Tras el conflicto de la huelga, Dimas se convirtió en el nuevo contramaestre. La dura respuesta que vivió en sus carnes —una buena cicatriz en su pierna lo recordaba— evitó que recayera sobre él cualquier sospecha de connivencia con el poder. Por otra parte, la perfidia de Daniel Montero había dejado entre los trabajadores un rastro de resentimiento hacia los sindicatos y un rechazo sordo hacia cualquier idea de rebelión. La actuación de la patronal había sido contundente y, además, la traición pesaba sobre ellos como un lastre difícil de superar.
Dimas demostró ser el único capaz de curar las viejas heridas. Con tesón y diligencia, fue asentándose en el trabajo día tras día. Llevaba mucho tiempo preparándose para ello y en cuanto tomó las riendas se quitó un peso de encima, el de su frustración; mucho más relajado, se dispuso a demostrar todas sus aptitudes. No cambió el trato con nadie ni se puso inmediatamente del lado de los patronos, sino que siguió comportándose del mismo modo. Su sueldo había aumentado y en su nuevo papel ahora era visible y respetado. Había conseguido sobresalir por fin de entre la masa gris de los proletarios, de los emigrantes, de los mà d’obra sin rostro que formaban una manada y se esforzaban por un futuro estéril. No había desaprovechado la oportunidad.
Por las noches, cuando regresaba a casa, veía con satisfacción el orgullo en la mirada de su padre. Casi siempre cenaban en silencio, con el ruido metálico de la cuchara tintineando en el plato, pero ahora era un silencio amable, no cargado de frustración e impotencia, como sucedía antes. Guillermo miraba a uno y a otro como esperando algo, tal vez que se abriera una espita de cordialidad que le permitiera empezar a hablar y contarles su día en la escuela. Pero eso no ocurría a menudo y la solemnidad durante la cena crecía y crecía. Dimas tenía ganas de iniciar una conversación banal, intrascendente pero agradable sobre cualquier tema, el que fuera, que le permitiera charlar con su padre y su hermano, reír y bromear con ellos, demostrarles que ya no era el de antes, siempre callado, amargado y reconcomido, a la espera de saltar por cualquier tema para echarle en cara a Juan que las cosas no eran como él creía, que nadie conseguía nada agachando la cabeza y diciendo a todo que sí, pero en el último momento se arrepentía y, llevado por la inercia, por la costumbre de comer en silencio como venían haciendo desde meses atrás, callaba. Y seguía golpeando suavemente con la cuchara de peltre un plato en el que la carne ya no era una invitada de lujo.
El ascenso de Dimas no se detuvo ahí, en las meras actividades rutinarias. Pronto empezó a demostrar una gran capacidad para gestionar los problemas y logró que la productividad aumentara. No obligaba a los obreros a trabajar más, sino que conseguía extraer lo mejor de cada cual, como si conociera los interruptores que ponían en marcha a cada uno de ellos. Sabía con quién funcionaba la rabia y con quién la competencia con el camarada; creaba tensiones entre enemigos acérrimos y acentuaba el papel de la empresa como defensora de los derechos de cada uno de ellos frente al otro; utilizaba lisonjas para convencer a los medrosos, a los que siempre tenían herido su amor propio y necesitaban un refuerzo positivo sobre el que construir su personalidad; aludía a la familia, al orgullo, al nacionalismo, a la raza… A lo que hiciera falta en cada caso con tal de conseguir su objetivo: que la empresa funcionara mejor, que cesaran los problemas, que el rendimiento se incrementara.
Estas habilidades y, por supuesto, los cuantiosos beneficios que le conllevaron no pasaron inadvertidos para Ribes i Pla. Y pronto se le ocurrieron nuevas ocupaciones para tan aventajado pupilo.
El empresario no podía concebir que de entre la chusma proletaria hubiera salido un personaje con aquella capacidad innata para la gestión y esa visión certera de las pasiones y ambiciones humanas, así que se imaginó un origen diferente para Navarro, pese a que la lógica y todos los indicios le escupían a la cara que contaba con tan pocos recursos, medios o estudios como cualquiera de sus empleados. Le inventó un pasado más heroico y digno; llegó a convencerse de que Dimas provenía de una familia de clase media, seguramente con negocio propio, y estaba luchando por encontrar su lugar en el mundo, como hacen los hombres que se labran su propio destino. El joven, por su parte, nunca le corrigió, no sólo porque no le parecía oportuno contrariar a su jefe sino también porque, en cierto modo, esas fantasías de su patrón hacían que estuviera naciendo para el mundo un nuevo Dimas Navarro sin orígenes, sin fisuras por las que pudiera dejar entrever cualquier signo de flaqueza. Ya no era uno más en pos de su sueño de ascender y medrar, ahora era el contramaestre; lo había conseguido y no debía permitir que nadie hallara en su nueva fachada grietas que dejaran traspasar brisa alguna que le hiciera tambalearse.
Y de este modo, paulatinamente y casi sin que se diera cuenta, las cocheras fueron quedando atrás, marginadas a los momentos en que no tenía que hacer ningún otro encargo para su jefe. De tarde en tarde Dimas aparecía por allí y se ponía a hablar con algún empleado, le preguntaba por la familia, por los amigos, por la novia… El trabajo, tras unos meses de tranquilidad, volvió a recaer en el jefe de taller, Pruna, que lejos de alegrarse sintió que había bajado un escalafón dentro de la empresa, pues primero con la marcha de Montero y después con las ausencias de Dimas, empleado en ocupaciones de mayor envergadura, ya no disponía de un contramaestre, un empleado a sus órdenes que le liberase de trabajo.
Esta circunstancia, sin embargo, no pasó desapercibida a la habitual perspicacia de Dimas, que antes de crearse un enemigo dentro decidió aliviar el peso de sus quehaceres concediendo más responsabilidades a Arnau y a Ramiro, la astucia y la fuerza, quienes las acogieron casi con orgullo. El ascenso de ambos se convirtió en un dique que contuvo a Pruna y mantuvo el buen funcionamiento del taller. Gracias a esa maniobra, Dimas tenía las alas libres para seguir alejándose de allí, de aquel lugar que se le estaba quedando pequeño.
Una mañana de junio, Ribes i Pla convocó a Dimas en su despacho de la calle Fontanella, en pleno centro de Barcelona, y le habló claro:
—Tengo confianza en ti, Navarro. Tienes… ¿cuántos?, ¿veintiocho años? Fíjate, no has llegado ni a los treinta y ya dominas el trato con todo tipo de gente. Te va el cara a cara.
—Favor que usted me hace, señor Ribes.
—No hay de qué. Vete a esta dirección y estudia el terreno. Quiero que revises la organización del taller de curtidos y también que vigiles a un tal Baldrich, del matadero. Es nuestro mejor proveedor de materia prima, pero juraría que está tramando algo. Lamento no disponer de tiempo ahora para entrar en detalles, ya te enterarás por ti mismo.
Dimas alargó la mano y tomó el papel que el jefe le acercaba. Se disponía a salir cuando, antes de traspasar el umbral, el empresario le comunicó lo siguiente:
—Ah, y a partir de mañana no hace falta que vayas por las cocheras. Tu sitio no está allí; esto otro tiene prioridad.
Dimas se volvió para agradecer el gesto pero vio que el patrón estaba ya enfrascado con otros papeles. Salió y, tras atravesar por fin la entrada, se colocó su gorra de paño y caminó altivo. Una sonrisa contenida transformó su rostro en una mueca de satisfacción.
Esa misma mañana, Dimas decidió dar comienzo a su nueva misión.
Cuando llegó, el matadero era un hervidero de actividad. El ganado accedía al interior desde la calle; por el otro lado salían los carros llenos de mercancía cubiertos por grandes lienzos de algodón tiznados de sangre y suciedad en dirección a los diferentes mercados de abastos de la Ciudad Condal. En los muelles se amontonaban los cadáveres sin piel de los animales. Dimas tuvo que sacar el pañuelo del bolsillo de su chaqueta para espantar a las moscas que se multiplicaban por todos lados, moviéndose frenéticas al calor del mediodía.
Al lado de la plaza de toros de Las Arenas estaba situado el matadero de La Vinyeta. Con ese nombre era conocido popularmente el terreno donde fue construido en el siglo anterior y con ese nombre perduraba. A su alrededor las cuadras, los corrales y las caballerizas se extendían para albergar a las bestias destinadas al consumo. Los tratantes de ganado entablaban dentro sus discusiones y los gitanos pasaban arriba y abajo. Eran ellos los que trasladaban a los animales, rellenaban con pienso los dornajos y con heno los pesebres, arrastraban las carretillas llenas de bostas y removían la paja para orearla de la humedad espesa y turbia del ambiente, suma de las respiraciones agónicas de los animales. De repente, una polvareda anunciaba la llegada de una nueva piara, otro rebaño, una manada. El fuerte olor a amoníaco se extendía varias calles allá.
Dimas no tardó en familiarizarse con el ambiente rudo y acre de los tratantes de ganado. Baldrich, según supo, era un importante comprador y ejercía su dominio sobre ellos. Para las pieles frescas, la empresa de curtidos de Ribes i Pla tenía tratos con él desde hacía ya tiempo.
Igualmente, la labor de Dimas en la curtiduría fue, al principio, callada y poco agradecida. Tenía que estudiar cómo funcionaba todo para poder mejorar la producción y eso le convertía en una especie de espía para los empleados. El trato con los trabajadores era casi nulo y necesitó mucha paciencia y cientos de preguntas para ponerse al día.
Ribes i Pla intuía que ante la fuerte competencia del sector y los altibajos en los precios de la carne, muy sujetos a las contingencias de una época ciertamente convulsa, se necesitaba una mano dura pero con intuición para encauzar los pasos de unos tratantes que pretendían subírsele a las barbas. En esos años las epidemias, los conflictos laborales y las deficiencias en los transportes minaban la producción agropecuaria, anticuada y muy localista. Todo ello contribuía a poner en peligro los planes de estabilidad de cualquier empresa seria del sector. Hasta entonces, Ribes i Pla había logrado mantener a flote su fábrica de curtidos —uno más de sus diversos negocios— mediante horas extra y despidos, parones obligados y puntas de producción exorbitantes que, gracias a sus contactos, le permitían mantener una interesante cuota de mercado. Con Dimas esperaba que esas adversidades, si bien consideraba improbable que desapareciesen, se vieran solventadas o matizadas en lo posible.
Cuando Dimas apenas llevaba dos semanas trabajando en la organización, el camión que debía transportar las pieles frescas desde el matadero llegó un día vacío. Tomeu Cardús, uno de los conductores de la empresa de Ribes i Pla, bajó del vehículo con cara de circunstancias y fue directamente a ver a Dimas.
—Baldrich me ha dicho que no hay más pieles —anunció, alarmado.
—¿Quieres decir que se le han acabado? —preguntó Dimas con extrañeza.
—Me ha enseñado cuatro miserias y no me he atrevido a aceptarlas. El olor echaba para atrás. Me ha dicho que no había otras, que las tomara o las dejara. Es muy raro que a esa hora no tuviera más material; llevaban matando reses desde las seis.
—Está bien, Tomeu. Vamos para allá. Es hora de conocer al tal Baldrich en persona.
Tomeu Cardús ofreció a Dimas una manta raída de un color a medio camino entre el blanco y el beige para colocarla en el asiento. El olor en la cabina era muy fuerte y Dimas pensó en cómo debía de ser entonces el de las pieles rechazadas si aquel hombre, que estaba acostumbrado a convivir cada día con el hedor que rezumaba el camión, aseguraba que era tan nauseabundo. El viaje desde la llanura de San Martín se inició paralelo al Rec Comtal, el antiguo canal que recogía el agua del Besós desde Montcada y la llevaba hasta el centro de la ciudad. Fueron dejando atrás campos y edificios fantasmales que lanzaban su humo al cielo brumoso del verano. De vez en cuando Dimas se secaba el sudor que perlaba su frente y se quejaba del horrible bochorno de Barcelona.
Tardaron un buen rato en llegar hasta el matadero. Allí Baldrich discutía con un individuo atezado que llevaba camisa blanca, sombrero negro y un bastón de caña con multitud de nudos. Al final el hombre pareció conseguir lo que quería y se fue como alma que lleva el diablo después de recoger una bolsa que Baldrich le lanzó a regañadientes. Había visto a Dimas y Tomeu acercarse.
—Tú debes de ser el nuevo… —le dijo a Dimas en cuanto lo tuvo delante—. Soy Gustau Baldrich, para servirte.
Le alargó la mano y Dimas la encajó, sorprendido del buen trato.
—Dimas Navarro, el nuevo —respondió con un deje de ironía—. Tengo entendido que no quieres seguir suministrando para Ribes i Pla.
—No es que no quiera —afirmó Baldrich con rotundidad—; es que lo que me queda hoy no ha convencido a tu conductor.
Inició la marcha hacia el almacén que tenía a su espalda y Dimas le siguió. A su paso los trabajadores se detenían un instante. Cuando los sobrepasaban, Dimas notaba su mirada en la nuca como una condena. Nada más ver las pieles comprendió que su conductor había actuado con eficacia: formaban un amasijo de carne y pelo arrumbado con desgana, de un olor repulsivo, como el de un perro atropellado en el camino. Las pieles animales se vendían recién arrancadas, todavía calientes, antes de aplicar los diferentes tratamientos ya en la fábrica. Se debían transportar en cuestión de horas porque, de lo contrario, comenzaban a pudrirse sin remedio. Esas pieles eran sin duda restos de pedidos antiguos que se habían quedado arrinconados. Nadie en su sano juicio las querría, estaban en pleno proceso de putrefacción y no servían más que para atraer a las moscas.
Sin embargo, ante ellos desfilaba una larga procesión de esforzados transportistas que acarreaban con dificultad pesadas pieles recién desolladas y todavía humeantes que goteaban por entre los listones de madera de las carretillas un ligero rastro de sangre.
—Señor Baldrich, ¿qué pasa con esas pieles de ahí? También son de vacuno, como las que nosotros le compramos… —preguntó Dimas.
—¡Ah, amigo mío! —suspiró el comerciante—. Ésas son más caras. Son de mayor calidad y exigen un desembolso superior al que ustedes realizan.
Los ojos de Gustau Baldrich relampaguearon un instante y Dimas supo ver que aquello era toda una maniobra para hacerles entender que los precios eran variables y que recientemente se habían incrementado. El importe fijo que se había garantizado hasta entonces a la enorme maquinaria de Ribes i Pla estaba a punto de desaparecer.
Dimas comprendió que había que actuar con rapidez. Su prestigio o sus logros anteriores ya no contaban: había ascendido en el escalafón y ahora no se le permitían errores. Valía lo que su último éxito; no debía dejarse vencer por la presión. Se despidió de Baldrich con una amplia sonrisa que se le agarró en el alma pero que pareció natural y salió con aire indiferente de aquel espantoso lugar. Ya afuera aceleró el paso y se sacudió los pantalones con la gorra mientras se dirigía al camión. Vio que los que arrastraban los carretones llevaban todos los mismos uniformes azules, con un membrete bordado en el pecho en letras rojas y redondas y una caligrafía sobre fondo blanco que rezaba: «Baldrich y Cía.». Ya dentro del camión comenzó a cavilar.
Tomeu, a su vez, subió al vehículo y puso en marcha el motor. Se quedó en silencio, tenso, a la espera. Dimas observaba sombrío el devenir frenético de los trabajadores arriba y abajo; Baldrich debía de haber hecho una gran inversión para conseguir el control de la distribución. La maniobra era inteligente; aunque se arriesgaba a que las pérdidas también le afectaran después de que la mercancía hubiera abandonado el almacén, cobraba un nuevo servicio que era más barato que si cada uno de los compradores lo realizaba con su propio camión, porque los tratos que podía conseguir eran mejores. Ribes tenía sus propios camiones, pero no todos podían permitirse esa inversión.
Dimas concluyó que aquélla también era una buena noticia para él: los transportes estaban centralizados y su experiencia como trabajador y capacidad de convicción le convertían en un experto negociador.
Justo cuando Tomeu le iba a preguntar qué hacer, Dimas abrió la puerta inopinadamente y saltó de nuevo al aire cargado de La Vinyeta.
—Espérame aquí. Puede que tarde un rato, ten paciencia. Echa una cabezada.
En el suelo las sombras empezaban a extenderse, pero el calor, lejos de aplacarse, se hacía más denso, como empujado por un puño húmedo e invisible. Lanzó la gorra al asiento y, después de comprobar que Baldrich había desaparecido de su vista, se ató un pañuelo al cuello, al uso de los transportistas. Tomeu, desde su vehículo, vio cómo se dirigía a uno de ellos y acto seguido se ponía a caminar tras él. Ambos desaparecieron entre una de las hileras que formaban los camiones estacionados.
El mismo día de la breve reunión, varias horas más tarde, algunos de los camiones de Gustau Baldrich se detuvieron en un albañal próximo al Clot de la Mel, aparentemente averiados. De igual modo, los que se dirigían hacia el curso bajo del Llobregat también sufrieron varios pinchazos en mitad de un baldío, en la entrada de la inmensa vega entre Cornellà y el Prat. No hubo más explicaciones, pero las pieles se pudrieron al no llegar a destino. Al día siguiente sucedió lo mismo, como si los camiones de Baldrich y Cía. fuesen animales contagiados por una repentina epidemia.
Tres días después de la breve visita de Dimas Navarro, a la vista de las constantes averías, pinchazos, carreteras cortadas y mil y un contratiempos más, Baldrich tuvo que claudicar. No se volvieron a encontrar en ese tiempo. No hubo ninguna amenaza, ninguna advertencia, ni tan siquiera un aviso o una nota. Preso de la furia, Baldrich estuvo tentado de despedir a todos los conductores de los camiones, pero no abundaban los trabajadores capaces de manejar esos vehículos y no podía volver a la lentitud de los carromatos; además, tampoco quería decirles a sus clientes que fueran ellos de nuevo los que pasaran a recoger las pieles. Y lo más importante, no podía seguir perdiendo dinero.
Eso sí, en cuanto asumió que debía claudicar, Gustau Baldrich supo sin ninguna duda con quién debía negociar para que los camiones no se estropearan más. Y no era precisamente con la Providencia.
Dimas esperaba sentado en el pretil del patio de la fábrica de curtidos, donde regresaban los camiones que distribuían la mercancía manufacturada a las tiendas, grandes almacenes, sastres, etc. Bajo su atenta mirada, algunos operarios se afanaban en limpiar los grandes vehículos con el letrero de Ribes i Pla bien visible en la puerta del conductor. Estaba pelando un melocotón con un pequeño cortaplumas cuando vio a Baldrich; entonces se levantó, recogió las mondas que tenía a un lado y las lanzó a un cubo de metal lleno de despojos. Tomeu, al ver a Baldrich, se acercó a Dimas y se mantuvo a una prudente distancia.
—Cuánto gusto recibirle en nuestra modesta empresa. ¿Qué se le ofrece? —La voz de Dimas era alegre y aparentaba una total sorpresa.
Gustau Baldrich se quitó el sombrero y se puso a pellizcarlo con los dedos, como si lo desparasitara. Habló masticando las palabras.
—He pensado que tal vez pueda usted conversar con el señor Ribes i Pla para continuar en tratos. Hoy matamos vacuno y en unas horas dispondré de una partida de pieles que creo les resultarán interesantes.
—Señor Baldrich, ¿quiere un poco? —Dimas le enseñó lo que quedaba de la fruta brillante. El jugo caía y jugueteaba dulzón entre los dedos de su mano izquierda.
—No, gracias —rechazó, molesto, Gustau Baldrich—. En caso de que quisiesen volver a reanudar la gratificante relación comercial que antes fuimos capaces de llevar a buen puerto con los esfuerzos de ambas partes, creo que sería una buena solución retomarla tal cual la dejamos.
—Sí, señor Baldrich, sería tal vez una buena solución, pero quizá a partir del siguiente cargamento.
—¿Quiere usted decir que el que les ofrezco hoy no se lo quedan? —preguntó Baldrich, dejando deslizar cierto temor en su voz.
—No. Quiero decir que éste nos lo quedamos, pero corre por cuenta suya.
Baldrich masticó el silencio en busca de una buena respuesta. Quería ser prudente y sabía que debía tomarse unos segundos antes de pronunciarse.
—Pero eso… no es una solución —contestó al fin.
—Hombre, si de todas formas lo tendría que tirar —dijo Dimas, abriendo los brazos en señal de impotencia—. Porque, ya se sabe… Los camiones estropeados no llegan a su destino.
Cogió otro melocotón de un cesto y volvió a abrir el cortaplumas. Cortó un trozo de fruta mientras su intensa mirada escrutaba al comerciante, cuyos ojos deambulaban de un sitio a otro como los de un animal acorralado. Tras un instante sopesando sus posibilidades, Baldrich claudicó:
—Está bien. A partir de mañana tendrán su primer cargamento sometido a factura.
Dimas añadió:
—Considérelo una inversión. Gracias a eso podrá tener con nosotros el mismo trato que antes, Baldrich: idéntico precio porque, como ve, nuestros camiones los ponemos nosotros y vienen a nuestra empresa. No hallará otra tan servil —ironizó.
Dimas ya no lo volvió a mirar y se dedicó a comer el melocotón. Observó de reojo los pasos dubitativos de Gustau Baldrich al encaminarse hacia el gran portalón de entrada y sonrió satisfecho para sus adentros: había superado una nueva prueba. No obstante, notaba la presión sobre sus hombros: cada decisión implicaba un reto, una aventura, un desafío más arriesgado que el anterior. No podía bajar la guardia. Escupió sobre la mano el hueso de la fruta y lo lanzó con fuerza contra la gran chimenea humeante de la fábrica de curtidos. Tomeu se puso a su lado y le felicitó por el trato conseguido.
—Lo de ese cargamento gratis ha sido la puntilla. A Baldrich le ha debido de doler más que si le arrancaran un brazo.
Dimas se encogió de hombros y dijo con despreocupación:
—A veces en los negocios hay que hacer una pequeña inversión para salir adelante. Yo hoy sólo he conseguido recuperar la que hemos hecho estos días atrás.
Y tras guiñarle un ojo, entró en la fábrica. Tomeu no dijo nada, pero la sonrisa de su rostro estaba cargada de picardía y admiración.