Diez años después la gran ciudad, rebosante de penumbra, pasaba de nuevo ante los ojos de Juan Navarro. Era una tarde de invierno de 1914, las farolas de las principales calles del centro centelleaban como luciérnagas alojadas en el cemento. La línea 46 del tranvía circulaba hacia Horta. Los viandantes se mostraban indiferentes a la máquina que, de vez en cuando, soltaba alguna chispa. A Juan le resultaba imposible apartar los ojos del paisaje en movimiento; cuánto había cambiado en los últimos años. Mientras, el tranvía seguía fluyendo sin apenas sacudidas sobre las vías de hierro. Avanzada la tarde de primeros de marzo, poca luz quedaba en el horizonte donde se erguía la bella y escarpada sierra de Collserola. Juan recordó entonces los domingos que había subido allí en el pasado, entre los suaves relieves de pizarra y las madroñeras, para disfrutar de una comida campestre y de la gloriosa vista que ofrecía ese lugar. Cuando su familia era normal, claro.
Un niño con las manos metidas en los bolsillos y una boina que ocultaba gran parte de su cabeza le sonrió alegre. Juan le devolvió el gesto con la mano que todavía le era útil. Pronto llegaría al antiguo municipio de San Martín de Provenzales, unido ya a Barcelona gracias al plan que Ildefons Cerdà ideó el siglo anterior. Cuando Juan se ponía a pensar en los cambios que había visto, no podía evitar considerar que su vida giraba al ritmo contrario: mientras la ciudad no parecía conocer límites en su crecimiento, él se sentía cada vez más pequeño. Desde que Carmela le había dejado veinte años atrás, su vida había sido una constante caída.
Tras superar el cruce entre la avenida Argüelles y la calle Valencia, Juan se puso en pie. A pesar de su elevada estatura, le resultó difícil abrirse paso entre el gentío, que abarrotaba de tal modo el vagón que el frío apenas conseguía colarse por las puertas. El cobrador le miró de soslayo antes de desviar sus ojos hacia un joven que apretaba en su mano los quince céntimos del billete. Juan sabía muy bien que ese hombre no aprobaba el acceso gratuito que le dispensaban los más veteranos, pero no se oponía.
Se acercó al puesto del conductor para despedirse. Carles había sido compañero de trabajo hasta el accidente y también fue la voz más potente entre todas las que reclamaron un subsidio para él. Aunque no llegó nunca, al menos podía viajar sin billete en las líneas donde conducían sus viejos amigos.
—Hasta mañana, Carles. Y gracias —le dijo alzándose la gorra de paño. Dejó al descubierto una maraña de cabello castaño cuya coronilla clareaba.
—Hasta luego, Juan. Dile a tu hijo que no llegue tarde. Las cosas se están poniendo feas en las cocheras y no le conviene quedar mal.
—Se lo diré, por la cuenta que nos trae —respondió.
Dimas seguía trabajando en el taller de reparaciones. A Juan, la idea de que su hijo pudiera perder el trabajo le hacía sentir un vacío en el estómago. Mientras se ofuscaba en estos pensamientos, su mano hizo tintinear las monedas que llevaba en el bolsillo: seis reales que le habían pagado en la tienda de telas de doña Inmaculada. Algunos vecinos del barrio le encargaban de vez en cuando pequeños recados que a Juan le servían más para sentirse útil que para ganar dinero. Desde hacía tiempo no le decía nada a su hijo de estos encargos. Para él era como aceptar limosna, y algo de razón no le faltaba: ese día había conseguido peseta y media por estar buena parte de la jornada llevando paquetes arriba y abajo de la ciudad; una miseria en comparación con lo que cobraba diez años atrás como conductor. Además, si le salía a cuenta era gracias a que no pagaba el tranvía. Nadie empleaba a un hombre con un solo brazo útil, y menos con el aluvión de emigrantes que llegaban constantemente a la Ciudad Condal, con la juventud a cuestas y, como equipaje, las ganas de trabajar en lo que fuera. Juan se resignaba a lo que le ofrecía el presente, y eso era mejor que nada.
Con la preocupación incorporada en su caminar, descendió del tranvía. La parada se había instaurado hacía poco, justo al lado del templo expiatorio en perenne construcción de la Sagrada Familia. A sus escuelas acudía Guillermo, su otro hijo, de ocho años. Cuando alzó la mirada observó que los andamios estaban vacíos: los obreros ya se habían marchado a sus casas. En ese instante no pudo evitar reclamar un poco de ayuda a ese ser supremo que moraba entre las torres incompletas que apuntaban al cielo. Juan dejó atrás el descampado que circundaba la futura basílica y continuó caminando por la calle Mallorca hasta cruzar con Igualdad. Allí se hallaba su hogar.
Comenzó a subir hasta el último piso con la respiración agitada. A sus cincuenta y dos años sus piernas cansadas ya no eran tan resistentes como cuando llegó junto a Carmela a la ciudad. En su pueblo era imposible ganarse la vida y habían emigrado juntos. Allí sólo se hablaba maravillas de Barcelona; se decía que estaba llena de oportunidades, y lo cierto era que habían encontrado trabajo nada más llegar. Después vendrían las desgracias: la ciudad, como una fiera a la que se ha molestado, les enseñó sus crueles garras.
Las escaleras de madera crujieron bajo sus zapatos desgastados. No eran muchos pisos, sólo cuatro, pero tenía que pararse a reposar unos segundos en cada rellano para recuperar el aliento.
—¡Padre! —exclamó Guillermo desde el pasillo. Corrió hacia él al oír la puerta de la vivienda, un piso minúsculo de dos habitaciones sin apenas muebles.
Juan se quitó la gorra y la chaqueta y las dejó sobre el colgador de la entrada. Le dio un beso a Guillermo y le preguntó por Dimas.
—Está en el cuarto. —Se refería al dormitorio que ambos hermanos compartían—. Acaba de llegar.
El chiquillo no era en realidad hijo suyo sino de su hermano Raúl, que había sufrido la peor de las consecuencias de aquella Semana Trágica de 1909. Su esposa Georgina, responsable de la cabellera dorada y la mirada azul del pequeño, también le acompañaba durante la oleada de protestas que tuvo lugar entre el 26 de julio y el 2 de agosto como reacción al gobierno conservador de Antonio Maura. Los más pobres debían ser, una vez más, los únicos obligados a enzarzarse en la guerra del Rif para mantener el control del protectorado marroquí. La administración española se había encaprichado en ello, dolida por perder Cuba y Filipinas pocos años antes.
Hombres y mujeres levantaron barricadas y se enfrentaron al poder en las calles de Barcelona. La Iglesia católica también se vio afectada: conventos, iglesias y escuelas ardieron a manos de un pueblo enfurecido. La ley marcial y el estado de guerra fueron declarados en la ciudad.
El conflicto terminó tras una dura represión: más de ochenta muertos, casi doscientos destierros y sesenta cadenas perpetuas. Los sindicatos y las escuelas laicas fueron clausurados indefinidamente. La mano de hierro cerró su puño con diligencia sobre la clase obrera y los sectores más liberales.
A Juan le parecía que había sido ayer cuando recogió a Guillermo, con sólo tres añitos y los carrillos enrojecidos por el llanto, de la mano de un policía. A partir de ese momento, no tendría a nadie más que a él y a Dimas.
—Ayúdame a preparar la cena —le dijo—. Y así me cuentas qué tal te ha ido el día en la escuela.
Guillermo asintió con una sonrisa y se situó a su lado frente a la cocina de carbón. Juan no quiso molestar a Dimas; suponía que estaría muy cansado del trabajo. Ya le avisarían cuando todo estuviera listo.
Padre e hijo prepararon con las patatas y las zanahorias que les quedaban en la despensa un gran puchero que acompañarían de una hogaza de pan. Guillermo no paró de hablar de las clases que el padre Flotats había impartido ese día, mientras Juan iba vertiendo el caldo en los cuencos —a base de esfuerzo y golpes había aprendido a defenderse con la mano izquierda—. El pequeño explicó que había sido el primero de la clase en empezar a sumar números de cuatro cifras y le habían premiado por su buena caligrafía. Juan le felicitó; la inteligencia de Guillermo no le venía de nuevas, le había visto crecer y formarse mucho más rápido que a ningún otro crío de su edad. Su pasión y curiosidad le recordaban a su padre, Raúl, cuyo carácter despierto e inconformista le había empujado a luchar por los derechos de la clase trabajadora. Cuánto añoraba a su hermano pequeño, que había decidido seguir sus pasos desde la miseria del pueblo.
—Ve a avisar a Dimas mientras yo termino de poner la mesa —pidió al pequeño, que obedeció sin rechistar.
Juan escuchó al chico golpear la puerta con los nudillos mientras él colocaba las cucharas y los vasos en la sala. Desde la marcha de Carmela siempre se había encargado de la comida y de que la casa estuviera en condiciones.
Oyó cerrarse la puerta y se sentó ante la mesa cuadrada. La silueta alta y fibrosa de su hijo mayor seguía a Guillermo. Juan no sabía cómo, pero ese niño era el único capaz de acceder a la parte más tierna de Dimas; los demás sólo recibían distancia. En cuanto vio su rostro anguloso supo que la cena no iba a ser tranquila. Dimas se sentó y los tres formaron un triángulo. Juan cerró los ojos y dio gracias a Dios por los alimentos que estaban a punto de llevarse a la boca. Sólo Guillermo respondió «Así sea», en tanto que Dimas se arremangaba la camisa y empezaba a comer con apetito.
Con la cuchara hundida en el caldo, Juan se atrevió a comentar lo que le habían dicho en el tranvía.
—Carles me ha asegurado que las cosas no están bien por allí, ¿es eso cierto? —preguntó con algo de inquietud.
Dimas apretó los labios. Sabía que Carles era un antiguo compañero de trabajo de su padre y si éste lo había visto sería porque seguramente se había pasado el día haciendo aquellos malditos recados. Juan notó la tensión en la mirada de su hijo, quien, sin embargo, se limitó a cabecear brevemente y continuar con la conversación:
—¿Es que han estado bien alguna vez? —dijo en tono cansino.
—Cuando yo trabajaba…
Dimas le interrumpió. Habló con voz grave y elevando el tono:
—Cuando usted trabajaba ya estaban mal, a ver por qué si no murió su hermano. —Juan miró de reojo a Guillermo, que siguió comiendo sin darse por aludido—. Lo que pasa es que usted nunca se ha quejado, todo le parece bien… ¡Pues no! Trabajamos más de once horas diarias y cobramos una miseria. —Dimas volvió a dirigir su mirada al plato con la intención de tranquilizarse. Continuó con un tono algo más calmo—: Tengo ya veintiocho años y llevo matándome a trabajar desde los catorce. Y sólo tenemos para esto. —Alzó la cuchara con un trozo de zanahoria dentro—. Guillermo es inteligente y podría llegar muy lejos si estudiara, pero como somos pobres y no tenemos un céntimo, no podrá seguir con el bachillerato y acabará conmigo en las cocheras, rompiéndose la espalda cada día para seguir comiendo patatas el resto de su vida.
—Yo no iré a las cocheras —intervino el niño, convencido—. El padre Flotats cree que puedo llegar donde me proponga. Así que no te preocupes, no trabajaré contigo.
Dimas observó a su hermano y calló al ver su rostro iluminado por la inocencia. Le despeinó el pelo, ya de por sí revuelto, y le contestó:
—Tienes razón. A veces digo tonterías.
—Entonces será que eres un poco tonto, ¿no crees? —soltó el niño con una sonrisa traviesa. Dimas no tuvo más remedio que responder con otra.
—Un poco sí que lo es —añadió Juan, también jovial. Y dio por finalizada la discusión cortando un buen pedazo de pan para cada uno.
Guillermo tenía razón, pensó su padre. Dimas no era mal chico, sólo estaba harto. Durante años le había inculcado valores como el respeto, el amor al trabajo o la importancia de un empleo fijo y, a pesar de que sabía que sin lugar a dudas esos principios habían calado en él y los respetaba, a menudo percibía que su hijo parecía vivir en un estado permanente de insatisfacción. Le recordaba a él mismo de joven, cuando se negó a seguir en el pueblo y, desoyendo las protestas de su familia, se rebeló ante la posibilidad de perpetuar su destino en aquel rincón alejado del progreso y de cualquier oportunidad de prosperar.
Pero ahora todo era diferente, o eso creía Juan. A su modo de ver, Dimas no había conocido el hambre de verdad, la auténtica miseria, y quizá por eso no valoraba lo que tenía.
Lo cierto es que recelaba de ese perenne descontento en que su hijo parecía instalado. Le recordaba a su hermano Raúl y temía que Dimas pudiera hacer algún día una locura y seguir sus pasos. Juan, sin borrar la sonrisa de su rostro, empuñó la cuchara con más fuerza. Se resistía a pensar que algo malo pudiera volver a sacudir la seguridad de aquel hogar ya de por sí roto.