Al principio no hay nadie particularmente alarmado cuando Beefy no se presenta a desayunar. Todos estamos al corriente de su dificultad para despertarse, de la que su escolta se había quejado a menudo. Sólo después de que recojan las mesas y nos vayamos a la sala de conferencias, se apresuran por enviar a un empleado hasta su habitación.
Cunde la sorpresa cuando se difunde la noticia de su desaparición, pero nadie siente lastima. Para entonces ya estamos en la sala, escuchando a un empleado de rango superior que habla con voz monótona sobre las condiciones meteorológicas que se avecinan (fuertes lluvias y viento) y cómo pueden afectar la Caza dentro de dos noches, cuando, de repente, entra uno de los subordinados. Le susurra algo al oído, y el superior se levanta y sale, dejando al otro en el atril.
―Ha desaparecido uno de los cazadores ―nos anuncia. Hace una pausa porque no sabe cómo continuar―. En estos momentos nuestros equipos están peinando el edificio para encontrarlo. Otro grupo está inspeccionando fuera. Existe la posibilidad de que se trate de una desaparición por luz solar.
Pero no hay motivo de preocupación.
No es que nadie esté lo que se dice afligido. Nadie llora por él; para el resto de nosotros, esto sólo significa que habrá menos rivales. Sin embargo, tampoco es motivo de júbilo: Beefy nunca fue un rival importante. Si se hubiera tratado de Phys–Ed o Abs, en estos momentos habría una celebración por todo lo alto.
―Siento comunicarles esto ―continúa―, pero, con todo el personal ocupado en estos momentos en la búsqueda del desaparecido, las conferencias de hoy se cancelan. Son libres de hacer lo que les apetezca. Recuerden que la gala empieza dentro de tres horas, a medianoche. Les surgiero que dediquen este tiempo en un sueño reparador. Seguro que quieren tener un aspecto resplandeciente para las cámaras y los invitados.
Cuando nos estamos yendo, Gaunt–Man viene hacia mí.
―¿Has visto las conferencias que han cancelado? ―Se inclina para leer el folleto que tiene en la mano―. “Sacar provecho de la fauna y flora de las Vastas” y “Las tendencias sociológicas heper en un entorno dominado por el miedo: cómo beneficiarse”. ¿Recuerdas cuando te dije que todo esto era una estupidez? ¿Qué las conferencias, el asesoramiento e incluso la Caza son puro teatro?
Asiento con la cabeza, asegurándome de ocultar mi irritación. Yo me quiero ir, pero él se ha colocado firmemente delante de mí sin la menor intención de dejarme escapar. Una vez se suelta, tiene cuerda para rato. Desde el otro lado de la sala, Ashley June me lanza una mirada cómplice. Se apoya en la pared a esperarme.
―¿Necesitas más pruebas? ―me pregunta―. A juzgar por la facilidad con que han cancelado las conferencias, están admitiendo que todo es una farsa. En un abrir y cerrar de ojos. Es todo una broma. ―Saca la lengua, húmeda y aceitosa, para hidratarse los labrios―. Soltad ya a los hepers. Dejádnoslos a nosotros ya.
―¿Qué crees que le pasó? ―digo, tratando de cambiar de tema.
―¿Al grandote? Es idiota. Me intentaba imitar. Salió para demostrar tanto ingenio y determinación como los míos. Quería su momento de fama también. Pero vaya imbécil. Seguramente se puso la loción para bloquear el sol, pensando que le serviría. Para mí, los equipos de búsqueda deberían empezar a buscarlo fuera, o por lo menos lo que queda de él, en algún lugar del tramo que hay entre el Instituto y el Domo.
―Quizá ―respondo con evasivas. Entonces hago una pausa, esperando a que se vaya, pero no lo hace―. ¿Qué te hacen llevar? ―Ha demostrado tanto desprecio por el acontecimiento que sacar cualquier tema que esté relacionado con él conseguirá ahuyentarlo.
―¿Para la gala? ―refunfuña―. Un esmoquin clásico y aburrido que parece que vaya diciendo a gritos “viejo insignificante”. ¿Y a ti? Me imagino que algo bien llamativo.
―¿Por qué dices eso?
―¿Has escuchado algo de lo que te he dicho? ―pregunta irritado―. Esto es un espectáculo pensado para el público, así que, evidentemente, van a poner en primera fila a los cazadores atractivos. Eso te incluye a ti, guapito; seguro que te han dando un traje bien elegante.
―Qué va. ―Pero tiene razón. Mi traje, un Súper 220 de hilo con la entrepierna de piel de tiburón, me quedaba como un guante cuando me lo hicieron probar anoche.
―Fuera eres uno de los más populares. Parece que le gustas mucho a la gente. Los índices de audiencia suben como la espuma cada vez que te dedican un programa. Al menos, eso es lo que se dice en la calle. Todo el mundo quiere que la guapa y tú os liéis.
―¿La guapa?
―La de allí ―me dice señalando a Ashley June, que sigue esperándome―. Y no sólo para la caza. Para la gala también. Quieren que desfiléis por la alfombra roja juntos, que bailéis, que compartáis una velada intima y romántica. Todo sea por la masa de espectadores, por supuesto.
―¿De dónde sacas todo esto?
―Tengo mis fuentes. Bueno, ¿qué plan tienes para la caza? ―Su voz adopta un tono más tenso. Ahora ya sé por qué se me ha acercado, para hablar de esto―. Venga, dime en qué consiste tu plan.
―Bueno, ya sabes, ir con ella.
―Sí, eso ya lo sé. Todos sabemos lo de vuestra alianza incluso antes que tú lo supieras, pero cuentame los detalles ¿Qué plan tenéis? ¿Coger un atajo y hacer que os persigamos? ¿Empezar con el grupo y superarnos de manera gradual aumentando el paso?
―Bueno, ya sabes…
―¿Separar en dos el grupo de hepers para aplicar la táctica de “divide y vencerás”? ¿Mantenerlos juntos y fomentar la histeria grupal?
―La verdad es que ahora no me puedo entretener en eso.
Se queda callado, como si estuviera pensando en lo que acabo de decirle.
―Dime ―susurra―, ¿tenéis sitio para un vejestorio como yo? En vuestra alianza, quiero decir. Quizá no tenga músculos, pero sí que tengo seso. No digo que la chica y tú no seáis listos, pero tengo mas mundo que vosotros, algo que solo da la experiencia. Quizá os puede ser de utilidad.
―Verás, preferimos trabajar en grupo reducido. Solo nosotros dos.
―¿Cómo dice el refrán? “Uno solo puede ser vencido, dos pueden resistir, pero una cuerda de tres hilos es difícil de romper.”
―Ya, no lo sé.
Se queda mirándome, cada vez con más frialdad.
―Entiendo. ―empieza a caminar, se para y se da la vuelta―. Sé cosas sobre ti. No te creas que no te he notado el olor a heper. No pienses que no estoy al corriente de que tienes acceso a su carne. En serio, ¿qué pasa en esa biblioteca durante el día cuando estás solo? ¿Qué tipo de acceso tienes allí?
¿Has descubierto algún alijo secreto? Este tipo de información te podría perjudicar. Me olfatea con mala intención, inspirando fuerte―. Aún lo huelo.
Un empleado se acerca. Gaunt–Man lo mira y se va.
―¿Si?
―órdenes del director. Usted y su compañera deben preparase en la biblioteca. Le están llevando allí el vestido.
―¿Por qué?
―Él director quiere que los dos salgan juntos. Bajo las estrellas, con el Instituto de fondo. Los medio se colocaran a lo largo del camino de ladrillos, esperándolos. Ésa es la entrada que quiere para ustedes.
―Vale.
―Una cosa más.
―¿Si?
―Usted y la chica no pueden volver a pasar el día juntos.
―¿Cómo…?
―Cómo lo sabemos, no importa. El director está preocupado por lo que puede percibir el público. Él quiere un romance, no un comportamiento licencioso y promiscuo.
―Tiene que ser una…
―Asegúrense de que, mañana, cada uno se despierta en sus respectivas habitaciones.
―Escuche, yo…
―Son las órdenes del director ―concluye, y se va. Veo que se dirige a Ashley June. Después de una breve conversación con ella, se marcha. Al final acudo al encuentro de ella.
Cuando paso al lado de Gaunt–Man, que ahora habla con Abs y Phys–Ed, le oigo soltar el mismo rollo sobre alianzas. Está desesperado. Por la carne heper y por encontrar ayuda. No tiene ninguna posibilidad de conseguir ninguna de las dos cosas. Habrá que prestarle atención. No se puede saber lo que es capaz de hacer una persona desesperada. No tendrá ningún escrúpulo.
De vuelta en la biblioteca, Ashley June y yo nos arreglamos para la gala; ella, en la sección de prensa, y yo, en la recepción. Mi esmoquin, que encuentro colgado en una funda de plástico, me queda como anilla al dedo. Viene con unos complementos, sin los cuales podría haber pasado perfectamente: gemelos con diamantes incrustados y botones de hierro con la cara del gobernante en relieve. A pesar de esto, es un traje imponente que me queda perfectamente bien.
Ashley June, desde el otro lado de la sala, no deja de pedirme que no la mire hasta que haya terminado. Además, se toma su tiempo, mucho más del que yo creo necesario, para quitarse la ropa que lleva puesta y ponerse el vestido.
Antes de que acabe, llaman a la puerta y entra un séquito de empleadas.
Cada una de ellas lleva una caja pequeña.
―Maquillaje ―anuncian con búsqueda, y yo les enseño a mi compañera. Para mi sorpresa, una de las chicas se queda detrás de mi―. Voy a hacerle la cara.
―Me temo que no ―le contesto. Corro un riesgo demasiado alto de que me encuentre un folículo, o se acerque demasiado y huela a heper.
―Son órdenes del director. Siéntese e incline la cabeza hacia atrás.
―No, en serio, no lo voy a permitir.
―Es tan sólo un retoque. Apenas se notará.
―Pues no lo hagas. ¿Cómo puedo hacértelo entender? Entonces la chica me mira mal.
―Ya se lo explicará al director.
―Muy bien que venga.
Los ojos le hierven de rabia. Cierra el maletín y se va con sus compañeras a la sección de prensa. Es imposible que vaya a contárselo a su superior. Sabe muy bien lo que pasó con los escoltas. Las indiscreciones se castigarán, pero no las de los cazadores, que al parecer gozan de inmunidad. Esto es especialmente cierto en mi caso: soy el chico del momento.
Al fondo, oigo a Ashley June quejarse del maquillaje, pero con menos éxito que yo. Las maquilladoras se salen con la suya.
Irrumpo en la escena, dispuesto a hacer gala de mi privilegio y mi inmunidad. El sequito se agrupa alrededor de ella, acosándola con peticiones para que se siente, eche el cabello hacia atrás y deje de estrujarse la cara. Lo único que veo son sus nudillos, presionados contra los reposabrazos de su butaca de cuero.
―Idos ―les ordeno con voz firme.
Se dan la vuelta, sorprendidas y molestas.
―Ni usted ni ella puedan tomar estas decisiones.
―Marchaos.
―Ya se lo explicará…
―¿Al director? Perdona, pero ya he oído este discurso. Ahora os podéis ir. ―Veo que la más joven, una chica no mucho mayor que yo, agarra firmemente su bolso. Tiene miedo y, por un momento, me da pena―. Mirad, no os preocupéis. Dejad el estuche de maquillaje y un espejo. Nos lo podemos poner nosotros. Pero salid.
Después de decirles esto, dejan de ofrecer resistencia.
―Casi nos pillan ―me dice Ashley June después de que cierren la puerta. De repente pone cara de terror―. ¡Vete!
―¿Qué?
―¡Vete!
Me doy la vuelta esperando ver a alguna maquilladora fisgoneando.
―¡No, tú! Cierra los ojos ¡Ciérralos! Y ahora, largo.
―¿Qué pasa?
―Se supone que no puedes verme aún. Por lo menos, hasta que no esté del todo lista. ¡Vete ya! ¿Cómo dice el refrán? “¿Las chicas siempre serán chicas?” Es cierto; al parecer, incluso en los momentos previos a una muerte inminente.
Una hora después, está lista. Mientras tanto yo me entretengo familiarizándome con los FLUN. Son sencillos de utilizar: en la parte inferior tienen un seguro fácil de soltar, y arriba hay un gran botón para disparar. No practico porque cada pistola solo tiene tres disparos, y no quiero malgastarlos.
Me descubro pensando en los hepers mientras miro las armas. Intento pensar en otra cosa en seguida, pero mi cabeza no deja de volver a ella. Los veo caminando por las Vastas, mapa en mano, buscando desesperadamente un refugio que no existe. Se dan cuenta de lo que ocurre, la sensación de inevitabilidad al ver las nubes de polvo a lo lejos y los cazadores que se abalanzan sobre ellos. Entonces llegan las garras, las uñas y los colmillos que se le clavan en un mar de ardiente deseo.
Ojalá no los hubiera conocido, ojalá no hubiera hablado nunca con ellos.
Me gustaría seguir pensando en ellos como si fueran simples salvajes incapaces de hablar, carentes de la inteligencia y la humanidad que yo creía que los separaba de mi.
La llegada de Ashley June, maquillada y con el vestido, disipa mis oscuros pensamientos. En pocas palabras, esta resplandeciente. Se nota que no han escatimado en su atuendo: un vestido de noche de gasa sedosa de color rojo lava adornado con diamantes incrustados. Unas plumas le dan el toque elegante; sin embargo, la autentica maravilla es su rostro: dulce y grácil, que deja ver su estilizado mentón. Y sus ojos, de color verde avellana como si te hechizaran. Ya lo creo que lo hacen.
―Me gustaría ―dice con timidez― que el vestido fuese un poco más brillante. Con un toque verde que hiciera juego con mis ojos, y un rojo más claro que combinara con mi cabello.
―Está bien. ―Sacudo la cabeza, pensando que puedo decir algo mejor―. Estás estupenda. Te lo digo de verdad.
―Lo dices por decir ―afirma, pero noto que ni ella misma se lo cree.
―Esto es mi fin. Lo sabes, ¿no? Toda la noche, ante todo el mundo, estaré comiéndote con los ojos con las manos sudorosas y el corazón a mil por hora. Eres mi perdición, Ashley June. De verdad que lo eres.
Me mira raro. Una arruga se le forma en la frente.
―Lo siento, me he pasado de empalagoso.
―No, no es eso. Me gusta. Pero ¿quién es Ashley June? La miro.
―Tú.
El día que mi padre y yo quemamos los libros y diarios, salimos de casa al mediodía con los sacos pesados. Yo era pequeño y lloré durante todo el camino. No se me oía, ni se me escapaban los sollozos, pero las lagrimas no dejaron de rodarme por las mejillas, y aunque hacia calor y el tramo era bastante largo, no se me llegaron a secar.
Cuando encontramos un claro en el bosque, la espalda nos dolía tanto que nos alegramos de poder descargar. Mi padre me pidió que reuniera un poco de madera, ramos y palos; nada demasiado grade. Cuando volví, me lo encontré agazapado, de rodillas, con la cara casi tocado al suelo como si estuviera sumido en una profunda oración. Con la mano sujetaba una lupa que utilizaba para dirigir el rayo de sol a una pila de hojas. Me pidió que no me moviera, y yo me quedé donde estaba, totalmente quieto. Sin más dilación, empezó a salir una brizna de humo que cada vez era más gruesa y oscura. De golpe se encendió una llama, y devoró las hojas que encontraba a su paso.
―Los palos ―me pidió mientras alargaba la mano.
El fuego crecía. De vez en cuando, él se acercaba y lo avivaba. Era como si la hoguera se retirara enfadada y sorprendida, descargando chispas. Añadió dos ramas cortas, y se sentó. La hoguera rugió feroz y yo me asusté. Mi padre me pidió que le llevara los libros.
Durante un buen rato, los tuvo al lado. Permanecía quieto, sentado, hasta que me di cuenta de que no podía reunir fuerzas para llevar a cabo ese último acto irrevocable. Me pidió que me acercara, y así lo hice; me senté en su cálido regazo. Yo sujetaba el libro de dibujos de mi hermana. Me sabía de memoria todo el contenido: los colores de los perros, los gatos, las casas y los vestidos. Mi padre respiro hondo, y por un instante pensé que me iba a explicar otra vez por qué quemábamos los libros. Pero no fue así. Su cuerpo empezó a contraerse como si intentara contener un fuerte hipo. Le coloque la mano sobre la suya, áspera y musculosa, y le dije que no pasaba nada. Le aseguré que comprendía por qué lo hacíamos; como mamá y mi hermana habían desaparecido, no podíamos guardar nada en casa, por si recibíamos visitantes inesperados. Le expliqué que «era demasiado peligroso», recitando las palabras que él me había dicho con anterioridad, y que yo no había entendido; seguía sin hacerlo.
Me parece que tenía la intención de repasar cada libro conmigo por última vez, pero, por algún motivo, no lo hizo. Se limito a tirarlos a la hoguera de uno en uno. Aun recuerdo la sensación que tuve cuando me retiro de las manos el cuaderno de pinturas de mi hermana. Yo no ofrecí resistencia, mi padre lo agarro y lo tiro al fuego, y sentí como si hubiera perdido algo para siempre.
Nos fuimos una hora después, cuando ya no quedaba nada de la hoguera ni de los libros, tan solo brasas y ceniza gris. Del mismo color que mi padre, cuyo fuego interior también se apagaba. Antes de abandonar el claro, volví a recoger los sacos, que estaban junto a una pila de cenizas. Cuando me agaché a cogerlos, algo voló en mi dirección. Soplé con suavidad, como había visto hacer a mi padre. Entonces volaron hacia mis ojos, pero, justo antes de cerrarlos, vi un breve resplandor que surgía de entre las cenizas negras. De un rojo anaranjado, resurgía la chispa de una brasa. Una pizca de sol de junio en un mar de cenizas grises.
Años más tarde, en el patio del colegio en una apagada noche gris, volví a ver el color de ese resplandor rojo. Era el cabello de una chica a la que no había visto nunca, pero de la que no podía apartar la vista. Cuando me miró, fue como si conectáramos a través del patio y del caleidoscopio de alumnos que iban de un lado a otro, y me acordé de la brasa roja que resplandecía en las oscuras cenizas como el sol de junio.
«Se llama Ashley June, como las cenizas en junio», pensé para mis adentros.
Solos en la biblioteca, de pie bajo la luz de la luna de medianoche, comparto con ella ese recuerdo.
Cuando salimos de la biblioteca, el despliegue de medios es apabullante. Periodistas y fotógrafos se encuentran alineados a lo largo del camino de ladrillos que lleva el edificio principal. No es que nos molesten, pero los flashes de mercurio no dejan de centellear. Un escolta nos guía a un ritmo espantosamente lento, y nos obliga a detenernos cada pocos pasos para posar para una cámara o responder a las entrevistas.
El brazo de Ashley June esté pegado al mío todo el tiempo; me agarra el codo con la muñeca. Es una sensación increíble. Si hubiera estado solo, habría odiado toda esta fanfarria y el acoso de la atención mediática. Pero con ella a mi lado, me siento cómodo y tranquilo, y creo que a ella le ocurre lo mismo. El peso suave de su mano en mi brazo, los momentos fugaces en lo que su cadera roza ligeramente la mía, la sensación de unión mientras recorremos el camino… Supongo que, como somos expertos en el juego de proyectar una imagen y engañar, nos encontramos cómodos con la prensa. Una pose, una cita jugosa y una imagen: eso es lo que nos va.
―¿Cómo les ha ido en el entrenamiento? ¿Se sienten preparados para la caza?
―Ha sido genial, nos morimos de ganas de empezar.
―¿Es cierto que ambos han formado una alianza?
―No es ningún secreto. Estamos juntos.
―¿Qué cazador consideran que les supondrá un mayor desafío? Y así continúan las preguntas.
El habitual corto paseo nos lleva más de una hora; los medios y los curiosos no nos dan tregua una vez llegamos al edificio principal. Siguen llegando en tropel, en carruajes de distintas formas y tamaños, y con caballos sudorosos y sin resuello a los que conducen al establo de atrás.
En el interior aun hay más periodistas y observadores. Están acordonados detrás de una cinta de terciopelo. Por suerte, nuestro escolta nos guía sin detenerse.
―Al vestíbulo principal ―nos dirige, mirando de prisa su reloj.
No han reparado en gastos en la decoración. De los altos techos ornamentados bajan arañas doradas que proyectan luz de mercurio sobre cada mesa. Mesas de plata con incrustaciones de ónice, platos de porcelana encargados durante le época neo–gótica del gobernante, y copas de vino con incrustaciones de diamantes colocadas sobre manteles bordados de hilo de color violeta. En cada mesa hay un centro floral con una capa doble de jade procedente de la dinastía Selah. Nos encontramos rodeados de altos ventanales decorados con ostentosas cortinas de terciopelo. Un grupo de invitados está reunido en las ventanas orientadas al este, mirando al Domo, que parece una canica. Al fondo del vestíbulo del banquete, una escalera regia asciende hacia el segundo piso con una alfombra perfectamente colocada y lujosa, como si fuera una lengua hinchada. En medio de la sala hay una gran pista de baile, que resplandece bajo la luz de mercurio.
Separan a los cazadores por mesas. Cuando Ashley June retira su brazo del mío para ir a la suya, lo vivo como una trágica despedida. Queda claro, a juzgar por los oficiales de alto rango del Palacio que se sientan conmigo, que mi mesa es la más buscada. Pillo unos cuantos comensales lanzar una mirada furtiva en nuestra dirección, a mí, durante la comida.
Los platos llegan en oleadas; los camareros, de esmoquin y camisas con volantes, maniobran entre las mesas sosteniendo bandejas de carne que gotea. Por encima de los trajes, nos colocan unos grandes baberos que nos llegan hasta la rodilla. Al instante, mientras comemos, quedan salpicados de gotas de sangre. Después de tantos días ingiriendo interminables platos carnívoros empapados de sangre, ya casi no soporto verlos. Apenas toco mi ración, y me excuso aludiendo a la sobrexcitación por la caza que se producirá dentro de dos noches.
Durante los inacabables platos de carne, lanzo una mirada furtiva a Ashley June, que está en su elemento, entablando conversación con los invitados de su mesa. Incluso durante el momento en que se sirve el plato principal, con las porciones de carne más suculentas, sigue captando todo la atención. El entorno juega a su favor. Así ha vivido toda una vida de engaño. Recuerdo sus palabras: «La mejor defensa es un buen ataque».
Después del postre, tartas y suflés con los que justifico haber recuperado el apetito, un puñado de oficiales de alto rango se dispone a dar discursos. Yo me paso el tiempo contemplando a mi compañera, que se encuentra en mi punta de mira. Sus brazos delgados surgen con gracia del vestido, con un destello de luz plateada como el reflejo de la luna en un rio. Se recoge el pelo por atrás y, con ademán experto, se lo coloca por encima del hombro, lo que revela la curva sinuosa de su cuello. Me pregunto si piensa en mí como yo en ella; incesante, obsesiva e inevitablemente.
El último en hablar es el director. Se ha empolvado la cara, arreglado el pelo y pintado las uñas de rojo sangre.
―Apreciados invitados, espero que se hayan encontrado con que el Instituto, con su reputación inmaculada, ha colmado todas sus expectativas esta noche. La comida, la decoración y el esplendor del salón de baile; espero que todo sea de su agrado, puesto que unos invitados tan ilustres como ustedes no se dignarían a viajar desde tan lejos para presenciar un simple espectáculo. Pero ésta no es una ocasión común, ¿verdad? ¡Mañana por la noche empezará la caza de hepers!
Los invitados, con unas cuantas bebidas de más, brindan y golpean las mesas.
―Esta noche celebraremos la soberanía benevolente de nuestro apreciado gobernante, bajo cuyo liderazgo se ha hecho posible la caza.
¡Celebremos, pues! ¡Sin límites! Mañana tendremos todo el día para dormir y reponernos de los excesos de esta velada.
Las rascaduras de muñecas se oyen por toda la sala.
El director se tambalea ligeramente; me doy cuenta de que el mismo ha bebido de más.
―Bien, en caso de que alguno de ustedes empiece a tener ideas sobre…, ideas… de unirse a la caza de manera no oficial, digamos que recae sobre mí la responsabilidad de disipar esas esperanzas. Este edificio pasará al modo cierre una hora antes del anochecer. Sencillamente, no podrán abandonarlo durante el lapso de tiempo que dure la caza. Pero no se preocupen. La sala de banquetes estará acondicionada con la tecnología más avanzada para brindarles una experiencia inolvidable. Todos los cazadores irán equipados con cámaras de video en sus ropas. Podrán ver y oír todo lo que hagan. ―Hace una pausa―. Ah, sí, hablemos de los cazadores. Menudo grupo carismático y deslumbrante, ¿verdad? ―El sonido delas copas y los puños en la mesa se sucede, a la vez que todos se vuelve hacia mí―. Momentos antes del cierre, se los llevará a una ubicación secreta. En cuanto anochezca, tan pronto como cada uno de ellos se atreva, saldrán hacia las vastas tras los hepers. ¡Y de esta manera ―exclama subiendo el tono― dará comienzo la caza más emocionante, brillante, desmesurada, sangrienta y violeta de la historia!
La sala estalla en un espasmo de silbidos, crujidos de hueso y copas rotas.
Después de discurso, con los invitados más calmados, un cuarteto de cuerda se coloca en un rincón de la pista de baile. Tocan una pieza barroca libre, con un arreglo de finales de siglo. Poco a poco, las parejas se abren camino hacia el salón. A mitad de la primera canción, me doy cuenta de que todas las cabezas se han dado la vuelta para mirarnos a Ashley June y a mí. Esperan que bailemos juntos. Por eso han venido desde tan lejos, para ver al chico y a la chica del momento dar vueltas en la pista, con la foto de su abrazo que posteriormente coronará las portadas de periódicos y revistas. Me levanto de mi asiento y me dirijo hacia ella con la mirada a través del mar de mesas. Ella está sentada con las manos en el regazo, con la espalda recta y la cabeza alta, esperándome.
A medida que me voy aproximando, ella se yergue mas y me mira con el rabillo del ojo. ¿Me parece ver una ligera sonrisa en sus labios? ¿Un atisbo de un hoyuelo en su mejilla? Le ofrezco el codo, y se levanta con gracia, aprovechando el ligero tirón de mi brazo. Nos dirigimos a la pista.
En el momento adecuado, el cuarteto empieza a tocar otra canción, más suave y romántica. Las otras parejas se desplazan a los lados. El salón es nuestro. Me doy la vuelta para ponerme frente a Ashley June y, cuando mi hombro y el suyo se colocan en posición, tan cerca que noto como vibran las ondas por su cuerpo, casi se oye un clic de perfección. Una fuerte atracción nos empuja a estar más cerca, como si nuestros corazones fueran insistentes polos opuestos.
Intentando recolectar todo lo que aprendí en el colegio, hago puños con las manos, y los entrelazo con los suyos. En la escuela me aterraban las clases de baile, ya que odiaba la proximidad. Me asustaba no haberme afeitado correctamente el vello de los nudillos. Pero ahora, con Ashley June, me he liberado del miedo. Y también puedo sentir la textura de su piel, la almizclada cercanía de su cuerpo, su respiración rozándome el cuello. Me mira con sus relucientes ojos verdes. Me gustaría poder susurrarle algo, pero hay demasiada gente que no nos quita la vista de encima, y el volumen de la música es muy bajo. Además, ¿qué le diría?
Estoy tan sumergido en el momento que casi me olvido de que tenemos que bailar. Le presiono los nudillos con los míos para hacerle saber que estoy a punto de empezar. Ella me devuelve el apretón, y comenzamos. Para dos personas que no han bailado nunca juntas, lo hacemos sorprendentemente bien. Movemos los cuerpos en sincronía, a una distancia corta y constante. A excepción de unos pequeños toques, seguimos bien el ritmo con las piernas, mantenemos los pies a pocos centímetros el uno del otro, y no nos pisamos. En clase, bailar fue siempre una mera progresión que debía seguir, una lista de comprobaciones que debía completar. Pero con Ashley June, todo es fluido; es como izar una vela y seguir el viento. Al final de la pieza, la dejo ir para la vuelta de los tres pasos, y ella levanta los brazos por encima de la cabeza con mucha gracia. El cabello le cae por la cara de manera seductora, y su verde mirada me atraviesa. Se oyen suspiros procedentes de las mesas colindantes.
―¡Vaya! ―le digo moviendo la boca sin hablar.
Comienza la nueva pieza, y Ashley June y yo nos separamos. Ahora empieza el turno de bailes obligatorios con las esposas de los oficiales. Todas vienen hacia mi; sus maridos, sin interés en el baile o en sus mujeres (o en ninguna de las dos cosas), ni se molestan en levantarse de la mesa. Esta danza interminable y la charla insustancial se convierten en arduas tareas y, después de unas cuantas rondas, me empieza a caer el sudor por la frente. Necesito hacer un descanso; el problema es que hay demasiadas mujeres esperando su turno.
―¿Hueles algo? ―me pregunta la que tengo delante. Llevo un rato bailando con ella, pero ahora la veo por primera vez cuando me habla.
―No, la verdad es que no.
―El olor a heper es muy fuerte. No sé cómo os podéis concentrar así. Te distrae por completo. Ya sé que dicen que con el tiempo te acostumbras, pero es tan potente que parece como si lo tuviera enfrente.
―A veces, cuando sopla el viento del oeste, el olor entra aquí desde el Domo ―intento justificarme.
―No había mucha brisa esta noche ―responde, mirando hacia las ventanas abiertas.
La siguiente mujer es aun más directa.
―Yo digo que hay un heper en algún lugar de esta sala. El olor es muy intenso.
Le explico lo del viento del oeste.
―¡No, no! ¡Es tan fuerte como si tú fueras el heper!
Me rasco la muñeca, y ella hace lo mismo, por suerte para mí.
Cuando la canción termina, hacemos una reverencia. Ya se acerca la próxima compañera, de baile. Pero alguien se entromete en una rápida maniobra. Es Ashley June. Al mirarla a los ojos, veo que sabe exactamente qué está pasando, y esta preocupada. La otra mujer, enfadada y a punto de quejarse, se da cuenta de quién es y se retira. Empezamos a bailar. Las cámaras empiezan a dispararse de nuevo.
Esta vez no nos divertimos. Somos demasiado conscientes de toda la gente que tenemos alrededor; tenemos miedo de que, en cualquier momento, se me forme un brillo de sudor debido al olor que estoy emitiendo. He bailado demasiado. Cuando termina el numero, digo en voz alta, para que lo oigan los demás, que necesito ir al baño. No estoy muy seguro de si servirá, pero no puedo gastar más energía. Tengo que escaparme y darle una oportunidad a mi cuerpo para refrescarse. Ashley me dice que me esperara.
Estoy relajándome en el baño cuando, de repente, entra alguien. A pesar de toda la hilera de urinarios vacíos, se coloca justo en el que hay a mi lado. De hecho, el resto del servicio esta vacío.
―¿Cuánto vas a durar?
―¿Disculpe?
―Es una pregunta muy sencilla. ¿Cuánto vas a durar? ―Se trata de un hombre alto, y ancho de espaldas. Sobre su nariz reposan unas gafas formales en exceso, que no pegan nada con su corpulencia. El esmoquin le sienta mal, varias tallas más pequeño que la suya, y le tira debajo del brazo.
Decido no hacerle caso, y me concentro en apuntar al adhesivo del urinario. Es el objetivo; se supone que la zona más baja es la que da un drenaje óptimo. En la mayoría de lugares, la pegatina es de una mosca, una abeja o una pelota de fútbol, pero aquí es del Domo.
―¿Mucho o poco?
―¿Qué?
―¿Mucho tiempo o poco?
―Mire, sigo sin saber de qué me habla. El hombre hace un gesto de desprecio.
―Yo predigo que poco. Quizá media hora. En cuanto estés fuera del objetivo de las cámaras, el resto de cazadores te superará. A ti y a la chica.
Un periodista. Seguro que se trata de un paparazzi que se ha colado utilizando una acreditación falsa y se muere por una primicia. Así es como trabajan: montan un escándalo para obtener una reacción, y entonces informan sobre eso. Lo mejor es no hacerle caso.
Me subo la cremallera y me dirijo al dispensador de papel que hay al lado de la puerta.
Él también se sube la cremallera y se detiene junto a mí, poniendo la mano en el aparato para bloquearme el paso. La maquina escupe una toallita de papel en su mano.
―Utiliza los FLUN, ése es mi consejo ―me dice mientras arruga el papel en su mano―. Hazlo rápido y sin vacilaciones. Los cazadores, sobre todo los universitarios, querrán eliminarte lo antes posible. Te odian: toda la publicidad que estas teniendo, como te adora el público… Están celosísimos. Ten mucho cuidado.
No me mira ni una vez mientras me habla, pues tiene la vista fija en el dispensador, como si fuera el teleprompter.
―¿Quién es usted? ―le pregunto, «¿Cómo sabe lo de los FLUN?»
―A buen entendedor… ―responde―. Las cosas no son como parecen. Piensa en esta noche, por ejemplo. Fíjate en el glamur que hay en el banquete.
¿Qué os han dicho? Que fue una decisión de última hora, ¿no? Mira la comida, el vino, la decoración, y el número de invitados, y dime si se trata de algo improvisado sobre la marcha. Ten en cuenta el «sorteo», como han querido llamarlo: otro plan totalmente fácil de manipular. ¿Crees que estás aquí por casualidad? Las cosas no son como parecen. ―Coge el pomo de la puerta, y está a punto de salir.
Entonces se vuelve hacia mí.
»Y la chica. La guapa con la que estabas bailando. Ten cuidado con ella.
―Me mira a los ojos por primera vez. Espero encontrar dureza, y no me equivoco. Ni rastro de amabilidad―. Debes vigilar. Ella no es quien crees que es. No dejes que te confunda. ―Y dicho esto, abre la puerta y desaparece.
«Vaya personaje», pienso. Cojo una toalla de papel y me dispongo a pasármela por la axila cuando entra un grupo bullicioso de cuatro o cinco hombres. Gritan, se tambalean y están claramente ebrios. Una mala combinación. Así que me voy. Busco rápidamente al paparazzi, pero no lo veo por ningún lado.
―Ven conmigo. ―Es Ashley June, que se ha materializado de la nada, y me susurra al oído―. Ya hemos cumplido con nuestro cometido. Están tan borrachos que no se darán cuenta de que nos hemos ido. Ven. ―Y obedezco.
Ella me saca del vestíbulo, y su esbelta figura zigzaguea por la pista de baile, entre las sombras oscuras. Fuera del banquete, los pasillos están vacíos y la música se va oyendo cada vez menos a medida que nos alejamos. Creía que íbamos a su habitación, pero en la escalera pasamos el tercer piso y seguimos subiendo hasta que ya no hay más peldaños. Entonces, ella abre una puerta, y una explosión de luz de las estrellas se cierne sobre nosotros.
―He estado aquí unas cuantas veces. Nunca viene nadie.
Las Vastas se extienden ante nosotros como un mar congelado, con sus placas serenas y lisas. Y, arriba, las estrellas brillan tenues, lo que sugiere un vacío aun más profundo.
Me lleva hasta el centro del tejado y, al caminar, notamos las piedrecitas bajo los pies. Se detiene y se pone enfrente de mí. Estoy justo detrás de ella. Cuando se da la vuelta, nos rozamos con los hombros, pero ella no se retira. Esta tan cerca que siento su respiración en mis labios. Cuando levanta la vista para mirarme, veo el reflejo de las estrellas en sus ojos, húmedos como el rocío.
―¿Te dieron algún nombre tus padres? ―me pregunta.
Asiento.
―Sí, pero un buen día dejaron de utilizarlo.
―¿Te acuerdas de cual era?
―Gene.
Se queda callada unos segundos; veo como pronuncia el nombre en silencio, como si probara el tamaño.
―Debemos asegurarnos de no llamarnos por nuestros nombre familiares, ni siquiera en privado. Nos podemos descuidar y terminar diciéndolos delante de los demás. Puede llamar…
―… la atención ―termino por ella.
Por un instante, aplacamos la sonrisa que se nos empezaba a formar, como si mis labios y los suyos fueran dos caras de la misma boca. Nos detenemos, como siempre hemos hecho, y empezamos a rascarnos las muñecas.
―Mi padre me lo decía todo el tiempo. «No llames la atención.»
Siempre. Me imagino que los tuyos te lo decían también.
Ella asiente, y la tristeza le empaña la mirada. Miramos juntos hacia las Vastas, hacia el Domo que está a lo lejos. Desde abajo se oye un grupo de invitados a la fiesta que han salido y seguramente se dirigen hacia allí; no articulan bien las palabras, y sus voces llegan como en un embrollo. Cada vez se oyen menos y, al final, terminan por desaparecer.
―Oye, déjame que te enseñe algo ―dice Ashley June―. ¿Puedes hacer esta cosa tan divertida¡ tenemos que sentarnos primero. ―Entonces coloca el pie derecho en la bola del otro pie y empieza a mover la pierna arriba y abajo como en un movimiento vibratorio―. Una vez empiezas, es como si se pusiera en piloto automático. Mira, ni siquiera estoy pensando en ello de manera consciente, y se mueve solo.
Lo intento, pero no funciona.
―Estás pensando en exceso. Relájate, no pienses. Da sacudidas más cortas y rápidas.
Me sale al cuarto intento. La pierna empieza a moverse sola, como un martillo neumático.
―¡Oh!
Ella esboza la sonrisa más grande que he visto nunca, y se le escapa un sonido de la garganta.
―Eso se llama «reír» ―le explico.
―Ya. Aunque mis padres lo llamaban “partirse de risa”. ¿Lo habías oído alguna vez?
Niego con la cabeza.
―Para nosotros tan sólo era “reír”. Y no lo hacíamos mucho. A mi padre le preocupaba que me olvidara y lo terminara haciendo en público.
―Sí, al mio también.
―Me lo recordaba todas las mañanas. «No hagas esto, no hagas lo otro. No te rías, no sonrías, no estornudes, no hagas muecas.»
―Pero eso fue lo que nos hizo llegar hasta aquí, vivos, quiero decir.
―Supongo. ―Me doy la vuelta hacia ella―. Mi padre tenía un dicho muy raro. Quizá tus padres lo usaran también. «No te olvides nunca de quien eres.»
―¿«No te olvides nunca de quien eres»? No lo había oído nunca.
―Mi padre lo decía más o menos una vez al año. Siempre pensé que era extraño. ―Entonces miro al suelo.
―Tus padres… ¿Cuándo…? Ya sabes.
―¿Mis padres?
Ella asiente con amabilidad.
Miro hacia las montañas del este.
―Mi madre y mi hermana, hace unos diez años. No me acuerdo mucho de ellas. Un día desaparecieron. Luego, mi padre, hará unos cinco años. Lo mordieron.
Después de contárselo nos quedamos callados, compartiendo el silencio reconfortante. La música del banquete nos llega muda e indiferente, a kilómetros de distancia. Al final, nuestras miradas se desvían hacia el Domo, que se ve tranquilo y centelleante.
―Es mejor no saber ―susurra. Esta noche duermen tan tranquilos, sin saber lo que les espera mañana. El fin de sus vidas. Pobrecillos.
―Hay algo que deberías saber ―empiezo a decir después de un rato.
―¿Sobre qué?
―Los hepers.
―¿Qué pasa? Hago una pausa.
―Cuando fui a buscar agua en el estanque, no me limité a entrar y salir. Interactué con ellos. Pasé un tiempo allí. Y… bueno…, hablan. Hasta saben leer. No son los salvajes que yo pensaba, ni de cerca.
―¿Hablan y leen? ―Ella mira incrédula al Domo. En el interior no se mueve nada.
―Les encanta. Tienen libros en las cabañas. Un montón. Y son creativos;
dibujan y pintan.
Ella sacude la cabeza.
―No lo entiendo. Pensaba que los criaban como animales de granja.
¿Por qué los domesticaron?
―No, ya sé que esto es difícil de entender, pero no es que los hayan domesticado o entrenado como animales de circo. Va más allá de eso. Son normales. Piensan, son racionales, y hacen bromas. Como tú y yo.
Se le forma una arruga en la frente. Se queda callada, pensativa.
―Pero tú no les has dicho nada sobre la Caza ―dice, llena de pragmatismo.
―No tienen ni idea. A veces es mejor no saber.
―¿Qué les contaste sobre ti?
―Que era el sustituto del científico. ―Tengo dudas―. Habría sido demasiado extraño decirles que era un cazador de hepers. Quizá debería hacerles dicho algo, y que supieran que habrá una caza.
―No, hiciste lo correcto. ¿De qué les habría servido? De todos modos, van a morir.
Un millón de pensamiento me rondan por la cabeza.
―¿Crees que deberíamos hacer algo? Me mira y dice:
―Muy gracioso.
―No, en serio. En lugar de nuestro plan, ¿no deberíamos hacer algo por ayudarlos?
Abre los ojos de sorpresa y, después, baja la vista al suelo.
―¿Qué quieres decir?
―¿No deberíamos…?
―¿Qué?
―¿Hacer algo por ellos?
―No seas ridículo.
―No, pero ellos son como nosotros. Nosotros somos como ellos. Su expresión en de sorpresa.
―No, no lo son. Son totalmente diferentes de nosotros. Me da igual si pueden hablar, siguen siendo ganado, pero con un nombre más pomposo.
―Entonces me agarra la mano más fuerte―. Gene, no quiero parecer fría, pero no podemos hacer nada por ellos. Van a morir durante la Caza, nos aprovechemos o no.
―Podríamos…, no se…, podríamos decirles que no abandonen el Domo.
Que la carta que les informaba sobre su mal funcionamiento es un trampa.
―Me pasó la mano por el pelo y lo agarro con fuerza―. Esto es muy difícil, Ashley June.
Cuando vuelve a hablar, su voz es más dulce.
―Si mueren esta noche, tal como planeamos, por lo menos nos darán una oportunidad de vivir una vida autentica. Pero si no hacemos nada, sus muertes serán insignificantes. Podemos darles sentido, y que nos den la posibilidad de tener una vida real, Gene. ―Tiene los ojos bien abiertos y suplicantes―. Nuestra nueva vida. Juntos. ¿Tan mal está sacar algo bueno de todo esto?
No digo nada.
Las lágrimas le empiezan a brotar y, quizá por primera vez en su vida, no las esconde. Le caen por las mejillas. Le alcanzo el brazo para secárselas con mi manga, pero ella me coge la mano y la coloca en su mejilla, presionándola justo encima de las lágrimas. Su piel suave y la humedad hormiguean por mi palma. Me desarma.
―¿Por favor? ―me susurra, y el tono de suplica me parte el corazón.
Nos tocamos con los hombros. Cuando me doy la vuelta, ella ya esta mirándome, tan cerca que le veo un lunar diminuto en el rabillo del ojo. Lo froto ligeramente con las yemas de los dedos.
―Es un lunar; por más que frotes, no se ira.
―No intento borrarlo. ―No sé que estoy haciendo. Solo que tengo el corazón a mil por hora, y no sé cómo actuar.
Ella se levanta ligeramente las mangas con una mirada insinuante. Se le ve la piel de la axila. Está esperando. Me mira el codo, y después, a mi.
Le bajo el brazo, con tanta suavidad como puedo.
―Por favor ―le digo con dulzura―, no me malinterpretes. Pero… es que nunca… nunca he sentido nada.
En lugar de encontrar una expresión herida en su mirada, veo alivio y emoción. Entonces baja el brazo.
―A mi me pasa lo mismo. Siempre he fingido que me gustaba.
―Entonces mira en otra dirección―. Cuando lo hice con mi novio, o aquella vez contigo en el armario. Sentía como si tuviera un problema. ―Suspira y tiembla―. Claro que lo tengo ―dice, con un tono más alto―. No soy normal, soy heper. ―Pronuncia la última palabra como una liberación, la declaración de culpabilidad final.
Sin saber muy bien que hago, le cojo la mano. Coloco mi palma abierta encima. Siento sus huesos, el pequeño salto que se produce con el tacto. Retiro la mano, pero ella me la coge. Y coloca su palma encima. Nos tocamos con las palmas, un abrazo total. Nos quedamos mirándonos. La sensación, al contrario de lo que había sentido hasta ahora, es tremenda. No me atrevo a respirar. Ella cierra los ojos y eleva la cabeza. Al hacer ese movimiento, abre los labios como si me hiciera señas.
Entonces entrelaza sus dedos con los míos. Nunca antes lo había visto, no sabía que se pudiera hacer tal cosa. La piel de sus dedos es suave como la de su nuca, tierna y lisa, y hace que un escalofrío me recorra todo el cuerpo.
―Ashley June ―susurro.
Ella no dice nada, mantiene la cabeza alta mirando al cielo, con los ojos cerrados.
―Ya lo sé ―susurra al fin―. Ya lo sé.
Brillan las estrellas. Ashley June reposa la cabeza en mi hombro, tiene el brazo encima de mi pecho, y aun me coge la mano. No nos hemos soltado, ni al tumbarnos y quedarnos dormidos. Oigo su respiración, el leve latir de su corazón contra mi caja torácica. Cierro los ojos y me vuelvo a dormir.
Cuando me despierto, el cielo se ha iluminado, y las estrellas se han fundido en el cielo gris. El aroma del alba se nota en el aire. Ella se ha ido de mi lado. Me siento, con las piedrecitas debajo.
No está en el tejado. Confundido, me voy hasta el balcón. La veo a lo lejos. Caminando enfrascada en sus pensamientos.
Minutos después, me encuentro en el camino de ladrillos, corriendo a toda prisa hacia ella. Las pruebas del jolgorio de la velada están esparcidas por todo el camino. Platos de papel, brochetas, copas de vino, y botellas vacías tiradas por el suelo. Hasta charcos de vomito. Percibe que me acerco a ella, y se da la vuelta.
―Hola ―me saluda con una tenue sonrisa, y me da la mano.
―Espero que no nos vea nadie.
―No, todos están completamente borrachos.
―Eso espero. ¿Qué haces?
―Algo me estaba abrumando. He tenido que dar un paseo para despejarme. ―Me coge fuerte de la mano―. Me alegro de que hayas venido. Ven. Y entonces nos encaminamos hacia el Domo.
Andamos bajo el cielo que empieza a clarear, con las manos perfectamente encajadas y los brazos entrelazándose, cómodos. Noto su piel suave contra la mía. A medida que nos aproximamos al Domo, nuestros cuerpos se acercan cada vez más el uno al otro. Es fácil olvidarnos de qué día es hoy. Un día que terminará con la violencia y la muerte de la caza.
Y entonces nos detenemos delante del umbilical.
―Ábrelo ―me pide ella.
En el interior, justo en medio de la cinta transportadora, hay un sobre grande. La miro y ella asiente con sus grandes y penetrantes ojos.
Lo saco, tocando el relieve de las letras en mayúscula.
URGENTE: ABRIR INMEDIATAMENTE
―Pensaba que ya estaría aquí. Es la carta en la que se informa a los hepers del supuesto mal funcionamiento del Domo. Es lo que les hace abandonarlo y adentrarse en las Vastas. Es lo que los convierte en presas involuntarias. Lo que hace la Caza posible. Lo que mata a los hepers.
Dirijo mi vista hacia ella, y luego, a la carta.
―¿Por qué me la enseñas?
―Porque no fui justa contigo, Gene. ―Intento hablar, pero ella sacude la cabeza―. No, esto es importante, déjame hablar. Me siento como si te hubiera forzado a estar de acuerdo en algo de lo que te arrepentirás más adelante.
―Eso no es…
―¡No, Gene! ¡Escúchame! No quiero que sientas que te convencí de que terminaras haciendo algo. Por eso quiero darte otra oportunidad. Para que lo pienses de verdad y decidas que quieres hacer.
―¿De qué hablas?
―Si dejas la carta en el umbilical, entonces tendrá lugar la Caza. Y nosotros también. Pero también tienes la posibilidad de no ponerla, y romperla en pedazos. Entonces los hepers vivirán. Tú decides. De verdad depende de ti, te lo digo en serio.
―Si la rompo, la Caza se retrasara. Quizá unos cuantos días, y puede que hasta una semana. Yo no duraré tanto. Me descubrirán mucho antes.
―Ya lo sé.
―¿Por qué haces esto?
―Porque puedo imaginarme cómo te puede consumir algo así ―me contesta, con la voz flaqueándole―. No podría vivir sabiendo que yo tuve la culpa. Pero ahora la decisión está literalmente en tus manos. Tú eliges.
Me quedo mirando el sobre, cuadrado y grueso. Sacudo la cabeza. No puede decidirme.
―No hagas esto ―le pido, pero ella aparta la mirada, se muerde el labio inferior y tiene un brillo húmedo en los ojos. Contemplo el Domo, las cabañas de barro en su interior, las puertas y ventanas aun cerradas. Pienso en los hepers allí dentro, durmiendo en sus camas, con el pecho arriba y abajo por la respiración, los ojos cerrados y la piel latiendo con el delicado pulso de la sangre.
El sol del amanecer se asoma por la cima de las montañas del este. Un tono naranja rosado irradia por las Vastas y llega hasta la parte superior del Domo; los rayos reflejados rebotan en el interior, y crean un resplandor por debajo del estanque.
El alba ya está aquí.
Ashley June no puede mirarme a los ojos. Los mueve de izquierda a derecha a la altura de mis hombros. Yo la observo fijamente, esperando que su mirada se pose en la mía. El naranja del amanecer provoca un incendio en su cabello caoba. Al final, su verde mirada, que destella con la intensidad de un diamante detrás de la pantalla de lágrimas, se encuentra con la mía.
Parece que eso es todo lo que necesito para terminar convenciéndome y cauterizándome. El cálido resplandor de la luz del amanecer, la chica más bonita que he conocido nunca, y la posibilidad de empezar con ella una vida con la que nunca me atreví a soñar.
―De acuerdo ―digo en un susurro. Abro la puerta y dejo la carta en el umbilical. Se cierra con un estrepito que indica lo irrevocable de la decisión.
Después nos vamos a toda prisa: no queremos que nos vea ningún heper madrugador. A pesar de las ganas que tenemos de estar juntos, decidimos que es mejor separarnos e irnos a nuestros respectivos cuartos. La orden del director de que durmiéramos separados, o mejor dicho, que nos despertáramos por separado, suena bastante amenazadora y, aunque no haya nadie levantado que se pueda dar cuenta, a estas alturas lo mejor es no arriesgarse llamando la atención de manera negativa. Además, necesitamos estar espabilados esta noche para cuando comience la Caza; dormir un poco nos ayudará, algo que no creo que consiguiéramos si nos quedáramos juntos.
―Estamos haciendo lo correcto ―me asegura Ashley June en las puertas del exterior del Instituto.
―Sí. ―Más que responderle a ella, lo digo para convencerme a mí mismo―. Lo sé.
―No hace falta que me acompañes hasta mi habitación. Puedo ir yo sola. Ya ha salido el sol, y no deberíamos abrir y cerrar estas puestas más de lo necesario.
―Vale.
―Te veré dentro de unas horas. Nos uniremos al resto de cazadores para el comienzo de la Caza. Para entonces la gente se empezara a dar cuenta de que el cierre falló y empezara la estampida en masa. Encontraremos un lugar donde escondernos.
―De acuerdo ―digo frunciendo el ceño.
―¿Qué pasa?
―Me pregunto donde están los cazadores. El personal ya nos tendría que haber comunicado donde empezara la Caza.
―No te preocupes, seguro que lo harán.
―Vale.
―Ah, si vienes a mi habitación y no estoy, búscame en el centro de control. No puede olvidarme de quitar el cierre. Además, quiero mirar por los monitores para encontrar el mejo lugar para escondernos durante la desbandada.
Nos fundimos en un largo y estrecho abrazo. Estamos cansados pero tenemos los corazones encendidos. Ashley abre un poco la puerta y desaparece. La puerta se cierra rápidamente en silencio.
Unos minutos después estoy de vuelta en la biblioteca. La puerta se cierra detrás de mí. En el interior impera la oscuridad, que lo satura todo; necesito tiempo para adaptar la vista. Camino lentamente hasta el centro. Hay tanta luz como si tuviera los ojos cerrados, hasta que veo un punto distante en la sección principal. Se trata del agujero de la persiana. Aun no hay rayo de luz, faltan unas horas para que el sol llegue a esa posición en ese lado de la biblioteca. Por ahora, es tan solo un tenue punto, como un ojo que me mira.
La fatiga se apodera de mí. Doy bandazos hasta un sofá que tengo cerca. No tardo mucho en quedarme dormido. Incluso en el momento en que me desplomo encima de los almohadones y cierro los parpados como si fueran el telón de terciopelo de un teatro, ya estoy metido de cabeza en el sueño. Y, en ese último instante, antes de sucumbir por completo, surge un pensamiento como una esquirla: algo va mal. Pero ya es demasiado tarde, y duermo profundamente.
Me despierto con el corazón sobresaltado. Incluso antes de abrir los ojos, percibo que algo no anda bien. Tengo los músculos en tensión, y la espalda rígida. Abro los ojos poco a poco. Por un instante lo único que veo es un pegote de luz en el otro lado de la sala que se filtra por el agujero de la persiana con languidez pero solidificándose a cada segundo que pasa. E incluso cuando miro, empiezo a ver que se forma un rayo, anguloso y neblinoso, pero alargándose como el estigma de una flor. A juzgar por la intensidad y el ángulo, han pasado unas cuantas horas desde que me quedé dormido.
Y aun así, la sensación de que pasa algo impregna el aire con más fuerza que antes. Me levanto poco a poco, el miedo y la sed hacen que me crujan los huesos. La luz brumosa está llena de cráteres y astillas, como la cara fragmentada de la luna vista a través de las ramas desnudas de un bosque en invierno.
Empiezo a desplazarme hacia allí, con los brazos extendidos hacia delante y aún somnoliento a pesar del miedo.
Y entonces…
Unos largos mechones de cabello me rozan la cara, como una enfermiza caricia íntima. Se me escapa un grito involuntario. Es peor que pisar una telaraña; el pelo no desaparece con el contacto sino que se sigue arrastrando por mi cara, por las mejillas, a los lados de la nariz y se entrelaza con mis pestañas y mis cejas como dedos palpándome el rostro igual que un ciego leería en braille.
Me cuesta horrores no moverme sin control. Me agacho al suelo y miro arriba. Hay alguien durmiendo en las asas: Abs. Como una dramática catarata, su pelo negro cae, y su pálido rostro surge arriba como una luna enferma. El resto del cuerpo permanece escondido en las sombras del techo, lo que crea la ilusión de una cabeza decapitada.
Cierro los ojos, y cuento hasta diez, deseando que no se mueva. Me pongo a escuchar. No se oye nada excepto un vago chirrido de madera que llega desde la otra punta de la sala. Abro los ojos, y veo libros en el suelo, centenares de tomos que han sido lanzados de las estanterías, apilados como en una pendiente inclinada de nieve después de una avalancha.
Phys–Ed, dormido, se balancea boca abajo. Tiene las piernas replegadas en la estantería superior, y los zapatos encajados en un pequeño hueco que lo ayuda a sostenerse. Ha conciliado el sueño en esta estantería convertida en cuna.
Y no sólo él. A medida que entra más luz en la sala, veo a Crimson Lips, unas estanterías más al fondo, también colgando de una librería. Y a Gaunt–Man, con el cinturón enrollado alrededor de un conducto del aire. Frilly Dress está atada a la araña central; va rotando lentamente, y la lámpara está ladeada por el peso. Están todos los cazadores. Vinieron anoche. No estoy seguro de saber por qué.
Durante todo este rato he estado durmiendo en la boca del lobo.
Estudio el espacio mientras intento que no me dé un ataque de pánico. La sala está pasando del negro al gris en cuestión de segundos, la columna de luz concentrándose en un largo y afilado rayo. Entonces veo la pila con todo el equipo en el mostrador de préstamos: uniformes y cascos con cámaras de vídeo, una capa solar, zapatos, paquetes de lociones para bloquear el sol y jeringuillas llenas de adrenalina. Accesorios para la caza.
Están aquí por eso. Para dormir de día y estar lejos del Instituto cuando éste se cierre. La biblioteca es el punto de partida.
Pero claro, ¿cómo no se me había ocurrido antes?
El rayo se intensifica y se alarga; una horrible sensación de que está a punto de suceder lo inevitable me ahoga como una soga al cuello. Entonces, de golpe, caigo en la cuenta. Pienso en lo que ocurrirá a continuación.
Primero, los cazadores adormilados notarán una ligera quemadura, una irritación que se hará más intensa a medida que la luz les chamusque los párpados. Quizá ya estén notando los efectos, y sientan náuseas y quemaduras. Se despertarán y huirán de la luz con espuma en la boca. Correrán gritando y silbando hacia el otro extremo de la biblioteca.
Se quedarán allí, encogidos por culpa del molesto rayo. Se preguntarán, pues tendrán horas para conversar antes de que anochezca, acerca del joven cazador que se alojaba aquí, sobre cómo pudo sobrevivir. El participante que nunca se quejó de su habitación, ni de los problemas con la luz, y que, si lo piensas, siempre olía a heper.
Me han descubierto. Con este rayo de luz, que empieza a andar por el suelo, a moverse con sigilo hacia mí, anhelando tocar la pared del fondo. Me toca la punta de los zapatos, sube por el tobillo.
De todas las cosas que imaginé que podrían ser mi perdición, nunca habría pensado que terminaría siendo un agujero en una persiana. Siempre pensé que sería un estornudo o un bostezo o la tos. Algo que yo no pudiera controlar, una traición corporal.
Pero no un agujero, un círculo de luz; no algo tan simple, tan puro, algo incluso bonito. Es curioso cómo, al final, las cosas hermosas de la vida son las que te traicionan.
Tengo que salir de la biblioteca. Y rápido. Paso con cuidado al lado del cuerpo balanceante de Abs y atravieso la sala.
—Ah, aquí está.
Me doy la vuelta. El director me mira fijamente, colgado boca abajo, en mitad del pasillo.
—Antes le estuvimos buscando, pero no le pudimos encontrar. Ni a la chica encantadora. Teníamos que comunicarles que los cazadores debían reunirse aquí para la caza. De todos modos, parece que alguien pudo decírselo. Me alegro de que pudiera llegar antes del amanecer.
—Estábamos…
—No, no, no hace falta que me dé explicaciones. Creo que ambos hicieron un trabajo estupendo.
—Graci…
—Pero, por supuesto, esto sólo acaba de empezar. Se queda mirándome fijamente.
—Comprendo.
Hace una pausa y mira a su alrededor.
—¿Dejó la puerta abierta? Hay una luz horrible aquí dentro.
—No, yo…
—Está emocionado, ya lo veo.
—Bueno, claro que lo estoy. Al fin y al cabo, es la Caza. Empieza dentro de unas horas. ¿Cinco, seis? No sé qué hora es.
—Más bien cuatro. Parece que se aproxima una fuerte tormenta.
Oscurecerá más temprano de lo habitual. —Me mira—. No se entusiasme demasiado, y manténgase alerta.
—Lo sé, pero es difícil no emocionarse. La gente mataría por estar en mi lugar.
—¿Sí?
—Sí, supongo que sí.
—Bien —responde asintiendo con la cabeza—. Esa es la actitud que necesita. —Entonces mira a mi izquierda—. Tengo los FLUN aquí debajo. Pensé que sería mejor apartarlos de los otros.
—Claro. —Los maletines también están cerca. Al lado, el diario del científico.
—Antes no podía dormir y empecé a leer ese diario. —Me mira a los ojos—. Dígame, hay algo que no comprendo…
Justo en ese preciso instante, un aullido felino pulveriza el silencio. Se trata de Abs. De repente el rayo se ha agudizado con una violenta pureza, ha chocado contra su mano oscilante y le ha abierto un agujero en la palma. Después de sentir el olor a carne quemada, se produce una erupción de gritos y alaridos a pleno pulmón a medida que el resto se despierta. Abs tiene los ojos como platos por el dolor. Me doy la vuelta. El director, balanceándose, sigue observándome. Entonces mira a un lado, ve el rayo que se despliega recto y puro, y a mí justo delante, imperturbable. Aparte del miedo hay algo más en su mirada: una sospecha, la comprensión de lo que ocurre, una acusación.
Retrocedo y tropiezo con los FLUN; los envío a la otra punta. Vuelvo a mirar y el director ha desaparecido. Se oyen más gritos, los fuertes golpes de los cuerpos al caer, muebles apartados a un lado, los arañazos de uñas y garras por el suelo de madera. Y después llega el silencio.
Me quedo quieto, esperando oír algún ruido. Entonces oigo un largo y serpenteante aullido. Viene del ala este. Todos han huido hacia allí, lejos del rayo. Luego llega el sonido de los susurros: colectivos, intensos y acusadores. Después se oye un gemido de un solo tono; no es producto del miedo, sino del ansia y el deseo. El resto se une con rapidez. El pánico se apodera de mi corazón hasta cuando empiezo a correr. Se están dando cuenta, y tengo que moverme.
Salto y me pongo en pie. Ahora el rayo está en su máximo apogeo, parece una cuerda tensa que llega hasta la pared del fondo. Algo viene hacia mí, como en un destello, saltando entre muebles y estanterías. No lo veo definido. Saltando a velocidad de vértigo, Abs se abalanza sobre mí.
Cierro los ojos. Estoy muerto.
Entonces estalla un horrible grito, seguido por el sonido de piel chamuscada. El rayo. Abs ha caído justo encima y le ha quemado gran parte del pecho. Está en el suelo, al otro lado del rayo, tapándose los ojos con el brazo y con la boca torcida en una horrible mueca de dolor.
Corro a toda prisa, a cuatro patas por el suelo. Tropiezo con una mesa que hay tirada y, al caer, con el rabillo de ojo veo el contorno difuso de los otros avanzando por el pasillo hacia mí, cubriéndose los ojos a una velocidad casi obscena. Sus chillidos me perforan los tímpanos como uñas afiladas.
Caigo al suelo y me golpeo la cabeza contra algo duro y metálico. Empieza a salir sangre, y de inmediato los gruñidos se elevan a la máxima potencia.
Extrañamente sincronizados, saltan hacia mí, con el brazo izquierdo se cubren la cara y con el derecho me señalan con las uñas. Al mismo tiempo, sus gruñidos se convierten en gritos cuando caen encima del rayo. Como si fueran uno solo, salen despedidos hacia atrás.
Un horrible olor fétido a carne podrida y piel quemada me golpea los sentidos. Pienso en moverme, pero me ciega la sangre que me cae por el ojo derecho desde la ceja. Me limpio con la manga y entonces veo que los cazadores se ponen en pie y, dirigidos por el deseo, se mueven precipitadamente. Es mi sangre. Se vuelven locos por su fuerte y fresco aroma.
Vuelven a mí, pero esta vez lo hacen de manera más inteligente. En lugar de intentar atravesar el rayo, escalan por las paredes y cruzan la sala por el techo.
Eso me hace apresurarme, la adrenalina se me dispara sin apenas darme cuenta. Un maletín de los FLUN. Con eso me he golpeado la cabeza. Y debajo, el diario del científico. Sin pensarlo, mi instinto hace que lo coja por el bramante, que parece la cola de una rata esquelética, y me lo meto debajo de la camisa. Noto el lomo en mi estómago. Entonces cojo el maletín y lo arrastro. Ahora me rodean la agitación, y los aullidos, de dolor y deseo. Corro hacia las puertas por el estrecho pasillo que lleva hasta el vestíbulo.
Pero entonces…
Uno de ellos, Phys–Ed, cae justo delante de mí, como una estalactita que se desprendiera del hielo negro. Un milisegundo después le doy un puñetazo y consigo pillarlo por sorpresa. Cuando intento sortearlo, me alcanza y me roza el hombro («¿Me ha cortado? ¿Me ha cortado?»), lo que hace que me ponga a dar vueltas. Mientras giro se abalanza sobre mí. Las fuerzas me flaquean en los brazos, pero sigo agarrando el maletín, que de repente se abre y le golpea la cara a mi rival mientras el FLUN del interior vuela por los aires y va a parar al suelo.
El impacto le aturde de momento. Me lanzo a por el FLUN y apenas lo cojo cuando Phys–Ed me agarra por el tobillo y me empieza a arrastrar hacia él con una fuerza tal que casi podría arrancarme la pierna. Noto que sus uñas me perforan los vaqueros y me alcanzan la piel.
Entonces grito, casi sin darme cuenta de que le he quitado el seguro al FLUN.
El me estira en su dirección, tiene mi pierna a la altura de su cara, y empieza a abrir la boca mientras muestra los colmillos.
Aprieto el gatillo, y el rayo de luz me da en el pie. Pero es suficiente para que me suelte. Por un momento se acobarda, pero después se arroja sobre mí.
Esta vez le doy justo entre los ojos. Cae como si le hubieran dado un mazazo en la cara.
Detrás de él, el resto se aproxima hacia mí a la carrera.
Phys–Ed grita de dolor y se pone de pie con un salto. De la frente le sale un cremoso pus. Necesito ajustar el FLUN a la máxima potencia, pero ahora no tengo tiempo de andar trasteando con la configuración: en cuanto lo haga, se me echarán encima.
Crimson Lips, que grita como una hiena, vuela en mi dirección.
Disparo la última carga y le doy en el pecho; ella se lo agarra con firmeza al caer, aullando por el daño. Pero al cabo de un momento vuelve a estar en pie, con una horrible cara de dolor y deseo.
—¿Quién quiere más? —les grito—. ¿QUIÉN QUIERE MÁS?
Ellos paran en seco. Sus colmillos están conectados al suelo por una cascada de saliva. En su mirada hay una mezcla de incertidumbre y pura lujuria. Mueven la cabeza hacia delante y hacia atrás, bruscamente, y les rechinan los dientes.
—¿Quién quiere más? —Es pura fanfarronería. Acabo de disparar la tercera y última carga. Lo único que puedo hacer es engañarlos.
—¿Tú? —exclamo apuntando el FLUN a Gaunt–Man, que está a unos centímetros de mí—. ¡¿O mejor tú?! —berreo mientras agito la pistola hacia Frilly Dress. Estoy retrocediendo hacia las puertas principales.
Por cada paso que retrocedo, ellos avanzan unos diez metros. Su griterío se oye cada vez más. Cuesta descifrarlo. El deseo individual empieza a sobresalir por encima del miedo colectivo. Al frente, Phys–Ed está agazapado, preparado para saltar. No me van a dejar que me retire mucho más.
—¡Vosotros sois los animales! ¡Vosotros sois los hepers! —vocifero mientras me doy la vuelta y les tiro el FLUN descargado.
Como si formaran parte de un coro demente, gritan al unísono.
Al final, lo que me salva es lo mismo que amenaza con acabar conmigo: su deseo insaciable por mi sangre. Phys–Ed está a punto de saltar hacia mí, pero los demás lo derriban. Avanzan en tromba y tropiezan con él. Eso me da una ventaja de dos segundos, que es todo lo que necesito.
Corro desesperado hacia la salida de emergencia; cincuenta metros después, cuando ya siento que me agarran por la espalda y me rozan la nuca con las uñas, salto y me agarro a la barra de la puerta. Nunca olvidaré la sensación del contacto con el frío metal. Con el impulso, la barra cede, la puerta se abre y una blancura cegadora me inunda. El pinchazo que siento en los ojos es de hermoso dolor.
Sus gritos, que antes estaban teñidos de deseo, ahora se han cargado de dolor y agonía. Oigo cómo se retiran a toda prisa.
Pero aún no he terminado con ellos. Ni siquiera voy por la mitad. Vuelvo a empujar la puerta, veo que huyen como ratas, y la mantengo abierta con el maletín. Entra luz suficiente a la biblioteca y las alas más distantes como para que no puedan dormir y se retuerzan de dolor durante el resto del día.
—¡Dulces sueños, animales! —grito a modo de despedida.
Pero entonces oigo por el vestíbulo una voz ronca y frágil por la rabia;
parece un escupitajo rancio que quiere salir de la garganta. Gaunt–Man.
—¡¿Crees que puedes escapar?! —chilla desde la oscuridad del interior—. ¿Crees que nos has vencido, heper estúpido? ¿Te crees muy listo? ¡Mira, heper sudoroso y apestoso, sólo acabamos de empezar! ¡Será mejor que corras! ¿Me oyes? Porque en cuanto llegue el anochecer, todos saldremos en tropel por ti, a hacerte pedazos. ¿Me oyes? Viniste aquí por una caza, ¿no? ¡Pues bueno, eso es lo que vas a conseguir! ¿Lo pillas? ¡Vas a tener una caza!
En el edificio principal, la gente sigue durmiendo. Mis pasos resuenan por los oscuros y vacíos pasillos. Paso por la sala del banquete. Su interior parece una cueva de murciélagos. Colgados boca abajo de la araña principal, duermen montones de personas; sus sombrías siluetas se balancean como un mechón pútrido de pelo atascado en una tubería. En un lateral, pendiendo de los conductos del aire, hay un grupo de periodistas con las cámaras al cuello, casi tocando el suelo.
Ashley June no contesta cuando golpeo en su puerta. La abro. La habitación está vacía. Está arriba, en el centro de control, como me dijo, delante de los monitores que controlan la situación.
—Hola —saludo con cuidado al entrar, no la quiero sobresaltar. Los rayos torcidos del sol penetran inundando el espacio de claridad. Voy hacia ella.
—Hola. Se supone que tienes que estar durmiendo. —Da media vuelta—. Creo que he encontrado el sitio ideal para esconder…
—Ashley June.
—¿Qué ocurre? —Ve mi expresión. Sacudo la cabeza.
—Gene, ¿qué pasa?
—Lo siento.
Me mira con atención, estudiándome.
—Dime qué ocurre, Gene.
—Algo terrible.
Se sienta y me coge del brazo con la mano.
—¿Qué ha ocurrido?
—Todo ha terminado para mí.
—¿Qué quieres decir?
Se lo explico. Los cazadores en la biblioteca, el rayo de sol, y su descubrimiento. La alarma se extiende por su rostro.
—Todo ha terminado —repito—. Van a por mí. En cuanto se ponga el sol, me cazarán.
Se levanta y se distancia de mí unos pasos. Tiene los brazos rígidos a los costados, y la cabeza en dirección al suelo. Está pensando.
—Tenemos los FLUN. Podemos volver a la biblioteca y cogerlos.
—Ashley…
—No, escucha, podemos hacerlo. Nadie más lo sabe, sólo los cazadores que hay en la biblioteca.
—Ash…
—Si los sacamos, no se enterará nadie, y tu secreto estará a salvo.
—Es una misión suicida…
—Tenemos los FLUN…
—Sólo queda uno. Usé el otro. Y está enterrado en algún lugar de la biblioteca, no sé dónde. Ellos son más que nosotros, son muy rápidos, tienen mucha fuerza, garras y colmillos…
—Entonces lo encontraremos, lo pondremos a la máxima potencia, es letal…
—¡No lo encontraremos!
—Podemos…
—Ash…
—¿Qué? ¿Qué quieres que diga? ¿Qué otra opción tenemos? —Empieza a sollozar desconsoladamente.
Voy hasta ella y la cojo entre mis brazos. Tiene el cuerpo frío. Está temblando.
—Tenemos que intentarlo. Tenemos que seguir buscando respuestas —me anima.
—Todo ha terminado. Lo hemos hecho lo mejor posible, pero ya no podemos hacer nada más.
Se separa llorando. Cierra los puños, y las manos se le ponen más blancas. Entonces su respiración se acompasa y su cuerpo alcanza una perfecta quietud. La calma de una persona que ha tomado una decisión.
—Podemos hacer nuestras vidas en el Domo —explica en voz baja, aún mirando por la ventana, de espaldas a mí.
—¿Cómo?
—El Domo. Sobreviviremos como lo han hecho los hepers durante años.
—Pero ¿qué dices? No me lo puedo creer…
—Funcionará. Siempre está en piloto automático. Sale al anochecer y baja al alba. Nos protegerá siempre.
Me quedo mirando su espalda. Ya no puedo más, viéndola por detrás. Voy hasta donde está, la cojo del brazo y le doy la vuelta.
Su cara traiciona la serenidad de su voz. Las lágrimas le caen por las mejillas.
—Ashley…
—Es la única opción para nosotros. —Me mira a los ojos—. Y tú lo sabes, ¿verdad?
«Nosotros.» La palabra resuena en mis oídos.
—No dejaré que… Es a mí a quien quieren ahora —le explico—. Tú puedes seguir con tu vida.
—¡La detesto! Más que tú.
—No, se te da bien. Te he visto, podrías continuar…
—¡No! La odio con todas mis fuerzas. Jamás podría volver a eso yo sola. Fingir, ocultar el deseo. —Sus ojos adoptan una emoción que al principio creo que es enfado. Pero luego dice—: Tú me lo has provocado, Gene. Y ahora no puedo volver; sola, no; sin ti, no. —Inspira—. El Domo. Ahora es la única manera de que podamos estar juntos.
—El Domo es una cárcel. Al menos, aquí serás libre.
—Aquí soy prisionera en mi propio cuerpo. Los deseos contenidos, las sonrisas reprimidas, las rascaduras falsas, los colmillos… Todo eso compone los barrotes de una cárcel más profunda.
Las ideas bullen en mi cabeza, como en una espiral destinada al fracaso.
Pero sus ojos hacen que todo vaya más lento, me anclan. Entonces voy hacia ella, incapaz de hacer otra cosa, y tomo su cara entre mis manos; le acaricio las mejillas, recorro su mandíbula con los dedos, los pómulos, le froto el lunar, mojado por las lágrimas.
—Vale —concedo, sonriendo a pesar de la situación—. Vale, hagámoslo.
Ella me sonríe también y, al cerrar los ojos, salen más lágrimas. Ella me atrae hacia sí y me abraza con fuerza.
De repente llega del exterior un fuerte grito penetrante. Nos miramos. Entonces oímos otro alarido, impregnado de dolor y agonía. Silencio. Después llega otro abrumador. Corremos a la ventana.
Alguien ha conseguido salir de la biblioteca. Phys–Ed. Por encima de la cabeza sujeta una capa solar, pero ésta no está concebida para emplearse a plena luz del día, así que el impacto del sol es inmediato y devastador. El cazador se tambalea, vuelve a ponerse en pie, y las piernas le empujan con propulsión esponjosa. A medida que se acerca, veo que su piel, que brilla con una palidez casi radiactiva, empieza a supurar bajo el fuerte sol, y el pus le sale de las órbitas de los ojos. No para de gritar incluso cuando sus cuerdas vocales empiezan a desintegrarse. Aunque la capa solar no es perfecta, de algo sirve, pues va a conseguir llegar al edificio principal. Una vez allí, podrá alertar a los otros sobre mí, y decirles que soy un heper infiltrado, un heper en este edificio.
Ashley June analiza la situación con una precisión escalofriante.
—Ya no nos queda tiempo hasta el anochecer.
Incrédulos, vemos cómo Phys–Ed abre las puertas principales y logra entrar. Ya está dentro.
Sacudo la cabeza sin poder creérmelo.
—Deberías irte. Sólo saben lo mío. No deben verte conmigo. Eso te implicaría, serías culpable por asociación.
—Me quedo contigo, Gene.
—No. Intentaré escapar al exterior. Puedo conseguirlo si me doy prisa. Tú ven cuando puedas. Si no es hoy, hazlo mañana. Nos encontraremos en el Domo. Mientras no sospechen de ti, todo irá bien. Sólo van a por mí.
Un aullido horrible se propaga por el pasillo, un chillido que retumba por todo el edificio. Los ruidos rebotan por las paredes. Se oyen golpes a lo lejos. Otro aullido, no tan estridente pero con más angustia.
De golpe ella se paraliza. Veo que se da cuenta de algo que la deja estupefacta. Se queda rígida del terror.
—¿Qué pasa?
Ashley June se separa de mí. Cuando habla, la voz le tiembla. No puede mirarme.
—Gene, vete atrás. Mira por los monitores de vigilancia para ver qué pasa.
—¿Qué vas a hacer tú?
—Me quedaré aquí —responde con un tono extraño en la voz y mirada esquiva.
Me dirijo a las pantallas con curiosidad por saber qué está pasando alrededor del Instituto. Al principio, se ve poco movimiento. Los invitados siguen durmiendo. Todo se ve gris y tranquilo. Pero entonces un monitor de un rincón me llama la atención. En el vestíbulo, Phys–Ed se retuerce en el suelo mientras pedalea con las piernas en el aire. Tiene la boca abierta, como en un bostezo silencioso. Pero sé perfectamente que no se trata ni de un bostezo ni es silencioso. Es un grito espeluznante. En el monitor de la sala del banquete, la gente, aún colgando de la araña, empieza a despertarse. La lámpara empieza a temblar. En los otros monitores se ve que los que cuelgan de los conductos del aire empiezan a abrir los ojos.
—¡Debo irme ya! —le grito a Ashley June mientras me preparo para salir corriendo.
Pero ella ya no está.
No sé qué pensar de su desaparición repentina. «Me ha oído», pienso, pero de alguna manera no tiene pinta de ser verdad. Pasa algo más.
Abro la puerta y salgo del centro de control. El pasillo está vacío.
Grito su nombre a pleno pulmón. Ya no me importa que los demás me oigan. La única respuesta que obtengo es el sonido del eco que vuelve hacia mí. No tengo ni un segundo que perder. Corro a toda velocidad por el pasillo, y doblo por el siguiente. Después de haber estado en la claridad, el pasillo está negro como el carbón. Si consigo alcanzar a Phsy–Ed antes que nadie, podré quitármelo de en medio. En los sentidos literal y figurado. Eso lo mantendría callado y me daría tiempo; por lo menos, hasta el anochecer.
De repente comprendo que es precisamente ahí adonde se ha dirigido Ashley June. Al vestíbulo, a eliminar a Phys–Ed. Sabe que yo nunca habría dejado que se fuera.
Con una mezcla de frustración y ternura, corro a toda prisa por el segundo pasillo y luego empujo las puertas de la salida de emergencia que llevan a la escalera. Desde allí, miro por el oscuro agujero y oigo los gritos y alaridos. Los pasos fuertes de las botas, el rebote precipitado de los pies desnudos chocando contra las paredes y la escalera. Se abren y cierran puertas. Los sonidos me llegan flotando de manera indiscriminada, como ecos que rebotan desde lejos.
Ya es demasiado tarde.
Ya lo saben. Ahora ya lo saben todos.
Entonces, como un cañonazo, parece como si las puertas explotaran al abrirse unos pisos más abajo. El rebote histérico de los pies al subir la escalera de cromo, el sonido de las uñas por el pasamanos. Subiendo. Hacia mí. Como un enjambre de avispas, el zumbido colectivo vuela en mi dirección. Entonces sube un berrido primario por el hueco de la escalera. Me han olido. Vienen a por mí.
Doy media vuelta y empiezo a correr. Hago el camino de regreso hasta el centro de control. Raudos y veloces, sus gritos rebotan por las paredes. Sólo dos pasillos más, sólo dos.
Me encuentro al final del primero, a punto de girar para tomar el segundo cuando oigo abrirse las puertas de la escalera. «Más rápido, más rápido.»
Tengo en la mano el pomo de la puerta del centro de control. Lo giro. Se me resbala. Lo cojo con las dos manos y lo estrujo como un torno de banco. La puerta se abre y me meto por el agujero. Lo cierro en seguida.
Se oye el portazo. Un segundo después, un estruendo enorme aporrea la puerta desde el otro lado. Se trata de una carrera por llegar al pomo. Salto y pulso el botón de cierre. Al momento, el tirador gira en mi mano pero luego se detiene por el cierre. Estalla un aullido terrible. Después, un retumbo. Están arremetiendo contra la puerta.
Retrocedo hasta el fondo del centro de control. La puerta no aguantará mucho más. A lo sumo, unos diez golpes. La reventarán y se dará paso a la piel del color de alabastro, los colmillos relucientes y los ojos salidos de deseo de los dementes. La luz del sol no bastará para detenerlos. De buen grado soportarán las llagas en la piel y la ceguera temporal con tal de conseguir una gotita de sangre heper.
Los monitores de vídeo, que hace tan sólo unos momentos apenas mostraban movimiento, se han convertido ahora en un despliegue vertiginoso de acción. En todas las pantallas se ve a la gente saltar por los pasillos, en camisón y pijama, con los ojos encendidos. Todos lo saben. Que estoy arriba, en el centro de control.
¡Bum! Los golpes se oyen cada vez más: hay más gente, y son más fuertes. Del otro lado me llega el sonido de los arañazos, los aullidos y los gritos. Y también de los jadeos, la risa de los locos.
Cojo una silla metálica de oficina y la lanzo contra la ventana. Rebota inútilmente como una pelota de ping–pong. Me doy la vuelta mientras busco otra salida. No la hay.
Ahora todos los monitores muestran borrosamente la energía del despertar de la bestia colectiva. Todos menos uno: el del extremo de la derecha en la tercera fila. Hay algo que atrae mi atención, no por el movimiento sino por la quietud. Una figura solitaria de pie, ligeramente encorvada, que escribe algo.
Es Ashley June. Me invaden el alivio y una extraña sensación de orgullo: ha conseguido escaparse. A juzgar por las ollas y sartenes que cuelgan detrás, debe de estar en la cocina. Entonces veo que de repente levanta la cabeza como si hubiera oído algo. Yo también lo oigo. Un chillido horripilante que vibra por las paredes del edificio. Hace una pausa, vuelve a poner el bolígrafo sobre el papel y empieza a escribir. De golpe se detiene y mira arriba con la boca abierta.
Se ha dado cuenta de algo. Se le ha encendido la bombilla.
Vuelve a inclinarse sobre el papel, y veo su mano borrosa escribir con furia. Los gritos y gemidos se suceden por todo el edificio.
Entonces se detiene, y traza una mueca de indecisión. Sacude la cabeza, tira el bolígrafo enfadada y dobla el trozo de papel. Corre a una abertura que hay en la pared y lo coloca dentro. ¿El horno? Entonces da un puñetazo a un gran botón, que se enciende iluminándole la cara. Las lágrimas le caen por las mejillas. Eleva la cabeza y una expresión de terror se propaga por su cara. Lo puede oír. El aullido de deseo de arriba, que viene hacia mí.
¡BUM! Éste es el golpe más fuerte y abolla la puerta. Han partido la bisagra superior como cuando un hueso roto rasga la piel. No aguantará más de un par de golpes.
Decido que así es como moriré. Sin mirar a la puerta mientras cede, con la vista fija en la imagen de Ashley June en el monitor. Que sea eso lo último que vea. Que mi muerte sea rápida. Que ella sea lo último en lo que piense.
De repente veo que hace algo extraño. Agarra un cuchillo que tiene una larga hoja espiral. Lo coloca en la palma de la mano izquierda y, antes de que yo pueda comprender por qué, lo aprieta.
Abre la boca y grita del dolor.
Entonces comprendo. Y chillo: «¡Ashley June!».
En el monitor, ella suelta el cuchillo y sale corriendo.
¡BUM! La puerta se abolla hacia dentro pero resiste. Mínimamente. Sólo podría aguantar un golpe más. Entonces, de repente, un lamento febril explota en el otro lado. Oigo los arañazos en el suelo, las paredes y el techo. Se alejan de la puerta. Después, el silencio. Se han ido todos.
Miro al monitor y veo a Ashley June volando escaleras abajo, con la melena detrás. Salta de un rellano al otro; apenas toca el suelo, ya salta al siguiente tramo. Va al piso inferior, a «La presentación».
En los otros monitores veo hordas de gente bajar la escalera en una estampida sincronizada. Por la sangre y la carne de una heper virgen.
Se mueven en perfecta coordinación, sin hablar pero feroces; la velocidad borrosa es increíble en las pantallas. La fuerza de la gravedad aún les confiere más celeridad al bajar por la escalera. Como la lluvia negra.
Con expresión de pánico, Ashley June se apresura. Cada vez que toca con los pies en el suelo, con la mano izquierda agarra la baranda, gira rápidamente alrededor y salta al siguiente rellano.
La lluvia negra sigue cayendo y acercándose a ella.
Al final llega al piso de abajo. Tiene la cara roja, está sudando y se le ha formado un círculo alrededor del cuello. Tiene mechones de pelo pegados a la cara por el sudor. Se ha quedado casi sin respiración, vuela hacia las puertas que llevan a «La presentación».
Ellos caen detrás, como una viscosa cascada negra, salpicando las paredes y el suelo. Van directos al objetivo.
Ashley June consigue colarse por el pequeño agujero que hay entre las puertas, milagrosamente abiertas. Acto seguido, una docena de ellos saltan justo en el mismo sitio. Sin embargo, la masa los atasca e impide que puedan deslizarse entre las puertas. Ella tiene tiempo, quizá unos segundos más de vida.
Cambio a otro monitor. Ahora veo lo que ha estado planeando todo este tiempo. Se dirige a la cámara donde vivía el viejo heper. Pasa corriendo un poste, las manchas oscuras en el suelo, y llega hasta la puerta en forma de boca de alcantarilla de la cámara, que está abierta. Tres personas, dos hombres y una mujer, han conseguido colarse; están completamente desnudos, pues a lo largo de la persecución se han ido quitando la ropa y están cada vez más cerca de ella. Tienen las bocas completamente abiertas porque están gritando; no oigo nada a través del monitor, pero a Ashley June debe de destrozarle los oídos. Con unos metros de ventaja, corre hasta la abertura. Coge la barra con el brazo mientras se cuela dentro, y cierra con un golpe sordo que levanta una polvareda. Los tres se quedan fuera, hacen un círculo, tensan los músculos y, con los dedos, tantean los bordes de la tapa intentando abrirla.
Horrorizado, veo que empiezan a levantarla. Ella aún no ha podido poner los cierres. La puerta de acero se levanta lo suficiente como para poder pasar los dedos por debajo. Pero, de pronto, irrumpe un montón de cuerpos, que aporrean a los tres primeros. Hay figuras desnudas por todas partes, codos que buscan hacerse un hueco, brazos luchando al azar en el aire. La tapa vuelve a su sitio. Sigue sin moverse, incluso con decenas de manos agarrando los bordes. Ashley June ha colocado los cierres.
«¡Corre! —me grita una voz en mi cabeza. Es mi propia voz, que me da órdenes—. ¡Corre!»
Sin embargo, tengo los pies pegados al suelo; no puedo apartar la vista de los monitores. Necesito estar seguro de que ella está bien.
«Está bien —me repite mi voz—. Está encerrada, no hay manera de que puedan llegar a ella. Todo el mundo lo sabe.»
O no tardarán en saberlo. Entenderán que no pueden acceder a la heper virgen. Entonces recordarán algo más, de repente: al heper virgen que sigue en el centro de control. Y que éste a diferencia de su compañera, está muy a mano.
«¡Corre, Gene! —Esta vez no se trata de mi voz, sino de la de Ashley June—. ¡Corre! ¡Ésta es tu oportunidad de escapar!»
Por eso se ha cortado la palma de la mano y ha hecho que la siguieran hasta «La presentación». Para ofrecerme una mínima posibilidad de huir al exterior.
«¡Corre, Gene!» Y le hago caso.
En los pasillos reina, de momento, un silencio sobrecogedor. En el hueco de la escalera sólo se oye un leve murmullo, un remanso de silbidos. Tengo que bajar cuatro pisos, en su dirección, para llegar a la planta baja y salir.
Pongo el pie en el primer escalón… y es como si sin querer hubiera apretado un botón. Acto seguido, se oye un rugido; un bramido de rabia, frustración, descubrimiento y deseo. Y después, una colección de sonidos: uñas, dientes, silbidos y desgarros que retumban por las paredes y la escalera. Hacia mí.
Apenas han pasado unos segundos, y ya vienen.
Salto al siguiente rellano, hacia ellos, y el impacto envía una reverberación que me golpea las piernas y la columna. Parecía más fácil cuando se lo vi hacer a Ashley June. Agarro la barandilla con la mano izquierda e, imitándola, giro alrededor y salto al siguiente descansillo, con el cuerpo aún sacudido.
Los rugidos que vienen de abajo se hacen más intensos. Es mi miedo, que se propaga en olas, y que ellos huelen. Me arrojo al siguiente rellano, sólo uno más, mientras ellos vienen a la carrera hacia mí. El impacto es como un golpe bajo para el hígado. Las piernas me fallan, pero me protegen el diafragma. Me doblo de dolor. Veo colores: amarillo, rojo y negro.
Me levanto, apretando los dientes, y me lanzo al siguiente rellano, el de la planta baja. Miro por el agujero antes de aterrizar, y veo manos con uñas largas en la barandilla, un torbellino de cuerpos destellando por la escalera con los ojos resplandecientes por la oscuridad. Un aceite negro que se desparrama en mi dirección.
Cruzo las puertas a mi izquierda, consigo que las piernas me respondan. Doblo a la derecha dos veces, luego a la izquierda y después encontraré el vestíbulo. Estoy a veinte segundos.
Ellos, a cinco o diez.
Con ácido láctico en las piernas, me esfuerzo por llegar a la salida, haciendo caso omiso de la certeza matemática de mi propio fracaso. Esa es la expresión exacta que se me mete en la cabeza: «La certeza matemática de mi propio fracaso».
Giro a la derecha, sabiendo que me quedan, como mucho, dos segundos de vida.
Corro por el pasillo; ya no queda nada de mi forma, tan sólo una muñeca de trapo impulsada por el miedo que mueve los brazos sin control.
Cinco segundos más tarde, al desembocar en el vestíbulo, sigo vivo. Casi no me lo puedo creer.
Deben de haber pasado la planta baja pensando que yo seguía arriba, en el centro de control. Estoy a salvo. Lo voy a conseguir…
De repente se oye un zambombazo. Han entrado de súbito, y ya corren por los pasillos hacia mí, a la velocidad del rayo, ahora motivados por el pánico de poder perderme con el sol del exterior. Un mar negro, una marea de ácido negro que se acerca.
Hundo los pies en la regia alfombra turca del vestíbulo. Giro a la izquierda. Allí. Las puertas principales de doble panel, finamente bordeadas por la luz del día en el exterior. Veinte metros para la libertad. Despego en esa dirección, la energía que me quedaba ha desaparecido hace rato, pero, de algún modo, cojo velocidad.
Por detrás me siguen las voces perturbadas y los arañazos, que resbalan y rebotan, en el mármol.
Sólo diez metros. Extiendo los brazos para llegar al mango de la puerta. Algo me sujeta por el tobillo.
Se trata de una sustancia caliente y pegajosa, pero con la suficiente solidez para agarrarme y tirarme al suelo.
Caigo con un golpe sordo, y el aire sale como si hubieran aplastado una gaita.
Phys–Ed, o la esponjosa pegajosidad que queda de él, por lo menos, me sujeta del tobillo y me arrastra hacia sí. El pus amarillo le cae por la cara de pizza. Hace ademán de silbar con la boca, a la que le faltan dientes (veo que se le han caído y los tiene desparramados por el pecho o el suelo), pero lo que le acaba saliendo es un embrollo chapucero de quejidos.
Le doy una patada con el pie pero él me agarra más fuerte.
—¡Grrr! —le grito—. ¡GRRRR!
Lo golpeo con el otro pie; aunque no consigo darle en la mano sí en la cara. Me hundo en la masa pegajosa y se me revuelve el estómago; noto su ojo contra mi planta antes de llegar al hueso. O lo que queda de él. Más que explotar, es como si su cabeza se le fuera pelando por el cuello.
No tengo tiempo que perder. Estoy de pie, con la mano sobre el mango de la puerta y empujando para abrir. La claridad es cegadora, pero no me detengo. Y menos, con los aullidos de rabia y frustración detrás. Corro con los ojos entornados, apenas puedo ver, golpeo la arena fuertemente con los pies en un intento de aumentar la distancia entre la salida y yo. No me detengo, ni siquiera cuando ya estoy lo suficientemente lejos, sigo corriendo y gritando «¡Grrr, grrr!» sin saber si es de rabia, victoria, amor o miedo. Continúo chillando hasta que prorrumpo en sollozos; ya no corro, sino que estoy tendido boca abajo en el suelo, agotado. Cojo arena con las manos y la suelto; la tengo por todas partes: en los puños, en las fosas nasales, en la boca, y en la garganta. Los únicos sonidos que oigo son mi respiración entrecortada y mis ásperos sollozos; mis lágrimas, bañadas por la maravillosa y dolorosa luz del día, caen al suelo.
Mientras me recupero y me encamino al Domo, me he quedado sin energía, emociones o pensamientos. De la paliza que les he dado en la escalera, mis huesos aún tintinean. Me examino los tobillos: no están hinchados y, lo que aún es más importante, no tienen cortes ni rasguños en la zona por donde me han agarrado.
Reina el silencio. Ni siquiera se oye soplar el viento. Doy un gran rodeo a la biblioteca. No es que esté demasiado preocupado por si sale un cazador, sobre todo porque no hay capas solares, pero no quiero correr riesgos. Me parece oír un silbido, húmedo y lujurioso, en el interior. No obstante, a medida que me aproximo al Domo, ese silbido se desvanece.
Mientras tanto, todo está tranquilo en la aldea heper.
—¡Eh! Silencio.
—¡Eh!
Entro en una cabaña de barro. Está vacía, como suponía. La siguiente, también. Las motas de polvo flotan entre los rayos de luz.
Todos los sitios a los que voy están igual. Vacíos. No se ve ni un heper. Ni en el huerto ni bajo los manzanos ni en el campo de entrenamiento ni en ninguna de las cabañas.
Se han ido. Por lo que entiendo, lo hicieron a toda prisa. Dejaron el desayuno a medias: hay rebanadas de pan mordisqueadas, y vasos de leche medio llenos. Examino las llanuras por si distingo algún punto moviéndose, o una nube de polvo. No se les puede ver por ninguna parte.
El estanque me ofrece el alivio que busco: agua. Además de espacio, luz del sol y silencio. Bebo un gran trago y luego me tumbo, con la pierna y el brazo derechos sumergidos en el agua fresca. Dentro de unas cuatro horas, las paredes del Domo subirán, sin sus ocupantes anteriores. Los sustituirá uno nuevo; no, un ocupante no: un prisionero. Porque eso es lo que me va a parecer cuando esté solo entre estas paredes de cristal. Encarcelado, como Ashley June entre las paredes del pozo, en los bajos y oscuros recovecos de la tierra.
¿Cuánto tiempo puede durar allá abajo? Dijeron que el heper viejo había almacenado comida y agua suficientes para aguantar unos tres o cuatro meses. Pero ¿cuánto tiempo podría durar, sola en el frío y la oscuridad, antes de perder toda esperanza? ¿Cuánto se puede resistir antes de volverse loco, sometido al constante golpeteo de una puerta?
Y ¿por qué lo ha hecho?
Conozco la respuesta. Es obvia, pero no la comprendo.
Ha sido por mí. En cuanto ha visto al hombre con la capa solar entrando en el edificio principal, ha sabido que yo sería hombre muerto en cuestión de minutos. Ha hecho lo único que podía salvarme.
Paso la mano por encima de la gravilla, dejando que se me clave en la palma. Me muerdo el labio inferior, incapaz de quitarme de la cabeza que se me escapa algo realmente importante. La imborrable sensación de que estoy holgazaneando cuando tendría que estar dándome prisa. Debería hacer algo, pero ¿qué? Doy una palmada de frustración, y dejo que el agua me salpique la cara y el cuerpo.
Me siento. ¿De qué me olvido? Vuelvo a visualizar las últimas imágenes de Ashley June en orden inverso: saltando al pozo, corriendo a «La presentación», bajando la escalera, escribiendo una carta en la cocina, tirándola en un horno…
De golpe doy un salto.
No se trataba de un horno. Era el umbilical.
Me pongo en pie y corro hacia allí. Incluso a metros de distancia, veo la luz verde que parpadea por encima de la puerta. Llego al cabo de segundos. Tiro para abrir.
Ahí está. En la esquina hay un pequeño trozo de papel doblado.
Al abrirlo, se arruga un poco entre mis dedos. Es una breve carta, escrita a toda prisa o, mejor dicho, frenéticamente.
Gene,
Si lees esto, es que lo has conseguido. No te enfades conmigo. Ni contigo. Era la única manera.
No me va a pasar nada. Me has dado algo de lo que poder acordarme. Da igual lo oscuro que esté o lo sola que me encuentre ahí abajo, siempre tendré los recuerdos que compartimos. Esas horas en las que aún tenemos tiempo. Haz que los hepers regresen. Cuando regreses, mientras todos vayan hacia ellos, aprovecha para venir a buscarme. Estoy en la prese. T espero.
Sé rápido, establ
No olvides nunca
Así termina la carta, al parecer a media frase. Hacia el final tuvo que apresurarse y, presa del pánico, escribir rápido sacrificando la gramática.
La leo una y otra vez hasta que las palabras se me graban en la memoria, hasta que caigo en la cuenta de cuán imposible es lo que me pide.
«Haz que los hepers regresen.» Con la voz de Ashley June, esas palabras me hablan con una autenticidad fascinante. Oigo el susurro y el apremio en las inflexiones de su voz. Pero yo ya no puedo hacer nada, y ella tiene que saberlo. No puedo hacer que regresen. Los hepers se han ido, y no tengo ni idea de dónde están. Tampoco puedo salir a explorar las Vastas al azar, esperando tropezarme con ellos. Eso equivaldría a meter la mano en la arena del desierto con la esperanza de encontrar una moneda perdida hace tiempo. Entonces, cuando llegue la noche y siga allí, será el fin. Me olerán y me atraparán, como al resto de hepers.
Abro los ojos y dejo que penetre el sol, esperando que la luz borre sus palabras de mi mente. Voy hacia el campo de entrenamiento, en busca de algo con lo que poder desahogarme: una flecha para partir o una lanza que tirar a una cabaña. Pero no encuentro nada. Doy patadas a las rocas, lanzo piedras a las Vastas lo más lejos posible. Durante todo el tiempo, me corroe el sentimiento de que paso algo por alto, que no estoy leyendo bien la carta.
«Haz que los hepers regresen.»
Hago caso omiso de esas palabras, y cojo más piedras. Iré hasta el manzano a ver si…
«Haz que los hepers regresen.»
—¡¿Cómo se supone que debo hacerlo?! —grito al aire—. ¡Si ni siquiera sé dónde están!
«Sé rápido, estable.»
Hago una bola con el papel y lo tiro lo más lejos que puedo.
«Sé rápido, estable.» Sigo oyendo su voz en mi cabeza.
Después de unos instantes, recojo el papel que he tirado por mi teatralidad.
Ahora está más arrugado que un parabrisas roto; las palabras y las frases cuelgan como insectos de una telaraña. Hay una arruga que va de arriba abajo, justo entre «Sé rápido» y «establ».
De repente se me enciende la bombilla y lo entiendo.
Sé rápido, establ
Sé rápido, establ
Sé establ establ
El establo forma parte del ala sur del Instituto. Estoy delante de las puertas de cromo reforzadas y me pongo a escuchar con atención. Silencio. No hay gruñidos, gimoteos ni silbidos.
Preso de la indecisión, tamborileo con los dedos en la pierna. Alcanzo el mango de la puerta y tiro. No cede. Está firmemente cerrada.
Entonces oigo un caballo relinchar. Lo extraño es que el sonido procede del exterior. Me doy la vuelta. Hay un cupé aparcado con el caballo árabe de color azabache aún atado al carruaje. Lo más seguro es que pertenezca a algún invitado que llegó tarde, cuando los empleados ya se habían retirado, y corrió a los festejos dejando el regalo perfecto.
Sé perfectamente que no debo asustarlo acercándome por detrás. Me aproximo en diagonal, dando fuertes pisadas en el suelo. Levanta la cabeza de inmediato, y orienta el hocico en mi dirección.
—Vamos, chico, tranquilo —le digo con el tono más apaciguador que encuentro.
Nervioso, deja ir un bufido y dispara un chorro de saliva. Tiene las fosas nasales grandes y húmedas, casi como si pestañeara de sorpresa. «¿Un heper?», parece estar preguntándose.
Eso es bueno. Un caballo entrenado para identificar hepers. Justo lo que buscaba.
Alargo la mano para que la huela. Me roza los dedos con los cortos bigotes. Le acaricio el cuello, no demasiado suave como si le estuviera haciendo cosquillas pero sí de manera lo bastante firme como para que sea un toque reconfortante y seguro. Le han cepillado bien; con la cola en alto, el cuello arqueado y unos musculosos cuartos traseros, se trata claramente de un ejemplar de buena raza. Además, lo más seguro es que esté bien entrenado.
Aunque al principio está inquieto, no tarda en calmarse. Cuando noto que está listo, suelto la rienda del poste y me lo llevo. Se le oye cabalgar ruidosamente por la gravilla, pero no es que me importe demasiado. Nadie saldrá corriendo a plena luz del día para ir a mi encuentro.
—Buen chico. Eres bueno, ¿verdad? —Se vuelve para mirarme con ojos grandes e inteligentes.
El carruaje también es de primera; con las ruedas bien lubricadas, circula suavemente y sin hacer ruido. El animal resopla, quejándose. Pensaba que lo iba a llevar al establo para que descansara.
—Aún no, bonito. Hoy tenemos que correr un poco.
Vuelve a resoplar como señal de protesta. Sin embargo, se relaja cuando le acaricio el hocico. Lo empujo hacia delante y me sigue, con sólo un poco de impulso. Es un buen caballo. He tenido suerte.
Me monto en el carruaje, dejo a mi lado el diario del científico y tomo las riendas en el asiento del conductor. Seguramente tendría que comer algo antes de que partamos, pero su comida debe de estar dentro del establo. No me puedo arriesgar. Ni perder el tiempo.
—¡Arre! —exclamo, sacudiendo las riendas. El caballo no se mueve.
—¡Arre! ¡ARRE! —grito más fuerte. Se queda inmóvil, sin sorprenderse.
No estoy seguro de qué debo hacer. He montado a caballo, pero nunca he conducido ningún carruaje.
—Por favor —le suplico—, vamos.
Entonces da un relincho y empieza a trotar. Con la cabeza en alto, seguro y orgulloso. Hasta podría llegar a quererlo.
Paro en el Domo para que él pueda beber agua del estanque y yo vaya a buscar algo de ropa de los hepers en las cabañas. Cuando vuelvo, sigue bebiendo; tiene el hocico medio sumergido en el agua. Levanta la cabeza y, en señal de agradecimiento, hace un bufido. Como me parece que está por la labor de cooperar, le acerco la ropa al hocico. Parece que lo comprende; lo aprieta contra las camisas y los pantalones, uno por uno, olfateando en profundidad hasta que está seguro de reconocer el olor. Hace una pausa y vuelve a la carga, salpicando un vaho de agua y moco. Entonces, como si fuera un viejo sabio, contempla con mirada triste el horizonte. Pestañea dos veces y emprende la marcha sin tener que hacerle más señas. Casi ni me espera a que suba al carruaje. Me agarro de la barandilla, me aúpo y me sitúo en el pescante.
«Haz que los hepers regresen.»
Las palabras que escribió Ashley June me vuelven a la mente. «Lo estoy intentando —me gustaría poder decirle—. Lo más rápido posible.» Querría contarle muchas cosas. Que estoy vivo. Que su sacrificio no ha sido en vano. Que tengo su carta. Y que me esfuerzo al máximo por salvarla. Quiero enviarle mis pensamientos, a través de la extensión de tierra que nos separa, a través del cemento, el metal y las puertas hasta llegar a su mente.
«Sé rápido.»
«No sé —quiero decirle—. No sé si hay tiempo. No sé si encontraré a los hepers o podré convencerles para que vuelvan conmigo. No sé si se darán cuenta de que tan sólo los quiero engañar. Que quiero utilizarlos como anzuelo, hacerles regresar a la boca del lobo, donde estarán tan tentadoramente cerca de ellos que nadie (cazadores, invitados, personal, mozos de cuadra, centinelas, escoltas, cocineros, sastres, ni periodistas) será capaz de resistirse. Sin duda no lo harán una vez empiece a fluir y a filtrarse por el suelo la sangre heper, con el olor propagándose por el aire. Entonces, justo en ese preciso instante, cuando se unan al banquete decenas, por no decir cientos de personas sin autorización, será el momento en que…
»… ni siquiera entonces, Ashley June, sé si podré colarme y rescatarte.»
«Sé rápido.»
—¡Tah! —grito, chasqueando las riendas mucho más de lo que el caballo merece—. ¡Tah! —Entonces coge velocidad, como si el músculo se le saliera del anca, y el suelo se torna borroso debajo de nosotros. Este súbito ímpetu me entusiasma y me pilla desprevenido; me quita la respiración, el aire no me llega a los pulmones. Además, a medida que el Instituto se va haciendo pequeño a lo lejos, mientras empezamos a adentrarnos en las inexploradas Vastas, hay algo que me cautiva. Quizá sea la sensación del viento en mi cabello, el sol en la cara, las montañas del este tan cercanas, la negra espalda brillante del caballo, y su melena flotando libre. Pero es algo más que esta belleza. Me fascina la contradicción: cómo, en este momento de horror indescriptible, puedo tener la suerte de disfrutar de algo tan hermoso. De este lugar, del caballo. No puedo controlarme. No sé cómo manejarlo.
—¡Arre! —exclamo a pleno pulmón. El polvo que levanta el caballo me deja la voz áspera—. ¡ARRE!
«Haz que los hepers regresen.»
«Ya voy, Ashley June. Ya voy.»