Capítulo 2

A las seis de la mañana del día siguiente, el sol aún no había hecho acto de presencia. Los días, cortos y fríos, se sucedían monótonos en la ciudad dormida. Los adoquines estaban cubiertos por la humedad de la madrugada, que parecía posarse también sobre los párpados. Dimas Navarro, embutido en su gorra de paño, el cuello de la chaqueta subido hasta sobrepasar la barbilla y las manos en los bolsillos agujereados, caminaba hacia las cocheras. A medida que se acercaba, el ruido de otros pasos se sumaba a los suyos. Cuando entraron, cada empleado sabía qué hacer, adónde dirigirse, todos con la misma oscura determinación esculpida en el rostro. Parecían extraños entre sí, o tan acostumbrados a convivir que una sola mirada bastaba para saludarse. El cansancio sobrevolaba por encima de sus cabezas como una tosca ave carroñera. El sol se empecinaba en no aparecer, pero el cielo comenzaba a acerarse con un fulgor metálico.

Las cocheras de Horta estaban formadas por varios edificios adyacentes de estilo árabe. El más grande era el de las cocheras propiamente dichas, donde se resguardaban los vehículos de las líneas 45 y 46 y se acondicionaban para su uso diario. A este edificio lo seguían otros dedicados al taller de pintura, al de carpintería o a las oficinas. El resto de construcciones se destinaban a la subcentral eléctrica y los acumuladores, los almacenes, el gasógeno y las bombas. Lo que no había, sin embargo, era un comedor donde los obreros pudieran dar cuenta de su almuerzo, así que la mayoría se desperdigaba por el patio o salía a los alrededores, plagados de campos de cultivo y pequeños huertos. A veces, al mediodía, se los podía ver paseando entre las pocas masías que aún aguantaban, amenazadas por los nuevos edificios que se iban construyendo o por los suburbios de barracas que se levantaban de la noche a la mañana. Ahí era donde se encontraban jornaleros y temporeros, gentes que ni siquiera podían presumir de un salario humilde. Se movían como sombras sin destino entre los marjales y los costurones polvorientos de una ciudad que todavía no estaba acabada, en busca de una ocupación que llenara sus días.

Los trabajadores tampoco contaban con un lugar donde cambiarse de ropa; apenas había un hueco junto al depósito de agua, instalado en el patio con un par de grifos. Era lo único de lo que disponían para su aseo personal. La mayoría salía de casa con la ropa de trabajo puesta y, en invierno, esperaban a llegar al hogar para lavarse. Quien más quien menos contaba con una sencilla cocina de carbón donde poner el agua a calentar.

En el interior del edificio destinado a las cocheras, el espacio se separaba en seis vías donde se amontonaban gran cantidad de vehículos. Hacia el final de la nave, arrumbados contra la pared ennegrecida, se distinguían pantógrafos oxidados, puertas desmontadas de diferentes colores, un sinfín de vidrios rectangulares y otros que así, fuera de lugar, parecían completamente inútiles. En esa especie de punto muerto de las cocheras se cruzaban las piezas nuevas o arregladas que estaban destinadas a colocarse en breve y las rotas o viejas que necesitaban ser sustituidas.

En las distintas secciones, los trabajadores empezaban cada mañana a desperezarse con la faena que tuvieran encomendada. La mayoría llevaba varios años trabajando allí en la reparación de los vehículos dañados, la limpieza y preparación de los destinados al uso diario, el mantenimiento según los parámetros básicos proporcionados por el fabricante y alguna que otra mejora que se iba introduciendo, generalmente con cuentagotas, en los modelos más viejos.

La sensación era de completa actividad, pero como los trabajadores permanecían aislados entre sí, daba la extraña impresión de que unos destruían lo que los otros construían. Todos estaban ocupados montando y desmontando, repintando, lijando y engrasando componentes, solos o en pequeños grupos que se repartían las zonas. El movimiento parecía responder a una anarquía total en la que cada uno se dedicaba a aquello a lo que sus apetencias le empujaban.

Pero en realidad no era así: cada obrero seguía instrucciones precisas que debían obedecerse sin la menor discusión. Puntualmente, los vagones iban abandonando el hangar y salían entre horribles chirridos a la luminosidad hiriente de la calle, que contrastaba con la penumbra grasienta y metálica del interior. Las jornadas de seis de la mañana a seis de la tarde se prolongaban todos los días porque siempre había trabajo urgente que hacer. Las horas extras se iban acumulando bajo la promesa de ser pagadas en un futuro próximo, cuando las cuentas de la empresa lo permitieran. Y también siempre, esas cuentas nunca terminaban de cuadrar, a pesar del flamante coche con motor de explosión que usaba el consejero de la empresa para acudir a su despacho.

A todo esto se añadía un hecho coyuntural: desde que en 1911 se produjera la unión de las diferentes líneas de tranvías de la ciudad bajo una misma empresa —la belga Les Tramways de Barcelona—, los modelos más nuevos se habían destinado a las líneas que recorrían el centro y la zona alta, dejando los vehículos antiguos para las más radiales, como la 45 y la 46, precisamente en las que trabajaba Dimas y en las que había trabajado su padre.

Dimas Navarro se afanaba en su puesto de mantenimiento. Estaba acabando de engrasar la dirección de un tranvía, el mecanismo que permitía seguir con suavidad los virajes de los raíles. Si no respondía bien, podía incluso hacer saltar la rueda del raíl. Se mostraba competente en este trabajo; conocía muy bien su importancia, sobre todo en los coches tractores que ya tenían sus largos años de uso. Daniel Montero, el contramaestre, se acercó y le puso una mano en el hombro:

—Navarro, deja lo que estés haciendo y ve a ayudar a la cuadrilla de Pons a instalar las mamparas y las ventanillas en los nuevos cuatrocientos.

—De acuerdo, acabo esto y voy —contestó Dimas sin dejar lo que estaba haciendo.

—No, ve ya. Esta máquina no corre prisa.

—Pero…

—¿Pero qué, Navarro? ¿Tenemos ganas de discutir de buena mañana? Son órdenes de arriba, ya sabes… —Hizo un gesto como si se cosiera la boca.

Dimas se apartó del tranvía y colocó las herramientas en un rincón lleno de grasa, se limpió las manos con el trapo que colgaba de su cintura y se dio la vuelta sin rechistar. No servía de nada discutir con el contramaestre.

Daniel Montero era un individuo alto, atezado. Llevaba la cara siempre perfectamente rasurada y era delgado en extremo. Sus ojos oscuros refulgían a impulsos, como una tormenta eléctrica, y pocos eran los que podían aguantar su mirada en un desafío o una bronca. Quizá por eso le habían hecho contramaestre, a pesar de que era por todos sabido que tiempo atrás había entrado en contacto con los sindicatos clandestinos y, a decir de algunos, seguía manteniéndolo. No era arbitrario ni cruel, pero sí duro. Ningún trabajador se atrevía a llevarle la contraria, entre otras cosas porque casi nunca enviaba a nadie a hacer algo innecesario. Cualquiera a quien se le hubiese preguntado hubiera admitido que era justo y, por ello, casi todos respetaban su opinión.

Dimas era, sin embargo, una de las excepciones. Veía en la mirada del contramaestre un matiz de superioridad que no le gustaba. En ocasiones observaba un desprecio hacia sus compañeros que no cuadraba con su labor clandestina como portavoz del descontento general. Pretendía imponer, siempre con palabrería que a Dimas se le antojaba hueca, unos argumentos que excedían en mucho sus atribuciones e incluso sus conocimientos. En cuanto al trabajo, sus opiniones parecían ser ley tanto para los patronos, que por supuesto desconocían ese apoyo en pro de la lucha obrera, como para los operarios, que le admiraban por estar mejor que ellos y, aun así, seguir defendiendo sus derechos.

Dimas se alejó de allí y se unió a la cuadrilla de Pons, el más veterano. Enseguida entendió los motivos de la premura del contramaestre: Héctor Ribes i Pla, el consejero de la empresa, seguido del jefe de taller, apellidado Pruna, y de otro caballero encorbatado de aspecto gris, aleccionaban a un cuarto individuo que lucía un gran bigote y sostenía su sombrero a la espalda con una mano, como si estuviese de paso. Todo lo que decían Ribes i Pla y Pruna era inmediatamente traducido por el hombre gris. Hablaba en francés, más bajo y con unos tonos guturales que rasgaban el aire. El tipo del mostacho debía de ser un belga, posiblemente un directivo de la nueva compañía propietaria que se hallaba de visita por las diferentes cocheras de la ciudad.

—Aquí hay que trabajar aunque no se tengan ganas —afirmó Pons por lo bajo para que sólo le oyeran sus compañeros.

—Ni que estuviéramos en el zoo —soltó uno de ellos.

—A callar, chicos, que aunque el belga no se entere, los demás no son tontos —les reconvino Pons, quien se sentía incómodo con su papel. A Dimas le recordaba un poco a su padre y, de hecho, habían sido amigos, aunque hacía tiempo que no se veían.

—Tontos no, pero un poco lameculos sí que parecen…

—A ver, será un momento, no creo que el bigotes esté aquí toda la mañana —les tranquilizó Pons—. Y bueno, si lo está, tampoco es para tanto. Un rato de apariencia y formalidad y sanseacabó.

—No vamos a poder parar ni para estirar las piernas. Yo tengo la espalda destrozada por la postura y aquí ya he acabado. He apretado tres veces el mismo tornillo.

—Pues sigue apretándolo, que Pruna me ha dicho que os quiere colocados como en un retablo viviente, como si fueseis los jodidos pastorets.

—Mientras no me toque hacer de Virgen María —comentó burlón un operario llamado Arnau.

Los demás prorrumpieron en risas que inmediatamente se vieron ahogadas por la mirada de ira de Pons.

—A callar todo el mundo, que nos la jugamos. A la salida todo el cachondeo que queráis, pero ahora no quiero oír ni una estupidez más.

Los operarios se miraron con sorna. Arnau le hizo a Dimas una imitación de la pataleta de Pons en cuanto éste se dio la vuelta: en su pantomima le imitaba como si fuera un niño a punto de hacer pucheros.

Pronto se fue el belga y el resto de la mañana discurrió con la normalidad extenuante, la dureza y el cansancio propios de las jornadas inacabables. Al trabajo continuo había que añadir el frío que se colaba entre los vidrios rotos por las pedradas de los chiquillos y que cruzaba la larga nave como una amenaza persistente.

La mayor parte del tiempo que estaba en el taller, Dimas Navarro se dedicaba a pensar. Meditaba, calculaba, planeaba cómo dejar ese horario, esa letanía diaria de los pasos de madrugada sobre el adoquinado. Anhelaba con todas sus fuerzas escapar de las jornadas de sol a sol y el escaso sueldo, que no podía estirarse por mucho que quisiera. Pronto haría catorce años que trabajaba en la empresa: media vida. Cuando su padre le colocó en ella a través de un amigo todo fueron promesas: «Si tienes paciencia…», «si sabes aguardar tu momento…». Pero para Dimas los años pasaban inclementes; ya no era un aprendiz imberbe y, sin embargo, lo seguían considerando, a pesar de sus aptitudes, como un simple operario más, mano de obra, carne de cañón. Y no veía la manera de ascender en un taller donde los buenos puestos ya estaban repartidos y nunca parecía quedar hueco para él, poco dado a la charla banal, a la camaradería fingida con los compañeros, al pelotilleo servil ante los jefes.

Creía, sabía, que merecía algo más. Necesitaba, por encima de todas las cosas, ser valorado.

A veces se paraba a reflexionar de dónde le vendría esa necesidad. En ocasiones llegaba a la conclusión de que había surgido tras ver durante tantos años cómo su padre procuraba mostrar aquella humildad extrema, ese miedo exacerbado a destacar por encima de los demás para bien o para mal.

Dimas quería a su padre, había presenciado día tras día su lucha, su caída, su desgracia, cómo la vida lo había hundido y sometido a base de sinsabores, decepciones y palos que no merecía. Juan era una buena persona y él lo respetaba; algunas noches, justo antes de dormirse, bajaba la guardia y justificaba su rendición, que ya no tuviera ganas de seguir luchando, que se doblegara al destino y asumiera su derrota. Pero él no pretendía pasar por lo mismo. No quería terminar igual, no podía hacerlo.

A esas alturas de su vida, Dimas estaba convencido de que con paciencia no se conseguía nada. Lo único que se aseguraba resignándose era acercarse un día más a la tumba. Y no le bastaba con conseguir unas cuantas monedas para unas cervezas o para ir a la plaza de toros de la Barceloneta… No, se dijo, no se conformaría con eso, no aceptaría medias tintas, pequeños caprichos para enmascarar la pobreza. Quería una vida radicalmente mejor. Deseaba no llegar a casa molido de cansancio, con la piel impregnada de grasa y sudor, con esa sensación de ser un trozo de una maquinaria que, cuando se estropeara, iría a parar al desguace. Como habían hecho con su padre. Estaba harto de ese eterno cansancio, de la pereza incluso de pensar, de ese despertar igual al día anterior, de que cada semana fuese idéntica a la pasada, como si fuera un preso cumpliendo condena.

Cuando alzaba la vista veía a su alrededor a otros como él, hombres embadurnados de la misma miseria, con las mismas tristes rutinas. Sin embargo, él se sentía diferente al resto.

Todos compartían el tedio, pero Dimas Navarro estaba convencido de que un día u otro se le presentaría la oportunidad de dejar atrás ese mundo opresivo, lleno de cosas insignificantes que se plantaban delante de él como una montaña inexpugnable. Y si no se presentaba, estaba dispuesto a ir a por ella, a tentar a la suerte para cambiar su vida, a no dejarla pasar.

Se lo debía a sí mismo, a su fuerza y arrojo aletargados, a la derrota de su padre, a la inteligencia de Guillermo, al que consideraba su hermano y que merecía un futuro mejor.

Durante la hora de la comida, el hartazgo general afloró. Daniel Montero, el contramaestre que llamaba «compañeros» a los obreros a su cargo ya había dejado de vigilar. Intentó tranquilizar los ánimos con promesas de acción efectiva:

—Pronto estaremos en disposición de hacer una huelga. Debemos esperar el momento en que podamos provocar más daño al patrón. Hasta ahora los envíos han llegado muy escalonados, pero se rumorea que en poco tiempo recibiremos uno de gran importancia: nos mandarán los viejos modelos de Bruselas y Lieja para que los rehabilitemos. Cuando estén aquí comenzaremos la huelga y nos haremos fuertes.

—¿Por qué esperar, Montero? —preguntó un gigantón, interrumpiendo su discurso.

—¿Por qué esperar, dices? Ramiro, ¿cuántos hijos tienes?

—El mes que viene nace el sexto, si Dios quiere.

—¿Y cuánto tiempo estás dispuesto a aguantar sin sueldo? ¿Cuántas semanas podrás seguir llevando un plato a la mesa para ellos?

Ramiro agachó la cabeza y calló. Todos se miraron, pero esta vez no había ni un asomo de burla en los rostros. Cada uno sabía lo que tenía en casa, si podían poner un buen hueso al caldo cada día o si, por el contrario, abundaban más las patatas que la carne. Era la palabra de Daniel Montero: había que esperar. Pero no podía ser durante mucho tiempo. Todos estaban indignados por las horas de más, el sueldo que nunca aumentaba, el frío, la ropa raída, el pan duro, los rostros ajados de sus mujeres al llegar a casa, los ojos grandes y brillantes de los niños, de sus hijos, mirándoles… El deseo impaciente de cambiar las cosas se colaba en el pecho de aquellos hombres como la irritante brisa helada de los días de invierno. El momento de iniciar la huelga estaba cerca.