Capítulo 5

Al alba del martes, Daniel Montero, desconocedor de la actividad furtiva que había cesado en las cocheras poco antes, se dispuso a cumplir con la primera parte de su plan. Sacó la llave del bolsillo de su gruesa chaqueta y la introdujo en el candado. Cuando cedió, empujó las puertas del almacén con suavidad para evitar que chirriasen. Vio cómo a muy pocos metros de allí se escondían varias figuras; una de ellas le saludó fugazmente. Se recordó a sí mismo que cuando todos hubieran entrado debía cuidar de situarse entre los últimos para que los golpes no le alcanzaran. Se movió con agilidad por el patio hacia el edificio donde estaba la subcentral eléctrica, justo al otro lado de las cocheras. Allí sacó un manojo de llaves tintineantes y abrió una pequeña puerta que daba al camino exterior. Se asomó y, tras comprobar que no había nadie, salió. Se metió las manos en los bolsillos y arrancó a caminar pausadamente.

De repente le pareció escuchar unos pasos a su espalda. Se detuvo en el acto y comenzó a darse la vuelta, pero no pudo completar el giro a tiempo; algo sólido le golpeó en la cabeza y en menos de un segundo todo se tornó negro. Cayó al suelo como un fardo.

Dimas sujetó por las axilas el cuerpo inconsciente de Montero y lo arrastró hacia la puerta. Lo colocó junto a ella de manera que pareciera que se había quedado dormido. Le puso la gorra sobre los ojos, sacó del bolsillo de su chaqueta una pequeña bota de vino y derramó su contenido sobre Montero. La dejó medio vacía al lado del contramaestre y se encaminó al lugar acordado como punto de reunión.

Refugiados en los huertos cercanos se agrupaban muchos de los trabajadores. Dimas llegó de los últimos y se encontró con sus compañeros, impacientes por comenzar.

—¿Dónde está Montero? —preguntó alguien.

—Debía dejar abierta la puerta del almacén. Se unirá a nosotros cuando estemos allí —respondió Rubio.

—Yo no lo veo claro —refunfuñó entre dientes Arnau, que saludó con un gesto a Dimas.

—Ahora no es el momento de dudar. ¡Vamos! —arengó Rubio.

El grupo se acercó con agilidad a la entrada de las cocheras. Se movían sigilosos, como cazadores en pleno rastreo. La única consigna era la sorpresa; en palabras de Rubio, se trataba de una acción «de guerrilla»: debían entrar en las cocheras, coger las herramientas, tratar de inutilizar todas las máquinas que pudiesen en unos minutos y salir de allí para dispersarse lo más rápido posible. Después se enviaría a un representante para hablar con el patrón y tratar de hacerle entender la necesidad de llegar a un acuerdo. La acción tenía, pues, la finalidad de conseguir que la presencia de los empleados en el puesto de trabajo fuera totalmente imprescindible; nadie más que ellos —y con mucho esfuerzo— podría hacer que las máquinas volviesen a funcionar.

Ateridos por el frío, envueltos por las nubes de vaho que brotaban de sus bocas nerviosas, los trabajadores se agolparon ante la entrada. Dimas apretó los puños; sabía la que se avecinaba. Durante un instante tuvo la tentación de avisar a sus compañeros, de advertirles de que todo era una trampa tendida por el patrón con la connivencia de Montero. Pero algo dentro de él le contuvo: no quería, de ninguna de las maneras, seguir siendo un trabajador más. Y no podía arrepentirse ahora.

Empujaron la puerta con facilidad y entraron por el paseo principal, el que conducía a las diferentes naves, como un río que se desborda. De pronto, de entre los edificios vacíos emergió un grupo de hombres armados con porras y cadenas de hierro que, amenazantes, comenzaron a acercarse a ellos cerrándoles la retirada.

—¡Nos estaban esperando! —bramó Arnau.

Fue Rubio quien, raudo, corrió a abrir el armario de las herramientas. Los ojos se le inyectaron en sangre.

—¡No están! —Al girar sobre sus talones y ver las cadenas ondeando ante ellos, se le escapó un grito gutural y desesperado—: ¡Es una encerrona!

Él fue de los primeros en sentir el sabor metálico de la sangre en su boca. Las cadenas y los palos cayeron con inhumana precisión sobre los perplejos trabajadores. Algunos chillaron con impotencia; otros acertaron a huir; muchos cayeron al suelo, donde recibieron patadas y puñetazos. Alguno que se atrevió a enfrentarse a los agresores gritaba desesperado: «¡Somos más que ellos, somos más!», tratando de animar al resto de compañeros pero sin mencionar que estaban desarmados.

Dimas vio a Ramiro tropezar y caer al suelo de cara. Como movido por un resorte, éste logró darse la vuelta de forma inmediata, aunque sin levantarse. Asustado, aún tuvo agallas para alzar los puños y apretar los dientes. Dimas se le acercó en un par de saltos: uno de los matones corría dispuesto a embestirle enarbolando una larga vara de hierro.

—¡Arriba! —Dimas le agarró del cuello de la camisa y le obligó a incorporarse.

—¡Déjame, que a ése me lo como! —masculló Ramiro ya de pie, con el pecho hinchado.

—¡Tus hijos te necesitan vivo! ¡Corre!

Mencionar la palabra «hijos» fue como echar sobre Ramiro aceite hirviendo. La furia que estaba a punto de llevarle a la pelea le hizo escupir al suelo y lanzarse a correr. El matón aún tuvo tiempo de arañarle la espalda con la vara. Cuando vio que no lo iba a alcanzar, lanzó el hierro como si fuera una jabalina y alcanzó la parte posterior del muslo derecho de Dimas. Éste notó el golpe, que le hizo trastabillar, pero no se detuvo. Miró de reojo hacia atrás y vio al tipo agitando el puño en el aire.

Nada más salir de las cocheras, el gigantón preguntó hacia dónde iban. Dimas le señaló los huertos, se paró un instante y echó un vistazo hacia las cocheras, donde todavía quedaba un puñado de trabajadores. Vio en el suelo a Rubio, al que dos compañeros sacaban a rastras fuera del recinto. A duras penas lograba mantenerse en pie, se tambaleaba y amenazaba con caerse. Otro trabajador que estaba cerca de ellos lo vio y corrió hacia él para ayudar. Fueron los últimos en llegar a los huertos. Rubio tenía la nariz rota y lucía la marca de un eslabón en el pómulo derecho. En ese instante Dimas notó la sangre correr por su pierna: la vara de hierro había logrado morderle.

Estuvieron unos instantes sentados en un rectángulo de tierra ocupado por las malas hierbas y un puñado de árboles sin hojas. No se oía otra cosa que las respiraciones fatigadas, quejidos de dolor y algún que otro insulto entre dientes. Se atendieron los unos a los otros improvisando vendajes hechos con su propia ropa para los que estaban sangrando.

—¿Qué ha pasado, Rubio? —preguntó uno de los trabajadores.

El aludido tomó aire y contestó con voz desanimada:

—Nos han traicionado.

Era algo que todos pensaban, pero que nadie quería creer. Al escucharlo de boca de Rubio, la sospecha se hizo real y cayó como una paletada de tierra sobre un ataúd. En el fondo, buscaban un nombre. Tras el pesado silencio, Dimas habló:

—¿Dónde está Montero?

—Yo no le he visto —contestó uno.

—Yo tampoco —corroboró otro.

—Aquí no está, desde luego…

Los obreros empezaron a soltar insultos y amenazas al traidor. Dimas pensó que tan sólo había acercado un fósforo a una mecha preparada para arder con rapidez.

—Pues si no está aquí… —masculló mientras se vendaba la pierna con las mangas de su propia camisa rasgada.

—¡Hijo de puta! —exclamó alguien entre dientes.

Una pareja de campesinos que vivían muy cerca aparecieron con una olla de malta recién hervida. Dijeron que los habían visto huir. El payés contó que durante un tiempo también había trabajado en una fábrica; sabía cómo se las gastaban los patronos. La solidaridad de la pareja emocionó a los hombres magullados y heridos, que agradecieron la taza caliente como si fuera el mejor de los manjares.

—Además, es una putada que usen esquiroles —concluyó el hombre.

—¿Esquiroles? —Ramiro, que soplaba su taza, levantó la cabeza, sorprendido.

—¿No lo sabíais? Por las noches meten a un puñado de trabajadores. Empiezan a trabajar cerca de la medianoche y desaparecen antes de que se haga de día.

La noticia de la doble traición ofuscó a más de uno. Palabras de venganza se fueron repitiendo como los ecos en una montaña. Dimas no dijo nada, tan sólo asentía y daba la razón a sus compañeros.

Daniel Montero se levantó aturdido. Tras ponerse en pie se palpó el chichón; le dolía, sentía que la cabeza le iba a estallar. Sacudió sus ropas para darse calor y notó entonces el fuerte olor a vino. No entendía qué había pasado.

Caminó hasta la entrada principal de las cocheras: cerrada. Miró a través de la cerradura y vio a los matones. Le quedó la duda de si todo había pasado ya o si finalmente los trabajadores no se habían atrevido a llevar a cabo su plan, pero al fijarse en el suelo vio gotas de sangre. Estuvo unos instantes sin saber qué hacer hasta que decidió acudir al punto de reencuentro.

Cuando todavía faltaban unos metros, los vio. Levantó una mano a modo de saludo y se acercó con un caminar un tanto renqueante por el frío y el aturdimiento del golpe, pero las miradas que cayeron sobre él le hicieron detenerse.

—¿Qué… qué ha pasado? —balbució Montero.

El silencio era espeso, y pronto se rompió.

—Míralo, si encima apesta a vino… —dijo por fin uno de los hombres en tono despectivo.

—Eso es la conciencia, se habrá emborrachado porque le remuerde después de lo que nos ha hecho —soltó otro.

Todos estaban inmóviles, las miradas ardían de odio. Montero los contempló y comprendió que habían descubierto su traición. Sus ojos se encontraron con los de Dimas. Era el único que no le miraba furioso. «Qué cabronazo», pensó.

Alerta, supo que no tenía más remedio que huir. Al primer movimiento que observó salió corriendo como un conejo, y una piedra cayó cerca. Se detuvo a unos metros de sus compañeros y se volvió ofendido. Otra piedra, esta vez en el pecho, le hizo desistir de aquel impulso. Se dio media vuelta de nuevo con rapidez, pero Ramiro se lanzó a sus pies y logró hacerle caer. Montero se revolvió como un gato, pero los puños del otro eran mazas. Varios compañeros más se sumaron y comenzaron a darle patadas, mientras el payés trataba de detenerlos. Finalmente fue Rubio, con la ayuda de Arnau, el que se interpuso.

—Ramiro, por el amor de Dios, no te manches las manos con esa basura. Sólo falta eso, que nos acusen de asesinato —dijo.

El gigantón se apaciguó, si bien su rostro seguía desencajado. Montero, aturdido, se incorporó como pudo y escupió en el suelo un cuajarón escarlata salpicado de dientes; de su nariz rota brotaban también dos hilillos de sangre. Sin que nadie hiciera ademán de retenerle comenzó a correr; primero mirando a su espalda para ver si le seguían; después, con los ojos cerrados, se dejó caer por la pendiente. Corrió como nunca lo había hecho antes, desesperado. Y maldijo su estampa y a Dimas Navarro.