Capítulo 3

Laura Jufresa llevaba en Roma desde septiembre de 1913. Llegó fascinada por la idea de vivir en una ciudad maravillosa en la que cualquier esquina, cada rincón, hasta el más pequeño adoquín, podía considerarse un monumento y un homenaje a los orígenes de una ancestral cultura mediterránea.

Durante casi mil años Roma fue la ciudad más rica y grande de Occidente, una urbe, en definitiva, que ya era eterna, y a cada paso que Laura daba por aquellas calles podía confirmar aquel sentimiento de admiración y casi percibir, al menos hasta que sus sentidos se saturaban, toda la grandeza que recogía el paso de los siglos y el devenir de la Historia.

Sin embargo, y a pesar de admirarlos y sentirse sobrecogida ante ellos, tanto el imponente Coliseo, un gigante del pasado clásico que rememoraba las épicas y sangrientas batallas entre gladiadores, o la capilla Sixtina de Miguel Ángel, que encerraba tantos episodios de la Biblia en el palacio Apostólico, no dejaban de resultarle hasta cierto punto ajenos. Ella no podía captar los sentimientos a través de la mera admiración, de la simple contemplación. Necesitaba el contacto físico, sentir la piedra fría bajo su mano para convertirla así en piel cálida, en sensación auténtica, mediante la caricia de un suave relieve o el rastro de un simple pincel, para empaparse así, de verdad, del arte.

Ahora, en marzo de 1914, pensaba en la suerte que tenía de estar allí y poder disfrutar de todo aquello cada día, mientras caminaba temprano hacia el taller en el que trabajaba de aprendiza.

Esa mañana su pelo castaño se movía con suavidad, mecido por la brisa y los pasos ágiles de su cuerpo menudo y bien formado. Su familia era dueña de una de las joyerías más antiguas de la ciudad de Barcelona, la joyería Jufresa, y Laura pretendía encontrar su hueco en ella. Su padre había confiado en que esa estancia en el extranjero la ayudaría a orientar su destino y, para ello, la había enviado a aprender de uno de sus mejores amigos, el gran maestro joyero Paolo Zunico.

Éste había empezado a desarrollar su arte en la tiendecita de una pequeña ciudad llamada Arpino, en la provincia de Frosinone. Al ver que no tenía posibilidad de hallar una salida a su talento, en 1877 abandonó su hogar y, tras recorrer varias pequeñas ciudades, recaló en Roma en el ochenta y uno. Allí, a partir de un modestísimo taller dedicado a la reparación de joyas, creó una marca con su propio apellido. Francesc Jufresa, el padre de Laura, había conocido a Zunico durante la Exposición Universal de Barcelona en 1888. El italiano entró en la tienda que su familia había tenido siempre en la calle Fernando VII, junto al taller, y preguntó por el artesano responsable de un precioso anillo expuesto en el escaparate que deseaba regalar a su amada esposa. Francesc había relatado ese encuentro en innumerables ocasiones a su hija, y aquella historia siempre despertaba en la Laura niña una enorme curiosidad por el hombre que, a partir de ese encuentro inicial, se había ido convirtiendo en un gran amigo de su padre.

A medida que su amistad crecía, Francesc adquirió la costumbre de viajar a Roma con cierta periodicidad y siempre acompañado de Pilar, su mujer, para visitar a Zunico y a su familia. Mientras, Laura y sus tres hermanos, Ferran, Núria y Ramon, todavía niños, permanecían en Barcelona al cuidado de sus niñeras y el servicio. Cada vez que veía a sus padres ya preparados para partir, Laura imaginaba cómo sería esa capital de la que tanto hablaban. «Tendréis tiempo de sobra para conocerla», la consolaba su madre con un rápido beso en su mejilla y una mano aferrada a su bolso de viaje.

El taller de Zunico se hallaba en pleno centro de Roma, en la via Sistina. Su peculiaridad consistía en la creación de joyas de una factura espectacular. Introducía motivos abstractos en los productos tradicionales, con lo que conseguía estar a la vanguardia de la joyería sin perder por ello a la clientela más selecta. Laura se sentía fascinada por esos atrevidos diseños y parecía que la mayoría de la alta sociedad romana también, porque los encargos, pese a su precio, se sucedían a buen ritmo.

—Laura, ¿dónde estabas? Tenemos que acabar este collar para la tarde. Ponte manos a la obra, rápido.

Laura asintió obediente sin apartar sus felinos ojos castaños de los de su maestro. Aunque al principio podía parecer un hombre inflexible y autoritario, Paolo Zunico era amable y atento. A veces escondía su afabilidad bajo su pulcro aspecto y unas maneras toscas, pero siempre sabía qué necesitaba cada uno de los empleados a su cargo. Llevaba la barba rubia impecablemente recortada y poseía un mentón de formas redondeadas. La boca, de labios prominentes, no acostumbraba a decir nada en un tono más elevado de lo considerado aceptable. Por eso Laura no frunció el gesto ni se enfadó al oír sus palabras, sino que se puso su mandil de trabajo sobre la falda de lana gris y la blusa blanca que vestía y se limitó a sentarse en silencio ante la astillera de su mesa de joyero. Debía acabar los engarces en los que irían las piedras del collar.

Desde el primer día de su aprendizaje, Zunico había querido que Laura conociera todas las fases de la creación de una joya y por ese motivo hacía que ella colaborase en el proceso desde la elaboración del primer boceto hasta la consecución del resultado final. Aun así, Laura había descubierto que el momento de imaginar el diseño inicial, de crear las posibles formas y relieves a los que recurrir, representaba para ella algo especial; dibujaba imparable con su carboncillo sobre el papel en un trance que tenía algo de hipnótico y que la empujaba a dar lo mejor de sí misma. Antes de trasladarse a Italia, Laura había estudiado, como parte de su formación, en la escuela de la Llotja de Barcelona y allí había cultivado diversas disciplinas, como la pintura y la escultura. Pero ahora podía afirmar sin miedo a equivocarse que, de poder escoger, se pasaría el resto de su vida dibujando todos esos bocetos maravillosos, proyectando en sombras sobre el papel todo aquello que acudía a su mente.

En realidad, en el momento de su llegada a Roma, Laura veía claras muy pocas cosas. Sólo tenía veintitrés años y, al principio, se sintió como una hormiga en aquella ciudad tan inmensa y llena de gente. Desconocía el idioma y nunca antes había salido de su hogar. En Barcelona vivía protegida por toda su familia y, sobre todo, por su padre. Con todo, se lanzó a la aventura y, gracias a la ayuda de Zunico, al poco de arribar a la ciudad, armada de valentía, alquiló un pequeño estudio en el Trastevere, no muy lejos del monte Palatino, en el que vivía sola. Cuando por las noches, ya en la cama, cerraba los ojos, escuchaba la cálida voz de su padre preguntándole qué tal le había ido el día, como si pudiera comunicarse con ella a través de miles de kilómetros. Aquella rememoración suponía un consuelo que mitigaba en parte la soledad inicial, mucho más dura de lo que esperaba. Sin embargo, Laura nunca pensó en regresar, pues había anhelado tanto aquel viaje que no podía permitirse volver a casa a las primeras de cambio, amedrentada como una niña porque extrañaba a su familia.

Sentada ante su mesa, recordó el primer día de trabajo con Zunico. Por si fuera poco, a la añoranza que sentía por su hogar se sumó que él la amonestó con voz inquebrantable porque la superficie de lámina de oro en la que estuvo trabajando había quedado irregular, y le ordenó que siguiera afinando esa pieza, que a juicio de la muchacha ya estaba suficientemente lisa. Laura llegó incluso a pensar en aquel momento que el afamado joyero le estaba diciendo que no era bienvenida en su taller.

Pero no se dejó vencer por la tentación de la pereza y la rendición; se obligó a permanecer allí hasta poder ofrecerle a Zunico lo que deseaba, hasta demostrarle que podía hacer cualquier cosa que se propusiera. Continuó puliendo la pieza después de la jornada, y al día siguiente, cuando empezó a repujar aquella fina lámina siguiendo la forma de un brazalete, se sintió un poco mejor.

Ahora, meses después, sentada en el mismo lugar, recordaba perfectamente cómo Zunico se había acercado a ella aquella mañana para darle la enhorabuena por la perfección conseguida. Y fue así como Laura decidió seguir en Roma para descubrir qué más podía ofrecerle la ciudad.

—Cuidado con los engarces, Laura, deben ser lo suficientemente fuertes como para sostener los diamantes durante el resto de la vida del collar, y eso pueden ser decenas y decenas de años. No querrás que la señora pierda uno de estos pedruscos tan especiales en los que se ha gastado todas esas liras…

Mientras Zunico continuaba parloteando sobre lo carísimos que eran los diamantes, la muchacha sonreía y pensaba que, en efecto, su estancia en Roma estaba mereciendo la pena.

Aquella misma tarde, al salir del taller, Laura rechazó la invitación de sus compañeros. Tenían la costumbre de reunirse los viernes en un café próximo a la piazza di Spagna para decidir adónde irían a cenar después. Había descubierto que en Roma también tenían lugar tertulias parecidas a esas otras de las que tanto disfrutaba en Barcelona, rodeada de sus viejos amigos. Le encantaba discutir sobre arte y polemizar hasta altas horas de la madrugada acerca de los temas que sacudían la actualidad sin preocuparse de horarios, trabajos u obligaciones. Al principio el idioma había representado una barrera pero, poco a poco, decidida a vivir la urbe con intensidad, no dejó pasar la ocasión de apuntarse a esos encuentros, a los que acudían algunos de sus compañeros del trabajo y también de otros talleres de la ciudad. Formaban, en definitiva, un grupo de jóvenes artistas con ganas de cambiar el mundo, y más de uno —y de dos— consideraba que eso no era incompatible con flirtear.

A Laura le hacían gracia esos intentos de conquista, pero nunca los tomaba en serio. Se hallaba muy concentrada en su trabajo y en tratar de aprender lo máximo posible y fue ése el motivo por el cual había declinado la invitación de sus amigos. Prefería descansar y pasear tranquilamente hasta la biblioteca Alessandrina, a la que acudía a menudo para seguir escarbando en la apasionante historia de Roma y de su arte.

En la biblioteca, Laura deambulaba incansable por los senderos de la memoria a través de todos los manuscritos que albergaba aquel lugar. Algunos eran tan antiguos como el edificio que los acogía, construido en 1667 por orden del papa Alejandro VII y situado en el interior de la ciudad universitaria fundada seis siglos atrás por Bonifacio VIII. Las filas de libros tapizaban las paredes de aquel lugar inmenso y los estudiantes transitaban silenciosos por sus pasillos, cargados con los volúmenes en los que invertirían las horas siguientes.

Las pequeñas manos de Laura se detuvieron sobre el lomo de un volumen dedicado al arte etrusco. Echó un vistazo a su interior y las ilustraciones sobre joyas le llamaron tanto la atención que comenzó a caminar hacia una mesa sin apartar la mirada de sus páginas.

—Cuidado, señorita —le advirtió alguien en italiano.

Un joven de estatura media, de pelo y penetrantes ojos negros, despertó a Laura de su despiste; de tan concentrada como estaba en la lectura, casi chocó con él. Ella esbozó una sonrisa confusa.

—¿Me permite? Me gustaría saber qué es lo que la mantiene tan absorta… —dijo él posando sus manos en la tapa del libro mientras Laura, sin reaccionar, miraba atenta cómo leía en el lomo el título de la obra—. ¡Ah, la orfebrería etrusca! ¿Sabía que todavía hoy se desconoce de dónde proviene ese pueblo? Hay quienes fijan su origen fuera de nuestras fronteras, en la región de Lidia, en el Egeo, en la costa de Anatolia. Es famosa su destreza en la navegación y en el trabajo de los metales… Pero disculpe mi intromisión, seguro que usted ya sabe todo eso y la estoy abrumando con mi charla —se excusó, ligeramente avergonzado.

Debía de tener pocos años más que ella, y vestía una camisa blanca y un chaleco marrón. Llevaba el cabello pulcramente peinado hacia atrás.

—No… en absoluto —contestó Laura—. Me gusta aprender sobre la cultura de Roma y su historia.

—Me llamo Carlo —se presentó el joven tras un breve silencio, y le ofreció la mano con educada cortesía.

Laura, un tanto atribulada, le dijo su nombre. Él pareció de pronto fascinado por la pequeña mano de la joven.

—Vaya… —comentó mientras la acercaba a su rostro para, ante el sonrojo de ella, observarla mejor—. Es suave y sin embargo fuerte, de dedos largos… ¿Le molesta que le pregunte si practica algún tipo de trabajo artístico?

Los ojos negros de Carlo se clavaron en los suyos con inusitada intensidad. Laura sintió que se podría perder en aquella oscuridad brillante y densa que, pese a la extrema cortesía y el embarazo de él, reflejaban volcanes interiores, pasiones y deseos que su timidez no lograba ocultar.

—Estoy trabajando con Zunico en su taller de joyería —contestó al darse cuenta de que aún no había respondido a su pregunta.

—Claro, ya me lo parecía… Las suyas son manos de artista —murmuró para sus adentros en un susurro ahogado que, sin embargo, Laura acertó a escuchar con claridad; se sintió sumamente halagada por aquel comentario. Él recuperó el tono de voz normal—. Permítame que la ayude con el libro, parece pesado. ¿Dónde va a sentarse?

Habitualmente Laura habría rechazado un ofrecimiento tan descarado. Se vanagloriaba de valerse por sí misma y, por otra parte, estaba más que advertida del carácter galante y conquistador de los italianos, consumados piropeadores, a menudo presumidos, que se planteaban la conquista de la dama y el juego de coqueteos más como un deporte o una caza que como la verdadera búsqueda de un amor con el que compartir su vida. Sin embargo Carlo despertó en ella una ternura hasta entonces desconocida que le hizo bajar la guardia y señalar un sitio al azar. Él se dirigió solícito a la mesa indicada y ella lo siguió dudando si mantenerse a la defensiva ante aquel hombre que parecía mayor para ser un estudiante y joven para ser un profesor. «Y demasiado guapo», pensó mientras tomaba asiento.

Pese a todas sus prevenciones, cuando quiso darse cuenta se encontró hablando con él en voz baja ante la mirada vigilante de la bibliotecaria.

Carlo, según supo, era pintor y provenía de una rica familia toscana; tras finalizar sus estudios se había afincado en Roma para desarrollar allí su carrera. Laura descubrió que también tenía la facultad de hacerla sentir cómoda hablando de sus cosas, de su familia en Barcelona, de sus estudios, de su trabajo en el taller, de sus recuerdos de la infancia… Pero lo que más la hechizó fue que la miraba y la trataba con cierta vulnerabilidad, con una deferencia y atención totalmente nuevas para ella.

Para Laura, que se movía en su trato con los hombres entre la sobreprotección paternalista con que se dirigían a ella su padre o el mismo Zunico —quienes a veces le hablaban casi como si fuera una niña—, la familiaridad estrictamente casta de sus compañeros de estudios, los orfebres y joyeros del taller, o la suficiencia segura de sí y algo condescendiente con que le respondían sus hermanos, osados y audaces, hábiles profesionales convencidos de su valía y posición, aquella vulnerabilidad de Carlo era toda una novedad. Él la contemplaba con admiración, como si no hubiera otra mujer en el mundo, como si fuera la muchacha más bella y, sobre todo, más inteligente que hubiera visto en su vida y estuviera conteniéndose para no levantarse allí mismo y gritarlo a los cuatro vientos. Y todo eso lo conseguía con esos ojos negros, intensos, que la observaban desde un lugar en llamas muy íntimo y profundo, y le decían sin palabras: «Ven, Laura, no te resistas, déjate arrastrar…».