—¿Seguro que es por aquí? —Una nube de vaho salió de la boca de Arnau y Dimas asintió moviendo la cabeza—. Estos callejones del barrio Chino son como un laberinto…
Dimas le indicó con un gesto que bajara la voz. Ya era de noche y el frío impropio de mediados de marzo hacía que los barceloneses evitasen salir a la calle. Debían encontrar un viejo local de la prohibida Confederación Nacional del Trabajo, la CNT. El sindicato anarquista les estaba ayudando a organizar la huelga y contaba con un buen número de afiliados entre los trabajadores de las cocheras. Las instrucciones eran precisas: ir de uno en uno o, como máximo, de dos en dos para no llamar la atención; si se encontraban con una patrulla policial, simular que estaban borrachos y que acababan de salir de alguna tasca. Lo normal era que los dejaran ir sin más, aunque quizá los detuvieran para pasar la noche en la comisaría. Como les recordó Daniel Montero, era mucho mejor ser detenido por ese motivo que por acudir a una reunión sindical y clandestina; el riesgo de tortura en ese supuesto era muy alto.
Arnau se había tomado las instrucciones al pie de la letra y no se separaba de su bota de vino. «Llegado el caso, te puedes derramar un poco de vino por la camisa y disimular mejor», le explicó a Dimas. Éste sonrió y continuaron caminando por las callejuelas.
Llegaron a un local con la puerta bloqueada y las ventanas rotas que parecía a todas luces abandonado. Debían saltar a través de una de las ventanas, situada a metro y medio del suelo, y colarse dentro. Con el miedo y el frío pegados al cuerpo, lograron entrar y buscaron la trampilla que daba acceso al sótano donde se realizaba la reunión. En el amplio local subterráneo el aire olía a humedad, a tabaco y a sudor. Unos quinqués servían para dar algo de luz y proporcionaban un aspecto espectral a los rostros de los asistentes. Daniel Montero paseaba frente a un improvisado escenario formado por unas cajas apiladas y miraba impaciente su reloj de bolsillo.
—Esperaremos un cuarto de hora más para comenzar la asamblea —anunció—. Entenderemos que los que no estén entonces no habrán podido venir.
Las conversaciones eran en voz baja, rodeados los interlocutores de un silencio protector aunque frágil. Tenían la conciencia de estar separados del peligro por una finísima membrana capaz de reventar con un ruido más alto que de costumbre. Al poco, Montero se levantó:
—Compañeros —empezó con voz ronca—, hoy estamos aquí para definir nuestra estrategia. Llevamos ya dos días de huelga, ¡dos días de éxito! —Se levantaron murmullos de aprobación—. El seguimiento de la convocatoria ha sido total, todos los trabajadores estamos unidos. Pero ahora nos toca decidir el siguiente paso.
—El siguiente paso es negociar, ¿no? —preguntó uno, extrañado—. Esperar a que los patronos se sienten a tratar con nosotros, ¡para eso es la huelga! —dijo volviéndose hacia el resto, buscando la aprobación de los asistentes. Se oyeron voces que asentían.
Montero levantó una mano para pedir calma.
—Veréis, lo que yo quería decir es: ¿cuántos días podremos aguantar así?
—¡Lo que haga falta, cagondiós! —bramó Ramiro. Era famoso por su carácter bonachón, aunque un tanto bruto. Entre risas, le chistaron para que no gritara tanto.
—Seamos sinceros —Montero comenzó a caminar por el auditorio—, no podemos aguantar indefinidamente. El patrono no querrá ceder: sentaría un mal precedente. Prefiere perder dinero, lo que a la larga le supone menos que asumir nuestras justas reivindicaciones.
—¡Jodido burgués! —soltó alguien.
La mirada de Montero se aceró. A Dimas le pareció captar en ella un tinte de crueldad.
—Entonces, está claro lo que podemos hacer, ¿verdad, Rubio? —preguntó.
Se dirigía a un viejo militante de Solidaridad Obrera y luego de la CNT que se había comprometido a ayudarles en la organización de la huelga. Rubio se subió a las cajas y tosió antes de hablar; siempre meditaba lo que debía decir. Mantenía un tono de voz discreto pero vocalizaba para que se le entendiera bien.
—Vosotros sois los auténticos motores de la empresa y los generadores de riqueza. La patronal, dueña de los medios de producción, no cederá plusvalías a no ser que se vea obligada. Está claro que la huelga es uno de los métodos, pero no es el único. Debemos estar preparados para aumentar el grado de intensidad y presión de nuestras acciones, de modo que el patrono no pueda ver más salida a este conflicto que sentarse a hablar. En definitiva, debemos contemplar muy seriamente la posibilidad de llevar a cabo acciones directas.
—¿Qué acciones serían ésas? —preguntó Arnau desde su lugar, al lado de Dimas.
—¡Patear al jefe! —espetó Ramiro.
Rubio negó con la cabeza.
—Al jefe no: a la maquinaria. Patear, como dice aquí nuestro compañero, sí, pero a la maquinaria.
Se hizo un silencio incómodo. Todos sabían que dar ese paso significaba aventurarse a un enfrentamiento en que podrían llevar las de perder si no actuaban con cautela. Montero tomó la palabra para arengar a los asistentes:
—No temáis, la razón está de nuestro lado, no somos delincuentes. Tan sólo las inutilizaremos para que se den cuenta de que estamos dispuestos a llegar hasta el final. Tenemos que fijar un plazo y, si se rebasa la fecha límite, pasar a la acción. Yo propongo que si de aquí a dos días el patrón sigue sin responder a nuestras reclamaciones… ¡Actuemos! —exclamó alzando el puño.
Los trabajadores empezaron a discutir entre ellos sobre la cercanía de la fecha. Algunos se mostraban desanimados ante la idea de una acción que podía comportar peligro. Montero insistía en hacerlo cuanto antes, pero al final, tras la mediación de Rubio, acordaron dejar pasar también el domingo y el lunes. Si nada había cambiado, el martes 16 de marzo acudirían todos a primera hora al almacén. Montero, que tenía una copia de la llave, se ocuparía de que estuviera abierto. Entrarían todos juntos e irían a por las máquinas.
Tras llegar a este acuerdo, se dio por terminada la asamblea y los asistentes fueron abandonando el local de forma escalonada. Daniel Montero esperó para salir el último. Se le notaba tenso y caminaba nervioso por la sala. A Dimas le llamó la atención cómo un contramaestre podía convertirse, de improviso, en el más beligerante de todos los obreros. Pensó que había algo extraño en su actitud.
Ya en la calle dio un rodeo para separarse de sus compañeros y luego regresó sobre sus pasos. Cerca de la sede de la reunión buscó refugio en un portal. No sabía cuánto tendría que esperar, así que se subió el cuello de la raída chaqueta de pana, se ajustó la gorra y procuró evitar la luz de la farola para mantenerse en penumbra. El frío se colaba por la ropa y le empapaba de una humedad gélida. Rogó para que aquello que esperaba no tardara demasiado en suceder o, de lo contrario, empezaría a tiritar con violencia.
Pronto, cumpliendo sus expectativas, el cuerpo delgado del contramaestre apareció por una de las ventanas. Tras mirar a ambos lados, saltó con agilidad a la calle, se metió las manos en los bolsillos, apretó los brazos contra el cuerpo y comenzó a caminar con brío. Dimas se encogió como pudo y contuvo la respiración: estaba a punto de pasar delante de él.
Montero no se percató de su presencia y Dimas, bien camuflado entre la oscuridad, comenzó a seguirle a una distancia prudente. No tenía muy claro qué sentido podría tener hacer esto, pero algo dentro de él le advertía de que era su deber, una especie de rumor lejano como los que anuncian la llegada de una tormenta.
No sabía dónde vivía Montero; no habían coincidido nunca de camino o a la salida de las cocheras. Al llegar a la plaza de Cataluña subió por el paseo de Gracia y encaró poco después la calle Caspe. Era imposible que, con su sueldo, viviera en esa zona céntrica del Ensanche. De pronto, el contramaestre se detuvo en el chaflán entre Caspe y Bailén. Miró su reloj de bolsillo y oteó el horizonte. Dimas sonrió: ¿una amante burguesa?, ¿o sería una criada? Se sintió un poco estúpido por haberlo seguido, y estaba a punto de acercarse para saludarlo cuando lo entendió todo: en el chaflán se detuvo un lujoso vehículo negro, se abrió la portezuela y Montero se subió a él. Era el coche del patrón, el señor Ribes i Pla.
Dimas, furioso, comenzó a caminar sin rumbo fijo en un intento de que el paseo sirviera para ayudarle a calmarse y aclarar sus ideas. Lo primero que pensó fue en destapar el asunto, en tratar de localizar a Rubio o a algún otro compañero y contarle lo que acababa de ver. Acto seguido recapacitó y llegó a la conclusión de que quizá no le creyeran: sería su palabra contra la del contramaestre, y Dimas nunca se había caracterizado por su compromiso con la lucha sindical. Todos sabían que él se limitaba a ir de casa al trabajo y viceversa, y temió que quizá incluso lo acusaran de querer quitar de en medio a Montero para quedarse con su puesto…
Se sintió impotente. Emprendió el camino a casa con la firme voluntad de hacer algo y, por qué no, de encontrar la manera de sacar provecho de la situación. Él no iba a cambiar el destino de los trabajadores, pero sí podía cambiar el suyo.
Al día siguiente, Héctor Ribes i Pla se subió a su coche dispuesto a cumplir con su obligación, como cada mañana, en las cocheras de Horta, el principal de los prósperos negocios de los cuales era socio. Se sentó en la parte trasera del automóvil y levantó sutilmente la barbilla. Apoyó su mano derecha sobre el bastón con empuñadura de plata bruñida y se aseguró el bombín con la otra mientras aguardaba a que su chófer arrancara el vehículo. El elegante abrigo negro de lana lucía impecable.
Esperaba que los trabajadores recapacitaran y aceptaran volver de una vez por todas a sus puestos de trabajo. Él tenía claro que no podía ceder. Si lo hacía, sólo sería el comienzo de una espiral que acabaría tragándose sus beneficios. Si pedía ayuda a sus amigos industriales y políticos, hasta era posible que éstos le subvencionaran el parón con tal de que las demandas no se extendieran a otras empresas. El mundo del tranvía requería costosas inversiones tecnológicas y Ribes i Pla no consideraba que estuviera actuando de forma incorrecta o demasiado severa; simplemente defendía a la compañía, lo que a su vez significaba defender un buen puñado de puestos de trabajo. Pero, a veces, estar al frente de todo y soportar las responsabilidades conllevaba que no todas sus decisiones fueran comprendidas. Por suerte los conductores, en su afán de diferenciarse del resto de la plantilla, no habían secundado la huelga. El ayuntamiento de momento no les presionaba, aunque las primeras averías graves no tardarían en llegar y, entonces, el servicio acabaría viéndose afectado irremediablemente.
Nada más acercarse el vehículo a la verja que daba acceso a las cocheras vio a un grupo de trabajadores rondando la entrada y supo que todo seguía igual. «Peor para ellos», pensó mientras hacía oídos sordos a los improperios que le dedicaron. Lo que le sorprendió, sin embargo, fue lo que se encontró después, al llegar a su despacho: uno de sus hombres de seguridad se acercó y se dirigió a él en voz baja, como si fuera a confesarle un secreto.
—Señor, un trabajador le está esperando. Dice que quiere hablar con usted.
—¿El representante de los huelguistas? —le preguntó. Su subordinado negó con la cabeza—. Pues que se dirija al jefe de taller, que yo no estoy para menudencias.
—Dice que tiene que hablarle respecto a la huelga, que le puede ayudar —aclaró entonces su hombre. Ribes i Pla frunció el ceño—. Está desarmado, señor —añadió para dejar claro que había cumplido con su trabajo y que el misterioso empleado no albergaba peligrosas intenciones.
—Está bien —dejó escapar un suspiro—. Tráelo a mi despacho en cinco minutos.
Héctor Ribes i Pla ocupó el sillón de piel tras colgar el sombrero en un perchero de nogal situado junto a su mesa. Colocó varios papeles delante de sí y dejó a mano su elegante estilográfica.
Al poco llamaron a la puerta y entró al despacho un trabajador joven, alto, curiosamente elegante a pesar de su humilde vestimenta y de aspecto fuerte aunque de cuerpo fibroso y delgado. Sujetaba una gorra de paño entre sus manos nervudas. Le gustó su semblante: serio, formal, de mirada decidida y ambiciosa. Ribes aún no lo sabía, pero se llamaba Dimas Navarro.
—¿Vienes a anunciarme que vais a volver a vuestros puestos de trabajo? —le espetó sin indicarle que tomara asiento, pues quería dejar claro que no tenía tiempo que perder.
El trabajador, circunspecto, contestó que no. Héctor Ribes i Pla quedó sorprendido. Antes de que pudiese articular una respuesta el empleado se le adelantó:
—Lo que puedo conseguirle, si lo desea, es un buen puñado de trabajadores dispuesto a ocupar las vacantes mientras dure la huelga.
Los ojos de Ribes se entrecerraron.
—¿Qué clase de broma es ésta?
—Tengo contactos en la playa de Pekín —prosiguió el trabajador—. Allí nunca faltan obreros en busca de un empleo. Tienen tanta necesidad de trabajar en lo que sea que aunque los tachen de esquiroles no dudarán en aceptar sus condiciones. No son expertos en tranvías, no le voy a engañar, pero las tareas mínimas las podrán atender sin problema. Así, los tranvías continuarán saliendo con normalidad y los trabajadores sentirán que no son imprescindibles.
—¿Qué ganarás tú a cambio?
—Dinero. Y que me suba de categoría.
—Ya. ¿Y cómo puedo fiarme de ti?
—Esta noche puedo venir con ellos y verá que lo que digo es cierto. Tenga el dinero preparado, porque habrá que pagarles por adelantado. Y a mí también.
Héctor Ribes i Pla lo miró fijamente; buscaba una fisura, pero Dimas ni pestañeó.
—Venid alrededor de la medianoche —concedió—. Y cuídate de que todo esto no sea una bufonada. Ni te imaginas lo terrible que puede resultar tenerme como enemigo.
Dimas sonrió enigmáticamente.
—Por eso nos llevaremos bien, señor.
Dimas cumplió con su palabra y aprovechó la nocturnidad para hacer entrar uno a uno a los trabajadores. Provenían del barrio de barracas de la playa de Pekín, al lado del Campo de la Bota. Héctor Ribes i Pla los esperaba acompañado de dos tipos con aspecto de matones y pistolas al cinto.
—Les mostrarás qué deben hacer —indicó a Dimas.
—Eso supone un dinero extra —contestó éste sin titubeos.
—¡Ja, ja, ja! ¡Qué cojones tienes, Navarro! Me gusta. Toma, ¿es suficiente?
Dimas tomó el dinero, lo contó con cuidado y sólo cuando hubo terminado contestó afirmativamente. El patrón se dio la vuelta con la intención de marcharse, pero cuando Dimas se disponía a hacer lo mismo, le advirtió:
—Te recomiendo que no vengas el martes por la mañana. Tus compañeros se encontrarán con una desagradable sorpresa.
Ésa era la fecha fijada por los obreros para ejecutar el sabotaje de la maquinaria. Dimas no mostró ninguna emoción cuando vio a uno de los matones sonreír.
—Estaré aquí, de lo contrario mi ausencia llamaría la atención.
—Tú sabrás, yo cumplo con avisarte. Buenas noches, Navarro. Y bienvenido al bando de los buenos.
Ribes i Pla se alejó junto a sus guardaespaldas. Al abrir la puerta para salir, un resplandor entró fulgurante: eran las luces de su automóvil que, encendidas, apuntaban hacia la entrada. Desaparecieron al cerrar. Cuando el ruido del motor se fue alejando, todo quedó en silencio. Hasta que Dimas volvió con las primeras órdenes y el ruido de las herramientas, de las máquinas y de la actividad empezó a llenar el gran espacio de las cocheras.