Prólogo

Cuenta la leyenda que cuando el diablo tentó a Jesucristo en lo más alto de una montaña, ambos se hallaban en realidad situados sobre la elevación que tiene a Barcelona bajo sus pies.

Haec omnia tibi dabo si cadens adoraveris me —dijo el diablo. «Todo esto te daré si te postras y me adoras».

Por el corazón de Jesucristo jamás cruzó la idea de traicionar sus principios. De cualquier modo, la expresión en latín dio lugar a la tradición y la tradición puso nombre a la montaña: Tibi dabo, «te daré».

Se acercaba la verbena de San Juan y aquel lunes de 1904 se había despertado nublado y bochornoso. Juan Navarro conducía el tranvía de la línea que unía la plaza Urquinaona, en pleno centro de Barcelona, con la plaza Ibiza, allá arriba, en el barrio de Horta. Desde ese lugar el Tibidabo se observaba en la proporción justa, ni demasiado próximo para distorsionar la perspectiva, ni lo bastante lejos para perder nitidez e impedirle sentir una vez más la satisfacción del recuerdo legendario. Sin lugar a dudas, aquélla era la mejor historia que conocía sobre la tentación y la fortaleza de resistirse a caer en ella. El pecado o la virtud, la eterna elección.

A Juan Navarro le gustaba dejar vagar la mente entre sus fantasías mientras gobernaba satisfecho la máquina. Para él, haber alcanzado el puesto estable de conductor de tranvía, con un sueldo diario de tres pesetas y media, era todo un logro. Las extenuantes jornadas se prolongaban más allá de las once horas diarias, pero no le importaba. Había dejado su pueblo natal en Teruel —él decía con sorna que había huido— para escapar del trabajo de bracero, de la miseria y del hambre. Ser conductor de un medio de locomoción tan moderno como un tranvía, y de uno eléctrico, por si fuera poco, era más de lo que había pretendido alcanzar. De hecho, cuando niño soñaba con ser carretero. Ahora, a sus cuarenta y dos años, sentía que había alcanzado aquel deseo infantil. No transportaba cargas, pero sí gente. Mucha, mucha gente.

Desde el principio de su vida en Barcelona, Juan Navarro había tenido la irracional sensación de que algo mágico, una especie de ángeles o entidades benignas, se ocupaba de que tal cantidad de personas hallara la forma de convivir sin más conflictos que los pequeños roces que él observaba a diario a su alrededor. Tiempo después, tras dejar de manejar los vehículos a sangre —así se refería la gente tanto a los ómnibus como a los pequeños ripperts tirados por animales— y comenzar a conducir aquellos misteriosos engendros eléctricos, casi se convenció de que la descabellada idea respecto a los espíritus celestiales tenía que ser cierta. ¿De qué otro modo se podía acelerar y frenar un vehículo que cargaba tanto peso sin que los viajeros resultaran perjudicados? ¿Cómo si no podían llegar a parecer coordinados los movimientos de los carros, bicicletas y personas que cruzaban sin descanso las vías? En el pueblo, cuna de supersticiones ancestrales, se hablaba de las almas de las generaciones precedentes; quizá ésa era la respuesta. «Respeta a tus antepasados —solía decir su tía—, ellos nos protegen».

—Buenos días, señor Juan —le saludó quitándose la boina un joven de aspecto peculiar. Juan sonrió y se llevó la mano a la visera.

—Hombre, Genís, ¿ya a trabajar?

El muchacho cabeceó con una sonrisa y le mostró su caja de limpiabotas. A sus dieciséis años hablaba como si fuese un crío. Muchos en el barrio lo trataban como tal, pero no Juan, y por eso, cada vez que subía al tranvía Genís lo recorría desde la parte de atrás, donde estaba el cobrador, hasta su posición.

—Te veo muy bien —le dijo Juan mirándole de reojo.

A pesar de su alentadora teoría de los ángeles custodios, no podía apartar la vista de la calle: los barceloneses le habían ido perdiendo el miedo al tranvía y cruzaban sin apenas prestar atención. Él tenía un historial muy respetable: sólo una vez había atropellado a un joven ciclista que se le había atravesado sin mirar. Las heridas no pasaron de unas leves contusiones y todos los testigos le dieron la razón. Cada mañana Juan se animaba y pensaba en mantenerse, con la ayuda de su ángel, sin ninguna desgracia.

—Mi padre también lo dice, ¿sabe?

Genís volvió a sonreír. Se le cayó por la comisura de los labios un hilillo de saliva que limpió con rapidez. Juan sabía del cretinismo del chico, una enfermedad nada rara en aquellos que vivían en las zonas montañosas más pobres. La familia de Genís se había trasladado a Barcelona buscando el mar y el yodo, que podían contribuir a la mejora del hijo. De no haber sido tratado hubiera ido a peor. Decían por ahí que el muchacho ya no se recuperaría del todo, pero eso a Juan le daba igual; era de los mejores limpiabotas de la ciudad y además trabajaba todas las horas que fueran necesarias. Seguro que una buena ración de ánimos no le venía mal.

Ya estaban llegando a la plaza Urquinaona. En esa zona debía extremar las precauciones: el gentío, los carromatos y los primeros coches inundaban el centro de la ciudad. Genís se despidió y saltó en marcha en busca de sus clientes. Otros habituales siguieron su ejemplo y le saludaron antes de bajarse. Poco a poco, nuevos pasajeros sustituyeron a los que llegaban a su destino. Al momento, el tranvía estaba de nuevo casi lleno. Juan bufó; el calor todavía se podía soportar a esas horas, pero sabía que en un rato se haría insufrible. Apenas soplaba la brisa y la marcha pausada del tranvía no ayudaba.

Retomó el camino de vuelta hacia Horta. Le encantaba contemplar la ciudad a la velocidad del tranvía. En cuanto se adentraba en el Ensanche podía comprobar cómo evolucionaba el trazado de las calles, muchas de ellas aún vacías de casas y pisos. Llegaron a la calle Mallorca y ahí aprovechó la parada para echar un vistazo a la Sagrada Familia desde su asiento.

La fachada del Nacimiento del templo expiatorio —así denominado porque se construía gracias a las aportaciones de los fieles— crecía poco a poco, pero tenía ya un aspecto que colmaba de sensaciones a quien lo miraba. Los esbeltos pináculos de lo que sería el ábside apuntaban al cielo como flechas hirientes; seguro que no dejarían indiferente al Creador ni, por supuesto, a los viandantes que pasaran cerca de allí. Se decía que las dieciocho torres irregulares que un día habrían de coronar el templo serían infinitamente más altas que esos pináculos, pero en ese año de 1904 sólo se distinguían los andamios y las bases de las cuatro que se elevarían desde la fachada del Nacimiento.

Juan no alcanzaba a imaginar cómo se sostendrían esas masas de piedra colocadas unas sobre otras en un equilibrio llamado a ser eterno. La construcción estaba cuajada de aberturas: algunas semejaban simples ranuras; otras conformaban enormes espacios ojivales de luz. En una ocasión, un pasajero docto en la materia le explicó que el templo pretendía ensalzar la figura de los santos que un día habían ascendido a los cielos y, a la vez, invocar desde la Tierra a los espíritus de los ángeles. Eso le reafirmó en sus pensamientos y le llevó a la conclusión de que aquélla era, sin lugar a dudas, la obra más sagrada que se estaba construyendo en Barcelona. Para él, ese tal Gaudí era un genio, por mucho que no gustara a todo el mundo.

—Juan, el jueves es la verbena. ¿Ya tiene pensado adónde ir?

Quien lo preguntaba era la señora Luisa Requena, una viuda que desde que se enteró de que Juan vivía solo con su hijo, le tanteaba para saber si tenía alguna oportunidad. Sus devaneos, sin ninguna mala intención por supuesto, lo aturdían. En la medida de lo posible intentaba alejar los pensamientos tristes; a pesar de los reveses del pasado y de la incertidumbre del futuro, Juan pensaba que la vida merecía vivirse con un poco de felicidad. Y con mucho coraje, añadiría su hermano Raúl.

—Pues todavía no lo sé, Luisa, a ver qué dice mi hijo. Aunque con lo poco que ganamos…

—Calle, calle —le dio una palmada coqueta en el antebrazo—, que dos hombretones solos tienen que tener su dinerito ahorrado, ¿eh?

Los ojos melancólicos de Juan sonrieron.

—No crea, señora, que el piso bien nos cuesta su alquiler.

—Eso les pasa porque no tienen en casa una mujer que les lleve las cuentas…

Juan tosió e hizo sonar la campanilla para pedir paso a unos peatones que circulaban distraídos. En realidad, la señora Requena no estaba tan mal. Siempre iba elegantemente vestida, con algún pañuelo o mantón sobre los hombros. Tenía ya cierta edad, pero se conservaba bien. Nada que ver con las mujeres del pueblo, que por culpa del duro trabajo pasaban de jóvenes a viejas en un suspiro. Igual que los hombres, se corrigió.

—Pues que sepa que en los locales del Teatro Moderno de Gracia tienen previsto hacer por cincuenta céntimos una buena función con música y baile. Yo pienso ir con mi hermana Agustina. ¡Tiene unas ganas de pillar marido…!

Mientras dejaba escapar una carcajada de soprano, Luisa se tapó la boca. Juan se rascó la frente por debajo de la gorra. Pensó que las dos hermanas debían de ser tal para cual. La mujer, antes de apearse, le volvió a recordar la verbena, el local y la dirección.

Suspiró aliviado al verla bajar. Desde que se quedó solo no había tenido nunca ganas de acercarse a otra mujer, y de eso hacía ya más de diez años… Respecto a la verbena, quería hablar con su hijo para ver si le apetecía ir a una sesión de cinematógrafo. Se había informado de los precios y para ese día se preparaban funciones especiales por una peseta. Era mucho, pero Luisa tenía razón, debían mimarse un poco. Todo el mundo hablaba maravillas de ese invento y ya tenía ganas de verlo. También era posible que su hijo, un mocetón inconformista de dieciocho años, prefiriese acudir sin él a algún baile. Si era así no pensaba reprochárselo; para eso llevaba Dimas varios años trabajando, a pesar de su juventud, y a él no le importaba ir solo.

En eso Juan le daba la razón a un parroquiano de la tasca a la que acudía a tomar su vinito al final de la jornada, un tipo que era maestro de escuela y al que todos llamaban «profesor». Siempre decía que estaban en una época de cambios, de grandes inventos, y añadía a continuación: «No se confundan, caballeros, los inventos están aquí para quedarse, no son modas pasajeras, ¡ya lo creo que no!». A Juan le caía bien, puesto que fue el primero en defender los tranvías eléctricos. Allá por 1899, cuando los pusieron en marcha, hubo muchos que sintieron recelo hacia ellos. La electricidad, una fuerza invisible, y los chispazos que soltaban de vez en cuando atemorizaban a más de uno. Temían que subirse a un tranvía fuera como sentarse en una de esas sillas que habían inventado los americanos, las novedosas y temibles sillas eléctricas.

El día transcurrió plácido, sin más novedad que el sofocante calor y aquellas nubes que no se iban, que ni siquiera dejaban ver el sol. La luz mortecina le pesaba sobre los ojos al final de la jornada, pero como no podía hacer nada por cambiar eso, se encogió de hombros, se rascó la nuca y se lió un cigarrillo que terminó apagándose entre sus labios. Bajaba ahora por el Campo del Arpa de camino a la calle Mallorca. Echó un vistazo a un lado y a otro buscando a su hijo, que regresaba a casa sobre esa hora. A pesar de trabajar en las cocheras del tranvía que estaban cerca de Horta, en el camino de San Acisclo, Dimas prefería la caminata para desentumecerse.

Juan se sentía contento: él trabajaba de conductor y su hijo de mecánico, cobrando tres pesetas al día, pero a menudo le asaltaba la impresión de que Dimas no tenía suficiente. Suponía que era cosa de su juventud; también él había decidido un día romper con un destino poco estimulante. Ser mecánico parecía un estupendo trabajo, un puesto que, a poco que cumpliera con sus obligaciones, no iba a perder y que, a la larga, podía incluso mejorar. «Los inventos están aquí para quedarse», le repetía Juan durante la cena. Trabajar para el tranvía era tener el pan y el techo garantizados, sin que les afectaran las cosechas, ni el mal tiempo, ni los caprichos del señorito de turno.

De repente, a pesar del bochorno, un escalofrío recorrió su espalda húmeda por el calor. A punto de girar para descender por la calle Dos de Mayo le asaltó un presentimiento.

Al principio no supo localizar su origen, como cuando al oír un ruido súbito no se es capaz de establecer de dónde proviene. Incluso pasó fugazmente por su cabeza la imagen de un ángel distraído, de espaldas a él, atento a cualquier otro hecho menos al que estaba a punto de acaecer. Por el rabillo del ojo advirtió el movimiento de dos muchachos que se escondían tras una acacia. La forma en que miraban a la vía los delató: muchos críos colocaban monedas o piedras sobre los raíles para ver qué sucedía. Si eran monedas, se chafaban y punto. Pero si eran piedras… Juan tenía que tomar una decisión enseguida, y optó por frenar. Demasiado tarde.

El tranvía empezó a vibrar. El tiempo pareció detenerse. Al traqueteo siguió un movimiento de la parte delantera del vagón que lo escupió hacia la derecha. Juan quiso gritar a los pasajeros que fueran hacia la izquierda para hacer de contrapeso, pero todo sucedió muy rápido: algunos empezaron a saltar por las puertas. El freno ya no servía de nada. Las ruedas de la izquierda se habían levantado y las de la derecha estaban descarrilando, bloqueadas. Hasta el último momento Juan se aferró a los mandos, como el capitán de un barco que se hunde y se resiste a abandonar su puesto. Fue como si el ángel distraído se volviera hacia él con exasperante lentitud y, a pesar de la circunspección de su gesto, elevara los brazos al aire y se lamentase impotente por lo que había de ocurrir.

Un ruido sordo e irritante se apoderó de la calle, seguido de gritos y lamentos desesperados. El polvo del vial se levantó formando una espectacular nube alrededor del tranvía volcado. Los vecinos se acercaron dispuestos a ayudar a los pasajeros, que trataban de salir de allí como fuera. Dentro había varios cuerpos que yacían inmóviles. El de Juan Navarro era uno de ellos.

Dimas se acercó al oír el estruendo y aún le dio tiempo a ver la nube de polvo. Se había volcado el tranvía de Horta, justo la línea en la que conducía su padre.

Con las sienes latiéndole con fuerza, corrió hacia el gentío que se había formado. Gracias a su cuerpo alto y fuerte pudo apartar a más de un mirón y abalanzarse sobre el amasijo de maderas, hierro y súplicas en que se había convertido el tranvía.

—¡Padre! ¡Padre! ¿Está ahí? ¡Padre, soy Dimas!

Miraba a un lado y a otro, atormentado, tratando de descubrir si su padre iba en ese tranvía y si estaba bien, sano y salvo.

—¡¡Padre!! —gritó al verlo.

Un policía ayudaba a Juan a salir y le arrastraba por el hombro izquierdo; el derecho estaba empapado en sangre. Seguía vivo. Dimas se agachó y le tomó la cara con las dos manos: su padre tenía la piel fría, con un tono ligeramente grisáceo, la mirada perdida y parecía preso del espanto. Trató de calmarlo; se quitó la camisola y se la puso encima. Al tocarle el hombro herido, Juan se quejó y cerró con fuerza los ojos durante un instante. Dimas siguió hablándole mientras miraba a su alrededor en busca de ayuda. Otro policía trató de apartarle de allí.

—Vamos, joven, déjenos hacer nuestro trabajo —le dijo cogiéndole del codo. Dimas se libró con brusquedad del brazo y se zafó del policía.

—¡No me toque! ¡Es mi padre!

Ante la desabrida respuesta, un tercer policía se acercó rápido con la porra en la mano. Su compañero hizo un gesto para apaciguarlo.

—Tranquilo, Bragado; el chico está nervioso —le dijo. Luego se dirigió a Dimas con la intención de sacárselo de encima—: Usted no se preocupe, lo llevaremos inmediatamente al hospital de la Santa Cruz. Diríjase allí.

Juan pareció reaccionar. Miró con languidez a su hijo y le indicó con un hilo de voz:

—Estoy bien… Haz caso de la autoridad. No te busques problemas y ve hacia allí…

Dimas tenía la mirada encendida y apretaba los puños con rabia. Observó impotente cómo dos oficiales levantaban a su padre sin demasiados miramientos y lo subían a un carromato. En él, otro hombre con heridas en la cabeza esperaba sentado y una mujer yacía inconsciente.

El sol, mientras tanto, comenzaba a esconderse enrojeciendo las nubes que festoneaban parte del cielo de Barcelona. Se preparaba así el reposo de la ciudad de los espíritus herederos del tibi dabo, esa ciudad donde el bien y el mal lanzaban sus cartas al azar.

Era posible que existiera ese ejército de ángeles de la guarda que imaginaba Juan Navarro. De ser así, aquella tarde alguno de ellos se había despistado por un momento haciendo que su blancura infinita se fuera ensuciando poco a poco con el mismo gris ceniciento que tiznaba las nubes. Y puede que, con esa sencilla transmutación, hubiera dado inicio a una historia de pecados y virtudes alrededor de dos familias.