Epílogo

¿Qué hubiera ocurrido en la ciudad de Barcelona si Jesucristo no hubiera resistido la tentación del diablo cuando le prometió todo lo que veían desde lo alto de la montaña? ¿Qué hubiera pasado si el Haec omnia tibi dabo hubiera tenido éxito?

¿Habría existido la ciudad tal como la conocemos? ¿O sería ahora su imagen contrapuesta? Pero no como en un lago apacible donde el espejo devuelve por duplicado aquello bueno o malo que en él se refleja sino, tal vez, como la auténtica antítesis del Cielo en la Tierra…

Cualquier cosa terrible y tenebrosa habría sido posible, mas no hubiera existido en el corazón de la urbe —de eso podía estar seguro Guillermo Navarro— un templo expiatorio tan llamativo en grandeza y singularidad.

Corría el año de 1926 y la Sagrada Familia estaba irreconocible para él. La alta torre de San Bernabé se elevaba a cien metros de altura sobre el nivel de la calle. Las otras tres de la fachada del Nacimiento la seguían, todavía por culminar. El gran templo expiatorio parecía un inmenso decorado de cartón piedra erigido para una de esas monumentales películas que hacían en Hollywood. A través de los andamios y las ventanas ojivales se veía el cielo y la luz atravesaba cegadora el frontispicio. Todo el que miraba se embargaba de esa sensación de irrealidad, de estar asistiendo a una visión que en poco tiempo tendría que evolucionar hacia algo más grande. Los habitantes de la ciudad, los que pasaban a diario bajo esa especie de tramoya espiritual, se habían ido acostumbrando a su presencia: ya no se detenían a contemplar sus altos y estilizados muros, la profusión de elementos naturales, las múltiples ventanas que, al dejar pasar el aire, emitían un silbido musical… Algún transeúnte a veces alzaba la vista y contemplaba con calma el gran ciprés de color verde habitado por decenas de palomas blancas y colocado justo en medio de las cuatro torres. Luego seguía su camino, olvidado y en paz, hacia el murmullo desapacible del trabajo por satisfacer, atendiendo la llamada ineludible del negocio y el dinero. Pronto tendría lugar una nueva exposición universal en Barcelona y todo el mundo se afanaba por llegar bien posicionado a esa excepcional oportunidad de proyección internacional.

Guillermo reflexionaba sobre todo ello con tranquilidad. Y podía hacerlo porque los últimos tres años los había pasado en Nueva York. Había adquirido la distancia del viajero que regresa y todo lo ve cambiado, a veces más luminoso, más bello; otras, más pequeño, más sucio y también más complicado. En especial desde el golpe de Estado de 1923 y la posterior dictadura de Primo de Rivera.

De muy joven tomó la decisión de irse a estudiar escultura, pintura, intentar escribir; a buscar su fortuna, en definitiva. Al poco tiempo se encontró con un trabajo de recadero en el New York Post, que le sirvió para pagar un precario alquiler y guardar algo del dinero que le enviaba Dimas. Con esos ahorros se compró su primera cámara de fotos, la misma que llevaba colgada al cuello en ese momento, la misma que en un golpe de suerte le proporcionó la oportunidad de ascender en el periódico. Casualmente era una cámara fabricada en Europa, una Voigtländer de fuelle comprada de tercera mano a un reportero alcohólico a punto de jubilarse.

Curioso camino el de esa cámara fabricada en Austria: se inició cuando un potentado campesino alemán la compró durante su viaje de bodas a Berlín. No acabó de entender su funcionamiento y la vendió poco después. Viajó a Estados Unidos en manos de un capitán de barco chiflado que embarrancó cerca de Norfolk en una noche de tormenta. El capitán fue declarado culpable de negligencia al no hallarse en el momento del impacto en el puente de mando, cuando la maniobra de acercamiento requería de su presencia. Su mujer, que viajaba con él, tuvo que vender a un prestamista todo lo que tenían a fin de poder pagar las costas del juicio.

La compró entonces un periodista de sucesos que buscaba ampliar sus horizontes con una buena cámara y convertir sus truculentas noticias en reportajes. Necesitaba más dinero para continuar llevando su modo de vida un tanto alocado. Y la cámara se lo procuró, hasta que su momento de gloria pasó y los amigos policías ya no llamaban a su puerta, los famosos no confiaban en él para airear los trapos sucios de sus enemigos y ya no pudo seguir haciendo las calles. El jefe de redacción lo obligó a retirarse a su casa de Rhode Island después de una última mañana sin aparecer por las oficinas. Guillermo apenas hacía año y medio que había entrado a trabajar en el periódico. El viejo periodista, enamorado de todo lo español, trabó amistad con él. Tras unos primeros intentos enseguida comprendió que el joven tenía olfato. Cuando le prestaba la cámara sus tomas siempre eran arriesgadas. Guillermo pronto dominó las posibilidades de profundidad de campo que la Voigtländer ofrecía. Sus fotos tenían alma.

Nunca podría agradecerle lo suficiente a Dimas que le hubiese concedido la posibilidad de ir a esa gran ciudad a formarse, a continuar aprendiendo sobre arte, sobre cine, sobre imágenes, sobre la vida. Vivir allí no era fácil, pero cada día se convertía en una experiencia nueva de la que sacar partido.

La Voigtländer, además, era un modelo de 1914, el año en que todo empezó.

Laura le pareció desde el principio una mujer estupenda. Con ella había comenzado a pensar en imágenes, a soñar con trazos, a descubrir texturas. Pensaba ahora que en fotografía llegaría un día en que se podría plasmar todo aquello que había aprendido. Cada semana inventaban algo nuevo, una emulsión más sensible, objetivos más precisos, cámaras más pequeñas. De hecho, había oído de unas nuevas cámaras, las Leica, que se podían utilizar con una sola mano. Él, de momento, se conformaba con su Voigtländer.

Tenía ya varias placas en el bolsillo interior de su chaqueta, y eso que todavía no había fotografiado el cuerpo exangüe de Gaudí. Reposaba en la cripta, con toda una ciudad aún velándolo desde que llegara el cortejo fúnebre. La respetuosa procesión había partido del hospital de la Santa Cruz y pasado por la catedral, en el centro de la ciudad, donde el cabildo había entonado los responsos en honor del arquitecto.

Gracias a la amistad de Laura también había aprendido a amar todo lo que Gaudí hacía. Antoni Gaudí i Cornet, aquel señor de ojos azules y expresión solemne que un día lo miró a través del yeso que le cubría, había sufrido la tarde del lunes 7 de junio un desgraciado accidente. Fue arrollado por un tranvía de la línea 30 en el chaflán de la Gran Vía con la calle Bailén. Al enterarse Guillermo de que el insigne arquitecto había agonizado durante tres días sin ser reconocido al principio en el hospital de la Santa Cruz se dio cuenta una vez más de lo efímera y delicada que es la vida. A pesar de toda una carrera dedicada al trabajo, de su éxito y reconocimiento, de sus amistades notables, había acabado sus días en un hospital para pobres y vagabundos. Gaudí dejó de respirar el jueves siguiente, el 10 de junio, a causa de las heridas.

A Guillermo le resultó especialmente penoso que el accidente que se cobró su vida estuviera relacionado con un medio de locomoción tan vinculado al pasado de su familia.

El traje marrón y el sombrero que vestía le estaban empezando a pesar. Había olvidado ya el calor sofocante y persistente a finales de primavera en Barcelona.

Dentro, en la cripta, la temperatura era agradable y el alto techo facilitaba la sensación de espacio abierto, de grandiosidad y elevación. Un nutrido número de ciudadanos llenaba la capilla de Nuestra Señora del Carmen y se extendía hacia las once capillas restantes. El capellán de la Sagrada Familia, el padre Gil Parés, rezaba en silencio con las manos plegadas y la cabeza echada sobre ellas en posición de contrición. A pesar de que el entierro no tenía carácter oficial, el barón de Viver, alcalde de la ciudad por aquel entonces, y numerosas personalidades presenciaban el acto.

Desde que entrara el ataúd —de roble, sin adornos ni herrajes, como habían determinado los albaceas testamentarios—, no había en la cripta más que silencio. A la espera de la inhumación, los fieles mantenían su postura sobria, entreviendo en la distancia el rostro inmóvil del ilustre arquitecto. El cuerpo había sido embalsamado la tarde anterior y en el gesto de su faz había una sensación de plenitud, de apacible bienestar. Parecía dormido, no muerto.

La mayoría de los asistentes intentaba retener la imagen del difunto como una fotografía que explicar a sus hijos, a sus nietos, a sus familiares. Ese día, les contarían, ellos fueron allí a despedirse. Algunos, arrodillados, rezaron con devoción, alzando en ocasiones su rostro quizá para buscar en lo alto una señal que explicara lo insondable de la existencia. Otros permanecieron sentados, con la mirada al frente, y respiraron la sensación de asistir a un momento clave escuchando el roce sosegado de las ropas, el murmullo de los cuerpos, de los pañuelos apretados.

Guillermo intentaba captar todos esos momentos situado tras una columna. Esperaba agazapado que surgiese la ocasión, que una mirada triste se dirigiese inocente a su objetivo, que el niño cuya sonrisa resistía congelada en la boca se extrañara de repente del contraste que significaba la presencia cerca de él de la niña con coletas que no sabía por qué estaba llorando…

Las últimas placas las guardó para fotografiar la imagen póstuma del maestro que no quería ser tratado como tal. «El único maestro es uno mismo», recordó haberle oído decir. Qué mundo de posibilidades se abría ante todo aquel que absorbiera con serenidad esa sentencia nacida de la modestia y la perseverancia. Cuando las placas se acabaron, se dirigió hacia el fondo de la cripta.

En los últimos bancos estaban sentados Laura y Dimas. Ella lucía la misma belleza morena de siempre. Llevaba el pelo algo más largo y la mirada serena le concedía una madurez prematura a sus treinta y seis años. Se había desabrochado el botón superior del vestido negro de manga larga. El cuello del mismo, relativamente alto, había cedido y formaba alrededor del suyo, estilizado y marmóreo, una especie de copa que realzaba en mayor medida su hermosura. Se mordía el labio inferior sin reparar en ello, pensando en algo.

En cuanto vio acercarse a Guillermo le sonrió. No parecía triste. Había aceptado la muerte del maestro con la resignación que van otorgando los disgustos que jalonan una vida. En cierta ocasión el propio Gaudí le había confesado que esperaba la muerte contento de haber disfrutado de una vida plena. Cuando aceptó el encargo de la Sagrada Familia inició un proyecto a cuya culminación siempre supo que no podría asistir. Sin embargo, sabía que por mucho trabajo, por muchos encargos concluidos, si por algo había de ser recordado sería por aquel templo al que había dedicado los últimos cuarenta años de su vida. Ahora, pasado el tiempo, Laura podía desarrollar su trabajo en la joyería y seguir el magisterio de su padre. A ella le bastaba con haber participado en el proyecto, con haber asumido ciertas labores que quedarían para la historia.

Francesc siempre estaba presente en sus recuerdos. Lo estaba cada día al continuar el negocio de la joyería con la ayuda de Dimas. Y lo estaba también cuando visitaba a su madre y a su hermana, en la casa familiar de San Gervasio; ya no hablaban con amargura del terrible Bragado. Recordaban con nostalgia los buenos momentos pasados al lado de Francesc, su ternura y su comprensión hacia todas ellas. De vez en cuando aparecía Ramon y las divertía con sus bromas, con las anécdotas de sus viajes.

Y recordaban también a Ferran y sentían hasta añoranza de su mal humor. A veces callaban, se quedaban todos en silencio y la tarde se seguía desgranando lánguida al abrigo de la compañía y el recuerdo de los que ya no estaban ni volverían jamás.

A su lado estaba sentado Dimas. Contaba con cuarenta años cumplidos hacía poco y seguía vistiendo los impecables trajes a medida a los que lo había acostumbrado Ferran. Tenía las sienes plateadas y el pelo echado hacia atrás, peinado con brillantina. Miró a Laura y la vio sonreír. Buscó el objeto de su mirada y localizó a Guillermo, que sonreía a su vez. Cómo había cambiado aquel pequeño que llegó a su casa cuando apenas sabía hablar y que había crecido a toda velocidad. Siempre lo recordaba en la infancia, hablando sin parar sobre lo que le había pasado en la escuela, lo que había descubierto junto a Tomàs, lo que había hecho ese día. Ahora nunca se separaba de ese artilugio que llevaba colgado al cuello.

Gracias a Guillermo, en gran parte, había conseguido conocer a Laura, conocerla de verdad.

En aquellos viejos tiempos, su única ambición había sido escalar posiciones y conseguir dinero, incluso a costa de traicionarse a sí mismo. Ahora, en la distancia, todo se matizaba y los duros momentos pasados se convertían en escalones necesarios cuyas aristas se iban limando con el correr del tiempo. Sí, al final, la vida le había tratado bien.

Ni tan siquiera el recuerdo de Ferran conseguía empañar esa visión. Aquella noche del 4 de marzo de 1915 su rumbo se unió para siempre al de Laura. Definitivamente. Y el de Ferran derivó hacia una salida, espontánea y sorprendente, que él mismo decidió. Se había dejado cegar por el dinero, por la estúpida tradición burguesa de reivindicar el propio papel por encima del que el padre le hubiera legado. Francesc, pese a su bondad, recordaba de vez en cuando, quizá sin malicia, sin palabras, con la simple presencia, que heredar un negocio no lo era todo, que la siguiente generación debía aportar algo más… Y la influencia de un personaje siniestro como Bragado hizo el resto. Por eso Ferran, tras escribir su confesión, decidió esfumarse, desaparecer. Después de los coqueteos comerciales con los alemanes se acabó enrolando en el bando francés. Tenía la firme convicción de escoger el partido de los perdedores. Ni en eso tuvo suerte, aunque no pudo llegar a comprobarlo. O quizá sí. Lo último que se supo de él fue que desapareció en una incursión de su compañía tras las líneas enemigas, cerca de Nancy. Para entonces, según supieron tiempo más tarde, ya había recibido dos balazos, un mes de convalecencia por inhalación de gas mostaza y tres costillas rotas por una caída al fondo de una trinchera huyendo de las balas enemigas. Si quería purgar su error, lo había hecho con creces. Su muerte se unió a los más de diez millones de bajas que arrojó la contienda. En su fuero interno, Dimas esperaba que hubiese sido capaz de perdonarse antes del final.

—¿Nunca sueltas ese aparatejo? —lanzó Dimas entonces en voz baja.

—Cada uno se adorna como quiere, ¿no crees, hermano? —dijo Guillermo ensanchando su sonrisa.

Fuera, el ambiente era de un desánimo más contenido. Sin la presión del espacio sagrado ni la presencia coercitiva del ataúd, la gente hablaba; con mesura, pero hablaba. Parecían liberados de una dura carga. Al salir, Guillermo saludó desde la lejanía al que había sido su padre la mayor parte de la vida. No tenía dudas sobre su amor, sobre su influencia en él y lo mucho que le debía. Fue lo que más le costó abandonar cuando decidió irse a Nueva York.

Pero sabía que no lo dejaba solo. Al contrario de lo que le pasaba a la gente, Juan Navarro, después de años de infortunio, fue rehaciéndose con la paciencia del guerrero que espera su momento.

Carmela, su mujer, la que nunca había dejado de serlo, le cogió por las solapas de la chaqueta y se las alisó. Le lanzó una mirada sostenida y le dijo:

—Eres un desastre, Juan.

Él le devolvió la sonrisa y se asió de la mano que le tendía una niña. Era un poco rubia y en su mirada demostraba inteligencia. A su lado, un niño algo mayor esperaba con paciencia. Se miraba los zapatos polvorientos. Se agachó en ese momento para limpiarlos con una caricia. Cuando los tres se dieron la mano por fin, se quedaron contemplando a Guillermo. Parecían posar para una foto que más adelante hubiera de repetirse mil veces.

Llevaban en el pecho de la camisa sendos broches que les resultaban familiares a todos. Tomando como modelo el que hiciera un día Francesc Jufresa, Laura había simplificado la figura y había creado un perfil hueco que seguía exactamente las características líneas curvadas de la Sagrada Familia. Guillermo formó un cuadrado con los dedos e hizo como que fotografiaba a los dos pequeños. Tenían seis y ocho años y eran la viva imagen de Laura.

Inés apareció y se colocó al lado de Guillermo. Encendió un cigarrillo y lanzó el humo al aire pesado del mediodía. Llevaba un sombrero con redecilla oscura muy elegante, a juego con el vestido y los zapatos.

—Guillermo, Guillermo… Cómo has cambiado. Siempre lo digo, ¿eh, madre? Cómo ha cambiado este chico.

—Tú también has cambiado bastante —dijo Guillermo.

—El dinero hace milagros, muchacho. Déjate de arte y de tonterías. El dinero mueve el mundo —sentenció Inés.

Guillermo rió con ganas.

—Deduzco que te van bien los negocios con Dimas.

—Deduces bien. Hay que saber adaptarse a las circunstancias… —Le guiñó un ojo con picardía.

Y los tres, Carmela, Inés y Guillermo, se quedaron contemplando a Juan jugando con sus nietos; era el mismo descampado, pero cercado ahora por la fundición de hierro y por las nuevas manzanas del Ensanche.

Guillermo levantó su cámara, ya sin placa donde retener el instante, y miró por el visor. A lo lejos, debajo de la montaña, una polvareda se levantaba en los espacios abiertos que aún quedaban frente a él, en los intersticios que el Ensanche todavía no había sido capaz de rellenar. Retiró el visor y entrecerrando los ojos pudo distinguir una figura apoyada contra un viejo nogal. Era su querido amigo Tomàs, que bajaba del Guinardó con su rebaño, feliz en su rutina a pesar de los años.

Pensó entonces, después de conseguir una especie de imagen global de las personas con las que había convivido, con las que había compartido tantas cosas, que formaban una extraña familia. Cada uno tenía una historia que explicar y la casualidad o el destino —incluso pudiera tratarse de aquellos ángeles o espíritus ancestrales de los que en ocasiones Juan le habló cuando era pequeño— los había unido en aquella instantánea que podría inmortalizar si inventasen la cámara adecuada. Cada uno podía aportar su carácter, un pasado común, y juntos eran como la perversión de la ciudad, lo que se ve y aquello que está enterrado debajo y no saldrá nunca a la luz. Todo eso era lo que quería conseguir con sus fotografías, que fuesen una especie de iceberg que mostrase tan sólo una parte, y lo sumergido, lo profundo e invisible, fuese diferente para cada uno, como la vida, en realidad.

Igual que su familia, esa familia que para él era y sería siempre sagrada.