La Caza Heper

El cielo de color zafiro se extiende en lo alto mientras nos adentramos en las Vastas. Unas nubes aisladas manchan el firmamento como espacios en blanco, aún por pintar, de un lienzo azul oscuro. A medida que el terreno se convierte en tierra más dura y lisa, el caballo coge velocidad, y avanza con furia implacable. Va tan rápido que, cuando nos topamos con baches más grandes, salto del asiento. Por unos segundos excitantes, vuelo.

Diviso el paisaje. Aparte de lo raro que es ver un árbol de Josué, apenas hay nada que interrumpa la yerma monotonía de la hierba y el terreno baldío. No hay animales salvajes, ni una sola hiena, ni perros salvajes. Sólo buitres cuya manera de volar en círculos sobre mí me desconcierta.

Después de media hora de intenso trayecto, no hay ni un solo heper a la vista.

—So, chico, sooo —le ordeno tirando fuerte de las riendas. Disminuye el trote hasta que se detiene. Se le ve un brillo de sudor en el lomo, que le baja por el tórax y las ancas—. Te voy a dejar descansar un poco, ¿vale, caballito?

Desato las cuerdas del diario y lo abro por la página en blanco. A la luz del sol, los colores y el contorno del mapa son desbordantes. Se ha levantado un viento fuerte y tengo que sujetar las páginas con las manos para que no vuelen. Doy con mi ubicación utilizando como referencia una pila de rocas grandes que hay a mi derecha. La atención al detalle vuelve a impresionarme; no sólo el color de las rocas, gris lavado, sino también el número exacto: cuatro.

¿Dónde están los hepers? No pueden haber ido tan lejos. Aunque hubieran corrido, a estas alturas ya tendría que haberlos alcanzado.

Saco del carruaje la ropa que tengo de ellos y se la llevo al animal para que la olfatee, pero no hay manera. De la boca le cuelgan pegotes de saliva y le sale aire caliente. «No estoy de humor para oler, gracias.»

—Está bien, bonito. Lo has hecho bien. Descansaremos un poco más, ¿vale?

Una vez más el caballo se me queda mirando con esos ojos llenos de inteligencia, pestañea y mira al horizonte con aire distraído.

Vuelvo a subir al carruaje y, desde el asiento del conductor, observo la extensión interminable. Al frente, más grandes de lo que las había visto hasta ahora, me encuentro las montañas del este con los picos nevados. A mi izquierda y a mi derecha sólo se ven las secas llanuras, un horizonte despojado de actividad. Miro al caballo. ¿Puede ser que me haya tomado el pelo durante todo este tiempo? Quizá no tiene ni idea de hacia dónde ir, corre a la desesperada y he confundido el destello de la locura en sus ojos por una mirada sagaz.

Como si oyera mis pensamientos, de repente inclina la cabeza y gira la oreja izquierda en mi dirección. Entonces apunta el hocico al aire, olfateando. Ahora el viento sopla a ráfagas, levantando arena, y veo cómo se agitan los bigotes del caballo. Se pone a relinchar y así, de pronto, emprendemos la marcha de nuevo. Apenas tengo tiempo de saltar a mi asiento y tomar las riendas cuando me encuentro volando por las llanuras, aunque esta vez nos dirigimos más al sur. Más en concreto, hemos dado un giro de noventa grados.

Ahora me pregunto muy en serio si sabe lo que hace. Ya no corre con convicción, de vez en cuando reduce la marcha y se pone a olfatear el aire. Después, cambia de rumbo y vuelve a galopar. Quizá sea el viento, que sopla en todas las direcciones, ora al este, ora al norte, ora al sur, y tal vez lo esté desorientando. Eso puede explicar por qué tiene problemas para seguir el rastro que deja el olor.

La primera vez que veo el punto negro en el cielo, lo confundo con una bandada de buitres. Entonces aumenta de tamaño y se hace más oscuro, y me doy cuenta de que es un nubarrón negro que crece como una mancha de tinta. Le siguen una marea de nubes tan negras como el caballo.

«Sé rápido.»

El viento me azota. Las páginas del diario revolotean hacia delante y atrás, casi deterioradas por la fuerza brutal y la dirección cambiante del viento.

—¡Arre! —grito mientras tiro de las riendas. El lo comprende, y sus patas van más rápido, como si hubiera absorbido mi miedo. Las ráfagas de arena vuelan por las llanuras a una velocidad increíble; son como apariciones de un tono amarillo y marrón que avanzan velozmente en espiral.

«Sé rápido.»

Ansió encontrar algo de movimiento en medio de una luz cada vez más tenue, pero no hay nada. No importa cuánto nos adentremos en las Vastas, la pizarra en blanco de la que se compone el terreno no cambia nunca.

—¡Sigue, caballito!

Sin embargo, el animal está cada vez más frustrado y descarrilado; le cuesta más respirar y galopar. Hasta que, al final, para. Salto del banco y cojo la ropa. Ahora está aún menos receptivo, y la aparta con el hocico. Decepcionado, da fuertes patadas al suelo compacto. El cielo se oscurece. Dentro de poco, las nubles cubrirán el sol y la tierra quedará sumergida en la oscuridad. Será aún más difícil encontrar a los hepers.

—Tenemos que seguir intentando…

Entonces el caballo levanta la cabeza. Hace un movimiento brusco: ha encontrado algo. Sus fosas nasales, con los hilos de saliva que le cuelgan, son como ojos negros que han visto algo de repente. Se tambalea hacia delante. Me agarro de la barandilla justo a tiempo y subo al carruaje, pero la ropa de los hepers cae al suelo.

De todos modos, ya no la necesita. Galopa fuerte y en línea recta, sin ningún atisbo de duda. En su paso hay determinación y apremio, como si quisiera compensar el tiempo perdido, como si supiera que las bandas espesas de nubes amenazan con ennegrecer el cielo.

Tardo diez minutos en divisarlos. Una minúscula línea de puntos, como hormigas.

—¡Allí, caballito! ¡Allí! —Pero el cuadrúpedo no necesita ánimos ni orientación.

Cuando les damos alcance, se han agrupado como señal de defensa. Reduzco la marcha y me bajo del carruaje cuando aún estamos un poco lejos. No quiero llegar tan bruscamente.

Tienen aspecto agotado y una expresión angustiada en la cara. Cuando hablan, lo hacen entre ellos, no se dirigen a mí.

—Os dije que deberíamos haber mirado en el establo. Un carruaje nos habría venido bien. Bueno, no sé, quizá hace seis horas —dice Epap maliciosamente.

—Yo lo hice —le responde Sissy—. Justo cuando tú estabas reuniendo todos tus valioso dibujos. El establo estaba cerrado. Como siempre.

—Bueno, pues resulta que él sí que encontró un caballo y un carruaje.

Ahora me observan todos; Epap y Sissy, con desconfianza. Cada uno lleva una mochila pesada, varias flechas y lanzas atadas en un costado y botellas de agua colgando del hombro. También tienen maletines, cinco en total. El polvo y la arena les cubren el pelo, la cara y la ropa.

—Debéis venir conmigo. —Por el engaño lo digo en voz bien alta. Ellos se me quedan mirando sin articular palabra.

—Ahora —insisto—. No hay tiempo que perder. Epap da un paso adelante.

—¿Adonde? —pregunta mordaz.

—De vuelta. Al Domo.

Epap se queda boquiabierto, y luego hace una mueca.

—Esta carta —me dice mientras busca en el bolsillo de atrás del pantalón—. La recogimos del umbilical esta mañana. Dice que el Domo no funciona correctamente. Que el sensor está estropeado. No se cerrará al anochecer.

—Por eso os hablaron de un refugio. Os dieron un mapa y os dijeron que os dierais prisa. Que está a seis horas de distancia. —Hago una pausa—. ¿Qué pasa si os digo que es todo mentira? Que el Domo no está roto. Que no hay ningún santuario. —Me resulta fácil hablar con convicción, porque todo lo que he dicho hasta ahora es cierto. Ellos lo notan también. El pánico se apodera de su mirada, y los pone en tensión. Veo al pequeño Ben mirar a lo lejos, con preocupación. No hay ningún refugio a la vista, y eso que ya tendrían que haber llegado. Lo saben todos.

Sissy, que hasta ahora ha permanecido callada, pregunta:

—¿Por qué lo hacen?

—Subid al carruaje. Os lo contaré mientras volvemos. Debemos darnos prisa.

—Yo no pienso subir ahí hasta que no nos expliques qué pasa. Podría convertirse en mi ataúd —protesta Epap.

Entonces se lo cuento. Les cuento todo sobre la Caza de Hepers. Por qué les han dado armas. La razón por la cual ha habido tanta actividad reciente en el Instituto.

—Y una mierda —espeta Epap—. ¿Vais a escuchar las tonterías que suelta este tío?

Sissy, que sigue mirándome con atención, me pide que continúe.

—Debemos volver al Domo. No está roto. —Y aquí empieza la mentira—. Allí estaréis a salvo. Llegaremos antes de que se ponga el sol y las paredes suban. Imaginaos su cara de sorpresa cuando salgan de caza y vosotros estéis protegidos en el interior, comiendo fruta tan tranquilos.

Epap se da la vuelta y mira a Sissy.

—No podemos creerle. Si miente y volvemos, estamos muertos. El sol se va, el Domo no sube, y nosotros estamos acabados.

—Y si os estoy diciendo la verdad y no volvéis, moriréis aquí.

—¡No podemos confiar en él!

—¿Cómo creéis que murieron vuestros padres? —exploto—. No salieron a buscar fruta. Fue una Caza de Hepers. ¡Les hicieron salir para cazarlos! ¡Igual que ahora os han hecho a vosotros! ¿No lo veis? ¿No os resulta obvio? Vuelve a pasar lo mismo. Una carta os envía a las Vastas, lejos de la protección del Domo. ¿Cómo podéis ser tan ingenuos?

La cara de Sissy muestra su conflicto interior.

—¡Sissy, no le escuches! Ayer nos podría haber hablado de la supuesta Caza, pero no lo hizo. ¿Por qué deberíamos creernos nada de lo que nos ha dicho? ¡Apuesto a que ni siquiera es el sustituto del científico!

Cuando lo menciona, me viene una idea a la cabeza.

—Esperad. —Corro al carruaje a coger el diario—. Lo escribió el científico. Es todo sobre la Caza. Ahora decidme si miento.

Entonces se lo paso a Sissy, que le da la vuelta, me mira con recelo, y lo abre por la primera página. El resto se apiñan a su alrededor. No dicen nada mientras leen, pero sus cuerpos están cada vez más tensos. La expresión de Sissy pasa del pavor a la incredulidad hasta llegar a la rabia.

— ¿Me creéis ahora? —les pregunto con suavidad.

No responde nadie. Al final, David da un paso adelante.

—No sé qué creer: si a ti o a la carta. Pero, según el mapa que nos dieron, el refugio es accesible. Ahora que tenemos un carruaje, podemos ir más de prisa. Si no logramos encontrarlo, entonces volveremos al Domo.

—Ese mapa es una farsa. El refugio no existe.

De repente se oscurece. Me doy la vuelta para mirar al sol. Una nube fina, como unas entrañas, lo cubre.

«Sé rápido.»

—¡Venga! ¡Vámonos! —exclamo alzando la voz.

—¡No! —grita Epap.

—¡Entonces mirad el mapa que tengo yo! En el diario. Allí no hay ningún refugio. Sale cada detalle de la flora y la fauna, las piedras y las rocas. ¿No os parece extraño que se dejara algo tan importante como el lugar donde poder cobijarse? Id si queréis, ya estoy harto de discutir con vosotros, ese santuario no es más que un espejismo.

Es un farol total. Necesito que vuelvan conmigo y, a estas alturas, ya me he quedado sin opciones.

Sissy levanta la cabeza del mapa.

—Haremos lo que propone David. Buscaremos el santuario y volveremos si no conseguimos encontrarlo. Por allí…

—¡No hay tiempo! —grito—. Debemos apresurarnos. ¿No veis esas nubes? Dentro de una hora estará completamente oscuro. Tampoco necesitáis que os explique lo que significa eso.

Ahora no me estoy echando ningún farol. Una banda de siniestros nubarrones negros avanzan por el cielo y amenazan con hacer llegar la oscuridad antes de tiempo, horas antes del anochecer.

—¡Cállate! —chilla Epap, furioso y con la cara roja—. ¿Quién te ha dado vela en este entierro? —Se dirige hacia mí con sus huesudos brazos rígidos.

—Cálmate —le advierto. Pero él sigue acercándose.

—Ni siquiera te necesitamos. —Entonces mira a los hepers y les hace una seña con el brazo—. Vamos, tomemos el carruaje.

Intento detenerlo, pero él me aparta el brazo.

—Basta —ordena Sissy con firmeza—. Permaneceremos juntos. Todos nosotros. —Se pone a mirar más allá de donde estamos, al oeste, donde está el Instituto.

—No podemos confiar en él —insiste Epap.

—Podemos, y lo haremos. Tiene razón. No hay tiempo. Esas nubes van muy en serio.

Epap escupe en el suelo.

—¿Por qué no has tardado nada en creerlo?

Ella se lo queda mirando un buen rato, como si le diera una oportunidad para que llegara por sí solo a la respuesta obvia.

—Porque —continúa, y entonces dirige la mirada al carruaje— no tenía ninguna obligación de venir hasta aquí, ¿no crees?

Ben se sienta a mi lado, en el asiento del conductor. Los otros cuatro se apretujan en el interior del carruaje para volver al Instituto. Permanecen en silencio, mirando por la ventana. Sissy está inmersa en el diario, estudiándolo en profundidad.

—¿Cómo se llama el caballo? —me pregunta Ben.

—No lo sé.

—A lo mejor podríamos inventarnos algún nombre entre los dos.

—No creo. Sigamos callados, ¿vale? —corto con sequedad. No estoy de humor para hablar. Hay algo en el hecho de conducir a un niño a su muerte que elimina cualquier posibilidad de conversación.

Sólo sigue en silencio un rato.

—Me alegro mucho de que hayas venido. En cuanto vi la nube de polvo, supe que tenías que ser tú. Todo el mundo estaba asustado pensando que sería uno de ellos. Pero, con el sol, yo sabía que no podía ser. —Se queda mirando al cuadrúpedo, impresionado—. Es genial que hayas venido en caballo. Nosotros siempre hemos intentado robar uno del establo.

A pesar de todo, siento curiosidad.

—¿Y eso?

—Sissy quiere irse. Odia el Domo. Dice que es una cárcel.

— ¿Por qué no habéis escapado hace años? Cuando bajaban las paredes, os podríais haber largado lo más lejos posible.

Ben niega con la cabeza, con demasiada tristeza para un chico de su edad.

—No llegaríamos demasiado lejos. Ni siquiera en verano, con las catorce horas de sol, podríamos recorrer más de sesenta kilómetros. Cuando se hiciera de noche, ellos sólo tardarían tres horas en atraparnos. Además, no hay adonde ir. Es una extensión de tierra interminable.

El viento ha vuelto a cobrar fuerza, y les da a las nubes un tono más lúgubre. Más remolinos de arena recorren las llanuras, como si se tratara de fantasmas asustados de sus propias sombras. Hay momentos en los que el viento incide en el carruaje de tal manera que parece que silbe con un júbilo espeluznante. Una espesa franja de nubes se desplaza por delante del sol. Los rayos se filtran entre la neblina y, a continuación, desaparecen. Las Vastas se sumen en la fúnebre oscuridad del día que ha muerto.

Ben, asustado, me coloca la mano regordeta en la pierna. Yo la miro. Topamos con un bache, y él se pega aún más a mí.

—Está bien —le aseguro.

—¿El qué?

—¡Todo! —grito—. Todo irá bien.

Él levanta la vista para mirarme, con los labios apretados y formándosele las lágrimas. Le caen dos chorros por la cara cubierta de polvo. Asiente dos veces sin dejar de mirarme.

Algo se rompe en mi interior. Aparto la vista.

«Sé rápido.»

Una cosa es planear algo así, y otra muy distinta, llevarlo a cabo.

«No olvides nunca.»

Tiro de las riendas para que el caballo se detenga. Ben me mira sorprendido.

—Oye —le digo mirando al frente—, tienes que meterte en el carruaje.

—No hay sitio.

—Sí que lo hay. Necesito estar solo durante este último tramo.

—¿Por qué hemos parado? —pregunta Epap mientras saca la cabeza por la ventana.

—Va a ir con vosotros —digo con frialdad—. Aquí no hay sitio. —Me bajo para indicarle a Ben que haga lo mismo.

—No hay espacio —contesta Epap—. Parece que hasta ahora no has tenido problema.

—¡¿Por qué no cierras el pico?! —le grito.

Entonces salen del carruaje. La tensión se puede cortar con un cuchillo. Miro a Jacob y a David, que se han puesto al lado de Epap.

—¿Siempre necesitas que te ayuden en las peleas?

—¡Cállate! —grita Epap.

—Tranquilo —le dice Sissy bajando del carruaje—. Sólo intenta provocarte.

— ¿También necesitas que ella te diga siempre lo que debes hacer?

Epap se prepara para abalanzarse sobre mí. Le veo flexionar las piernas y cambiar la expresión, pero de repente se oye una bocina. El sonido procede del oeste, de la dirección del Instituto.

Por un momento nos quedamos tan atónitos que nos limitamos a mirarnos entre nosotros. Entonces, poco a poco, nos damos la vuelta.

No vemos nada por las llanuras. Sólo una banda oscura en el horizonte. Se oye otro bocinazo más: un sonido errante y desesperado.

—¿Qué pasa? —pregunta Epap—. ¿Qué es ese ruido? Todas las miradas se posan en mí.

—La Caza. Ha empezado. Ya vienen.

—Tan sólo son nuestros oídos, que nos juegan una mala pasada. Es el viento que choca contra esas rocas —dice Epap mientras apunta a nuestra izquierda, donde hay una pila de piedras mal puestas.

Nadie responde.

—Allí —dice Ben de pie en el asiento del conductor apuntando con el dedo, como si fuera una veleta. Justo delante de nosotros, en la dirección del Instituto. Lo dice con tono neutro, casi despreocupado.

—No veo nada, Ben —dice Sissy.

—¡Allí! —insiste asustado con un tono más alto.

Entonces todos lo vemos. A lo lejos, emerge una nube de polvo.

Siento como si mis vísceras cayeran por una trampilla que se abriera de repente.

Vienen los cazadores. Y de qué manera.

Intento no pensar en Ashley June, en la fría y oscura celda, manteniendo la esperanza…

Alguien me agarra por el cuello.

—Tienes que darnos unas cuantas explicaciones. —Es la voz de Epap—. ¿Qué está pasando?

—¡Suéltame! —grito mientras me libero con el brazo y le pego en el pómulo. El impulso es tal que su cabeza se echa atrás. Al volver hacia delante tiene una mirada enfurecida. Me devuelve el golpe, un puñetazo glacial que me pilla desprevenido. Antes de que pueda responderle, me ha aporreado el estómago, y me deja sin respiración. Me doblo y caigo de rodillas. Pero aún no ha terminado conmigo. Me da una patada en las costillas. Un destello blanco me nubla la visión.

—¡Eres un enclenque! ¡Un cagado, falso y debilucho! No podrías apartar el grano de la paja ni aunque tu vida dependiera de ello.

«Haz que los hepers regresen.»

—¡Dinos qué está pasando!

Escupo sangre al suelo y salpica la tierra, como la huella de una paloma. Cierro los ojos: aún lo veo todo blanco.

—Vienen para acá —le digo.

—¿Quiénes?

—¡Los cazadores! —Se produce un largo silencio. No me atrevo a levantar la cabeza y mirarles a los ojos.

Entonces volvemos a oírlo. Esta vez no es un aullido aislado, sino todo un coro.

Es mi sangre. Ya la han olido.

—Ya lo has conseguido, imbécil —le acuso—. Ahora se lo has puesto más fácil para que nos encuentren.

—No. Para que te encuentren a ti, no a nosotros. —Epap se vuelve para mirar al resto—. Propongo que dejemos aquí a este tío. Nos montamos en el carruaje. Eso hará…

—No —dice Sissy.

—Pero Sissy, nosotros…

—¡No, Epap! Tienes razón: no podemos fiarnos de él. Sabe mucho más de lo que nos dice, pero justo por eso no podemos dejarlo. Necesitamos la información que nos pueda aportar. —Se aproxima hacia mí, levantando el polvo—. Es un superviviente. Eso es todo lo que sabemos. Si él puede hacerlo, si nos quedamos a su lado aumentaremos nuestras propias posibilidades de salir de ésta. —Me mira con los ojos encendidos—. Así que empieza a cantar. ¿Qué hacemos?

Me levanto. De repente, mi corazón abatido siente un estímulo.

—Les hacemos frente y peleamos. —Me sacudo la arena de la ropa—. Les sorprendemos al no huir, porque eso es lo último que esperan de vosotros. Creen que sois débiles, cobardes, desorganizados. Sin embargo, los pillaréis desprevenidos si peleáis.

Epap empieza a interrumpir.

—No tenemos ninguna posibilidad…

— ¡Sí que la tenemos! A ver, he visto cómo manejáis las flechas y las lanzas. Podríais causarles mucho daño. No esperaban que os convirtierais en expertos. Esas armas sólo tenían una finalidad estética. Y mirad. Tenemos montones. Sólo quedan tres cazadores, y nosotros somos seis. Además, tenemos los malditos FLUN. Podemos hacerlo. Les podemos vencer. Entonces no habrá nada que se interponga entre nosotros y la protección del Domo.

—¡Estás loco, ¿lo sabes?! —grita Epap—. No tienes ni idea de lo que son capaces. Uno de ellos tiene la fuerza y la velocidad de diez como nosotros. Así que nos superan en número, imbécil, treinta contra seis. En número, en fuerza y en velocidad. Luchar contra ellos es un suicidio.

Tiene razón, lo sé. No hay ninguna posibilidad de derrotar a los cazadores. Sin embargo, la única esperanza que tengo de rescatar a Ashley June es que los hepers y yo podamos superarlos de alguna manera y llegar hasta el Instituto. Aun así, para que eso ocurra, primero necesito convencerlos para que luchen y no huyan.

Epap mira a Sissy.

—Tenemos que salir corriendo. Ahora mismo. Dejamos a este tío aquí, y él nos dará la ventaja que necesitamos para conseguir algo de distancia entre ellos y nosotros.

Aún no ha terminado y ya estoy negando con la cabeza.

—No lo pillas, ¿verdad? Correr sólo te dará veinte minutos, como mucho. Menos. El caballo está cansado, lleva todo el día galopando. Nos alcanzarán tarde o temprano.

Entonces se quedan callados. Saben que tengo razón. En el carruaje, Ben empieza a llorar. Hasta el caballo, mirando la nube, empieza a relinchar.

Sissy da dos pasos hacia mí.

—¿Qué me dices del mapa? —me pregunta. Me sorprende la suavidad en su voz, lo tranquila que está a pesar de la situación.

—¿Qué pasa con él?

—Muestra una barca en el norte. Atada a un muelle. Si llegamos a tiempo, podemos tener una oportunidad.

—¿Estás loca? No te puedes fiar de ese mapa. El científico estaba chiflado.

—A nuestros ojos, no. Parecía una persona razonable.

Miro hacia el norte, en la dirección donde debería estar la barca.

—Si fuera real, ¿por qué no os habló nunca de ella?

Se le forma una arruga en la frente.

—Ni idea. Lo único que sé es que todo lo demás es exacto. Las cimas, las montañas, y todo lo que está en el mapa es preciso. Hasta esas rocas de allí —explica señalándolas—. Entonces ¿por qué no puede serlo también la barca?

Niego con la cabeza.

—Mira, incluso si existiera, y no es así, no llegaríais a tiempo.

—Preferiría morir en el intento.

—Pues yo te digo que la única opción de sobrevivir es enfrentarse directamente a ellos.

Epap avanza.

—Vamos, Sissy. Vámonos. Dejémoslo aquí, y punto.

Entonces tengo una idea. Los cazadores ni siquiera saben que me encuentro con los hepers. Estoy solo, separado de ellos y no hay motivo para que piensen de otra manera. Además, ahora el olor de mi sangre, incluso a varios kilómetros de distancia por las Vastas, supera cualquier rastro del olor a heper.

Sissy se adelanta y se coloca frente a mí con una mirada de curiosidad.

—¿Qué pasa? Parece como si se te hubiera ocurrido algo.

Entonces los miro, y les dedico unos segundos a todos, uno por uno.

—Largaos si es eso lo que debéis hacer. Pero si queréis uniros a mí y luchar, tengo un plan —concluyo.

La noche se funde en negro. No hay ni una mota de luz en el cielo; los colosales nubarrones en movimiento, continentes hinchados de amenazadora penumbra, esconden las estrellas. Las montañas del este han desaparecido, y sus bordes antes definidos quedan ahora ocultos por la oscuridad.

Estoy solo. Sentado en el suelo apoyado contra una roca. En la mano tengo la lanza que Sissy me ha dado justo antes de desaparecer en la tenebrosidad. Coloco la punta en la palma de mi mano y hago una pausa. Ante mí sólo hay vacío, las Vastas se extienden por el gris interminable que aún no es del todo negro. Sólo la roca en la que estoy reclinado me hace compañía. Siento su superficie en mi espalda, fría y frágil, pero en este mar inacabable de acuosa oscuridad, su solidez es extrañamente reconfortante.

Presiono la punta de la lanza contra la piel y la deslizo hacia abajo. Se produce un pequeño corte del que tan sólo sale un hilito de sangre. Sin embargo, para los cazadores que vienen por mí es más que suficiente. Un faro que ilumina en un mar de tinieblas.

Tan sólo unos segundos después, el grito del ansia desgarra las Vastas. Las entonaciones de deseo, realzadas, se oyen cada vez más fuerte y cerca. Pronto habrán llegado, en menos de un minuto.

Cierro el puño y aprieto. Sale más sangre. Suficiente como para inundar su sentido del olfato. No hay ni una posibilidad de que los distraiga un tenue olor a heper. Siento el pulso de la sangre en el corte y cómo empuja el líquido; está extrañamente sincronizado con los rápidos y terribles latidos de mi corazón.

Los hepers sólo me han dejado esta lanza.

Llegan a mis oídos los retumbos, la arena sacudida con dureza, y los silbidos susurrantes.

Los cazadores han llegado.

Aunque tengo las rodillas resentidas, me pongo en pie.

Como una bala, de izquierda a derecha, veo una ráfaga neblinosa. Después, otra en la dirección opuesta, justo fuera de mi campo de visión. Tres formas emergen de las tinieblas; primero débilmente, y después más definidas.

Abs.

Crimson Lips. Gaunt–Man.

Y a continuación, solidificándose en medio del gris, surgen dos más; al principio parecen fantasmas, pero después se convierten en seres espantosamente reales.

Frilly Dress. El director.

Yo sólo esperaba tres, no cinco. Es una imagen repulsiva. Están todos desnudos, con la loción para bloquear el sol embadurnada por todo el cuerpo, como si fuera el glaseado de una tarta. En las zonas en las que la crema ha desaparecido, tienen llagas abiertas que pueblan la piel de cráteres volcánicos y que brillan incluso en la oscuridad con un color rojo crudo. Son los efectos de un día entero en la biblioteca con la luz del sol entrando. Sin embargo, lo más escalofriante son los ojos, con la rabia que surge de detrás de las órbitas; el odio total mezclado con el ansia latente por mi sangre.

—Desde luego, da gusto veros.

Ellos avanzan lentamente, gruñéndome. Poco a poco, tan sólo unos metros cada vez, se van acercando hacia mí.

Algo va mal. No es así como había visualizado la escena. Están demasiado controlados. Lo que yo me había imaginado era un frenesí cada vez más salvaje: cuerpos volando en mi dirección, colmillos, y una carrera para conseguir llegar hasta mí, para hacerme pedazos. Que me hicieran añicos en cuestión de segundos. En cambio, esto parece demasiado metódico.

—¿No habéis tenido vuestro sueño reparador? —les pregunto—.Tenéis un aspecto espantoso.

Empiezan a desplegarse en un gran arco.

Los miro a todos, pero en particular al director, a quien tengo enfrente. Es el más tranquilo del grupo; respira pausadamente y pisa la gravilla del desierto con meticulosidad. Balancea el largo brazo izquierdo y, con las uñas, se da golpecitos delicados en la rótula. Lo más extraño es que tiene el brazo derecho colocado detrás de la espalda.

—Hemos decidido jugar a algo.

—Sorpréndame.

Gaunt–Man, un poco lejos a mi izquierda, está acuclillado y sigue haciendo el recorrido de un arco imaginario.

—Intento decidir cómo llamarlo. Las dos mejores opciones podrían ser «El juego de compartir» y «El juego de saborear».

Frilly Dress, a mi derecha, rueda lentamente como una bola de bolos con la mirada cargada de expectación. Sus bolsas de grasa le cuelgan por el cuerpo, como pequeñas gotas de agua a punto de desintegrarse. Enseña los dientes y se le escapa un leve silbido. Continúa rodando a la derecha hasta que choca contra la roca.

Lo mismo que le ocurre a Gaunt–Man, que está a mi izquierda. Cada uno de ellos tiene una posición, y miran al director a la espera de instrucciones. Entonces se juntan y el círculo se estrecha.

—Mire, le tenemos que poner un castigo ejemplar —prosigue el director—. Se ha burlado de la Caza, de la institución, y del gobernante. Y de mí. Mi reputación ha sufrido un daño irreparable. ¿Qué clase de experto en hepers no detectaría a uno delante de sus narices? —Por primera vez le traiciona la emoción, y eso se nota en su voz. Un contratiempo—. No basta con que nos limitemos a devorarlo. Sería demasiado rápido, para usted y para nosotros. Por ello hemos decidido, por supuesto guiados por mi propuesta, compartirlo, saborearlo. Poco a poco. Llenos de entusiasmo. Una parte cada vez.

Aun así, avanzan, moviendo los ojos adelante y atrás, examinándome. De repente, Crimson Lips se abalanza sobre mí.

—¡DETENTE! —le ordena el director, y ella se queda congelada haciendo una flexión; tiene el cuerpo erecto como un gato sobresaltado. Por primera vez veo un FLUN, en la mano derecha del superior, apuntado a la insurgente. Debe de ser el de Ashley June, el que se quedó en la biblioteca.

Crimson Lips vuelve a su posición.

—Es un juego difícil. La excitación nos puede vencer a veces. —Se da media vuelta y mira a los cazadores uno por uno—. Procedan.

Siguen acercándose a mí, y el círculo se va haciendo más pequeño. Todos se mantienen en sus puestos. Sus ojos están en constante movimiento, escudriñándome. Entonces veo los cascos en la cabeza; cada uno de ellos lleva pegado un pequeño círculo de cristal en el centro, como un ojo. Las cámaras de vídeo. Por eso alargan la matanza. Cuanto más dure, mejor será para el público. Y por ese mismo motivo me rodean: para tener más ángulos.

—Lo iremos despedazando, miembro por miembro. Uno cada vez —me informa el director—. Los hombres, uno por uno, le arrancarán los brazos respectivamente, y las damas, las piernas. Lo espaciaremos, quizá dejaremos… ¿cinco minutos entre cada extremidad? Nos aseguraremos de mantenerlo vivo durante todo el proceso. El último seré yo. Me quedo con su cabeza.

—Y luego, ¿qué?

El director se echa atrás como un lobo que aullase al cielo nocturno, rascándose la muñeca con extremo desvarío.

—¿En serio ha preguntado: «Y luego, qué»? ¿Y a usted qué le importa?

¡Estará muerto! —Hace una pausa para estudiarme—. Ah, ¿le preocupan sus amiguitos heper? No tema. Acabaremos dando con ellos. Incluso en medio de este gran desierto, los encontraremos.

«No saben dónde están los otros», pienso.

—¡Y después volveremos a donde está tu novia, y le contaremos lo que te hemos hecho! —se burla Gaunt–Man, chorreando baba.

—Así será —le corta el director, dirigiéndole una mirada fría con la expresión irritada del hombre que se ha quedado sin poder contar el chiste final que tanto deseaba—. Al final, le haremos lo mismo a ella. Extremidad por extremidad. «El juego de saborear.» Por cierto, me gusta bastante el nombre, creo que será el definitivo.

El círculo se vuelve a hacer más pequeño. Sus cuerpos bullen de hambrienta excitación, mueven las cabezas arriba y abajo, tienen tics en los brazos al costado, y de sus labios se escapan unos extraños sonidos.

—¿Quién cree que gritará más? ¿Usted o ella? Esa chica es muy apasionada, así que quizá sea ella. Pero, por otro lado, es bastante valiente, ¿no cree? Vaya proeza realizó; no como usted, que huyó como una ardilla y la dejó completamente sola.

Abs grita de frustración e impaciencia.

—Basta de plática. ¡Déjenos lanzarnos ya sobre él! —La lengua, dura e insistente como una lima para callos, le sale disparada por el labio lleno de costras—. ¡Déjemelo ya! —Se agacha, preparándose.

El director levanta la cabeza, supervisa la escena; es un plano de situación para los espectadores en casa.

—Perfecto, pero recuerde que sólo debe llevarse la pierna izquierda. Todos los demás, esperen —ordena, dando golpecitos al FLUN—, ya les llegará el turno. Y ahora, para placer del gobernante más excelso y para el deleite de sus respetables ciudadanos, yo…

E incluso antes de que haya terminado de hablar, Abs ya está corriendo hacia mí a cuatro patas, como una hiena rabiosa, con el pelo volando en una imposible línea recta. Aunque se mueve a la velocidad del rayo, parece que todo sea más lento. Puedo ver cada detalle: sus labios hacia atrás, su cara que no es más que un agujero negro bostezando con dientes afilados, y sus ojos rojos resplandecientes.

Medio segundo después, veo al resto de cazadores saltar también. Sus cuerpos son incapaces de resistirse; desenrollan las patas traseras como las de un guepardo, impulsándose por el aire con movimientos aerodinámicos; al caer, encuentran tracción con uñas y garras en la gravilla del desierto, y después vuelven a empezar, volando hacia mí con una gracia que contradice sus violentas intenciones.

Veo al director, con expresión anodina pero con los ojos inyectados de furia, que levanta el FLUN hacia Crimson Lips y Abs con la mano temblorosa de rabia y sorpresa.

Abs se arroja hacia mí por última vez con los brazos extendidos, elevándose por el aire, con la saliva y los mocos dejando una estela tras de sí, con la boca abierta torciéndose cuando da con mi nuez.

Un severo rayo de luz, y después, una fugaz ceguera blanca. Un grito perfora la noche. El hedor a carne quemada me inunda la nariz. Un segundo más tarde, veo a la cazadora retorcida en el suelo, gritando, con un agujero ardiendo en su clavícula. O mejor dicho, donde la tenía.

El director, que mira embobado el FLUN, no entiende nada.

Desde atrás, y por encima de mí, se dispara otro rayo de luz. Es alguien que lo hace desde la roca. Alcanza a Crimson Lips en la parte superior del muslo en el momento en que se lanzaba hacia mí.

—¡CHA! —chilla la víctima, y en vano se toca la herida con la mano. Le sale humo de la pierna.

—¡GENE! ¡AGÁCHATE! —ordena Sissy.

Me arrodillo justo en el momento en que Frilly Dress salta en mi dirección. Con el impulso, me alcanza y me rasga la parte de atrás de la camisa.

Cae del otro lado con un eficiente salto mortal, y vuelve a arremeter contra mí de inmediato.

Otro disparo desde arriba, totalmente errado, va a parar al suelo vacío del desierto.

Veo una sombra con el rabillo del ojo. Se trata de Gaunt–Man, que salta a las rocas.

—¡Jacob! ¡Vigila por los lados, nos está flanqueando! —trato de advertirle.

Frilly Dress salta con la boca torcida en un gruñido, como si estuviera sonriendo.

Detrás de mí, totalmente atemorizado, alguien pregunta:

—¿David? ¿Ben?

Sale otro rayo, esta vez desde lo lejos de la roca, y falla perdiéndose en el cielo. Oigo que Epap, alarmado, pide ayuda a Sissy.

Entonces, una serie de destellos crean el efecto de una luz estroboscópica. La embestida de Frilly Dress es entrecortada y accidentada. De repente está volando sobre mí y baja con todo su peso y tamaño. Me mira fijamente, intensa y concentrada, como a un amante.

Desde arriba se ve un círculo de luz; de repente se le crea un halo alrededor, como una nube de luz. A mitad del trayecto, su cuerpo se afloja. Cede y se me cae encima. La aparto. El olor a carne carbonizada es rancio y nauseabundo. De la nuca le salen nubes de humo. Miro arriba. Sissy baja la mirada en mi dirección, y entonces se vuelve cuando oye a Epap anunciar:

— ¡Me he quedado sin carga en el FLUN!

Me doy la vuelta y analizo la escena. Sólo Frilly Dress permanece postrada en el suelo. Abs y Crimson Lips vuelven a ponerse de pie; tienen el cuerpo quemado, pero la adrenalina, la rabia y el hambre les impulsan a levantarse. Corren y se lanzan a las rocas.

Nada va como estaba previsto.

Jacob, encima de una roca, está agazapado sobre su FLUN, intentando apretar el gatillo. Pero es inútil: se ha olvidado de quitar el seguro. No ha disparado ni una sola carga, y ésa es una de las razones por las que el plan está fracasando de manera tan estrepitosa. A unos metros, Gaunt–Man ha coronado una roca y está empezando a ir a por Jacob.

—¡Jacob! ¡Lánzame el FLUN! —le pido.

Él se vuelve hacia mí con cara de miedo. Desde el otro lado de las rocas, torpemente se sucede una ráfaga de rayos disparados por el pánico. Se trata de Epap, que está gastando absurdamente todas las cargas del segundo y último FLUN. Con la luz, veo las lágrimas en la cara de Jacob y su expresión de pavor.

—¡Ahora, Jacob! ¡Tíramelo!

Lo arroja en un lanzamiento perfecto. Tenía que serlo. Quito el seguro y disparo un rayo cuando aún estoy forcejeando con el arma. Le da a Gaunt–Man en medio de la nariz. Pero el FLUN está a la mínima potencia. El cazador, atónito, tan sólo cae al suelo de espaldas. Pero vuelve a levantarse y se lanza por Jacob.

Ajusto el arma a la máxima potencia y miro hacia arriba. Gaunt–Man ya casi está encima de su presa. Vuelvo a disparar. El rayo le pasa a un metro de distancia. Se da la vuelta y me dedica un gruñido. Le apunto a los ojos y disparo la última carga. Esta vez le pasa por encima de la cabeza, unos centímetros demasiado arriba. De todos modos, eso lo deja temporalmente ciego. Unos segundos, por lo menos.

—¡Bajad de las rocas! —grito, mientras tiro el FLUN descargado—. ¡Idos todos de ahí! ¡Reunios aquí!

Entonces los veo bajar dando tumbos, con las caras crispadas por el miedo. Epap cae a mi lado, lo agarro del cuello y lo levanto.

—¿Dónde está tu FLUN?

Serio, niega con la cabeza.

Sissy está justo detrás, saltando desde lo alto de las rocas, con las flechas colgando en la espalda, el arco en una mano y, con la otra, haciendo bajar bruscamente a Jacob. Caen todos juntos. Epap y yo vamos a ayudarlo.

Nadie tiene FLUNS.

De inmediato nos batimos en retirada. Epap recoge la lanza que se me ha caído y empezamos a correr.

Los cazadores ya empiezan a saltar desde las rocas. Gaunt–Man aterriza sobre Frilly Dress, que aún está boca abajo, y consigue que el cuerpo flácido amortigüe la caída. Todos los cazadores están heridos, pero su dolor no hace más que aumentar su sed de venganza.

—¡VAMOS, DAVID! ¡TE NECESITAMOS AHORA! —grita Sissy en el aire.

Los cazadores se agachan y empiezan a correr hacia nosotros con unos alaridos que nos perforan los tímpanos.

—¿Dónde está? ¡DAVID! —grita Epap mientras corre en su busca.

—Necesitamos los FLUN —exclamo.

—¡A la mierda los FLUN! —grita Sissy mientras coge una flecha. Me aparta, carga el arco y estira la cuerda más de lo que me parece posible. Se pone a contar, y entonces la suelta. No hace una pausa para ver si ha acertado en el objetivo o para seguir la trayectoria. De inmediato vuelve a cargar y disparar, y así otra vez. Tres flechas surcan el aire hacia los tres cazadores que vienen por nosotros.

Mientras tanto, pienso: «Necesitamos un FLUN. Las flechas no sirven para nada».

La primera le da a Crimson Lips en la pierna. Para mi sorpresa, éste grita de dolor y cae al suelo. Se agarra el muslo con la mitad de la flecha ensartada.

La segunda coge a Abs por la espalda. Se revuelve en el aire, como con una violenta sacudida, y después cae al suelo torpemente, quejándose. La flecha le ha atravesado el cuerpo, y le ha rasgado la espalda por el omóplato.

«¿Cómo lo hace? ¿Cómo pueden tener las flechas una fuerza tan demoledora?»

Entonces caigo en la cuenta de lo que ha hecho. Ha apuntado a los puntos concretos donde los cazadores habían sufrido los insignificantes ataques del FLUN. A la marca empapada en forma de «X» de carne perforada y músculo desintegrándose que ha dejado la descarga. A la clavícula de Abs, y al muslo de Crimson Lips. Las únicas zonas donde una flecha podría causar tanto daño.

En cambio, la tercera va en dirección a la nariz de Gaunt–Man. Pero éste ya ha visto lo que les ha pasado a los otros dos cazadores. Se agacha en el último milisegundo, y la flecha le pasa por encima de la cabeza. Sin perder zancada, se dirige hacia nosotros. Más en concreto, va a por Sissy, en un intento de alcanzarla antes de que vuelva a cargar la flecha.

Y lo va a conseguir, de largo. Sissy es rápida cargando el arco, pero no lo suficiente, ni mucho menos. Gaunt–Man salta encima de nosotros mientras ella está tensando la cuerda. Ella lo ve y se desespera. Sabe que es demasiado tarde. Justo entonces, desde un lado, Epap tira la lanza.

Corta el aire de la noche, es un tiro magnífico desprovisto de vacilaciones que cae justo en la nariz de Gaunt–Man.

El sonido de despachurramiento que se produce es terrible. El cazador echa atrás la cabeza, y le fallan las piernas; queda paralizado, colgando en el aire con el cuerpo paralelo al suelo, y después se estrella. La lanza, que le empala la cara, queda tan ridícula como la nariz de Pinocho.

Agarro a Jacob y a Epap, y empiezo a arrastrarlos hacia atrás. Sissy tan sólo ha conseguido un breve indulto. Ella también lo sabe.

—¡DAVID! —grita—. ¡Te necesitamos ya!

Entonces oímos el sonido de los cascos que golpean el suelo. El carruaje viene chirriando en nuestra dirección.

—¿Por qué has tardado tanto? —le recrimina Epap.

—Por el estúpido caballo —contesta, petrificado al ver a los cazadores que gimen despatarrados por el suelo—. Ha salido en la dirección equivocada. Intentaba escaparse.

—¡Vayámonos, por favor! ¡Vamos! —grita Ben desde el carruaje, con lágrimas en la cara.

—Tranquilo, ahora nos vamos. Todo irá bien —le tranquiliza Epap. Empezamos a apretujamos. Pero algo que no puedo identificar va mal.

—¡Espera! —grito mientras agarro a Epap del hombro y le impido que suba—. ¡Sal!

—¿Qué pasa? —No me mira enfadado, como esperaba, sino con miedo.

Me doy la vuelta mientras intento comprender. Mi mirada se cruza con la de Sissy, que es un reflejo de la mía: la sensación de un peligro inminente, de que nos hemos olvidado de algo…

O de alguien.

—El director —digo, en un susurro.

Me doy la vuelta y miro entre la oscuridad. Nada.

—Que no se mueva nadie —digo en voz baja.

Todos nos quedamos paralizados, sin apenas respirar. Él está ahí, detrás de la pared de tinieblas, observándonos. Lo sé perfectamente. Está esperando a que gastemos todas las armas, a que empleemos toda nuestra energía con los otros cazadores. Observando y esperando que nos agrupemos en el carruaje. Una vez que estemos como ovejas en el corral, vendrá volando para celebrar una orgía desenfrenada. Nos atacará con dientes y garras como salvajes cuchillas, y convertirá el carruaje en un ataúd sangriento.

Sissy también lo sabe. Sin moverse, susurra:

—David, dame el FLUN que te dejamos.

—No funciona. Intenté dispararlo, pero no salió nada.

—El seguro. Gene te explicó cómo quitarlo.

—¿Cómo? No sé hacerlo…

De repente, la cabeza del caballo gira a la izquierda, y la nariz se le hincha del pánico. De la oscuridad sale una forma negra, inquietantemente rápida. El director viene a por nosotros en silencio, corriendo a cuatro patas, recorriendo veinte metros con cada zancada. La velocidad le estira las mejillas y los labios, y deja a la vista sus dientes en lo que parece una sonrisa jovial y enfermiza. Levanta el cuerpo hada mí. Soy su primer objetivo.

Cierro los ojos para morir.

Unos segundos después, sigo vivo. Cuando los abro, está delante de nosotros, a unos diez metros. No nos mira ni a Sissy ni a mí, sino hacia atrás.

Me doy la vuelta. David está de pie en el asiento del conductor. Lo apunta con el FLUN. Detrás de su mano, oculto al director, veo el seguro. Que sigue puesto.

—Está a la máxima potencia —anuncia David con voz firme—. Listo para matar.

El director se rasca la muñeca.

—Un niño que se quiere hacer el héroe. Qué mono.

David hace caso omiso de sus palabras y le dice:

—El FLUN que tiene atado a la espalda. Tírenoslo.

—¿Para qué? No puede haceros daño.

—¡Lánzelo ya! —le ordena David. El miedo dispara sus palabras. Su mirada se desvía hacia las rocas. Las sombras empiezan a levantarse del suelo.

—Ah, entiendo. Te preocupan los otros cazadores.

—No. Sólo usted. Es el único que me preocupa ahora mismo. Y por eso voy a dispararle dentro de tres segundos si no me da el FLUN.

Debe de haber algo convincente en el tono de voz del chico, porque el director le hace caso. El FLUN cae a los pies de Sissy, quien lo recoge.

—¿Y ahora, qué? —pregunta el director. Se pone a estudiar la cara de David—. ¿De verdad vas a matarme? ¿Por qué? Te conozco desde que naciste. Te he visto crecer, desde que eras un dulce bebé. Yo era el que te enviaba todos aquellos regalos por tu cumpleaños: los libros, la tarta… ¿Te acuerdas? ¿En serio vas a…?

—Sí —interrumpe Sissy, y le dispara al pecho.

En una imagen borrosa, el director sale disparado hacia atrás. El rayo no ha hecho más que rozarlo, y le ha producido una quemadura superficial. De todos modos, eso basta para hacer que vaya más lento. Se retira revoloteando en la penumbra.

Sissy nos hace una seña, y todos nos apiñamos rápidamente en el carruaje. Salto al asiento del conductor y tomo las riendas. Ella, a mi lado, con el cuerpo retorcido y vigilando en la oscuridad, tiene el dedo puesto en el gatillo del FLUN.

— ¿Creéis que habéis ganado? —La voz del director resuena en la negrura—. ¿Os pensáis que nos habéis vencido? ¿Vosotros? Apestosos hepers. Miro a Sissy, quien sacude la cabeza; no puede verlo.

—Tan sólo habéis retrasado lo inevitable. Escuchad, ¿lo oís? No se oye más que el viento.

Y entonces lo identifico. Un leve crujido como el de las hojas de otoño pisoteadas. Pero, también, mezclado con el murmullo de las conversaciones y sonidos afilados, como si frotaran limaduras de metal en trozos de cristal. Sissy se vuelve en la dirección del ruido, hacia el lejano Instituto. Horrorizada, se queda boquiabierta.

Un muro de tinieblas se eleva como un tsunami que se aproxima a nosotros.

—Llegan los respetables ciudadanos —se burla el director—. Todos los invitados, el personal, y los medios de comunicación. Cientos de individuos. Alguien desactivó el cierre. Una vez se dieron cuenta, no hubo manera de frenar a las personas ejemplares. No se las puede contener. Sólo me queda esperar superarlos, junto con los cazadores, empleando los accesorios para sacar ventaja. Ay…

Entonces su voz se marchita. Ahora se oyen más sonidos a lo lejos: gritos y chillidos de deseo.

—Madre mía, ¿os imagináis la locura que será esto cuando se den cuenta de que todos y cada uno de los hepers seguís vivos?

Tomo las riendas y sacudo al caballo. Vamos hacia delante. A la única opción que nos queda. La barca. Si es que existe.

«Lo siento, Ashley June. Lo siento…»

—¡Ya llegan! —grita el director, y su voz nos sigue mientras empezamos a volar por las llanuras—. ¡Ya llegan, ya llegan, ya llegan, ya…!

Apenas rozamos el inhóspito terreno, el caballo cabalga más rápido que nunca. Aunque antes parecía moverse con gracia y ahora lo hace a trompicones, desesperadamente, presa del pánico. La fatiga se hace más evidente a medida que pasa el tiempo.

La pared de polvo que nos perseguía se ha disipado ligeramente. Aun así, lo que provoca la sensación de desaparición es la profunda oscuridad, y no la distancia, que va en aumento. El volumen de los gruñidos y los gritos sólo se ha multiplicado. Ahora tengo a Ashley June sentada a mi lado, mirando el plano. Hace rato que se ha ido la luz del sol, y el mapa se esfuma en la página, los colores se desvanecen en el vacío. Recorre con los dedos un camino sobre el diario, mientras busca con la cabeza los puntos de referencia.

—¡Debemos ir más rápido! —me grita al oído.

El corte de la mano me sigue sangrando. Hago lo que puedo para cortarlo. Aprieto un trozo de ropa sobre la herida, pero es complicado hacerlo mientras intento conducir un caballo.

Siento unos dedos en la mano. Me quitan el trozo de tela. Es ella, que lo dobla y vuelve a aplicar presión.

—Tienes que dejar de sangrar.

—No pasa nada. No me duele demasiado. Entonces me aprieta encima un poco más.

—Lo que me preocupa no es el dolor, sino el rastro que va dejando tu sangre.

Me quito la tela.

—No te agobies por cortar la hemorragia. Pueden vernos perfectamente bien a oscuras.

Mira atrás unos segundos y, cuando se vuelve, tiene la inquietud grabada en el rostro. No me hace falta preguntarle. El sonido de la masa a la carga se oye cada vez más nítido.

—El mapa se ha quedado en blanco —me explica, desanimada.

—Tranquila —le digo con los ojos concentrados al frente—. No lo necesitamos. Sólo tenemos que seguir recto, y llegaremos al río. Luego seguiremos su curso hacia el norte y, al cabo de poco, encontraremos la barca. Es así de simple.

—Así de simple —repite, mientras niega con la cabeza—. Eso es lo que dijiste sobre tu plan contra los cazadores. Y entonces fue una catástrofe. Pensaba que habías dicho que sólo habría tres, no cinco.

—Todos vosotros me asegurasteis que podíais utilizar los FLUN. Pero la realidad es que Epap, dominado por el miedo, ha disparado todas las cargas en cinco segundos. Luego está Jacob, que ni siquiera ha disparado un solo tiro.

¿Cuántas veces más podría haber dicho «No os olvidéis de quitar el seguro»?

Ella esconde la cara y me doy cuenta de que se muerde la lengua. Unos minutos después le digo:

—Gracias por no abandonarme. Por haberos quedado a luchar conmigo.

—Nosotros no hacemos eso.

—¿El qué?

—Abandonar a los nuestros. No somos así.

—Epap decía…

—Pura palabrería. Le conozco lo suficientemente bien como para saberlo. No abandonamos a los nuestros.

Sus palabras me calan hondo. Ahora me toca quedarme en silencio.

Pienso en Ashley June, sola en la celda. Después oigo al director con su voz acusadora: «No como usted, que huyó como una ardilla y la dejó completamente sola».

Sacudo las riendas para coger más velocidad. El caballo sigue deslomándose, resoplando. El sudor le brilla por todo el cuerpo.

Un lamento estalla en el cielo. Muy fuerte, muy cerca, muy rápido. Entonces lo empiezo a notar. Son gotas de lluvia que me caen en las mejillas. Miro arriba, horrorizado. Se ven unos nubarrones, negros como boca de lobo, hinchados y protuberantes. El agua suavizará la tierra, y para el caballo será como patinar.

A Sissy también le han caído gotas. Se vuelve y clava los ojos en mí. Es como si me preguntara: «¿Lo has notado?». Mi silencio es lo suficientemente elocuente; ella se muerde el labio inferior.

Entonces se pone de pie en el banco. El caballo sigue al galope, y el carruaje todavía da traqueteos. El viento le echa atrás la ropa, que revolotea de manera enfurecida. La lluvia empieza a caer a conciencia, y le golpea brazos, cuello, cara y piernas como estrellas en miniatura.

—¡Allí! —grita. Su largo brazo, musculoso y agrietado como una estatua de bronce, señala directamente delante de nosotros—. ¡Lo veo, Gene! Lo veo. ¡El río! ¡El dichoso río!

—¿Y la barca? ¿La ves?

—¡No! —grita mientras vuelve a sentarse—, pero sólo es cuestión de tiempo.

Detrás, el retumbo atronador en el suelo, los gruñidos y los silbidos cada vez se oyen más. Mucho más cerca. Echo un vistazo. Pero no veo nada, sólo oscuridad. «Es sólo cuestión de tiempo.» Sissy tiene razón. Pase lo que pase, ya es sólo una cuestión de tiempo.

El río es una maravilla. Hasta con el traqueteo del carruaje y el clamor de la masa que nos persigue, oímos a lo lejos su amable borboteo, profundo y sonoro. Cuando llegamos, minutos más tarde, su tamaño nos sorprende al principio. Un ancho masculino separa las orillas, por lo menos hay doscientos metros. Aun así, hasta debajo de un cielo cubierto de nubarrones, el río parece ligero y femenino, lleno de destellos como luciérnagas. El agua fluye como placas ondulantes de una lisa armadura.

El caballo ha reducido la marcha considerablemente. Respira cansado incluso cuando da una zancada más corta. Varias veces se acerca demasiado a la orilla del río antes de corregirse él mismo. Lo he forzado demasiado. Reduce el trote y, después, se detiene. Sacudo las riendas, pero sé que es en vano. El caballo necesita descansar.

— ¡¿Por qué paramos?! —grita Epap desde el interior. Como nadie responde, salta afuera—. ¿Qué pasa? No podemos permitirnos parar.

—Lo que no podemos permitirnos es no parar —le contesto—. Este caballo está a punto de morir. Sólo un minuto. Deja que recupere el aliento.

—No disponemos de un minuto. ¡En ese lapso de tiempo los tendremos encima! —Ahora señala hacia la oscuridad, desde donde llegan los chirridos de excitación.

No le hago caso, porque tiene razón, y vuelvo al asiento. El caballo sacude los músculos de la pata cuando lo toco.

—Buen caballo, buen caballo. Te he hecho trabajar mucho, ¿verdad?

Epap da media vuelta y hace gestos de incredulidad.

—¿Os podéis creer lo que hace este tío? ¿En un momento como éste intenta susurrarle al caballo? Sissy, ¿adonde vas?

Ella corre hacia al río. Se agacha en la orilla y vuelve con un cuenco lleno de agua. El caballo hunde el hocico, y sorbe el contenido con torpeza. Menos de cinco segundos después, lo ha terminado y relincha pidiendo más.

Sissy le acaricia la cabeza.

—Ojalá pudiera darte más, pero no hay tiempo. Tú sigue, encuéntranos la barca, y te prometo que tendrás toda el agua que quieras. Pero encuéntrala. Rápido. ¡Rápido!

Las últimas palabras llegan como un rugido mientras le da golpes en el lomo. Entonces el animal pestañea, relincha y se lanza hacia delante. Todos saltamos al carruaje. El caballo reemprende la marcha.

Desde atrás, el ruido ruge cada vez con más fuerza. La lluvia no da tregua.

Avanzamos con esfuerzo. La tierra está empapada; parece una esponja chupando las ruedas del carruaje y los cascos del caballo. Incluso el viento vigoroso va en nuestra contra, tan fiero como un vendaval; nos empuja y devuelve el olor hacia las hordas que nos acechan, lo que las excita más. El agua que cae no nos deja ver.

Entonces la oscuridad, que satura el aire, hace que el caballo se difumine entre la noche. Las únicas pruebas de su presencia ahí son su respiración trabajosa y el movimiento del carruaje.

Sissy se ha quedado en silencio. En las miradas rápidas que le echo, alcanzo a ver sus labios, apretados, y sus ojos, entreabiertos por la lluvia. Tiene mechones de pelo pegados a la frente, como si le cortaran la cara en diagonal. Un aullido resuena por las llanuras, tan cerca que nos desconcierta. Ella me mira, y yo asiento.

Me agarra el FLUN que llevo a la espalda y sujeta firmemente el que tiene en la mano.

Se oye un gruñido, al que se unen en una barahúnda de rugidos y crujidos de mandíbula. Pero no desde atrás, sino al lado.

Sissy quita el seguro.

El trueno retumba como una profunda reverberación por el cielo. Miro arriba, de repente con esperanza.

Explota un aullido cargado de disgusto.

Entonces estalla un relámpago, un fortísimo y cruel destello. Al momento ilumina la tierra en blanco y negro. Las montañas del este muestran negras fisuras, el río se refleja como plata fundida. Echo la vista atrás con rapidez y, en ese milisegundo antes de que la tierra vuelva a sumergirse en la oscuridad, los veo: una cantidad infinita que avanza hacia nosotros, tumbados de momento como cartas en el suelo, escondiéndose del relámpago. Pero son muchos. Y están muy cerca. A tiro de piedra. Los ojos y los colmillos les relucen.

Explota un violento estampido de trueno que hace temblar la tierra. Se va retumbando, y deja detrás una estela de gritos agónicos y rabiosos. Todos se han quedado ciegos. Por el relámpago. Eso nos dará un minuto, seguramente.

—¡¿Lo has visto?! —me grita Sissy mientras me sujeta fuerte del brazo—. ¡¿Lo has visto?!

—Sí, sí, pero no te preocupes…

—¡La barca! —chilla mientras salta—. ¡La he visto! ¡La he visto! ¡Está ahí, en serio! —Se da la vuelta y les grita al resto—: ¡He visto la barca, está justo…!

De golpe, el carruaje topa con un bache en el barro: las ruedas se hunden en el fango y quedan atrapadas. Sissy sale volando por los aires y desaparece en medio de la noche. Yo también salto del asiento, pero doy con los pies en la barandilla y corto la trayectoria. Caigo en la espalda del caballo, que está mojado y sudado.

Todo el mundo da vueltas mientras intento recobrarme. ¿Arriba, abajo, izquierda, derecha, norte, sur? Todo se ha mezclado. Oigo a un niño que llora a mi derecha: es Ben. Corro hacia él y lo levanto del barro. Como yo, ha quedado totalmente enfangado.

—¡Ben! ¡No pasa nada! ¿Te has hecho daño? ¿Te has roto algo?

Los gruñidos y los dientes que rechinan se oyen cada vez más cerca. Ben no dice nada, pero me mira y niega con la cabeza. Lo levanto.

—Tenemos que movernos. ¡Sissy! ¿Dónde estás?

Un breve relámpago ilumina el paisaje. Dura muy poco como para poder ver a los hepers, que se están levantando del suelo. Menos Sissy, que está un poco más lejos, aún tumbada sobre el barro. Corro hacia ella mientras un trueno sacude el cielo.

—¡Debes levantarte! Tenemos que movernos. —Está grogui, pero consigo ponerla en pie—. ¡Sissy! —Entonces abre los ojos. El pánico consigue borrar el aturdimiento.

—¿Dónde están los demás? ¿Están bien?

—Sí, tenemos que irnos. Señálanos dónde está el bote.

—¡No! ¡Los FLUN! ¡Los necesitamos!

—¡No hay tiempo! ¡Ya están aquí!

—No sobreviviremos sin…

Los aullidos de hiena suenan como risas muy cerca de nosotros. Puedo oír cada entonación, y la babeante humedad entre cada sílaba.

— ¡Sissy! ¡Escúchame! —grito señalando al resto de hepers—. Ellos no me van a hacer caso. Sólo a ti. Haz que corran al bote. Hazles…

Una serie de relámpagos iluminan el cielo y la tierra mojada. La veo. Veo la barca, felizmente cerca, a unos cien metros. Sin embargo, también veo a la gran masa.

Ya los tenemos encima. Incluso en ese breve destello, vislumbro sus pálidas y relucientes figuras que saltan en nuestra dirección a una velocidad escalofriante, como si jugaran a lanzar la piedra.

Mientras dura el relámpago, se tiran al suelo, como las púas de un puercoespín que se escondiera, aullando de rabia.

—¡Ahora, Sissy!

Pero ella ya está corriendo y reuniendo a los demás, metiéndoles prisa. Los sigo a la carrera, con el suelo fangoso chapoteando debajo. El barro me succiona los zapatos con empeño, como en un beso mortal, y hace que mi velocidad se convierta en un movimiento a cámara lenta.

Vuelve la oscuridad. Entonces, se suceden los truenos. La lluvia vuelve a caer sobre nosotros como gritos astillosos de deseo.

Ya vienen.

Oigo pisadas en el barro por detrás. Susurros, susurros y más susurros que me soplan en la nuca.

—¡Santo Dios! —grito. Hacía años que no pronunciaba estas palabras. Se las solía decir todas las noches a mi madre, que me miraba con generosidad mientras me cogía las manos. Son palabras olvidadas, incrustadas tan dentro de mí que sólo una pala de terror extremo puede desenterrarlas—. ¡Santo Dios!

No es un solo relámpago el que ilumina el cielo, sino una red de destellos cruzados que desgarran la cúpula celeste. Hay tanta luz (incluso yo me quedo ciego por un momento) que todo el paisaje se tiñe de un blanco imposible. Pero no dejo de correr, ni siquiera cuando cierro los ojos. Porque sigo viendo la barca, el negativo de su imagen, en blanco y negro, grabado a fuego en mis ojos cerrados.

—¡No paréis! ¡Seguid! —los animo, incluso cuando los aullidos de angustia y dolor estallan a nuestro alrededor. Cuando abro los ojos, me encuentro en el muelle—. ¡Allí! —chillo, antes de ver que se me han adelantado, y sus pisadas huecas resuenan por las tablas de madera. Corro tras ellos, que ya están saltando a la barca. Epap está a punto de levar anclas, y Sissy maneja una vara para alejarse de la orilla.

Como soy el último en llegar, soy el único que ve lo que ocurre. Algo que va terriblemente mal.

Me doy la vuelta, intentando ver más allá del muelle. Está demasiado oscuro.

—¡Sube! —me grita Epap—. ¿A qué esperas? Flexiono las rodillas para saltar y paro.

—¡Sube!

Me quedo paralizado, incapaz de mover las piernas. Vuelvo a darme la vuelta. El muelle sigue vacío.

Los aullidos de angustia empiezan a aumentar. Pronto volverán a estar en pie. Pisándonos los talones en cuestión de segundos.

—Empezad sin mí. ¡Ya os alcanzaré!

—No, Gene. Deja el caballo, no seas tonto… Pero yo ya estoy corriendo en esa dirección.

Pequeños destellos de relámpagos, secuelas del apocalipsis anterior, barren el cielo. Lo suficiente para mantenerlos a distancia unos segundos más, para darme la luz que necesito para ver.

Ahí. Delante del carruaje. No el caballo, sino Ben.

Está moviendo las riendas como loco, intentando soltar al animal, con la cabeza cubierta de barro excepto en las zonas donde le han caído las lágrimas y la lluvia. Tiene la boca abierta y se le escapan extraños sonidos al azar: «Ahh, ahh, no, no, por favor, argh».

Lo agarro del pecho y lo subo a mis hombros mientras doy la vuelta para volver corriendo al muelle. Mientras tanto, Ben deshace el último nudo y el caballo se libera. Tiene los ojos abultados del miedo; está listo para salir a la estampida. Entonces tengo una idea. Agarro las riendas antes de que pueda huir.

Oigo a mí alrededor el chapoteo del barro y los gemidos de deseo. Lanzo a Ben a lomos del caballo.

Se suceden unos gritos que perforan los tímpanos. Ya están saltando detrás de mí, para darme alcance.

Flexiono la pierna, a punto de montar. Pero, de pronto, la bestia sale disparada en medio de la oscuridad y me deja atrás. Veo a Ben que se agarra de su cuello desesperadamente, y después ambos desaparecen entre las tinieblas a toda prisa.

Cojo el FLUN que llevo atado y le quito el seguro. Un grito primario invade el aire.

Empiezo a correr, con las manos en el FLUN, y la cabeza alerta mirando atrás. «No te desorientes, no pierdas el rumbo.» Me acerco a la orilla del río a mi derecha.

«Sé rápido.»

Lanzo una furtiva mirada hacia atrás.

Las formas oscuras se mueven arriba y abajo como flotadores en una piscina; una ola viene hacia mí. Otra sombra corre gritando en mi dirección. Su cuerpo desnudo brilla como el mármol húmedo, y sus colmillos parecen un halo de luz. El rayo lo alcanza en el estómago, da una vuelta en el aire y cae justo a mis pies, apretando los ojos del dolor, con un grito insoportable. Siento que me agarra del tobillo con sus dedos larguiruchos y noto su aliento cálido en la espinilla.

—Ja —grito mientras me fuerzo a girar las piernas y empezar a correr. Un silbido a mi izquierda. Me vuelvo…

Y me agacho. Una forma vuela hacia mí y cae sobre sus pies. Da vueltas. Ya me tiene, me agarra del cuello con la boca abierta. Veo los colmillos y después el oscuro pozo al final. Si fallo, mi carne, mi sangre, mis huesos desaparecerán en ese abismo.

El rayo le da justo en la boca, en toda la garganta. No grita: no puede. Tiro el FLUN, que ya está totalmente agotado. Y vuelvo a correr, con el muelle de nuevo en mi horizonte.

Una oleada de enemigos se cuela en mi campo visual por la izquierda. Delante de mí. Me han cortado el camino. La mitad va a toda prisa por el muelle, en dirección a la barca, y el resto viene a por mí. Estoy acorralado: delante, detrás y a mi izquierda. Están por todas partes.

Menos en el río.

Me apresuro a llegar a la orilla. Los que tenía detrás están ahora a la derecha, y me rodean con empeño feroz.

Estoy a treinta metros.

Empiezan a dejarse ver por la derecha, como las aguas de un dique roto, a cien metros.

Veinte metros más. Se me doblan las rodillas.

Entonces, todo termina. Así, tal cual: me han arrinconado. Veo a unos cuantos delante, bordeando la orilla, agazapados, preparándose para abalanzarse sobre mí.

Sin embargo, no me detengo. Ni siquiera cuando me caen las lágrimas, las piernas amenazan con desplomarse y mis pulmones explotan; yo no paro. No moriré de pie. Ni de rodillas. Moriré luchando y corriendo. Les plantaré cara. Una repentina ola de rabia crece en mi interior; con más luz y calor que el relámpago que recorrió el cielo, un rayo de energía que me recarga el cuerpo.

«No te olvides nunca.» Oigo con claridad la voz de Ashley June.

«No te olvides nunca de quién eres.» La voz de mi padre, profunda y solemne.

Grito, y voy zumbando en su dirección. Ellos cargan contra mí.

Entonces salto en el aire, más alto que nunca, y los dejo atrás, volando hacia el río. Las aguas se apresuran a recibirme.

—¡EL ESTILO PROHIBIDO! —grito.

Después me encuentro en el río, y el agua está sorprendentemente templada. La calma que encuentro allí supone un descanso momentáneo pero maravilloso de los aullidos y los gritos. Tan sólo oigo burbujas y una agitación de fondo. Luego, el sonido incesante del salpicar. Saltan a por mí.

Extiendo el brazo, lo estiro con elegancia y lo sumerjo. Siento la propulsión de mi cuerpo, cómo me pasa el agua por la cabeza. Después empiezo a mover las piernas, estirando el otro brazo y sumergiéndolo. Como siempre he querido nadar, como siempre lo he sentido. Levanto un momento la cabeza: ya están en el río, pero son inofensivos. En este medio, ellos son como un perro, y yo, el veloz delfín.

La barca se ha separado del muelle y, a salvo, navega aguas abajo por el centro del río. El muelle está abarrotado de gente que silba y gruñe de la rabia. Veo cómo Epap y Jacob manejan las varas, y se alejan a buen ritmo.

Intento llamarlos, pero con todo el jaleo y la lluvia no me oyen. Aunque grito con todas mis fuerzas, el viento aleja mi voz del bote y de los hepers. Sigo dando rápidas brazadas; aun así, la barca, que ha cogido el rumbo mejor que yo, es más veloz y se separa de mí mientras noto un bajón de energía. Siento el cuerpo increíblemente pesado. Los brazos y las piernas parecen cargados de un fluido opresivo. Mis pulmones son incapaces de coger aire.

— ¡Eh! ¡Esperad!

Me doy cuenta de que es mi ropa empapada, que actúa como peso muerto. Sin embargo, no puedo quitármela, ya que no puedo nadar y desnudarme al mismo tiempo. Así que continúo con esfuerzo, concentrándome en poner un brazo después del otro, dando las brazadas más fuertes que puedo. Sin embargo, por más que lo intente, la barca está cada vez más lejos.

Me abandonan. Los hepers.

Me doy la vuelta y me quedo de espaldas, flotando. Estoy demasiado cansado. Las gotas de lluvia me caen en la cara. Por último, comprendo lo que significa que te descarten. Lo he sentido durante toda mi vida, pero ahora sé lo que es.

Una vez Ashley June me describió la tentación que tuvo de pincharse un dedo en el patio del colegio. Para que llegara el final, para rendirse. Sería tan fácil ahora… Cerrar los ojos, dejar que mi cuerpo vaya a la deriva y que vengan por mí. Sucumbir por fin. Con tantos, el final sería rápido.

No obstante, permitir que todo termine significaría descartar a la única persona que se negó a hacerlo. Ashley June.

Me doy la vuelta y me fuerzo a dar brazadas. Carecen de fuerza, siento los brazos como montones de barro chapoteando en el agua. Empiezo a hundirme.

Entonces oigo el sonido del agua que salpica detrás de mí.

Unas manos me agarran por la espalda y me dan la vuelta. Un brazo me sujeta por el pecho, sale una cara desde abajo y se aprieta contra la mía.

—Ya te tengo, sólo tienes que flotar. Ya te tengo.

En mi estado de fatiga, creo que es Ashley June con su voz susurrante, que escupe agua a la altura de mi nuca y oído, con su respiración grave y cálida. Quiero preguntarle cómo escapó del pozo, cómo ha llegado tan rápido…

Entonces me arrastran como una red de pesca hasta la barca. Me colocan en el centro, y todos me miran preocupados. David. Jacob. Un cuerpo, mojado y negro como el de una foca, se deja caer a mi lado.

Sissy.

—Ponedlo de lado —les ordena, escupiendo agua.

Siento la madera, lisa y desgastada, presionándome un lado de la cara y los suaves golpes del agua en la parte inferior de la barca. Me incorporo y me siento.

La embarcación no es más que una balsa con un nombre más pomposo, pero es amplia y resistente. En el centro está la cabina, poco más que un montón de madera. Al fondo, Epap y Jacob siguen manejando las varas, conduciendo la barca aguas abajo, lejos de la orilla. Por fin veo a Ben, que está sentado cogiéndose las rodillas. Me mira y, en medio de la cara llena de lágrimas, se le forma una sonrisa. Señala el fondo de la cabina y cuando oigo un relincho, seguido del ruido hueco de los cascos sobre la madera, comprendo lo que ha pasado.

Durante toda la noche nos persiguen centenares de ellos por la orilla del río, gruñendo con el odio de aquellos que han sido engañados e injustamente desfavorecidos. Es una noche interminable, impregnada por la lluvia, la oscuridad y el sonido incesante de sus gritos primarios. Al final deja de llover y las nubes se disipan. Salen la luna y las estrellas, que brillan de manera enfermiza sobre los cientos de personas que se amontonan en la orilla con los ojos fuera de las órbitas por el deseo, incluso en estos momentos. La luz de la luna los enfurece, pero se quedan con nosotros, se niegan a darse por vencidos. Como siempre, el cielo nocturno termina clareando, y un atisbo de gris se cuela en la negrura. Poco a poco, se van. Al principio sólo unos pocos, pero luego, tras un aullido colectivo que dura más de un minuto y está cargado de rabia por el deseo no consumado, los demás, como si fueran uno solo, dan media vuelta y salen corriendo. Vuelven al Instituto, a la oscuridad enclaustrada de sus paredes.

Decidimos hacer turnos durante el día: dos de nosotros en las varas, y otro, vigilando. Cuando no nos toca ninguna de las dos tareas, dormimos (o eso se supone) en la cabina, una estructura de madera que parece una barraca abierta por delante.

Me dejan tomarme libre el primer turno, pero estoy demasiado acelerado como para dormir. Me paso el tiempo mojando la camisa en el agua y dejando que el caballo la chupe. Como los demás, sigo sin quitarles ojo a las Vastas, por si hay movimiento, aunque sé que el calor y el sol son suficiente protección. Una hora más tarde, se me cansan las piernas y me tumbo. El sueño revolotea como una mariposa con una sola ala: de manera ligera y errática.

Cuando me despierto, ya es por la tarde. Me han dejado dormir dos turnos. Ben y Epap roncan a mi lado; el pequeño murmura cosas incoherentes. Sissy está al frente, en el turno de vigilancia, y me uno a ella.

—Volverán esta noche —me dice. Asiento con la cabeza.

—Y mañana por la noche. Y al día siguiente, quizá.

Se pasa el brazo por la nariz.

—Más vale que este río continúe. Si hoy llegamos al final, mañana… No hace falta que termine la frase.

Durante un rato nos quedamos callados.

—¿Dejarán de perseguirnos?

—No. —Miro a las montañas del este—. Mientras sepan que estamos aquí, seguirán viniendo. No pararán. Construirán refugios para el día y los utilizarán para cobijarse hasta que acaben por llegar hasta nosotros.

Toma un sorbo de la taza y mira hacia las llanuras.

—Podemos parar de día para buscar comida. Si vemos alguna presa, podemos cazarla. Necesitamos comer.

—¿Tenemos armas?

—David cogió una lanza. Es todo lo que tenemos.

—Todo lo que tuvimos tiempo de coger —corrijo yo.

—Podríamos haberlo hecho mejor. Por lo menos yo. No cogí absolutamente nada. Hasta Jacob agarró algo: la bolsa de Epap. No es que haya gran cosa dentro, sólo algo de ropa y su cuaderno, pero algo es algo.

—Fue una locura —digo con suavidad—. No hubo tiempo para nada.

El agua choca contra un lado de la barca con golpes rítmicos. Ella se mira las manos, y arrastra un poco los pies.

—Gracias por volver para buscar a Ben —me dice, y después se va al fondo del bote.

Regresan cuando cae la noche. Esta vez son más, y vienen hambrientos y cargados de un odio que no creía posible. Los más valientes y famélicos atraviesan el río nadando para colocarse en la otra orilla. Permanecemos despiertos toda la noche, alerta y asustados. Me preocupa que el río se estreche o incluso que termine. Pero no lo hace; por lo menos, no esta noche. Los alaridos cesan cuando la luna baja y el cielo empieza a iluminarse. Uno por uno, después en un grito colectivo, dan la vuelta y se van.

Sale el sol y el paisaje cambia completamente de la noche a la mañana. En lugar de los adustos sedimentos marrones del desierto, se introducen franjas verdes de hierba en el lugar. Al mediodía, se ha convertido en un rico pasto verde, con narcisos y rododendros esparcidos aquí y allá. Se amontonan grandes árboles, e incluso vemos un par de perros de las praderas. Atracamos. El caballo es el que más agradece el cambio, y sale tan rápido al galope, hacia el pasto verde, que creemos que se ha ido definitivamente. Pero sólo tiene hambre. Se queda cerca de nosotros todo el tiempo, masticando hierba. Cuando nos vamos una hora después —pues todos tenemos ganas de poner distancia, por tentador que parezca el lugar—, el caballo relincha y vuelve al galope hasta la barca.

Esta noche regresan varias horas después del anochecer. Ahora tardan mucho más en alcanzarnos. Además, el grupo se ha reducido, y ya sólo vienen los más jóvenes y los que están más en forma, que no son más de doce. Sólo se quedan un par de horas hasta que se ven obligados a desparecer en la oscuridad, horas antes del alba, cuando la luna y las estrellas siguen brillando.

Estoy en el turno de vigilancia cuando sale el sol. Es de un naranja apagado, tan tenue que puedo mirarlo directamente, y empieza a salir por las montañas del este.

—¿Ya está? —me pregunta Ben con ojos soñolientos—. ¿Volverán? ¿Es la última vez que los vemos?

«Sí, es la última vez», estoy a punto de decirle. Sin embargo, no me he olvidado, ni siquiera ahora, de que, lejos del alcance del sol y del fluir animado del agua, hay una chica que una vez tomó mi mano entre las suyas, y que está esperándome.

—¿Es la última vez? —insiste.

Aparto la vista, incapaz de responder.

Esa tarde volvemos a atracar. David ha visto un conejo; en efecto, diez minutos después de haber salido a la caza, vuelve corriendo con un conejo gordo y gris. Sonríe satisfecho y lo sostiene como un trofeo. Sissy mira en dirección al sol, y nos dice que hay tiempo. Hagamos una hoguera y démonos un banquete hoy. Ben salta de alegría. Su voz se oye por toda la pradera.

Todo el mundo se pone a trabajar. Sissy y David despellejan al animal. Ben y Jacob salen a buscar leña, pero no hay mucho que encontrar. Sólo un poco de hierba seca y unas ramas. Epap frota con furia dos ramas intentando conseguir una chispa. Yo doy vueltas tratando de parecer ocupado. Se habla de desmontar en piezas la barca, pero pronto se descarta la idea.

—Mi cuaderno de dibujo —sugiere Epap—. Podemos quemarlo, página por página.

—¿Estás seguro? —le pregunta David.

—Sí, no pasa nada —contesta mientras se levanta.

—Ya lo voy a buscar yo —me ofrezco, intentando ayudar en algo—. En tu bolsa, ¿verdad? —Salgo corriendo antes de que pueda decir nada.

Está en un rincón de la cabina. Quito la correa y abro la solapa. Es un cuaderno grande. La cubierta de cuero está gastada porque es vieja; tengo que doblarlo para sacarlo de la bolsa. Una ráfaga de viento hace pasar las páginas, y lo deja abierto en un dibujo del Domo. Me lo llevo. Dibuja bien, eso debo admitirlo; los trazos son definidos y expresivos. Voy pasando páginas. Casi todo son retratos de los hepers, uno en cada página, con los nombres arriba. David. Jacob. Ben. Sissy. La mayoría son de la chica. Mientras cocina, lee un libro, corre con una lanza o lava ropa en el estanque. Dormida en la cama con los ojos cerrados y expresión dulce y tranquila. Entonces empiezo a pasar hacia atrás, retrocediendo en el tiempo. En los dibujos, se ven cada vez más jóvenes.

—Venga, Gene, ¡¿por qué tardas tanto?! —grita Epap desde lejos.

—Ya voy. —Vuelvo la página. Estoy a punto de cerrar el cuaderno, pero de pronto algo me llama la atención.

Un nombre distinto en la parte superior, que dice: «El científico». Miro el dibujo…

…y el libro se me cae de las manos.

Se trata de mi padre.