rato.

Dado que la Sagrada Familia se financiaba exclusivamente con donativos, no siempre se disponía del dinero suficiente para avanzar en la construcción. Cuando escaseaba, aprovechaban el tiempo para seguir investigando. Gaudí hizo construir un obrador ampliando la casa del capellán custodio, situada en el cruce entre las calles Cerdeña y Provenza. Allí había una gran sala en la que se iban acumulando todos los moldes de escayola y las esculturas que se colocarían en el templo. Junto a esa sala se situaba otra que maravilló a Laura: Gaudí había proyectado un techo inclinado cubierto por unas mamparas que se abrían mediante un sistema de poleas. Y lo había construido así para poder dejar entrar la luz del sol y estudiar su efecto sobre las maquetas, para saber cómo resultarían sus construcciones una vez levantadas. De ese modo podrían prever contingencias antes de que se hicieran reales.

Laura trabajaba en el diseño y la realización de modelos y esculturas. Otro grupo estaba formado por arquitectos que se encargaban de los planos y de las maquetas del futuro edificio. Gaudí era dado a planificar todo con detalle y sabía rodearse de la gente adecuada, que, con su ayuda, alcanzaba grandes cotas de perfección. Tenía previsto cuidar desde el arte de la piedra hasta el mobiliario y los vitrales, pasando por elementos de forja y demás ornamentos. Sin ir más lejos, a veces se pasaba largos ratos elaborando con sus propias manos complejos candiles para el interior del templo.

Desde un principio Laura se vio envuelta en un ritmo febril de actividad creativa al que no estaba acostumbrada, lo que le hizo dudar de sus posibilidades. Sin embargo, no se permitió caer en el desánimo. Aquélla era una oportunidad magnífica: no sólo participaba en una obra que estaba llamada a perdurar, sino que le ofrecía además la posibilidad de vivir una experiencia artística llena de matices, una obra de arte total.

Su primer encargo fue realizar unos modelos de salamandras a partir de unos diseños que le habían entregado. Para no malgastar material, los preparó primero a pequeña escala. Ella apenas tenía contacto con el maestro, pero llegó a sus oídos que habían sido de su agrado. Tuvo que preparar más variantes hasta lograr la figura deseada. Tras las últimas modificaciones, pasó a tallar en un material blando una salamandra de un tamaño equivalente al que tendría en la fachada, donde desempeñaría una función de gárgola.

Los modelos se iban colocando por el almacén de esculturas, parte de ellos colgados del techo. A Laura le pareció en un primer momento una excentricidad, pero al comprobar que el número de figuras previsto era tan elevado, lo entendió: de disponerse sobre el suelo, el almacén no sólo quedaría pequeño sino que su paso por él sería impracticable.

Desde que una de sus esculturas fuera colgada allí, Laura paseaba por la sala contemplando ese extraño árbol del cual pendían los frutos más imposibles. Las dudas del principio se fueron mitigando: todavía le quedaba mucho por hacer y por demostrarse, pero ya había un pedacito suyo en el templo expiatorio de la Sagrada Familia.

A mediados de septiembre le encargaron hacer dibujos de niños: necesitaban modelos para las figuras de pastorcillos y de ángeles. Armada con un cartapacio, papel, carboncillos y sanguinas, salió al exterior. Bajó en dirección a las escuelas provisionales, ubicadas en la calle Mallorca, donde en un futuro se alzaría la imponente fachada de la Gloria. Caminó tranquila, disfrutando de ese sol del final de verano todavía cálido pero suave, de esa luz que en contacto con la tierra que rodeaba el templo parecía adquirir tonalidades naranjas. Los chavales aún estaban en clase, por lo que buscó un lugar donde sentarse y poder verlos en acción cuando salieran al recreo. Pensaba en aquel chiquillo que la saludó el primer día; le parecía perfecto como modelo de querubín, con su pelo y ojos claros y aquella expresión avispada y tierna, la cual le daría una humanidad que seguro que convencería al maestro. Recordó también al otro chaval, al pastor, cuya seriedad a caballo entre la infancia y la edad adulta le había llamado la atención. Él, obviamente, podría servir como modelo para los pastorcillos.

Mientras esperaba deslizó la sanguina sobre el papel tratando de captar la suave curvatura del techo de las escuelas, que a Laura le recordaba a las olas del mar. El color marrón rojizo claro de la barrita resultaba perfecto para dibujar el edificio, construido en ladrillo visto. Las paredes, que también se ondulaban, daban un aspecto de levedad y de firmeza que maravillaban a Laura. Cualquier otro, pensaba mientras su mano seguía componiendo trazos, se hubiera limitado a hacer un edificio sin más, cuatro paredes y una cubierta a dos aguas. Pero Gaudí no: él buscó algo distinto, algo que lo hiciese único.

Los chavales salieron de las escuelas en tromba a pesar de las voces del profesor llamándoles al orden. Laura estuvo un tiempo contemplándolos e intentando adivinar su edad. Se dividían en tres grupos, de dos en dos años, y entre ellos reconoció a Guillermo. El crío no pareció verla, ya que se dirigió raudo con sus compañeros al solar. Uno de los chiquillos llevaba una pelota que parecía confeccionada con trapos y se dispusieron a corretear tras ella siguiendo las normas del deporte que se estaba poniendo de moda, el football.

Laura sacó su carboncillo y desde donde estaba trazó unas cuantas figuras. Se levantó de su asiento para acercarse más. Le resultaba muy divertido contemplar los rostros concentrados de los chiquillos. No tenían todavía las cortapisas del mundo adulto y expresaban con total libertad sus emociones, tan alejadas de los prejuicios y tan sinceras. Los ojos se abrían siguiendo la pelota, la alegría de marcar un gol les hacía reír con felicidad y, de la misma manera, la decepción en el equipo contrario era de una solemnidad descorazonadora. Pero al final la normalidad, la feliz normalidad de la infancia, se esfumó con un pitido agudo: era el silbato del profesor, que les avisaba de que debían regresar al aula.

Todos se retiraron con andar cansino, como si la energía desbordante mostrada hacía tan sólo unos segundos se hubiera evaporado. Laura sonrió de forma abierta. Recordó que también a ella le costaba volver a clase cuando estudiaba en las Teresianas. Se consolaba al recorrer aquellos pasillos diseñados por Gaudí —aunque por aquel entonces no sabía que fueran suyos—, tan llenos de luz que parecían dentro del cielo.

Fue entonces cuando Guillermo se fijó en ella. Se le acercó dando una carrera y, con el pelo revuelto y la respiración agitada, le preguntó:

—¿Cómo te llamas? El otro día te lo pregunté, pero no me oíste —se justificó.

—Hola, Guillermo. Me llamo Laura —respondió y le ofreció la mano. Él la miró sin saber muy bien qué hacer. Finalmente, con timidez, decidió darle la suya.

—¿Qué haces? ¿Son dibujos? ¿Puedo verlos?

—Claro, sois vosotros jugando al football.

—¡Pero si éste es Gómez chutando! —Señaló con el dedo—. Chuta bien, pero da unas patadas…

—¡Guillermo! ¡Haz el favor de venir!

Era el profesor, que le llamaba con los brazos en jarra. Ya no quedaba nadie en el patio.

—Anda, ve, no hagas esperar al maestro —le instó amablemente Laura—. Luego, a la salida, te enseño el resto. También te he dibujado a ti.

—¿Sí? —preguntó abriendo los ojos como platos.

—Pero corre, si no te castigará después de clase. —Dirigiéndose al profesor, añadió—: Perdone, ha sido culpa mía.

Guillermo se despidió de ella de nuevo a la carrera. Laura observó desde la distancia cómo entraba fintando el pescozón que el maestro le tenía preparado.

En cuanto el profesor dio por terminada la clase, Guillermo salió corriendo. Ya tenía su cartera con los libros y los útiles de escritura guardados. Se decepcionó un poco al no ver a Laura donde esperaba, pero pronto la descubrió. Seguía dibujando desde otro lugar, esta vez miraba a una niñera con su uniforme que paseaba con una chiquilla de pocos años.

—¡Hola, Laura! —saludó cantarín.

Laura despegó un momento su mirada del dibujo y le devolvió el saludo. Guillermo se fijó entonces en sus manos, que se movían con soltura sobre el papel. Observó cómo manchó de negro el traje de la niñera pasando los dedos sobre los trazos de carboncillo. Pero lo que le llamó más la atención fue el dibujo de la niña: la carita era idéntica. A Guillermo le pareció mágico.

—Parece una fotografía… —susurró, admirado.

—Gracias —respondió ella contenta—. ¿Quieres ver los dibujos que hice antes?

El niño asintió. Le entusiasmaron, sobre todo el suyo: Laura había captado su rostro justo cuando había marcado un gol, levantado la cabeza y el puño izquierdo, celebrándolo como había visto hacer a los jugadores cuando su padre lo llevó una vez al campo del Football Club Barcelona, cerca de la Escuela Industrial.

Laura notó en el rostro del chiquillo que deseaba pedírselo, pero no se atrevía. Separó ese dibujo del resto y se lo ofreció.

—¿Si te regalo éste me dejarás que otro día te dibuje con más tranquilidad?

Parecía imposible abrir más los ojos.

—¡Sí, sí! ¡Ya verás cuando lo vea mi hermano! —Estuvo a punto de darle un beso, pero la voz de otro chiquillo reclamó su atención. Un tanto apenado, explicó—: Es que me están esperando. Quedamos en ir juntos a casa.

—Ve antes de que se enfaden tus amigos —le tranquilizó Laura—. ¡De lo contrario, voy a pensar que te estoy haciendo llegar tarde a todas partes!

Guillermo se dirigió hacia sus compañeros. Ya a su altura, les enseñó el dibujo mientras la señalaba. Ella aún tuvo tiempo de saludarle antes de dirigirse de vuelta al obrador de la Sagrada Familia. El aire se mecía tibio mientras Laura guardaba los dibujos en el cartapacio.

Esa noche, durante la cena, Dimas pasó por casa. Juan, que leía ensimismado La Vanguardia, le señaló una olla.

—Hay estofado de carne con patatas. Todavía estará caliente. Y queda también algo de pan.

—Ya cené, padre, pero gracias. ¿Está Guillermo en la cama?

—Sí, y qué cena me ha dado —resopló Juan—. No paraba de hablar y de enseñarme su dibujo y contarme de no sé quién…

Mientras decía todo eso Juan pasaba las hojas mojándose el pulgar de su mano buena. El brazo inerte colgaba indefenso, aunque normalmente, siempre que se sentaba en la silla, procuraba colocarlo encima de la pierna en una posición más disimulada. Dimas le miró ceñudo: parecía cansado. Sin embargo, sabía que desde que él ganaba más dinero su padre había ido dejando de lado los recados que tanto le irritaban. Ahora, al verlo así, pensó que quizá no era tan malo que tuviese alguna ocupación.

—Voy a darle las buenas noches.

Entró en el cuarto de Guillermo y lo descubrió despierto. En voz baja, su hermano le dijo:

—Duérmete ya; es tarde.

—Hace calor; no tengo sueño.

Dimas miró el ventanuco cerrado y fue a abrirlo: la noche era suave. Atrancó la hoja de la ventana para que quedara abierta una rendija.

—¿Has visto mi dibujo? —le espetó Guillermo.

—Algo me ha dicho padre. ¿Lo has hecho en la escuela?

—No, no he sido yo —respondió, como si estuviese cansado de explicar algo obvio—. Me lo ha hecho ella, la que trabaja en la Sagrada Familia.

—¿Una maestra?

—No, en la escuela no, ¡en la iglesia!

Su tono impaciente indicaba que Guillermo empezaba a tener sueño de veras.

—¿En las obras del templo trabaja una mujer? —preguntó Dimas sorprendido.

—Sí, y es muy guapa. Nos ha dibujado cuando estábamos en el recreo. Mira, lo tengo aquí…

Guillermo se inclinó y sacó una hoja de debajo de la cama. Dimas la tomó con cuidado entre sus manos.

—Vaya, pareces todo un campeón —musitó Dimas mientras lo contemplaba con detenimiento—. La verdad es que está muy bien. ¿Quieres que te lo cuelgue en la pared? —Guillermo asintió con un bostezo—. Lo cuelgo y te duermes, venga.

Se levantó y tras echar un vistazo divisó un clavo que un día había sostenido un cuadro. Apoyó el papel y lo apretó contra la alcayata. Tras comprobar que había quedado más o menos recto, pidió a su hermano que se tapara y salió de la habitación susurrando buenas noches.

—¿Ya se ha dormido? —preguntó Juan levantando la vista de su periódico.

—Está a punto. Voy a salir.

—Yo me acostaré pronto. Buenas noches, hijo.

Dimas salió del piso y cerró la puerta con cuidado. Mientras bajaba las escaleras recordó lo que Guillermo le había contado y pensó: «¿Una mujer trabajando en la Sagrada Familia? ¿Y guapa? Será una monja». Y sonrió ante la ingenuidad del niño.