Había pasado un mes desde la vuelta a casa de Laura. El viaje en tren había resultado duro y el trasbordo en Portbou largo y penoso, dado que el ancho de vía español era diferente del europeo y no había ningún tren directo que pudiera unir cualquier ciudad de Europa con la Península. Parecía como si el regreso necesitara de ese tránsito, de esa especie de vuelta a la realidad difícil de un país todavía en construcción. Al llegar a Barcelona-Término —también conocida como Estación de Francia—, situada a medio camino entre el final del parque de la Ciudadela y el barrio de pescadores de la Barceloneta, el mozo de equipajes bajó las maletas con desgana y desapareció en cuanto recibió la propina.
Ferran y Núria, dos de los hermanos de Laura, la esperaban en el andén. Al poner pie en tierra y ver esos rostros conocidos se sintió extraña. Los meses vividos valiéndose por sí misma y convirtiendo en suyos paisajes nuevos, alejada de lo que había sido su vida hasta entonces, se le presentaron de golpe como un aviso que, malicioso, le sugería que aquél ya no era su lugar.
Se abrazó a Ferran, su hermano mayor. Notó sus brazos palmeando rítmicamente su espalda, como correspondía a un hombre, sin demostrar demasiado afecto aunque se le notara alegre. Núria, en cambio, la abrazó con fuerza y se aferró a ella durante largo tiempo mientras de sus ojos manaban abundantes lágrimas. Laura, emocionada también, oyó que su hermana mayor, mientras le acariciaba el pelo con cariño, le susurraba el apelativo cariñoso que siempre usaba con ella: Petiteta, así, en catalán, como hacía desde siempre, desde que eran niñas y Núria jugaba a ser su madre.
De camino a casa en el coche de la familia, que conducía Ferran, subieron por la nueva avenida que separaba el barrio Gótico del de la Ribera, la vía Layetana, todavía a medio urbanizar. El tendido del tranvía estaba ya instalado pero quedaban aún muchos edificios por construir. Barcelona se le antojó de nuevo una ciudad desordenada y sucia, húmeda y abigarrada, sin posibilidad de cambio, aunque se derribaran las murallas y todos los campos de cultivo se convirtieran en viviendas. Era quizá una tendencia insana de los barceloneses lo que les empujaba a amontonarse y hacinarse, pensó Laura, una especie de obsesión y seguridad en el refugio del vecino que también albergaba el lado oscuro de la desconfianza.
Subieron por el paseo de Gracia hacia el barrio de San Gervasio, ya en la falda de la montaña del Tibidabo. Allí el aire refrescaba un ápice. Laura respiró hondo y cuando bajaron del vehículo, en la calle Victor Hugo, se concedió unos instantes antes de subir las tres escaleras que había que salvar hasta la puerta de entrada. Empujó con tiento las dos grandes hojas blancas de madera; recordó nada más verlo el llamador de cobre bruñido y el suave olor a húmedo y almizcle, y a carn d’olla, tan habitual en la casa. Al entrar, Matilde, la sirvienta, la saludó con cariño y le dio un beso que la condujo directamente a la infancia.
Su madre la recibió con los brazos abiertos, con dos besos justos y una sonrisa prudente. Su padre le dio un abrazo para después tomarla de las manos y observarla largo rato.
—Mi niña —dijo—, no has cambiado nada; ven aquí, que tendrás hambre.
Y la acompañó hasta la cocina, donde Laura derramó unas lágrimas en silencio. Se comió un plato rebosante de sopa de galets amb pilota y luego durmió una siesta de cuatro horas.
No tardó en comprobar que el tiempo seguía transcurriendo lento en casa de los Jufresa y que muy pocas cosas habían cambiado. Todos continuaban ocupándose de sus tareas habituales: Núria, muy similar físicamente a Laura, aunque de ojos azules y cierta expresión lánguida, permanecía como encargada de la atención al público en el comercio, una responsabilidad que primero había desempeñado su madre y que ella había asumido desde que había dejado de ser una chiquilla. Pilar legó ese puesto a su hija mayor en cuanto ésta tuvo edad suficiente para ejercerlo, y desde entonces apenas ponía un pie en la tienda. Núria, además de cuidar de la joyería, lo hacía también de sus dos hijos y ahora, al parecer, pretendía hacerlo también de Laura, a quien trataba con el mismo amor maternal que dedicaba a sus niños. Su marido, Felip Català, pasaba las horas en la biblioteca leyendo el periódico, como solía hacer siempre.
Ramon, el más joven de los hijos varones de los Jufresa, era con quien Laura más se divertía. Vital y apuesto, contaba pocos años más que ella y siempre le reservaba alguna ocurrencia. La familia lo veía poco, ya que no solía estar más de una semana seguida en Barcelona: su labor como responsable de los contactos, la publicidad y las gestiones comerciales del negocio familiar le obligaba a viajar a Madrid con frecuencia o a visitar las ferias, donde establecía nuevas relaciones y mantenía las viejas. «En el mundo de los joyeros —decía—, si tu nombre no suena, estás muerto». Esas ferias, sobre todo las de Madrid, costaban un riñón a la empresa familiar, puesto que en ellas los regalos eran casi obligados y en la capital, además del inmenso aparato burocrático del Estado, también tenía su sede la Corte.
Sin embargo, y pese al esfuerzo de sus hermanos, parecía que Ferran, el primogénito, consideraba que era el único que realmente trabajaba en la firma. Era, de hecho, el encargado de estar al frente de la empresa y llevaba adelante su tarea de director con mano firme, si bien parecía más interesado en los resultados económicos que en el desarrollo de las joyas propiamente dicho.
Ahora, tras su reciente regreso, correspondía a Laura incorporarse también plenamente al negocio. Interesada en la faceta artística de la joyería, desde muy pronto, casi desde niña, había colaborado con su padre en varias colecciones que luego Ramon enseñaba en sus viajes y que habían obtenido gran aceptación por parte de los entendidos debido a su talante innovador. Ésa fue la razón por la que su formación se prolongó más tiempo del acostumbrado en las jovencitas de la alta burguesía de la ciudad, a la que los Jufresa pertenecían. Se podría decir que un día Laura sería la creadora de la imagen de la joyería Jufresa, de ahí que cursara estudios en la Llotja y, no satisfecha con completar su formación artesanal, viajara después a Italia, al taller del prestigioso Zunico para culminar su aprendizaje. El problema radicaba en que, nada más regresar a su ciudad sentía como si sus largos años de preparación no le hubieran servido de nada, pues Ferran se mostraba reacio a introducir novedades en los diseños. Era más favorable a repetir esquemas que ya funcionaban en vez de arriesgarse con modelos más atrevidos, por lo que su hermana no veía el modo de aplicar los conocimientos adquiridos en Roma.
Tras su retorno necesitaba encontrar un lugar en el que dar cauce a toda esa creatividad acumulada en lo más profundo de su alma. Además, a comienzos de ese verano de 1914 se pasaba la mayor parte del día escuchando consejos sobre cómo afrontar la rutina tras su regreso, sobre qué hacer o qué dejar de hacer. Después de casi un año viviendo a su aire, esos momentos la exasperaban. ¡Había estado en Italia, por Dios, no en una isla desierta donde hubiese olvidado por completo la vida civilizada!
Sólo Jordi parecía comprenderla.
Jordi Antich era un poco mayor que ella, rubio, de ojos azules, flaco, elegante y atildado. Como Ferran, trabajaba en el negocio paterno, una fábrica textil que tenía cuotas de producción inimaginables tan sólo diez años atrás. Los Antich habían establecido alianzas con otras empresas, entre ellas la de los Jufresa, que les habían resituado dentro del panorama catalán, y en ese momento de principios del siglo XX los fundadores, aquella primera hornada de empresarios, veían con orgullo cómo sus hijos, las nuevas generaciones, ascendían con fuerza en el complejo entramado de relaciones comerciales y consolidaban el sistema desde dentro pese a la complicada situación de la industria catalana. Sentían que la falta de compromiso y la incomprensión del gobierno de Madrid lastraban su expansión mediante la desprotección arancelaria, el amparo del campesinado castellano y la incapacidad para comprender que el futuro pertenecía a la industria, la investigación y la expansión hacia nuevos mercados. La producción agrícola era más una cosa del pasado, que estaba bien mantener, pero si se basaba el grueso de la economía nacional en ella anclaría el país en la miseria.
Sin embargo, Jordi Antich poseía una sensibilidad y un olfato poco comunes entre la gente de negocios. Se relacionaba con artistas en boga y su participación en las tertulias era una constante en las noches barcelonesas. Muchos se preguntaban de dónde sacaba tiempo. Participaba habitualmente en la promoción de las artes de diversas maneras; como patrón, por ejemplo, contrataba a pintores y dibujantes que diseñaban los bocetos de los modelos y las colecciones destinadas a los grandes almacenes de las ciudades más importantes, concediendo a los artistas la libertad necesaria para concebir el trabajo como una unidad en sí misma, más allá de las connotaciones comerciales del encargo. Todavía se recordaba entre los ambientes más bohemios y cultos de la ciudad el cartel de promoción que había solicitado un par de años atrás al por entonces desconocido pintor Amadeu Robí para la colección de primavera.
Jordi visitaba con asiduidad a los Jufresa en su mansión desde que, siendo ambos muy jovencitos, trabara con Laura una amistad que fue bien vista por ambas familias. Ella siempre le recibía con agrado porque se sentía comprendida.
Durante los meses en que Laura estuvo fuera, Jordi había vivido volcado en los negocios. Se dedicó a entablar nuevas amistades, tanto en el mundo político y empresarial como en el artístico, hasta el punto de que tuvo la impresión de que hacía ya mucho tiempo de la marcha de Laura. Luego, tras el largamente anhelado regreso, comprobó consternado que ella no parecía muy predispuesta a reanudar su vida social, por lo que, cansado de esperar su llamada o su visita, una tarde del pausado y caluroso mes de agosto decidió al fin acercarse a verla: necesitaba saber qué le pasaba a la otrora activa y dinámica Laura.
Mientras estaba entrando en la mansión, conducido por Matilde, se cruzó con Pilar Jufresa, quien bajaba por la gran escalinata de mármol que unía la entrada con el piso superior. Al ver al primogénito de los Antich, la dama exclamó en un tono afectado que recordaba a las divas del teatro:
—¡Jordi, qué alegría verte!
Su boca se estrechó contraída en un gesto de satisfacción. Llevaba el pelo ondulado y rubio recogido en la nuca con una especie de redecilla. Tenía las cejas arqueadas y la apariencia nórdica de su abuela, originaria de la Bretaña francesa, se reflejaba en la blancura de su piel y en la mirada azulada, franca e inteligente. Mientras Jordi se quitaba el sombrero apoyó sus manos en los hombros del joven y lo dirigió con suavidad hacia el salón.
—Siéntate, querido, como si estuvieras en tu casa. Ahora mando avisar a Laura —le comunicó cordialmente.
Al poco llegó Francesc, el patriarca, con paso inseguro después de la siesta. Tenía el pelo canoso y algo ralo, y siempre estaba un poco moreno, incluso en invierno, gracias a los largos paseos que daba diariamente. Alrededor de su sonrisa se dibujaba una barba blanca y cuidada, no muy larga. Era unos diez años mayor que su esposa.
—¿Quieres tomar algo? —le preguntó mientras señalaba el mueble bar, un mostrador de caoba que ocupaba un rincón del salón con tres taburetes altos forrados de terciopelo granate. Toda la pared, en esa parte, estaba revestida de espejo y las estanterías de metal y caoba albergaban multitud de botellas diferentes y vasos. Había una cubitera plateada completamente perlada de agua.
—No, gracias, señor Jufresa. Acabo de tomar café.
—¡Este chico siempre tan formal…! —se admiró Pilar.
Laura, desde el piso de arriba, se asomó a la balaustrada. Tras confirmar que era Jordi el recién llegado descendió y desde el umbral lo divisó, incómodo ante tanta atención. Sonrió y notó el brazo de su hermana, Núria, que venía también de sus habitaciones. Ésta le devolvió la sonrisa cómplice, comprendiendo la escena.
—Jordi, ven, subamos a mi estudio, será la única manera de charlar tranquilos —le propuso para liberarlo así del exceso de amabilidad, un tanto empalagosa, de sus padres.
—¿A tu estudio? —dijo Pilar—. En mis tiempos tanta intimidad no estaba permitida. Un chico de buena planta y con un futuro tan prometedor… —Guiñó un ojo a Jordi, que se ruborizó.
—Jordi, ¿ya te han ofrecido algo para tomar? —dijo Núria solícita mientras recibía a Sara, su hija pequeña, que corrió hacia ella desde la entrada—. Laura a veces es un poco olvidadiza…
Mientras hablaba miró fugazmente hacia la biblioteca. Por entre las hojas medio abiertas de la puerta se distinguía a su marido leyendo el periódico. Felip volvió la cabeza hacia ellos y los miró por encima de los anteojos de carey. Fue sólo un instante, hasta que volvió a centrarse en la lectura.
Jordi no sabía qué hacer. Laura le volvió a sonreír e insistió:
—¿Vienes o no?
Se disculpó como supo y ascendió las escaleras con paso dubitativo. Un rastro de sudor hacía brillar su frente. Ya en el estudio se quitó la chaqueta y se sentó en una de las sillas cerca de Laura, que se había aproximado al pequeño balcón para abrir sus puertas y dejar que entrase algo de brisa. La conversación comenzó de manera agradable, aunque dispersa entre lo rutinario y lo banal. Tras esos preliminares, Jordi se atrevió por fin a preguntar:
—¿Cómo estás? Quiero decir: ¿cómo estás realmente? Desde que regresaste pareces diferente, esquiva…
Laura le miró directamente a los ojos. Notó cómo relampagueaban; de nuevo se había puesto en tensión. Cogió un taburete y se sentó cerca de él, frente al gran escritorio donde se desperdigaban sus útiles de dibujo.
—Estoy bien —afirmó segura. Se hizo un silencio tenso; Jordi esperó a que retomara la palabra—. Italia fue… Aprendí mucho. He disfrutado como no puedes imaginarte visitando todos aquellos museos. Tanto arte… Las calles, las plazas, cada monumento, los cafés… —Volvió a callar. Se dio cuenta de que en realidad no estaba diciendo nada. Jordi también lo notó y decidió darle pie para que ella se explicara mejor.
—¿Qué pasó en Roma, Laura?
La pequeña de los Jufresa pareció volver a ser la misma de antes, como si despertara de un ensueño.
—Me conoces demasiado —admitió con una sonrisa vacilante. Tomó aire y continuó—: Conocí a un hombre llamado Carlo. No se lo he contado a nadie: me sentí engañada por él, herida. Pero, a medida que pasan los días, me doy cuenta de que lo sucedido afecta más a mi orgullo que a mi corazón. Creo que me dejé arrastrar; sabía lo que iba a pasar y sin embargo me metí en la boca del lobo. En cualquier caso, ahora tengo claro que no admitiré ningún freno: no volveré a situar a nadie más por encima de mí.
Jordi se removió en su asiento. Por dentro estaba furioso, mil preguntas recorrían su mente: «¿Quién es ese Carlo?, ¿te besó?, ¿hicisteis…? Hicisteis algo más». Pero no, por Dios, no podía ser, pensó desconcertado, Laura no podía haber cambiado tanto, su Laura, la misma que, a pesar de ser tan abierta, tan sincera, tan libre y comunicativa, sabía guardar con esa familiaridad casi infantil las distancias, la misma a la que no se atrevía casi a tocar, la muchacha sincera y virginal a la que conocía desde hacía tanto. No podía ser que ese italiano desconocido se la hubiera arrebatado, que hubiera besado sus labios, acariciado su cuerpo, aspirado el aroma de sus cabellos… Jordi apretó los puños, miró a Laura y calló. No podía hablar, ni hacer ninguna de aquellas preguntas que le quemaban por dentro. Pero sí podía lanzar un nuevo anzuelo.
—Deberías coger el toro por los cuernos.
—¿A qué te refieres?
—No puedes permitir que un recuerdo te cambie. Dices que no permitirás que nadie te frene, pero estás dejando que ese Carlo, aun en la distancia, lo haga. Estás aquí, sola, encerrada. Ya ha pasado tiempo desde que volviste y todos te echamos de menos. Bru cree que en Italia has perdido el toque, y aunque Amadeu Robí y yo te defendemos a capa y espada, si no apareces por la tertulia pensarán que realmente estás perdida.
—¿Bru? ¿Y de qué me conoce Frederic Bru? ¿Acaso sabe él dibujar algo más que gatos que se deshacen y animales chirriantes que no le interesan a nadie? Ese plagiario… —La mirada de Laura recuperó su vitalidad y su furia.
—¡Ésta es mi Laura! Ya creía que se había quedado en Italia. ¡Bravo! ¡A por ellos!
Laura sonrió combativa. Realmente echaba de menos volver a sumergirse en la vida cultural de la ciudad, en las tertulias, en los mentideros, en la noche irredenta de Barcelona. Se subió al taburete y bajó un gran cartapacio negro de una de las estanterías sobre el escritorio. Deshizo los nudos, sacó las láminas al carboncillo de su estancia en Roma y las repartió sobre el escritorio. Jordi admiró en silencio todos aquellos cuerpos desnudos, aquellos rostros perfectos, toda la lujuria pétrea de aquella abundante obra. Reconoció en los dibujos algunas famosas obras de arte que había visto en fotos. El trabajo que allí se desplegaba era colosal. Entre ellos había uno diferente: todos parecían estar a medio camino entre la vida y la muerte, entre la carne y la piedra, menos uno. Jordi lo separó y lo observó detenidamente.
—Éste… —balbució— es diferente. Hay algo, tiene un no se qué que deslumbra. Su mirada…
—Sí, está vivo. Es el único modelo real que utilicé.
Laura cogió la lámina y se acercó al balcón. La luminosidad del sol se filtraba a través de la cortina de encaje translúcida y hacía brillar el carboncillo. Observó su propia obra de manera pensativa y detenida, como si quisiera memorizar todos sus rasgos y detalles.
—Es Carlo —dijo.
Jordi sintió el impulso repentino de acercarse a Laura, arrebatarle de las manos el papel y romperlo en mil pedazos.
Ella rebuscó entre los enseres que tenía en el escritorio. Encontró algo que guardó en su mano y miró después al suelo hasta dar con la papelera metálica. Se la señaló a Jordi para que se la acercase. Jordi reparó entonces en que lo que guardaba en su mano era una caja de fósforos. Encendió uno y lo acercó al dibujo. Vio cómo la lámina iba menguando, primero tornándose amarilla y luego grisácea y negra, hasta que se desgajó en forma de volutas y pedacitos carbonizados e ingrávidos. El rostro del dibujo desapareció poco a poco.
Cuando Laura empezó a notar el calor en los dedos, dejó caer lo que quedaba en la papelera. La hoja se plegó sobre sí misma hasta desintegrarse. Carlo ya era historia.