—Los acontecimientos que tuvieron lugar anoche en «La presentación» —declara el director— fueron un tanto agresivos.
Nos encontramos en el aula después de un desayuno rápido y lúgubre. Gaunt–Man y Crimson Lips han estado solos en una mesa, nerviosos, mientras los demás nos alejábamos. Por su aspecto no deben de haber pegado ojo en todo el día. Un extraño silencio amenazaba por encima de las mesas, las sillas y el acuoso desayuno como si se tratara de una niebla cerniéndose sobre un vaso de ácido. El comedor estaba más vacío de lo normal, y los escoltas no han aparecido. De algún modo esperábamos que algún oficial hiciera acto de presencia y se llevara a Gaunt–Man y a Crimson Lips. Sin embargo, no llegaron a aparecer, y esto pareció calmar un poco a los protagonistas mientras nos dirigíamos al aula.
Yo también me siento aliviado, pero por un motivo distinto: ya no huelo. O, por lo menos, no tanto como para llamar la atención. El haber podido frotarme un poco en el estanque ha dado sus resultados; nadie parece excitado ni molesto por ningún olor. O quizá lo que ocurre es que, después de la matanza de anoche en «La presentación», todo el mundo se ha vuelto insensible a pequeñas cantidades de olor heper. En cualquier caso, salgo ganando.
Mientras habla, el director está anclado tras el atril. Si la ira lo reconcome por dentro, lo oculta bien bajo su precisa articulación clínica. No arquea las cejas ni adelanta la cabeza. Habla con la emoción desinteresada de alguien que lee epitafios al azar, sin rastro de reprobación por el grave incumplimiento que se cometió. Su fina voz es como el silencio de una cuchilla que se pavonea desafiando el contacto.
—Ayer ustedes se divirtieron. Sin embargo, sus acciones tienen consecuencias. —Su mirada no se acerca ni remotamente al lugar donde están sentados especialmente rígidos Gaunt–Man y Crimson Lips—. En la sociedad los parámetros son claros: cazar y matar a un heper es delito capital. Ojo por ojo.
Sin embargo, la matanza de anoche no fue, digamos «técnicamente», una caza ilegal. Formaba parte del entrenamiento de la caza de hepers que promociona Palacio y, como tal, recae bajo los auspicios del acontecimiento.
Veo que Gaunt–Man y Crimson Lips se relajan un poco.
—Pero hay consecuencias. Porque, por viejo y esquelético que fuera, se mató a un heper. Se le liquidó. Ya no está. Años de posible investigación científica que nunca fructificarán. Su muerte no podrá quedar injustificada. Un delito contra un heper lo es también contra Palacio. Por ello, estos actos ruines deben tener consecuencias, y habrá que aplicar algún castigo.
Gaunt–Man y Crimson Lips vuelven a estar tensos en sus asientos.
—Pero, como es evidente —prosigue mientras posa su mirada en la de los dos cazadores—, no podemos hacer nada en su contra.
Inclinan la cabeza a un lado.
—No sé si son conscientes de esto —continúa—, pero todos ustedes se han convertido en personajes famosos. El público quiere conocer cualquier detalle relativo a ustedes. Los periodistas piden un listado pormenorizado de lo que ocurre a diario. Qué hicieron, adonde fueron, y qué comieron. Los espectadores están con ustedes. Simplemente, no sería posible infligirles un castigo. El estado de ánimo de la gente… —Y su voz se apaga de golpe. Levanta la muñeca huesuda y se la rasca profusamente.
—Tenemos que decirles otra cosa —revela con un toque de orgullo que confiere brío a su voz—. Los sucesos de anoche, aunque representen una grave violación del protocolo, ocasionaron un beneficio inesperado. La audiencia subió por las nubes.
«¿La audiencia?»
—Ah, sí, noto desconcierto. Déjenme que les cuente algo. Sin que ustedes lo supieran, grabamos lo que pasó ayer en «La presentación». Con vídeo y audio. Desde el momento en el que entraron. Absolutamente todo. Y esa grabación se emitió a todos los respetables ciudadanos tan sólo unas horas después.
»Los espectadores se lo tragaron todo. Les encantó. Sobre todo, el ingenio y la determinación que demostraron… dos de ustedes. Ahora pueden entender por qué esos dos permanecerán en la caza. Y por qué es también tan importante —asegura mirando a los asientos vacíos en los que se sentaban los escoltas— que se aplique el castigo. Para que nadie vaya a pensar que el gobierno se ha ablandado. Un delito capital exige un castigo ejemplar. O dos. O tres. O siete.
Sus siguientes palabras son muy afiladas.
—Habrán advertido que los escoltas han desaparecido. —Se trata de una frase ambigua. Pero entonces deja de serlo. Un escalofrío me recorre la columna. No dice nada más mientras camina lentamente por el escenario hasta otro atril, éste de cristal.
»Así que, una vez zanjado ese desagradable asunto, tenemos que darles buenas noticias. De hecho, se trata de una sorpresa bastante grata. El público los quiere ver más. Piden conocerlos mejor. El gobernante cree que es un avance magnífico y quiere presentarlos con traje de gala. No hay tiempo, pero sí tenemos un rato mañana por la noche. Para un banquete de gala. Esta institución celebraba muchos en el pasado así que está perfectamente preparada. Las instalaciones tan sólo necesitan un poco de limpieza y estarán listas. Como ustedes. Cancelamos todas las actividades de entrenamiento. De todos modos, ¿quién lo necesita? Limítense a perseguir esas bestias y cómanselas. Los sastres llegarán dentro de dos horas para tomarles a todos las medidas. Se ocuparán de ustedes durante el resto de la noche. —Se pasa la mano por su pelo engominado.
»La Caza dará comienzo dos noches después del banquete. Todos los invitados se quedarán para presenciar el inicio. Así obtendrán el pistoletazo de salida, con todos los centenares de espectadores y el despliegue mediático. Será todo un espectáculo.
Nos mira fijamente, y después se rasca la muñeca.
—Caramba, se han quedado petrificados. Deberían verse la estúpida expresión de sus caras. Sé exactamente qué es lo que les preocupa: tienen miedo de que los cientos de invitados corran tras los hepers. No deben preocuparse. Cerraremos el edificio tres horas antes del atardecer de la noche de la Caza. Estará cerrado a cal y canto. Nadie podrá salir a excepción de los cazadores.
Sin decir más, el director, como de costumbre, se esfumó en las sombras y en su lugar, como siempre, apareció Frilly Dress. Esto ha ocurrido tantas veces que empiezo a preguntarme si no se trata de la misma persona. Si no fueran tan diferentes físicamente (él, ágil, y ella, más rellenita), de verdad que lo pensaría.
Sin el director, el alivio es casi palpable. Frilly Dress tiene una presencia mucho menos imponente. Como lo que tiene que decir suele ser intrascendente, nos cuesta un poco darnos cuenta de que esta vez es importante.
—Bien. Ha recaído en mí la responsabilidad de darles algunos detalles sobre la Caza. Dentro de dos noches y media, al alba, informaremos a los hepers de que el Domo se ha averiado: el sensor se ha estropeado y hay muchas probabilidades de que no se levante al atardecer. Como medida de precaución, deberán viajar inmediatamente a un refugio temporal, tal como se indicará en un mapa que les daremos. Sólo deberían tardar ocho horas, suponiendo que no se entretengan, lo que les permitirá estar cobijados antes de que anochezca. El refugio les suministrará comida, agua y persianas. Volverán al cabo de una semana. ¿Preguntas?
Phys–Ed levanta el brazo.
—No lo entiendo. Si llegan antes de que se haga oscuro, estarán a salvo incluso antes de que empecemos. Se supone que se trata de una caza, no de un asedio.
Por el número de sacudidas de cabezas que se multiplican a su alrededor, está claro que ha dado en el clavo. Sin embargo, Frilly Dress se muestra imperturbable, y se rasca la muñeca lentamente.
—Vaya, vaya, estamos un poquito ansiosos esta noche, ¿no? Se olvidan de la total credulidad de los hepers. Se tragan cualquier cosa que les digamos. Al fin y al cabo, nosotros les domesticamos, sabemos cómo manejarlos. —De repente, adopta una expresión severa—. No hay ningún refugio, ni persianas, ni paredes, ni siquiera un solo ladrillo. Estarán completamente expuestos para que ustedes los cacen.
Al oír esto, se produce un chasquido de labios tan fuerte que apenas logramos oír lo que dice Frilly Dress.
—… un arsenal —concluye.
Phys–Ed vuelve a levantar el brazo.
—¿A qué se refiere con «un arsenal»?
Ella se rasca la muñeca; queda claro que está muy satisfecha consigo misma. Hace una pausa, sabiendo que tiene toda nuestra atención.
—Hay un cambio muy significativo con respecto a las cazas anteriores. Queremos que los cazadores se ganen sus recompensas, que se esfuercen por conseguir la carne más que encontrársela presentada en un plato, como si dijéramos. Por ello, en esta ocasión hemos decidido armar a las víctimas.
—¿De qué tipo de armas se trata? —pregunta Beefy con voz áspera, más por curiosidad que por alarma.
En la gran pantalla vemos proyectada una imagen de un arco y una lanza.
—Hubo un tiempo en el que se esperaba que los hepers aprendiesen a utilizar el arco y la flecha. Lo consiguieron, pero su poca fuerza hizo que estos utensilios resultaran tan inútiles como palillos. Por suerte, nuestro personal ha diseñado un armamento más robusto, con auténtica chispa. Algo que puede hacer daño de verdad, y puede que incluso lisiar a las víctimas.
Las rascaduras de muñeca que se han producido al principio cesan de golpe.
—¿De qué tipo de armas se trata? —insiste Beefy, esta vez con recelo. Frilly Dress se vuelve hacia él y, de repente, su mirada no tiene nada de agradable ni de angelical.
—De éstas —susurra. Y aparece otra imagen en la pantalla.
Parece una especie de taza rectangular, pero, en lugar de tener una abertura en un extremo, tiene un revestimiento de cristal por debajo del cual emergen tres bombillas de vidrio. La superficie del arma está revestida con un panel de un material altamente reflectante, parecido a un espejo. En el otro extremo dispone de un gran botón de plástico.
—Se trata del Flash Uniemisor de tres bombillas, o, abreviado, FLUN. Provocan la descarga de unos destellos de luz devastadores. Si se pulsa el botón situado detrás del dispositivo, sale el rayo, y no de mercurio precisamente, que dura cinco segundos. Es bastante intenso, tiene una eficacia de unos 95 lúmenes. Al primer contacto quema la piel en profundidad y resulta muy doloroso. Si se mantiene durante tres segundos o más, la resonancia ultravioleta puede provocar vómitos y pérdida de conciencia. Si por casualidad miran al rayo directamente, los cegará, puede que de manera permanente.
Como reza el dicho, no se oye ni a un heper.
—Esa es la posición mínima.
—Y ¿cuántas hay? —pregunta Beefy.
Después de una pausa dramática, Frilly Dress responde.
—Cinco. En la posición máxima, un único disparo puede hacerles un agujero. Tiene cinco veces más potencia que los rayos de sol de mediodía.
Ashley June levanta el brazo como si fuera una nube de humo.
—¿Cuántos?
Su pregunta es confusa, pero Frilly Dress parece comprenderla a la perfección.
—En total hay cinco FLUN. Cada heper tendrá uno. Cada ráfaga emite más de tres disparos. Tiene un alcance de diez metros.
—¿Por qué?
Esta pregunta también es ambigua, pero de nuevo la entiende sin problemas.
—Porque el público lo pide. Y, si ellos lo quieren, el gobernante también. Anoche su insubordinación despertó su interés. Les proporcionaron sed de sangre y de muerte, y por ello ahora sólo la violencia les dejará satisfechos, incluso si es a su costa. Después de su magnífica interpretación, los espectadores demandan una distracción violenta del más alto nivel.
Frunce los labios como si quisiera sacarse restos de entrañas de entre los dientes. Hay un silencio total.
—¿En serio? —pregunta Phys–Ed—. ¿De verdad les darán armas?
—Sí —y, al pronunciar esto, deja entrever el placer que le produce—, de verdad. También vamos a hacer que la Caza sea más competitiva en otros aspectos.
Se ven erguirse más cabezas.
—Después, cada uno de ustedes recibirá una pieza de equipamiento. Nada que vaya a ayudarlos a matar a ningún heper en realidad, pero para ellos la caza será más interesante. Estos elementos están diseñados para darles una ventaja sobre sus compañeros. Todos se encuentran en la fase de prototipo, con lo que su capacidad está por probar.
—¿De qué tipo de artículos se trata? —pregunta Abs. Intrigada, mueve su cuerpo hacia delante.
—Bien, algunos de ustedes recibirán un calzado diseñado para que les proporcione más rebote y velocidad. Calculamos que se incrementará en un diez por ciento. A otros se les suministrará una capa solar o una loción para bloquear el sol. Aplicadas debidamente, pueden emplearse para obstruir el paso de la primera luz del alba o del atardecer. O eso creemos. También podrán salir diez minutos antes que el resto, una gran diferencia en una carrera como ésta. Se les dará un chute de adrenalina. Ya van entendiendo la idea. Elementos que les otorgarán pequeñas ventajas sobre los demás en la caza. Pero, de nuevo, permítanme que insista en que estos productos no han superado al completo los controles de calidad. Los utilizarán bajo su propia responsabilidad.
—Yo esperaba algo más en la línea de un traje protector contra los FLUN —declara Crimson Lips.
—Yo no me preocuparía por eso —se adelanta Gaunt–Man antes de que Frilly Dress pueda responder—. Recuerda que son animales. Ni siquiera sabrán cómo utilizarlos.
—Piense así si lo prefiere —observa fríamente Frilly Dress—. Si usted cree que eso le da una ventaja competitiva con respecto a los demás, adelante. El resto se alegrará de poder sacar provecho de su obstinada ignorancia.
—Oiga, no puede hablarme así…
—Qué curioso, estaba a punto de pedir un voluntario. Gracias por ofrecerse.
—¿Voluntario? ¿Para qué?
—Exacto, acérquese al escenario. —Se saca del cinturón unas gafas de sol y se las pone—. Les sugiero que todos se las coloquen. Excepto usted —dice mirando a Gaunt–Man.
Lentamente el cazador se levanta con la mano a punto de tirar del lóbulo de la oreja. Se detiene.
—Pero ¿qué es esto? ¿Qué pasa?
—Nada que los escoltas no hayan experimentado ya esta mañana.
—¿Qué es esto? No pienso moverme del asiento —asegura volviéndose a sentar.
—No hay inconveniente. —Y entonces Frilly Dress saca un FLUN que llevaba escondido bajo la ropa—. Les he dicho que alcanzaba unos diez metros, ¿verdad?
Gaunt–Man se echa atrás en el asiento. Está acorralado, no tiene adonde ir.
—Considérese afortunado. Lo he puesto en la potencia mínima. Aunque creo que, aun así, quedará impresionado.
—¡Espere! —grita, desesperado, sacudiendo la cabeza—. El director aseguró que el castigo ya se había aplicado. A los escoltas. Ya no queda nada…
—Excepto mostrar lo afortunados que fueron al librarse. Aunque se trate de una demostración descafeinada en comparación con lo que sufrieron los escoltas. Usted vivirá.
Al pulsar el botón con el pulgar se oye un clic. Un rayo bien definido sale del FLUN. Todos levantamos los brazos para taparnos los ojos; el destello nos ciega. Salvo a mí, por supuesto. Veo cómo el rayo alcanza a Gaunt–Man a la altura del pecho. Intenta bloquearlo cubriéndose, pero ya se ve salir el humo negro. Cae al suelo como si le hubieran golpeado con una maza y se retuerce de dolor. Tiene la boca completamente abierta, pero no emite ni un sonido. Se queda recostado; tiene la lengua fuera, seca, y le cae un hilo de vómito amarillo. Frilly Dress suelta el botón.
—Vamos, deje de hacer teatro —le dice mientras pasa flotando a su lado y desaparece.
Nos hacen abandonar el aula y nos ofrecen otra visita guiada de las instalaciones: más clases y laboratorios vacíos. Después del encuentro cara a cara de ayer con un heper, ver dentaduras y diagramas no consigue levantar la menor excitación entre nosotros. La única zona remotamente interesante es la cocina. Después de haber obtenido la autorización de los médicos, Gaunt–Man se reúne allí con nosotros con un aspecto más amargo de lo habitual. Los cocineros están muy ocupados preparando la cena, descuartizando grandes pedazos de piel de vaca. El grupo se queda alrededor de la mesa principal atraído por la visión y el olor a carne sangrienta. Yo me desvío a un puesto lateral en el que trabaja un aprendiz.
—Eso sí que es —empiezo a decir, salivando al ver patatas fritas y fideos— totalmente asqueroso.
El ayudante, un tipo bajo y de ojos saltones, me hace caso omiso. Coge la comida y la mete en un gran Tupperware. Abre la puerta de un horno que tiene detrás, lanza el recipiente dentro y cierra de golpe. Pulsa un botón y se va. Echo una ojeada para asegurarme de que nadie mira y abro el horno. Salvo que no lo es. El recipiente ha desaparecido en la oscuridad a través de un túnel largo y estrecho con una cinta transportadora.
Desde atrás se oyen unos pasos llegar a ritmo militar. Se trata de un empleado de rasgos muy dibujados y expresión grave.
—¡Se requiere su presencia! —grita, con el mentón señalando a Ashley June—. De inmediato.
—¿De qué va esto?
El hace caso omiso de su pregunta y viene hacia mí.
—Y la suya también. Acompáñenme. —Da media vuelta y se va sin molestarse en mirar atrás.
Algo va mal. Lo percibo mientras lo seguimos al exterior por el camino de ladrillos que lleva hasta la biblioteca. Su paso es más que enérgico y rápido; le propulsa el miedo. Nadie habla.
Atravesar las puertas principales y entrar en la biblioteca parece lo mismo que meterse en la boca del lobo. Una vez dentro, lo primero que noto son cuerpos. Muchos, quizá dos decenas, empleados y centinelas, de pie en el vestíbulo. Todos llevan gafas de sol y están firmes a un lado.
«No muevas los ojos de un lado a otro. No lo hagas.»
Nadie se mueve. Dejo que mis ojos se adapten poco a poco a la oscuridad mientras respiro profundamente. Hace frío.
De aquí no puede salir nada bueno. Lo único positivo es que aún no lo saben. Que soy un heper. De lo contrario, no seguiría en pie. Se me habrían abalanzado al segundo de entrar.
Oigo su voz antes de verlo.
—Confío en que este alojamiento haya sido de su satisfacción —expone el director con tono moderado. No se sienta como lo haría un hombre de su posición; está de pie en el centro de la sala, justo al lado de una mesa, con el perfil derecho iluminado por una lámpara de mercurio y el izquierdo bajo la penumbra. Tiene la mirada clavada en mí. Su figura, ágil y esbelta, forma una línea discreta en la habitación. Al hablar, hasta los libros en las estanterías parecen alejarse de él.
—Sí, es estupendo. Gracias.
Traza un arco con la cabeza como si siguiera la trayectoria de las aves migratorias.
—Estábamos preocupados por el tamaño de las asas para dormir. No las hicimos a medida. Le pedimos disculpas.
—Da la casualidad de que me han ido bien.
—¿En serio?
—Sí.
Me observa despreocupado, con aparente desinterés, pero bajo esa fachada subyace la frialdad. Sin previo aviso, sus pies se separan del suelo al saltar hacia el techo. Coloca el cuerpo boca abajo, con los pies en las asas que jamás he utilizado, apenas un segundo después. Minuciosamente, se balancea lánguido como el péndulo de un reloj de abuelo. Su mirada, boca abajo, sigue clavada en mí con serenidad.
—Es increíble lo distinto que se ve el mundo desde esta posición, cuando todo está del revés. ¿Ha pensado en ello?
—Sí —contesto.
—Te hace ver las cosas desde una perspectiva diferente. Y por eso estoy boca abajo, mirándolo ahora.
—¿Disculpe?
—Porque intento verlo con otro prisma. Para ver de qué va todo este revuelo. Verá: para mí, usted no es más que un chaval. No es una gran estrella. Sólo es un crío. Y por eso me pregunto, y no por primera vez, ¿de qué va todo este alboroto?
No digo nada.
—Me pregunto por qué el público está tan enamorado de usted. Por qué los productores quieren más reportajes suyos, por qué claman por entrevistas con usted después de la Caza. Si no hubiera puesto restricciones a los medios durante el período de entrenamiento, creo que ahora estaría concediendo entrevistas de sol a sol. Pero ¿a qué viene todo este alboroto a su alrededor? Quiero decir que no ha destacado en nada en concreto aquí. Se ha mostrado pasivo, casi como un mirón. ¿Estoy en lo cierto al afirmar esto?
—Sí, ha sido mi estrategia. Pasar desapercibido. Que se me subestime, señor.
Cierra los ojos como si estuviera contemplando mis palabras.
—Me parece que no comprende lo que he querido decirle.
—Disculpe…
—Porque el clamor —susurra— ya venía de antes de que llegara. —Poco a poco se baja de las asas. Se coloca demasiado cerca de mí. Me mira fijamente, como si esperara una respuesta.
—Le confieso que no comprendo.
—Déjese de confesiones, por favor —me pide, sacando la punta de la lengua para tocar con ella su labio inferior—. Unos días antes de su llegada, me visitó el director de uno de mis superiores. Directo desde Palacio. Con el fin de que preparáramos esta biblioteca para alojar a un cazador. Ni que decir tiene que su petición me dejó confuso. ¿Por qué aquí, si en el edificio principal hay más que suficientes habitaciones apropiadas? ¿Por qué aislar a un cazador del resto? Pero mis preguntas no obtuvieron respuesta. Y después, horas antes de que usted llegara, vino otro director. ¡Era a usted, un chaval, a quien querían alojar aquí!
Da un paso atrás hasta una mesa que tiene cerca. Pasa los dedos por detrás de una silla.
—Por favor, ayúdeme a comprenderlo. ¿Qué le pasa a usted que justifique este tratamiento especial? —Retira la silla y se sienta. Entonces veo los dos maletines, sobre la mesa, con un leve reflejo. Como el resto de las personas en la sala, están de pie y tienen un aire siniestro.
Ashley June no se ha movido. Desde el rabillo del ojo («¡No te vuelvas a mirarla!»), veo que me observa. Aún no se han dirigido a ella; debe de estar preguntándose por qué la han convocado. Igual que yo.
—Lo siento, no conozco el motivo —aseguro.
—No se disculpe —me ordena. Y se pone a esperar.
—No conozco el motivo.
—Así está mejor —dice, frotándose el antebrazo con la parte superior de los dedos, como acariciando a un gatito—. En realidad, no esperaba que lo supiera. Como la mayoría de chavales, no tiene ni idea. —Se frota la muñeca—. Por el motivo que sea, las autoridades le han tomado un cariño especial. —Mira al infinito, sin fijarse en nada en particular. No habla, se limita a permanecer sentado, como si de repente entrara en estado catatónico. Y entonces añade—:
¿Sabe de qué va esta caza?
—Sobre cazar…
—Y no diga «cazar hepers», porque nunca ha tenido nada que ver con la caza; ni los hepers ni ninguna de las dos cosas. Así que no emplee esas palabras juntas ni por separado.
—Tiene que ver con el gobernante —respondo, extrañamente envalentonado.
Clava la mirada en mí, pero no me está amenazando.
—Ah, el chico ve un poco más allá de sus narices. Puede elaborarlo un poco más, si lo desea.
Hago una pausa.
—Creo que preferiría no hacerlo.
Echa la cabeza hacia atrás.
—Pues yo creo que debería.
Después de una pausa, empiezo a hablar con el tono de voz más firme que encuentro.
—El gobernante es consciente de que su índice de popularidad ha estado descendiendo de un tiempo a esta parte. Esto es injusto, ya que es un líder verdaderamente dinámico, el mejor que ha conocido esta tierra a lo largo de su amplio y glorioso pasado. Sin embargo, no le interesa tanto su fama como la felicidad de su pueblo. Y no hay nada que aporte más dicha y sensación de camaradería que una caza de hepers. Con ese fin ha planeado y ejecutado el acontecimiento con tanta vehemencia. Como es evidente, es una mera coincidencia, tal y como pone de manifiesto la historia, que no haya nada que ayude más a aumentar las cifras de popularidad que una caza de hepers. El hecho de que sea especialmente emocionante, y contenga grandes dosis de intriga y de violencia, catapultará la notoriedad del gobernante hasta la estratosfera.
Cric, cric, cric. Se oye al director rascarse la muñeca.
—Continúe, continúe —insiste, con el tono de voz más animado que le he oído nunca.
—Por eso está en nuestras manos, las de los cazadores, procurar que el acontecimiento se caracterice por la diversión, la violencia y la intriga.
—Bingo —susurra, pasando la mano por la superficie de la mesa. Hasta que choca con un libro en la esquina. Lo mira. Es el diario. Se frota la mano con la que ha chocado y me mira, olvidando el ejemplar—. Por eso estoy aquí. Para discutir con usted (el hijo favorito, la joya de la corona, el elegido) qué podemos hacer para que sea un espectáculo memorable. Para asegurar que el nivel de excitación se incremente tanto como podamos. Por el bien de la gente, por supuesto.
—Por supuesto.
—La verdad es que ambos nos jugamos mucho en esto. A usted le espera, potencialmente, una vida llena de honores, fama y riqueza. Si gana, claro está.
—¿Y a usted?
El director deja de rascarse la muñeca. Por unos instantes creo que me he pasado de la raya. Su expresión se paraliza, y se reclina en el asiento, ensombrecido por la oscuridad.
—Una oportunidad para abandonar este infierno —susurra—. Una ocasión para dejar por fin este purgatorio donde el cielo está separado por un cristal, tan grueso como mil universos uno al lado del otro. No se puede soportar tanto tiempo la tentación de ver y oler a los hepers y, a la vez, tener que privarse a cada paso. Estar tan cerca y tan lejos a la vez es un tipo de infierno único. Es casi como una broma. Escapar de este falso paraíso y que me asciendan para trabajar en uno auténtico: el Palacio del gobernante. Que me otorguen por fin el puesto de ministro de Ciencia.
Se produce otra pausa impregnada de angustia.
—¿Ha estado alguna vez? No, por supuesto que no. En cambio, yo sí que visité un día el Palacio del gobernante. Cuando obtuve el nombramiento oficial para este cargo. Estuve allí, y pude comprobar toda su gloria y esplendor. La realidad superó hasta mis más elevadas expectativas. Esfinges de hienas y chacales, edificios de un mármol liso y resbaladizo, el interminable y elegante séquito formado por escanciadores, escribanos, arpistas, pajes, mensajeros, soldados, el harén de vírgenes vestidas de seda… Sin embargo, eso ni siquiera fue lo mejor. ¿Puede imaginarse qué lo fue?
No digo nada.
—Podría pensar en las elegantes piscinas con cascadas, las grutas o la sala sinfónica con la araña de lágrimas de mercurio. Pero no, se equivocaría. O en el acuario lleno de ostras, almejas, calamares y pulpo que se pueden extraer como si fueran margaritas y devorarlos. Pero se volvería a equivocar. O los cuadros, o el establo real con hileras de regios sementales hasta donde el ojo alcanza a ver. Pero, de nuevo, se equivocaría.
Levanta el dedo índice, en el que luce un anillo con una gran esmeralda incrustada. Acto seguido el personal y los centinelas se dan la vuelta y se van.
—La chica se queda —ordena.
Cuando se cierran las puertas, se humedece los labios y prosigue.
—Es la comida. Las carnes más exóticas y suculentas, las partes más selectas y sangrientas en las que hincar el diente, incluso con el corazón del animal bombeando. Pum–pum–pum, así tal cual, mientras masticas el hígado, el riñon y los sesos. De perros y gatos. Y eso es tan sólo el aperitivo. Después llega el plato principal. —A oscuras oigo como se estremecen sus labios—. Carne de heper —musita.
Me quedo mirando al vacío. El terror se está apoderando de mí. «¡No abras los ojos!», grita la voz de mi padre.
—Suponga que le digo que hay un escondite secreto —susurra—. Que en algún lugar de Palacio hay una granja de hepers oculta. En realidad, está bajo tierra, fuera de la vista, y abarca toda la superficie de las instalaciones. Sólo lo estoy suponiendo, por supuesto. «¿Cuántos hepers?», se debe de estar preguntando. ¿Quién podría decirlo? No obstante, durante la única noche que pasé allí, oí sus gritos y alaridos. Sonaban como si hubiera decenas, tal vez cientos. —Se acaricia la mejilla—. Tendrían que serlo para que el gobernante pueda comer su carne cada día, como dicen algunos que hace.
Entonces me mira.
—Así que ambos tenemos mucho en juego. Aun así, para que eso ocurra, necesitamos darles… —Su voz se extingue. Silencio, y luego—: Como ha verbalizado usted de manera tan escueta, la caza necesita tener diversión, violencia e intriga. Y se lo daremos. Sin embargo, también debemos ofrecer un elemento más, algo sin precedentes. Y aquí es donde la chica entra en escena.
Su fino dedo índice señala a Ashley June para que avance. Ella surge de entre las tinieblas con el rostro tan pálido como el mármol blanco a la luz de la luna.
—Ella nos ayudará.
—¿Cómo?
—Algo que no se ha producido nunca durante una caza ha sido el romance. Uno auténtico y desgarrador. Imagínese el gancho que podría tener en la televisión en la franja horaria de máxima audiencia, con toda la nación viéndolo en sus casas. Una historia de amor entre cazadores dejará prendada a la audiencia como ninguna otra cosa lo haya conseguido antes. —Se vuelve para mirar a Ashley June y después a mí—. Por supuesto, necesitamos a la pareja adecuada: fotogénica, atractiva y simpática. Y ahí es donde ustedes dos entran en juego.
»Su atractivo es evidente. Además, según las encuestas, son con diferencia los más populares. El público quiere que se junten. Y lo que desean los espectadores, bueno, es lo que nosotros luchamos por brindarles. Así que esto es lo que quiero. Durante los próximos días acurrúquense, háganse mimos. En la gala de mañana por la noche, tendrán que mostrarlo ante las cámaras y los periodistas. Tienen mi permiso, y mi bendición, para intimar tanto como quieran. De hecho, háganlo incluso si no les apetece. Desde el momento en que caminen por la alfombra roja, irán del brazo, inseparables. Quiero que bailen juntos, que se susurren palabras de amor, que se rasquen las muñecas mutuamente, que se froten la nariz, que se tiren del lóbulo de la oreja, y que se quiten las mangas. Deberán actuar como si en el mundo no hubiera nadie más que ustedes dos. Háganlo bien y tendrán a la audiencia comiendo de su mano.
No digo nada. El director sabe lo que hace. Es un plan perfecto que mata dos pájaros de un tiro: complace el aparente interés que el gobernante muestra por mí, y garantiza literalmente el éxito popular de la Caza. Pero aún tiene algo escondido en la manga. O, para ser más exactos, en los dos misteriosos maletines que hay sobre la mesa.
—¿Y cómo termina el romance? —pregunta Ashley June en voz baja pero firme—. ¿Con final feliz o tragedia?
La reacción del director es casi violenta. Cruza las manos a la altura de las muñecas y empieza a hacerse marcas profundas echando la cabeza hacia atrás con desesperación.
—¿No tiene que decidirlo usted? —Por los ojos escupe destellos delirantes—. ¿Qué tiene que ver conmigo el resultado de su idilio, de su enamoramiento de chica de instituto?
—No me refería a eso. Debe pensar en la visión global de la Caza —insiste Ashley June con voz férrea.
—¿Yo debo pensar?
La chica guarda silencio, arrepentida.
—¿Cree usted que sabe más que yo? —Las palabras salpican a la muchacha, como perdigones, rancias y llenas de desprecio—. No me diga lo que debo pensar, señorita.
Entonces él cierra los párpados, y sus largas pestañas se entrelazan con delicadeza. Eso hace que la temperatura de la biblioteca, que ya era fría, descienda en picado. Los rayos de la luz de la luna se congelan en pilares de hielo gris transparente. Miro con disimulo a Ashley June. Sabe que se ha excedido, aún está más pálida que antes y le tiemblan los párpados.
El director posa la mirada en los maletines. Los coge para acercarlos.
—Necesitará ganar para que este plan sea un éxito. Eso es lo que quería decirme, ¿verdad, señorita? Por favor. No se tome la libertad de compartir conmigo sus ideas prosaicas. Porque yo ya lo sabía. Debe ganar para adornar las portadas de las revistas, aparecer en los programas de entrevistas y ser la comidilla local.
Presiona un botón y los maletines se abren. Les da la vuelta para que veamos el interior. Hay un FLUN en cada uno. El director lo extrae.
—Nadie sabe lo que pasa realmente ahí fuera en las Vastas durante la caza. A nadie le importa. Se sabe que los cazadores han…, bueno, han recurrido a trampas. Es un mundo de fieras y, cuanto más bestial sea el comportamiento, más se aguanta. Utilicen los FLUN contra los otros. Cuando estén en las Vastas lejos de las cámaras. Uno para cada uno. Contiene tres disparos. Debería ser suficiente, ¿no?
Se levanta.
—No tengo nada más que decir. Actuarán como les he indicado. —Da una palmada y un séquito de empleados entra, cada uno de ellos con una cámara colgando del cuello—. Los medios de comunicación piden más fotos suyas, y nosotros estamos contentos de poder obsequiarles con una sesión de su romance incipiente, ¿verdad? No hay mejor momento que el presente para una sesión fotográfica en el exterior. Asegúrense de mostrarse cariñosos ante las cámaras. Miradas lánguidas, ojitos acaramelados, frotamientos de orejas, caricias de codos… Ese tipo de comportamiento.
En cuanto empieza a abandonar la sala ve el diario del científico sobre la mesa. Ashley June y yo permanecemos en silencio mientras hojea las páginas de pasada.
—Ese científico era raro —masculla como para sí mismo. El libro se queda abierto por la página en blanco y hace una pausa para mirarla. La pasa y vuelve hacia atrás. Entonces, de repente, deja caer el libro sobre la mesa con un golpe sordo.
Casi doy un respingo, del sobresalto.
—Loco como un heper —dice el director con la mirada puesta en el diario. Al salir me roza y la puerta se cierra tras él.
Respiro hondo y tardo un buen rato en volver a inspirar.
Es la noche perfecta para realizar una sesión de fotos romántica. Pequeños destellos de la luz de las estrellas salpican el cielo. La luna en cuarto creciente se asoma por encima de las montañas del este, nevadas, cubriéndolas con una capa de plata. Leves ráfagas de viento soplan por las llanuras justo lo suficiente para hacer ondear con suavidad el cabello de Ashley June, y dejar expuesta la piel de su cuello.
El marco es perfecto, pero, por desgracia, los actores no. Por lo menos, yo. Me quedo de pie, incómodo, al lado de mi compañera, con los brazos pesados, siento la cara como una redundancia, parezco un maniquí de madera sin cabeza. Lo que elimina cualquier rastro de romance en mí son los empleados que nos rodean con sus cámaras y sus flashes de luz de mercurio, sus voces que nos gritan órdenes, esa amenaza claustrofóbica que me rodea.
—Acérquense más.
—Inclinen así la cabeza. No, demasiado, hacia el otro lado. Pare. No. Demasiado…
—No, no, muévanse hacia la izquierda, los dos. No, ahora tapan el Domo.
—Intenten ser naturales, no posen tanto.
Ashley June levanta las manos, y cierra los ojos. Sólo cuando cesan los clics de las fotos y los empleados callan, empieza a hablar.
—Esto es ridículo —confiesa—. Es estúpido.
—No tenemos ni una toma que podamos utilizar. Ambos necesitan…
—Lo que necesitamos —interrumpe ella, volviéndose hacia mí— es más atrevimiento. —Se quita la chaqueta que lleva y la lanza al suelo. Debajo tiene puesta una camisola satinada de color negro que se le ciñe al cuerpo. Sus largos brazos pálidos caen a ambos lados, brillando bajo la luz de la luna, como un marco de mármol resbaladizo.
Por un instante, nadie dice ni una palabra. Entonces las cámaras empiezan a disparar y salen los flashes.
—No estés tan rígido —me dice con la voz más dulce que he oído nunca—. Relájate, será más sencillo para los dos. Las cámaras no muerden.
—Ya. Es sólo que no estoy acostumbrado a ser el centro de atención.
—No te preocupes, no están concentrados en ti ahora. Yo atraigo toda la atención. —Se rasca ligeramente la muñeca—. Mírame, déjate llevar.
Avanza hacia mí y me toma el codo. El contacto de su piel con la mía me sacude. Dejo que me levante el brazo hasta que mi mano está a la altura de su cabeza. Sé qué tengo que hacer ahora. Le toco el lóbulo de la oreja con el pulgar y el dedo índice, y nos abrazamos para las cámaras. Esto es lo que quieren, la clásica pose romántica. Su mano en mi codo, y yo acariciándole el lóbulo de la oreja. Pero sigue sin ser suficiente.
—Tienes que ser más natural —me explica un empleado—. Tienes el cuerpo demasiado tenso.
—Y mírala a los ojos. Ella te gusta, ¿recuerdas? —me aconseja otro. Pero no funciona. Estoy completamente rígido e inseguro.
—¿Cómo lo haces? —le pregunto a Ashley June—. ¿Cómo consigues ser tan natural?
De nuevo me vuelve a sorprender, esta vez por la calidez de su mirada y la dulzura en su voz.
—Todo está relacionado con la máscara —confiesa—. Sólo se trata de fingir. —Y algo en sus palabras, o quizá el modo en el que las pronuncia, me hace mirarla a los ojos por más tiempo de lo que he mirado nunca a nadie excepto a mi padre.
—Tan sólo haz ver —me susurra— que te atraigo mucho.
Que te gustan la forma de mis labios, la suavidad de mi piel, el perfume de mi aliento y el color de mis ojos. Y finge que puedes ver más allá de todo eso, de la superficie, que me conoces más profundamente. Lo que hay oculto en mi interior. Que eso aún te atrae más. Imagínate que no hay nada más que yo ante ti ahora mismo, que no existe nadie más en el mundo. Ni los empleados ni los cazadores. Ni siquiera la luna ni las estrellas ni las montañas. Que me has deseado durante mucho tiempo y que ahora estoy aquí ante ti. Piensa en todo eso y aparéntalo. —Con la mano que tiene libre, me toma por la espalda y me estrecha hacia ella. Sólo nos separan unos centímetros. Sopla una racha de viento y me caen en los ojos unos mechones de pelo.
Entonces ella me aparta el flequillo, y me acaricia de la cabeza a la nuca. He pasado años en los que decidí congelar mi corazón y cauterizar mis sentimientos hacia ella y, sin embargo, este mero gesto —falso o auténtico, no importa— es el único verdadero y agradable que he sentido en todo el tiempo en que he estado solo. Hace desencadenar algo en mí. Un cambio sísmico en mi interior, una erupción de lo que había permanecido latente. Sus ojos se posan en los míos, y son tan tangibles como el tacto de su mano en mi codo, pero aún más profundos. Siento el anhelo de las emociones que creía muertas hace tiempo.
—Me alegro de que estemos juntos —me susurra con suavidad, como si fuera un secreto—. Tanto que…
—Así mejor, quedaos así. Unos cuantos disparos más…
Y entonces empiezan a pedirnos más cosas, nos presionan para que haya más flirteo. Ashley June obedece. Echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos ligeramente. Los párpados le tiemblan y separa los labios, humedecidos. Representa la visión del intenso deseo romántico. La consecuencia inevitable es que algo se desenmaraña en mi interior.
Sin embargo, después, el labio superior se le transforma en un gruñido, y dos colmillos le sobresalen blancos, húmedos y afilados. Unos dientes que en tan sólo cinco segundos me destrozarían el pecho, me taladrarían la caja torácica y me arrancarían el corazón, aún latiendo.
¿Por qué me he permitido olvidarlo? ¿Por qué, en un momento de debilidad, he cedido? No debo olvidar nunca que su belleza está envenenada, que sus labios ocultan dos hileras de cuchillos, que su corazón está rodeado por una afilada caja torácica. Ella es imposible para mí, intocable, inalcanzable.
Las cámaras se despiertan, se desata un frenesí de disparos como si cayera un saco de canicas.
—¡Eh, sigúele la corriente! —me insisten—. ¡Este material es tremendo!
El sonido de las cámaras es tan insistente, y la actuación de mi compañera tan convincente, que hago lo que se espera de mí. Sigo la corriente. Y me parece que no está tan mal cerrar los ojos y bloquear lo que tengo delante, ocultar mi interior. Hacer que mi cuerpo se estremezca, que el falso deseo enmascare el desprecio por mí mismo. Retiro mi mano de su oreja y, lleno de odio, la coloco en su hombro; le clavo las uñas con rabia en la espalda al descubierto. Ella tiembla encantada, y continúa su interpretación; flexiona sus largos y finos bíceps, los relaja y los vuelve a flexionar. A los fotógrafos les encanta, igual que ocurrirá con el público. Nos gritan animándonos para que vayamos más allá. Y me doy cuenta de que, desde el exterior, desde el otro lado de la máscara, el odio se puede confundir fácilmente con el deseo.
Después de la sesión, nos envían a nuestras respectivas habitaciones paratomarnos medidas. En la ventilada biblioteca, un equipo de sastres tenebrosos, en voz baja y con cara de pena, calcula mi talla para el esmoquin. Para mí es una experiencia estresante, sobre todo cuando se acercan demasiado. Veo que sus fosas nasales se agrandan. Uno de ellos hasta me lanza una mirada curiosa. Yo le corto rápidamente, pero cuando se ven obligados a retirarse por la llegada del alba, me vuelve a observar con expresión extraña mientras sale por la puerta.
Por lo menos ya ha llegado el amanecer y por fin puedo dirigirme al Domo. Vuelvo a tener sed y necesito lavarme. Al salir de la biblioteca, echo un vistazo al edificio principal para asegurarme de que hayan bajado las persianas. Después me encamino hacia mi destino a paso ligero. Esta vez llevo tres botellas de plástico, vacías y atadas con una cuerda, colgadas al hombro. Van chocando entre ellas y hacen un ruido hueco como los porrazos que daría un batería borracho. El Domo aún no ha descendido. No paro de decir «ahora» y apuntar en su dirección. «Ahora.» No se mueve. «Ahora.» Sigue sin obedecer mis órdenes, el cristal no se mueve.
A mitad de camino, un zumbido vibra en el suelo. Al principio es apenas discernible, pero luego se vuelve inconfundible. Las paredes del Domo bajan, la abertura circular de la parte superior se va ensanchando mientras el cristal se hunde en el suelo. La luz del alba juguetea por el vidrio en movimiento, y se revuelve como lazos alrededor de las llanuras en una espiral de color. Entonces la luz pierde intensidad y cesa la vibración. El Domo ha desaparecido.
Espero de pie a unos cien metros del estanque. Es preferible no correr riesgos. A pesar de lo que ya puedan saber de mí, quizás surjan de las cabañas de barro (o, por lo menos, la chica heper lo haga), listos para ensartarme. Eso es lo que les pasa: son tan impredecibles como animales en un zoológico que se han vuelto salvajes. Además, se supone que comparten otra similitud con éstos: duermen mucho. Una hora después del amanecer, y nada ni nadie se ha movido.
Por fin se abre la puerta de una de las cabañas. Un joven de mi edad sale tropezando, medio dormido, con piernas tambaleantes, y se dirige al estanque. No me ve; tiene que entornar los ojos por la luz cegadora de la mañana.
No me entrevé hasta que se echa agua en la cara y bebe un poco con las manos. De repente suelta las manos a los lados, y el agua cae y le moja los pies. Se marcha a toda prisa y entonces se detiene, como si se hubiera percatado de algo. Mira hacia atrás y ve que sigo de pie, que no me he movido ni un pelo.
Levanto las manos con las palmas hacia él con la idea de transmitir un mensaje: «No vengo a hacerte ningún daño».
El chico sale por piernas.
—¡Un momento! ¡Espera!
Entonces se detiene. Abre los ojos con expresión de terror, pero también de curiosidad. Como ocurrió ayer con la chica, los sentimientos se reflejan en su rostro de manera descontrolada, como un animal en el zoo que se rasca el trasero sin pudor ante una multitud de espectadores burlones. Son gestos tan extremos que fluyen como una cascada. Me mira fijamente, con los ojos como platos.
—¡Sissy! —grita de pronto, y entonces, del susto, me toca a mí retroceder unos pasos. Esa cosa habla—. ¡Sissy! —vuelve a decir más fuerte, y la modulación de la voz me llega nítidamente hasta incluso con una palabra tan corta.
—No, yo —tartamudeo sin saber muy bien qué decir. «¿Sissy?» ¿Por qué me llama así? Sissy significa «Gallina», ¿por qué me insulta?
—Sissy —repite en un tono que carece de cualquier tipo de burla. Tiene un matiz neutro pero urgente al mismo tiempo, como si pidiera ayuda.
—No entiendo —alcanzo a decir porque, bueno, es así—. Sólo quiero agua. —Hago un gesto hacia el estanque—. A–gua.
—Sissy —vuelve a decir, y entonces se abre la puerta de otra cabaña. Es la chica, un poco desaliñada, que se sacude rápidamente el sueño y se pone en estado de alerta. Estudia la situación y no tarda en comprender. Su mirada recae en la mía por un instante, mira detrás y vuelve a posarse en mí.
—No pasa nada, David —explica al primer heper—. Recuerda lo que te dije ayer. No nos hará daño. Es como nosotros.
Estoy atónito. Estos hepers hablan. Son inteligentes, no salvajes. La chica empieza a andar hacia mí con seguridad. A medida que pasa por delante de las otras cabañas, se abren más puertas y salen más hepers, que la siguen. Se detiene delante del estanque.
—¿Bien?
Todo lo que alcanzo a hacer es mirarla fijamente.
—¿Bien? —me vuelve a preguntar y entonces me doy cuenta de que empuña un largo cuchillo en la mano izquierda.
—Bien —contesto.
Durante un buen rato nos quedamos mirándonos.
—¿Has vuelto a por agua?
—Sí.
Un grupo de cuatro hepers, todos ellos varones, se reúnen detrás de la chica observándome. Veo que uno le susurra algo al oído a otro, y después asienten con la cabeza.
—Sírvete —dice la chica.
Mi sed me empuja a hacerle caso. Me arrodillo en el borde del estanque y bebo con las manos ahuecadas mientras no pierdo a ninguno de vista, sobre todo a ella. Después lleno las botellas de agua y las tapo. Entonces vacilo.
—¿Vas a volver a desnudarte? —me pregunta. Esto parece relajar al grupo, que sonríe y se miran entre ellos con complicidad—. Si es así, no te olvides de llevarte la ropa interior.
Con los años he aprendido a no sonrojarme, pero esta vez no hay quien lo pare. Una oleada de calor me golpea la cara. Los hepers lo ven y, de repente, se quedan en silencio. Entonces la chica da un paso adelante, y el grupo la sigue detrás. Avanza hasta llegar a mí y se detiene a una distancia prudencial; está lo suficientemente cerca como para poder verle las pecas que tiene alrededor de la nariz. Me toca la cara con la mano, presionándome la mejilla; hasta tiene callos en las yemas de los dedos. Hace una seña con la cabeza para que los demás se acerquen. Me rodean lentamente. Yo no me muevo. Tanteándome, me tocan el rostro, la mejilla, y el cuello. Yo les dejo hacer.
Entonces retroceden. La chica permanece delante de mí, ahora ya sin el cuchillo. Por primera vez veo algo en su mirada que no es ni miedo ni curiosidad. No entiendo qué es exactamente. Pero los pequeños incendios que se producen en sus ojos son cálidos y amables, como brasas en una chimenea.
—Mi nombre es Sissy. ¿Y el tuyo?
La miro sin saber qué decir. Le pregunto:
—¿Qué es un nombre?
—¿No sabes cómo te llamas? —quiere saber un niño desde atrás. Es el más joven; debe de tener unos nueve años y tiene aspecto travieso—. Yo me llamo Ben. ¿Cómo puede ser que no tengas nombre?
—No ha dicho que no sepa cómo se llama sino que no sabe qué es un nombre. —El heper que pronuncia estas palabras se coloca a un lado, y se separa del grupo. Tiene la boca torcida a un lado, como si sin darse cuenta hubiera picado un anzuelo. Destaca por encima de los demás, tanto por lo delgado como por lo alto que es; como si durante el proceso de crecimiento sus extremidades simplemente se hubieran estirado sin añadir músculo o grasa.
El niño bajito se vuelve hacia mí.
—¿Cómo te llama la gente?
—¿Llamarme? Depende.
—¿Depende?
—Sí, de dónde estoy. Los profesores me llaman de una manera, y mi entrenador de otra. Depende.
La chica coge del brazo al heper que tiene más cerca y me lo presenta.
—Éste es Jacob. —Agarra a otro—. Este que está a su lado es David, el que te ha visto a primera hora. El que está allí solo es Epaphroditus. Lo llamamos Epap.
Repito estos sonidos en mi cabeza: David, Jacob, Epap. Todos tienen mi edad, son adolescentes. Y Ben, el pequeño. Son sonidos raros, foráneos.
—Os referís a la denominación. ¿Cuál es la mía?
—No —responde la chica sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo te llama tu familia?
Estoy a punto de decirle que no tengo, que nunca me llamaron por ningún «nombre», cuando me detengo. De repente un frágil recuerdo sale a la superficie. La voz de mi madre, cantando, en fragmentos rotos y eclipsados: primero es sólo una melodía, las palabras exactas me resultan indescifrables. Pero entonces van tomando forma y salen a la luz; una frase aquí y otra por allá, aún bastante oscuras pero…
«Gene.»
—Mi nombre es Gene —respondo. Es tanto una revelación para ellos como una presentación para mí.
Me llevan a conocer la aldea. Han sabido sacar provecho de su destino. Una pequeña granja, árboles frutales esparcidos por el terreno. Hay cuerdas para colgar la colada, y arcos y flechas tirados por el suelo arenoso. En el interior de las caballas me sorprende cuánto sol entra. Los tejados tienen grandes agujeros, como un colador. Resulta tan extraño que no haya una barrera separándolos del cielo. Una suave brisa entra en el interior de las cabañas.
—Sólo la podemos disfrutar de día —me explica la chica cuando ve que me gusta—. Una vez ha salido el Domo, el aire no corre.
La decoración es escasa; tienen algún cuadro colgado en la pared, y estanterías con libros viejos. Pero lo que me llama la atención es lo que tienen todas las viviendas en medio, casi como una provocación. Una «cama». No unas simples mantas tiradas en el suelo, sino una estructura sólida de madera con patas. No se ve ni una asa para dormir.
Fuera, más allá del perímetro del Domo, se encuentra una especie de caja metálica del tamaño de un pequeño carruaje. En uno de los lados tiene una luz verde parpadeando.
—¿Qué es? —pregunto señalándolo.
—El umbilical —responde David.
—¿El qué?
—Vamos y te lo enseño. Parece que ha llegado algo.
—¿Cómo? —pregunto.
—Ven. Ya verás.
En un lateral hay una puerta ancha con bisagras en la parte de abajo que permite su apertura. Jacob mira al interior y extrae un gran tupperware que reconozco. Huelo las patatas y los fideos.
—El desayuno —anuncia.
La luz verde deja de pestañear y se vuelve roja.
Me agacho, por curiosidad, y meto la cabeza por la abertura. Un túnel largo y estrecho (no más ancho que mi cabeza) circula bajo tierra y conduce hasta el Instituto. Este es el otro extremo —el umbilical, imagino— de lo que vi en la cocina.
—Así es como nos mandan la comida —me cuenta Jacob—. Cuando terminamos de comer, devolvemos los platos sucios por aquí. De vez en cuando, nos envían ropa. A veces, por nuestro cumpleaños, nos dan algún capricho. Pastel, papel, lápices, libros o juegos.
—¿Por qué está tan apartado de todo lo demás? —digo calculando la distancia aproximada—. Está fuera del perímetro del Domo, ¿verdad? Cuando sube, se queda fuera, ¿no?
Ellos asienten.
—Fue intencionado. Tenían miedo de que alguien pequeño quisiera colarse por el túnel y llegar hasta nosotros. De noche, obviamente. Por eso colocaron la abertura fuera del perímetro. Así, aunque la persona más diminuta lograra hacer el recorrido de noche, se quedaría fuera de la pared.
—Y nadie lo intentaría de día —dice Ben— por razones obvias.
—De un tiempo a esta parte nos han estado enviando libros —añade un heper llamado Peter—. Sobre autodefensa y el arte de la guerra. No lo entendemos. Después, una noche, hace unos meses, nos dejaron arcos y flechas justo fuera del Domo, para que los recogiéramos por la mañana. No tenemos muy claro qué se supone que tenemos que hacer con ellos.
—Y justo ayer nos dieron estas cajas metálicas —salta Ben, entusiasmado—. Cinco, una para cada uno. ¡Disparan luz! Pero Sissy no me deja jugar con la mía. Ni siquiera nos deja tocarlas.
La miro.
—No sé para qué sirven —dice Sissy—. ¿Tú lo sabes? Miro al suelo y le digo que no tengo ni idea.
—De todos modos —continúa el pequeño— tenemos todas estas armas. Hemos estado practicando con los arcos y las flechas. Sissy es la mejor, pero nos hemos quedado sin objetivos.
—Hasta que tú apareciste.
No necesito darme la vuelta para saber que el heper llamado Epap es quien ha dicho eso.
—De hecho, ¿por qué viniste? —prosigue. Me doy la vuelta. Su expresión es inconfundiblemente hostil. Estos hepers son como libros abiertos, llevan las emociones escritas en la cara.
—Vino por agua —se adelanta Sissy antes de que yo pueda dar una respuesta—. Déjalo tranquilo.
Epap rodea el círculo hasta que se coloca directamente delante de mí. De cerca tiene un aspecto aún más desgarbado.
—Antes de que empecemos a darle comida —anuncia—, y a enseñarle todo como si fuera un cachorrito extraviado, tiene que responder a unas cuantas preguntas.
Nadie dice nada.
—Como por ejemplo, cómo ha sobrevivido ahí fuera durante tanto tiempo. Cómo lo ha conseguido viviendo con ellos. Qué hace aquí exactamente. Tiene que contarnos muchas cosas.
Miro a la chica y le pregunto señalando a Epap:
—¿Qué problema tiene ése? Ella me mira con atención.
—¿Cómo dices?
—¿Qué le pasa a eso? ¿Por qué se altera tanto por…?
La heper avanza hacia mí hasta que se encuentra más o menos a un metro. Antes de darme cuenta, su brazo borroso se me viene encima y me golpea un costado de la cabeza.
—Oye…
—No.
—No ¿qué? —pregunto sintiendo el golpe. No sale sangre, sólo siento la punzada de la humillación.
—No te refieras a él como a un animal o una cosa. —Se agacha y coge un puñado de tierra—. No estás hablando de ese árbol de ahí, ni de la verdura, ni del edificio. No nos trates así: es insultante. ¿Qué es lo que te pasa? ¿Qué te hace ser tan arrogante? Si crees que somos una panda de «cosas», ya te puedes largar, y no vuelvas a pensar en volver. Además, si consideras que no somos más que objetos, tú también lo eres.
—Vale, está bien —digo, todavía con dolor—. Os pido disculpas.
De todos modos en mi interior, hay una enorme diferencia entre ellos y yo. Ellos son salvajes, no domesticados, sin estudios. Yo no soy nada de eso. Soy un superviviente, me he hecho a mí mismo, soy civilizado y educado. Aunque podamos tener el mismo aspecto, no tienen nada que ver conmigo. Sin embargo, mientras los necesite para sobrevivir, les seguiré la corriente todo lo que haga falta.
—No lo pensaba en serio, no quería ofenderos en absoluto. Mira, lo siento, Sissy. Lo siento, Epap.
Me observa impertérrita y me dice:
—Qué engreído eres.
La tensión aumenta, y el resto de hepers siguen el ejemplo de Sissy y Epap, y me miran con recelo. El pequeño Ben es el encargado de romper la tensión.
—Ven, te enseñaré cuál es mi fruta favorita. —Entonces me agarra y me arrastra hasta un árbol que hay cerca.
—¡No, Ben! —le grita Epap, pero ya nos hemos ido.
—Vamos —dice saltando hasta coger una fruta roja que cuelga de las ramas inferiores—, las manzanas de este árbol son las mejores. El árbol del sur también tiene, pero no son tan buenas como éstas. Me encantan.
Pienso en lo extraño que resulta emplear el verbo «encantar» tan abiertamente. Y, además, para referirse a una fruta.
Antes de percatarme, ya tengo una manzana en la mano. Ben ya está comiéndose la suya. Le doy un mordisco, y el jugo me estalla en la boca. Oigo pasos por detrás. El grupo nos ha alcanzado. Quizá es porque me ven disfrutar como un crío, pero ya no parecen tan hostiles como antes. Salvo Epap, por supuesto. El sigue mirándome mal.
—¿No te parece lo mejor? Espera a probar los plátanos de…
Sissy coloca una mano amablemente en el hombro de Ben. Él se calla de inmediato y se da la vuelta para mirarla. Ella le hace un gesto de asentimiento con la cabeza, y después se vuelve hacia mí con la misma mirada que acaba de emplear con él: tranquilizadora pero con una extraña autoridad, con tierna insistencia.
—La verdad es que nos gustaría saber por qué estás aquí. Cuéntanoslo.
Después de una larga pausa, empiezo a hablar:
—Os lo explicaré —digo, por algún motivo, con la voz alterada—. Os lo contaré, pero ¿podemos ir adentro?
—Dínoslo aquí —interrumpe Epap—. Hace un buen día y…
—Sí, vayamos adentro —resuelve Sissy. Se da cuenta de que Epap va a volver a intervenir, y me dice de pronto—: El sol no debe de resultarte agradable. No estás acostumbrado.
Entonces empieza a encaminarse hacia la cabaña más cercana, sin molestarse por si los demás nos siguen. Poco a poco, y de uno en uno, lo terminan haciendo. El último en unirme soy yo, y los arrastro a todos hacia la entrada.
Lo que les cuento es prácticamente la verdad. No está tan bien como toda la verdad, lo sé, pero me gusta pensar que lo que he hecho no es mentir sino omitir algunas partes. Aun así, como solía decir mi profesor de segundo de primaria, decir casi la verdad es lo mismo que decir una mentira total. Aunque, por lo menos, lo hago con aplomo; es fácil cuando toda tu vida es básicamente una mentira, y tu identidad se basa en el engaño.
—Hay muchos como nosotros en el exterior, —les digo. En todos los sectores de la comunidad, en todas las capas de la sociedad hay hepers en abundancia. Nuestra existencia está tan generalizada y es tan diversa como copos de nieve en una tormenta nocturna. Y, sin embargo, como ocurre con éstos, nuestra presencia pasa desapercibida. Nos unen nuestras vidas en secreto en común, el hecho de pasar como normales para el público en general. Somos meticulosos con el afeitado, los colmillos falsos y el mantener un comportamiento intachable. No formamos sociedades secretas, pero establecemos pequeñas redes de tres a cinco familias nucleares. Se trata de una vida peligrosa, pero no carente de placeres y alegrías.
—¿Como cuáles?
—Como los de la vida familiar, la libertad dentro de nuestros hogares recluidos una vez hemos bajado las persianas cuando se pone el sol. Comer lo que nos gusta, cantar canciones, reírnos y, alguna vez, sólo cuando es necesario, llorar. Conservar las tradiciones, la transmisión de libros y cuentos antiguos. Después, también están las reuniones secretas muy esporádicas que celebramos con otras familias hepers a la luz del día mientras el resto de la ciudad duerme detrás de las persianas, sin saber lo que ocurre fuera. Y, a medida que nos hacemos mayores, surgen las posibilidades de romance, la euforia del enamoramiento, y, por último, la esperanza de formar nuestra propia familia.
—¿Por qué has venido?
—Me han contratado hace poco en el Instituto.
—¿Para sustituir al científico?
—Sí, yo lo reemplazo. Me he instalado en su residencia y continúo su investigación. Era una persona muy aplicada y trabajadora; me llevará unos meses ponerme al día.
—Entonces sabes lo que le pasaba.
—Por supuesto.
—Que era heper.
—Una pausa. Sí, claro.
—¿Adonde fue? Desapareció de repente.
—¿Qué? ¿Cómo dices?
—¿Adonde fue?
—Pues regresó a la ciudad. Fue todo muy repentino. Y aquí estoy yo.
—Nos dijo que nos sacaría de aquí.
—¿En eso pensáis? ¿En salir de aquí?
—Claro. Todos los días. Llevamos aquí toda la vida. Encarcelados por el cristal, el desierto, las garras y los colmillos. El científico nos aseguró que nos sacaría de aquí, pero nunca nos dijo adonde nos llevaría. ¿Tú lo sabes?
—Sí.
—¿Adonde?
—Les señalo las montañas del este. Allí.
—¿Cómo? Es demasiado lejos. Y esa sierra es demasiado alta. Vamos a morir.
—Les digo que sí. De sed y de hambre. Pero ellos sacuden la cabezar.
—No, nos cazarán y nos matarán antes de que lleguemos a la mitad del camino.
—Claro, claro.
—¿Cómo escaparemos?
—Dadme tiempo, dadme tiempo. El científico me dejó montañas de papeles que debo revisar.
—Bueno, tenemos un montón de tiempo.
Me despierto sobresaltado. Tardo un segundo en darme cuenta de dónde estoy. Sigo en la aldea, en una cabaña. Tumbado en el suelo, con la cabeza apoyada en un saco blando. El sol entra por el techo de colador, y deja en mi cuerpo un mosaico de manchas solares.
El grupo está sentado a mi alrededor formando un semicírculo. Algunos están tumbados, medio dormidos. De repente, Ben grita:
—¡Se ha despertado!
Me incorporo de un brinco con el corazón a mil por hora. Nunca me he levantado en medio de un grupo de gente. En mi vida normal, a estas alturas, ya estaría muerto. Sin embargo, ellos me miran divertidos e inofensivos. Vuelvo a sentarme, desconcertado.
Sissy manda a Jacob a por agua, a David a que mire si ha llegado el pan al umbilical, y a Ben a recoger fruta y verdura. Los tres salen corriendo. Sólo se quedan los dos mayores, ella y Epap. Por alguna razón, no creo que sea casualidad.
—¿Cuántas horas he estado durmiendo?
—Dos. Estabas hablando y, de repente, te has caído redondo —me explica Sissy.
—También has roncado —se burla Epap.
A juzgar por la posición del sol, debe de ser mediodía.
—Suelo dormir a estas horas. Durante los últimos dos días no he parado. Siento haberme quedado dormido aquí, pero así de agotado estoy.
—Yo te iba a despertar de una patada —confiesa Epap—, pero ella te ha dejado seguir.
—Gracias —murmuro con voz seca—. Y también por la almohada.
—Tenías pinta de querer descansar un rato. Toma —me dice extendiéndome una jarra de agua—. Parece que también tienes sed.
Asiento agradecido. El agua calma mi garganta seca y arenosa. Soy como un saco sin fondo: da igual todo lo que beba, parece que no me baste.
—Gracias —le digo devolviéndole la jarra. En las paredes que me rodean veo pinturas de colores vivos de arcoíris y del mar mítico. A mi derecha tengo una estantería con libros viejos y algunas figuritas de cerámica.
—¿Cómo aprendisteis a leer?
Epap mira al suelo.
—Con nuestros padres —responde Sissy. La miro.
—Algunos de nosotros tuvimos aquí a nuestro padre y nuestra madre. La mayoría, sólo a uno de ellos. Ninguno somos hermanos, en caso de que te lo estés preguntando, salvo Ben y yo, que somos hermanastros.
—¿Cuántos padres había?
—Ocho. Lo aprendimos todo de ellos: leer, pintar, y cultivar verduras. Nos transmitieron cuentos tradicionales. Nos enseñaron a ser fuertes físicamente, a correr largas distancias, y a nadar. No querían que nos convirtiéramos en unos gordos vagos que se limitan a esperar que les llegue la comida cada día. Teníamos algo llamado «colegio» a diario. ¿Sabes qué es?
Asiento.
—Yo también tengo.
—Nuestros padres nos presionaban para que aprendiéramos rápido. Como si temieran que no les quedara demasiado tiempo. Como si creyeran que algún día desaparecerían.
—Y ¿qué les ocurrió?
—Que un día desaparecieron —ataja Epap con rabia. Sissy me lo cuenta en voz baja.
—Hace unos diez años. Les dieron mapas y les dijeron que había una granja. Nos pareció sospechoso, por supuesto, pero llevaban varias semanas sin darnos ni frutas ni verduras. Teníamos la boca llena de llagas horribles. Como medida de precaución, nuestros padres nos obligaron a quedarnos aquí. Se fueron al amanecer, y ya no regresaron.
—No podíais ser más que crios vosotros cinco —aventuro.
Ella hace una pausa antes de contestar.
—Ben tan sólo tenía semanas. Casi no sobrevive. Y éramos más de cinco;
nueve en total.
—¿Y los otros cuatro? Abatida, niega con la cabeza.
—Tienes que entendernos. Tan sólo estábamos Epap y yo cuidando de todos. Teníamos unos siete años. Cuando llegó el científico, nos ayudó muchísimo. No sólo por la comida extra que nos conseguía, sino por los libros, mantas y medicinas que nos traía cuando alguno se ponía enfermo. Además, nos levantaba la moral; sabía contar historias y nos infundía muchos ánimos. Por eso nos quedamos hechos polvo cuando, de repente, desapareció. —Entonces me mira—. ¿Y dices que volvió a la ciudad?
Le digo que sí.
—Mientes —dice Epap—. Sobre el científico y sobre las colonias de hepers en las montañas. No hay nada detrás de esa sierra.
—No.
—Tú y tu maldita cara de póquer. ¿Crees que te puedes esconder y engañarnos? Quizá a los más pequeños, pero no a nosotros. Por lo menos, a mí no.
—Explícanos lo que sabes, Gene —me pide Sissy con dulzura y mirándome con unos sinceros ojos marrones. Me resulta extraño que me llamen así. Con el reflejo del sol en el suelo, tiene los ojos más claros de lo que recordaba—. ¿Cómo lo sabes?
—Por algunos libros que he estado leyendo en la biblioteca. El científico escribió unas anotaciones. Tenía motivos para creer que hay una colonia entera de nuestra especie más allá de esas montañas donde viven cientos, quizá miles.
—Las mentiras salen de mi boca con fluidez.
—¿Cómo consiguió esa información?
—Mira, yo no lo sé. Pero él parecía creerlo.
—¡Mentiroso! —interrumpe Epap—. Si hay tantos de nuestra especie, ¿por qué no los hemos visto? ¿Por qué no se han aventurado a venir hasta aquí?
—¿Tú lo harías? —le pregunto—. Sabiendo lo que sabes, ¿vendrías y te pondrías a su alcance?
No dice nada.
—Tiene lógica —afirma Sissy—. Cualquier colonia más allá de las montañas estaría a salvo de la gente. Tardarían, por lo menos, incluso con su rapidez, dieciocho horas en llegar allí. No lo conseguirían antes del amanecer. No hay ningún tipo de cobertura ahí fuera. La luz los incineraría a todos.
—No le estarás creyendo, ¿verdad? —le pregunta Epap, incrédulo—. No sabemos nada de este tío. Aparece de repente y se pasea con su actitud de sabelotodo.
—Epap —dice ella con suavidad, poniéndole una mano en el hombro. Eso es todo lo que tiene que decir o hacer. Acto seguido, la irritación del chico se desvanece—. Sabemos muchas cosas. Gene es real, eso no lo podemos negar. Le hemos visto bajo el sol, comer fruta, dormir y, bueno, limitarse a actuar como nosotros. Tú le has visto sonrojarse. No puedes fingir esas cosas. Así que es uno de nosotros. Y también sabemos (da igual lo que tú puedas pensar de él) que es un superviviente. Ha aprendido a vivir estando incluso rodeado de ellos. Durante años. Nos puede servir tener a alguien como él ahí fuera.
—Pero ¿cómo sabemos que él nos puede servir a nosotros? Puede que sea uno de los nuestros, pero eso no le convierte necesariamente en «nosotros». Estoy de acuerdo en que destaca en lo relativo a la supervivencia, pero no a la nuestra sino a la suya.
En lugar de llevarle la contraria, Sissy me mira con una expresión calmada aunque algo recelosa. Ella sabe que me estoy guardando información. Lo que pasa es que no tiene ni idea de cuánta. De lo contrario, nunca habría dicho lo que añade después.
—Yo creo que podemos confiar en él. Creo que es buena persona.
—Disculpa que me ría en su cara —dice el chico.
—Epap —le dice ahora con menos paciencia—, Gene nos ha traído más información de la que hemos podido recopilar nosotros durante años. En dos minutos nos ha explicado cosas que valen dos vidas. Eso tendría que decirte algo.
—Es información que no sirve para nada —escupe—. Aunque fuera verdad lo de la colonia detrás de las montañas, es inútil. No hay manera de que podamos llegar, ni siquiera acercarnos. Para nosotros, las montañas están a cuatro o cinco días caminando. Nos atraparían y matarían al cabo de unas horas. Incluso si saliéramos cuando se abre el Domo al amanecer y tuviéramos ocho horas de ventaja, en cuanto se hiciera de noche ellos volarían por las Vastas y nos alcanzarían en un par de horas. No duraríamos ni siquiera medio día. No, ese tipo de información es peor que inútil: es peligrosa. Nos mete ideas tontas en la cabeza, una bonita fantasía que quizá alguien intente llevar a cabo. Piensa en David y en Jacob. Esos dos no nacieron para estar encerrados. Quieren salir desde que tienen uso de razón. ¿Crees que podrías impedírselo si se les ha metido en la cabeza?
Mientras Epap habla, Sissy hace algo un poco raro con su labio inferior.
Un gesto que no he visto antes y no puedo quitarle los ojos de encima. Clava los dientes superiores (sin colmillos me resultan tan extraños) en el labio inferior, y se lo muerde hasta que queda blanquecino. Se queda callada un rato. Después, a medida que se oyen pisadas, dice:
—Hazme un favor. No hablemos más de esto delante de los demás, ¿de acuerdo?
—Por supuesto —respondo, y entonces entran David y Jacob con pan y fruta. Como hasta llenarme. Ahora la conversación es más ligera porque los hepers más pequeños están contentos de tener una cara nueva con la que conversar. Me cuentan sus vidas, la rutina, las estaciones, su relación de amor–odio con el Domo; cómo asfixia la circulación del aire y atrapa el calor pesado en las calurosas noches de verano, pero también captura la calidez y elimina la lluvia y la nieve en los meses de invierno. Me cuentan que durante esas noches les gusta mirar cómo caen los copos de nieve y se deshacen al rozar el Domo. A veces, cuando hace mucho frío, encienden una hoguera; no muy grande, para que el humo pueda salir por los poros de la parte superior. Esas noches, reunidos alrededor del fuego y con la nieve cayendo inofensivamente en el exterior, hasta se pueden imaginar que la órbita normal del mundo tiene lugar en el Domo, y que es el vasto mundo exterior el extraño y disfuncional.
Más tarde me garantizan privacidad para lavarme. Y algo más: una toalla, algo llamado «barra de jabón» y la promesa de no espiarme. Esta vez, cuando me desnudo al lado del estanque, me siento muchísimo más cohibido estando solo que cuando me saqué los calzoncillos ayer delante de Sissy. El mero hecho de acordarme hace que me muera de vergüenza.
Me meto en el agua y me empiezo a lavar. El jabón produce unas burbujas minúsculas cuando lo froto contra el cuerpo. Me han dicho que no tiene perfume pero quita el olor. Eso es perfecto para mis necesidades. De vez en cuando echo una ojeada hacia la cabana donde están todos. Tal como me han prometido, las puertas y ventanas siguen cerradas. Escucho en esa dirección, esperando captar alguna risa, pero no se oye nada.
Estoy lavándome el pelo debajo del agua cuando oigo algo peculiar. Al principio creo que es por tener los oídos sumergidos, pero cuando salgo a la superficie el sonido es más claro: de la cabaña llega una melodía de voces que trinan.
Es bonito y sobrecogedor al mismo tiempo. Me quedo embelesado; de mi pelo caen gotas de agua al estanque que forman ondas circulares a mí alrededor. Salgo y me seco con la toalla mientras recojo mi ropa.
Al principio no me ven. Miro desde la puerta de entrada, aún con el cabello mojado goteando sobre la ropa que me he puesto a toda prisa. Están sentados en círculo; Ben y Jacob frente a mí, con los ojos cerrados por el entusiasmo. El trino me trae recuerdos de mi madre. De los momentos en que se sentaba en mi cama y me acariciaba el pelo con su cara apenas discernible en la oscuridad del hogar. Me acuerdo más de su voz, modulada y sin que le afectara la tristeza o el desconsuelo que luego se apoderó de mi padre, que de su rostro.
Siguen sin verme, me aparto de la entrada y me siento fuera, pero dejo la puerta entreabierta para poder seguir escuchando. Con la espalda apoyada contra la pared de la cabaña, dejo que sus voces penetren en mí con los cálidos rayos del sol de la tarde inundándome. Noto una sensación de calidez y suavidad, como si el mundo se hubiera acaramelado.
La canción termina y discuten por lo que van a cantar a continuación. Salen rápidamente por lo menos cinco sugerencias —deben de tener decenas en el repertorio— antes de que se decidan por una titulada «Allá arriba». Empieza poco a poco, con la única voz de Sissy entonando la melodía.
El suelo bajo tus pies
murmura con el calor del sol.
Solo, con el calor y tus latidos
hasta que cae la noche y el sol se va.
El resto de voces se une en perfecta armonía cuando llega el estribillo. El resultado es tan fluido e impecable que es evidente que la han cantado más de cien veces. Encerrados bajo el cristal y la distancia, supongo que no hay nada más que hacer en estos días interminables. Cantar les proporciona lo que más necesitan: una ilusión de esperanza, transportarse a otros lugares.
Volando por el cielo azul
por encima de los halcones que suspiran
por encima de las nubes que lloran.
Aunque tiene momentos evocadores, es innegable que se trata de una canción pegadiza. Al principio sólo muevo la boca con las palabras. Después, casi inconscientemente, me encuentro forzando el aire por la laringe formulando sonidos. Pero no es nada fácil, de mi garganta sólo salen graznidos.
Entonces ocurre algo. Es como si se liberara una gran bola de flema. En un verso llego a las notas. Sin embargo, a excepción de ese momento, no encuentro el ritmo de la canción. Me dejo llevar, igual que una cometa en el aire, intentando atrapar el mejor viento.
La canción termina y se oyen las risas del interior. Estallan segundos después con Ben a la cabeza.
—Pensaba que había un perro asmático muriéndose fuera —dice Jacob con ojos risueños.
—Sí, claro, un perro… Más bien parecía un elefante —aporta David riendo.
—Una manada —dice Ben, que no cabe en sí de la risa, y salta de un pie al otro. Ahora todos ríen con el sol en su cabello y pequeñas polvaredas levantándose alrededor de sus pies. Sus voces despreocupadas resuenan por el aire.
—Vamos, es divertido, tienes que admitirlo —me dice Sissy. Tiene una expresión totalmente relajada y sincera. Todo en ella sonríe: los ojos, la nariz, la boca, los pómulos, la frente. Me contagia la sensación, inundando el mundo igual que el sol. Una dulce risa la domina, cierra los ojos de la alegría.
Y, de esta manera, en mi interior se despierta algo que hace tiempo que creía perdido sin remedio. De mis cuerdas vocales constreñidas sale una risa, gutural y áspera por la falta de uso. Además, mi cara se hace añicos, no hay otra manera de describirlo, como cuando se rompe la cáscara de un huevo duro. Una sonrisa me arruga la boca y se extiende por mi rostro. Noto cómo caen las piezas de la máscara, como trozos de pintura seca de una pared. Me río más fuerte.
—¿Qué demonios ha sido eso? —pregunta Jacob—. ¿Un gorila se ha tirado un pedo por la boca, o qué?
Se tronchan de risa, con las carcajadas elevándose en el aire. Momentos después, se unen mis sonidos, guturales pero también despreocupados.
Me voy del Domo, no porque me apetezca sino porque debo hacerlo. No es que se vaya a cerrar en breve, después de lo de ayer no me voy a arriesgar, pero tengo que regresar para echar una cabezadita. Por lo menos, las dos horas que quedan de día. He agotado mi energía durante las dos últimas noches y corro peligro, no ya de dormirme durante la gala, sino de descuidarme ante las cámaras y los invitados, y quizá dejar escapar un bostezo, una mueca o tos. En estos momentos tan cruciales, no me puedo descuidar. Sólo un par de noches más y, después, mientras consiga hacer el número de la pierna rota, estaré libre en casa.
Con comida y agua en mi organismo, el camino de vuelta a la biblioteca se me antoja mucho más corto. Lo que antes era una caminata importante, ahora es simplemente un paseo corto. Incluso con el peso añadido de las tres botellas de agua llenas, me encuentro a medio camino cuando…
«Perdón, ¿qué es esto?»
A lo lejos veo un punto que se mueve. Justo delante del Instituto. No, no es un punto: es una mancha oscura que corre. Hacia mí.
Me quedo helado. No tengo dónde esconderme. Ni una roca tras la que agazaparme, ni un bache en el suelo en el que camuflarme. Tiene que ser un animal perdido en las Vastas. Pero por otra parte, es extraño que haya animales por aquí, pues la mayoría han aprendido a no acercarse tanto. Quizá es un caballo, pienso. Será uno que se ha escapado de los establos. Entonces recuerdo que mi escolta me había dicho que en el Instituto no había por miedo a que los hepers los emplearan para escapar. En las ocasiones especiales, como la gala de esta noche, en la que los invitados llegan a caballo y con carruajes, se aseguran de atar bien a los animales.
Cada vez está más cerca, y me doy cuenta de lo que es. No es un animal salvaje ni un caballo, sino una persona.
No creo que me haya visto aún. En un santiamén me tumbo en el suelo, con el mentón sobresaliendo del terreno desértico arenoso.
Es uno de los cazadores, tiene que serlo, probando algún accesorio. Se habrá enfundado en la capa solar o la loción para bloquear el sol. A juzgar por la forma bulbosa encapuchada que lleva alrededor de la cabeza, debe de ser la capa. Y entonces descubro su objetivo.
Los hepers. Está intentando llegar a ellos antes de que emerja el Domo protector. Ahora, minutos antes de que se cierre y con la poca potencia del sol, es su oportunidad.
Justo entonces se abre de par en par una puerta de la planta baja del Instituto. Algo o alguien sale a toda prisa como un caballo de carreras. Se mueve a tal velocidad que se ve borroso. Va directo a la aldea heper. O hacia mí. Estoy justo en su camino.
La figura que lleva la capa corre muy de prisa, mueve los brazos de arriba a abajo y sus piernas retumban en el suelo. Sin embargo, la figura más veloz es la segunda, la que acaba de salir. Ya ha superado la mitad de la distancia que los separa. Al cabo de diez segundos, los tengo a ambos tan cerca que puedo reconocerlos.
La que lleva capa es Ashley June. Su barbilla respingona es inconfundible debajo de la capucha. Noto algo raro en ella. Aun así, desvío mi atención rápidamente a la persona que corre y que ya casi la ha alcanzado, Beefy. Tiene un aspecto grotesco y escalofriante. Se ha embadurnado de arriba abajo con la loción solar; la abundante crema amarillenta se le ve en el torso como si fuera el glaseado de una tarta. A excepción de unas gafas de buceo que lleva muy apretadas, va totalmente desnudo, no sé si para ir más rápido.
Me levanto de un salto, tirando las botellas de agua, y me pongo a correr.
No hacia la biblioteca, que está demasiado lejos, sino hacia el Domo. Haré ver que me uno a la caza, les haré creer que soy uno más. Es la única manera con que puedo justificar el hecho de estar fuera. Es cierto que no llevo ni capa ni loción, pero espero que, en medio de la emoción, no se fijen en ese pequeño detalle.
Funciona. Ashley June pasa a mi lado con mucho esfuerzo; parece que la capa no le sirve, y el sol le está afectando. Unos instantes después, Beefy pasa como un rayo, y el olor de la loción es muy intenso. Nadie dice nada; somos rivales. Se trata de la ley del más fuerte, no de la del más simpático.
Justo en ese momento el sol reaparece desde detrás de una nube. Los haces de luz resplandecen por las Vastas, y confieren al aire un ambiente neblinoso. En cambio, para Ashley June y Beefy eso no es ninguna neblina, sino una ducha de ácido concentrado. Ella cae de rodillas y se desmorona; queda reducida a un montón de ropa. Beefy se paraliza, tambaleando. En la luz del atardecer, la crema tiene un brillo amarillo luminiscente terrorífico, como ictericia en unos esteroides radiactivos. Aun así, él no desiste.
Yo le sigo detrás. Huelo algo más: la piel quemada. La loción para bloquear el sol no sirve, la luz lo está atravesando. Beefy está flaqueando, y yo estoy a punto de darle alcance. No va a conseguirlo. Miro atrás: Ashley June no es más que un montón de ropa: la capa tampoco la ha protegido.
Otra nube pasa por delante del sol. Aún en cabeza, Beefy recupera su forma. Nuestra rival femenina sigue inmóvil, descartada.
Delante de nosotros, en la aldea, no se mueve nada. Estoy lo suficientemente cerca como para ver que han cerrado todas las puertas y ventanas. Entonces aparece Sissy, con una lanza en una mano y flechas en la otra. Logro ver cómo desde el interior de una cabaña intentan impedir que salga, pero ella no les hace caso. Corre al estanque y coge un arco que había tirado.
Su aparición rejuvenece a Beefy, quien coge más velocidad y se precipita hacia la aldea. Incluso en el débil estado en el que se encuentra, tiene que saberlo. Que se está acercando al punto de no retorno. Aún podría dar media vuelta y conseguir ampararse en el Instituto, si no de una pieza, al menos, vivo. Sin embargo, si sigue su trayectoria hacia el poblado, no hay marcha atrás.
Con intención kamikaze, echa la cabeza atrás, sus piernas golpean con fuerza el suelo arenoso y sus colmillos emiten un gruñido. Va a por ellos. Que pase lo que Dios quiera, va en su dirección. Da igual el sol. Irrumpirá en la aldea, destrozará puertas y ventanas, los hará trizas, les clavará los dientes en la suave piel del cuello incluso con el sol quemándole la piel y fundiéndosela en cera, con los ojos explotándole y derramando humor vitreo por la cara, nariz y mejillas. Nada de esto le importará cuando sucumba a los rayos, cuando se disuelva en un charco de pus, mientras muera con los hepers entre sus brazos y con su jugo en el organismo. Vaya manera de irse, no precisamente tranquilo en la noche.
Sissy agarra el arco y dispara una flecha. Cuando ésta aún va por la mitad de la trayectoria, vuelve a la carga. La segunda está en el aire antes de que la primera llegue al suelo, pero ambas caen lejos. La chica está nerviosa y asustada, y no logra apuntar bien. Beefy da más zancadas, pero el sol le está jugando una mala pasada. Cada vez le cuesta más respirar y, a pesar de su esfuerzo extraordinario, va más lento. Lo estoy alcanzando.
Veo que Sissy para, respira hondo y entonces apunta. Espera un momento, y entonces dispara. Esta flecha al menos consigue alcanzar el muslo de Beefy, pero, más que otra cosa, parece conferirle más fuerza. Coge más velocidad y, aunque cojeando, cada vez está más cerca de su objetivo. Tardará diez segundos en llegar a la aldea.
Sin embargo Sissy no se rinde, ni por un momento. Arroja una lanza. El tiro es magnífico, con mucha fuerza y puntería. Vuela como un proyectil perfecto y seguro que zumba cada vez más fuerte a medida que corta pilares de luz hacia Beefy. Logra empalarlo justo en el hombro, y lo arroja al suelo. Pero parece hacerle el mismo efecto que un corte de papel, ya que vuelve a ponerse en pie y corre hacia ella con la lanza clavada en el hombro.
De repente empieza a formarse un halo tenue alrededor de la aldea. La pared de cristal del Domo está emergiendo. Sin embargo, ya es demasiado tarde. Con un simple salto logrará entrar fácilmente. Y, una vez dentro, se desahogará con los hepers, y dará rienda suelta a sus deseos. El Domo se convertirá en un soleado globo de muerte, una cárcel de violencia para los hepers atrapados en su interior y, más tarde, para él. De todos modos, a él no le importa lo más mínimo.
De golpe, Beefy empieza a ir más lento y borbotea un grito inflamado. El sol le está haciendo daño. Acortamos distancias. Justo cuando se prepara para saltar por encima de la pared que sube, salto sobre él. Le golpeo las piernas justo por debajo, y el brazo se me queda pegajoso. Él tropieza y cae en un montón de suciedad.
Cuando me mira, tiene una cara horrible. El pus le sale de las llagas que tiene en carne viva; emulsiones lechosas y amarillentas que se coagulan con la loción para bloquear el sol. Su labio superior se ha derretido y está separado, colgando a un lado, aleteando contra la mejilla. Sin protección, tiene los dientes superiores al descubierto, como en un perpetuo gruñido. No pierde mucho tiempo conmigo. Para él, tan sólo soy un competidor, otro cazador al que superar. Me da una bofetada con el dorso de la mano, y salgo volando hacia atrás. Vuelve a estar de pie, corriendo hacia el Domo que está a punto de cerrarse.
Yo me quedo desplomado en el suelo, la cabeza me da vueltas y soy incapaz de ponerme en pie.
Él va mucho más lento. Además de la piel, el sol también le derrite los músculos. Ahora sus piernas son bolsas empapadas de pus, y la pantorrilla y los muslos se le van desintegrando. Suelta un grito y salta hacia el cristal, que se está cerrando.
Sin embargo, ni se acerca a su objetivo. Choca con el cuerpo a medio camino. Cuando se desliza por la pared, su carne derritiéndose se pega como pizza fundida. Amarilla, con queso, carnosa. Intenta recobrarse, loco de deseo al ver a Sissy, angustiado por su inaccesibilidad. «¡Te huelo!», le susurra, y entonces retrocede unos pasos y vuelve a cargar contra el muro. De nuevo vuelve a deslizarse hacia abajo. Coloca las palmas abiertas sobre el cristal, y se intenta aupar. La piel fundida pegajosa le da una tracción inesperada que le ayuda a subir trepando.
Lo va a conseguir. El agujero en la parte superior del Domo tarda mucho en cerrarse. Una vez caiga al interior, no dispondrá de mucho tiempo antes de que el sol lo desintegre por completo. No obstante, el tacto y el sabor de los hepers le proporcionarán una subida de adrenalina que le permitirá alcanzar al menos a un par, si no a todos.
Sissy ve lo que ocurre. Da una orden a los demás, que huyen corriendo al interior de las cabañas. Entonces se pone a dar vueltas intentando encontrar más flechas. No quedan, pero tampoco habrían servido de mucho. Sin embargo, no deja caer los hombros, y pone los brazos rígidos, preparándose para la batalla que sabe que se avecina. Aun así, desde donde me encuentro, puedo ver que el miedo se apodera de ella. Entonces me ve. Por un instante, a través del cristal del Domo, nuestras miradas se encuentran. Recuerdo la primera vez que la vi, a través del cristal de la pantalla de mi escritorio. Tiene la misma expresión: desafiante pero al mismo tiempo asustada.
Ben, con lágrimas en los ojos, sale corriendo de una cabaña agarrando dos flechas caseras en cada mano. Es obvio que las ha hecho él: son cortas, están torcidas y no sirven. Sissy las acepta, y después le grita que vuelva dentro. Pero él, con los puños apretados, se queda con ella.
Beefy se encuentra a medio camino del Domo a punto de cerrarse. Va a conseguirlo, pero… No hay tiempo para pensar ni reflexionar. Por eso reacciono. Me pongo en pie de un salto y salgo corriendo; en cuestión de segundos estoy allí. Sólo tengo una manera de alcanzarle. Planto manos y pies en los parches pegajosos que ha dejado su piel sobre el cristal. Son como peldaños de una escalera hechos de la textura del queso fundido. Me impulso hacia arriba empleando esos pegotes como tracción.
Arriba, en el borde de la abertura circular, él se desliza unos metros hacia abajo. Recupera su posición y vuelve a escalar. Es mi última oportunidad. Salto alargando el brazo derecho tanto como puedo. Estoy a la altura de su espinilla. A toda prisa, consigo rodear con la mano lo que le queda de tobillo y lo arrastro unos metros abajo. Entonces termino por estrujárselo como si se tratara de gelatina y me resbalo por el cristal con un chirrido que me acompaña hasta el suelo.
Mi tirón no ha sido suficiente para arrastrarlo del todo, pero lo ha ralentizado. Un poco. Vuelve a intentarlo con un grito henchido de locura y desesperación; sin embargo ahora el agujero no es más ancho que una boca de alcantarilla. Consigue meter una pierna, y está a punto de introducir el resto del cuerpo cuando…
No cabe. Se retuerce en una maniobra de torsión, intentando embutirse por el hueco cada vez más pequeño, pero no hay manera. Es demasiado robusto. Y, como un torno, queda encerrado instantáneamente. No tiene adonde ir. Está sentado en la cima del Domo, con una pierna colgando en el interior, y los rayos de sol abrasándolo.
La estructura de cristal se cierra por completo y le rebana la esponjosa pierna, que cae dentro y, al impactar con el suelo, explota y esparce un líquido amarillo. Sus alaridos son terribles; sólo se hace el silencio cuando las cuerdas vocales se le desintegran formando un líquido viscoso. Para entonces ya ha dejado de existir. Lo único que queda de él son chorros pringosos que se deslizan por todos los lados del Domo, como un huevo que se rompe en una calva.
Me recompongo. Debo escapar. Me pongo a correr, pero me tiemblan las piernas y caigo de rodillas. Estoy doblado como un vagabundo haciendo penitencia. Me dan arcadas y me pongo a vomitar toda la comida y el líquido que he tomado con los hepers. Logro ponerme de pie, aún devolviendo. Mis pies hacen zigzag, tambaleándose. Echo un último vistazo al Domo; Sissy está entrando en una cabaña con el brazo por detrás de la espalda de Ben.
Al cabo de un rato, de camino a la biblioteca, me encuentro mejor. Recojo las botellas que había tirado antes y me limpio la porquería pegajosa que tengo en las manos. Me lavo la cara con agua.
Al cerrar la botella, veo el montón de ropa donde ha caído Ashley June. Seguro que hizo una apuesta sin pensar, y por eso ha salido tan temprano. Los complementos protectores están hechos para el anochecer, no para este momento, cuando aún quedan dos horas de sol. Recuerdo lo que me contó mi escolta hace dos días, la historia de algunos trabajadores, que al ver y oler a los hepers, habían enloquecido y habían salido corriendo hacia el Domo en pleno día. Entonces me había costado creerlo, pero ya no.
«Qué raro», pienso al mirar su pila de ropa. Lo único que hay en el suelo es la capa solar. No hay ni rastro del resto: de sus zapatos, calcetines o pantalones. Sólo la capa. Quizá también iba desnuda como Beefy. Me adelanto y le doy una patada al trozo de tela, esperando encontrar el fluido pegajoso y la piel derretida. Pero no hay absolutamente nada. Ni una gota de líquido. Entonces caigo en la cuenta.
Está en la biblioteca. De algún modo, ha logrado escapar y refugiarse en el interior a tiempo. Sin embargo, cuando me doy la vuelta hacia allí, veo algo… Me quedo boquiabierto. Abro los ojos como platos.
Los rayos del sol poniente saturan el exterior de la biblioteca (las paredes, las persianas, el camino de ladrillos) en un mar de tonos violeta y anaranjados. En medio de este espectro se encuentra Ashley June. El color le baña la pálida piel, mezclándose con el naranja del pelo y el verde de los ojos.
Tiene la boca ligeramente entreabierta, pero está entera. Tampoco grita ni se desintegra.
Nos miramos, sin decir nada. La impaciencia de mi mirada es evidente. Ella se toca la boca, echa la cabeza hacia atrás y se saca algo.
Unos colmillos falsos.
Me los muestra como ofrenda.
Lo primero que me pide cuando entramos es agua.
—Por supuesto —le digo, recordando cómo me moría de sed hace dos días—. ¿Te has pasado todo este tiempo sin beber?
No me contesta. Se toma una botella entera. Eso me basta como respuesta.
—Por eso me he desmayado fuera —me explica mientras mira hacia la otra que tengo.
—¿Quieres más?
—Sí, pero no para beber. Por si no te habías dado cuenta, los otros sí que lo han hecho: estoy empezando a oler. Y bastante.
—Deberías lavarte dentro. Te vas a quemar con el sol; tienes una piel muy blanca.
Me mira como si dijera: «¿En serio? No he sobrevivido diecisiete años por casualidad, chaval».
—En la parte de atrás. Hay un sitio con un desagüe en el suelo —le digo rápidamente.
Da la vuelta por el mostrador de préstamos y desaparece. Dejándome con mis enmarañados y desconcertantes pensamientos.
Cuando vuelve, diez minutos más tarde, sigo en el mismo sitio. Lleva el pelo mojado y la cara recién lavada. Parece más pálida, pero sus ojos brillan más.
—Espero que no te importe —dice con timidez.
—¿El qué?
—He dicho que espero que no te importe. Me tuve que poner tu ropa. La mía… huele demasiado.
—No —contesto mirando al suelo—, no pasa nada. Todo lo que me dieron me va pequeño. Nunca me había puesto ese conjunto, ya es tuyo.
Estamos colocados de tal manera que miramos a todas partes menos a nosotros.
—Siento haber utilizado dos botellas de agua.
—Tranquila, aún nos queda una.
En cuanto pronuncio la palabra «nos», es como si algo se rompiera en su interior. Vuelve la cabeza en mi dirección y cuando la miro a los ojos, veo que los tiene llenos de lágrimas. Cierra los párpados y, cuando los vuelve a abrir, se le han secado. Es buena, se nota que ha practicado, como yo.
—¿Has vivido sola? Hace una pausa.
—Sí—responde triste—. Casi desde que tengo uso de razón.
Su historia, que me empieza a contar cuando nos sentamos, no es como la mía. Recuerda haber tenido una familia: unos padres y un hermano mayor. Conversaciones alegres en el hogar, risas, la sensación de estar a salvo una vez bajaban las persianas al alba y el mundo se quedaba fuera, comidas alrededor de una mesa, cuerpos cálidos durmiendo a su alrededor. Entonces recuerda aquel día. Se tuvo que quedar en cama porque tenía fiebre mientras sus padres y su hermano salieron a buscar fruta. Se fueron diez minutos después de que se hiciera de día. No volvió a verlos.
Un día tenía una familia, y al día siguiente estaba sola. La soledad fue su compañera constante, una presencia tan fría y agotadora como llevar los calcetines mojados un día de invierno.
Eso ocurrió hace diez años. Entonces tenía siete. Al principio fue realmente duro vivir. No pasó ni una hora en la que no pensara en dejar el colegio. Habría sido muy fácil sucumbir. Quedarse en medio del campo de fútbol en el recreo, pincharse el dedo, dejar que saliera una gotita de sangre. Ver cómo se le acercaban volando. El final sería brutal pero rápido. La muerte sería la manera de escapar de esa insoportable soledad.
Sin embargo, sus padres le habían enseñado dos cosas. Se las habían inculcado. La primera era sobrevivir: no sólo el concepto básico, sino hasta el más pequeño detalle, cualquier posible situación en la que se pudiera encontrar. La segunda era la vida, su importancia, el valor que tenía, la obligación de perseverar y no permitir que terminara de forma prematura. Odiaba la manera tan clínica con la que la habían adoctrinado. Para cuando desaparecieron, se había convertido en una escéptica experta en sobrevivir.
Su belleza era una maldición, sobre todo cuando alcanzó, con el resto de sus compañeros, la pubertad. El hecho de ser el centro de atención, algo que sus padres le habían aconsejado una y otra vez que evitara a toda costa, le llegó con la fuerza de un tsunami cargado de testosterona. Los chicos le escribían cartas, la miraban, le hablaban y se matriculaban en los mismos clubs que ella. Las chicas, al ver las ventajas sociales que implicaba ser su amiga, la asediaban. No pudo hacer nada por minimizar su belleza. Se cortaba el pelo ella misma; era basta, sarcàstica y distante; fingía desinterés por los chicos, e incluso se hacía pasar por tonta. Pero nada de eso le favoreció. La atención la seguía a todas partes.
Un día se dio cuenta de que su planteamiento era incorrecto. Su táctica de defensa era estar demasiado… a la defensiva. No le pegaba, y esa falsedad la terminaría llevando a la perdición. Lo supo ver, y entonces decidió que la mejor defensa sería un buen ataque.
En lugar de disimular su belleza, la acentuó. Se deshizo de la máscara de chica dócil y tonta, y la sustituyó por la de segura y equilibrada. Fue un paso sencillo porque apenas lo notó. Más que nada, le otorgó poder. Controlaba las piezas, en lugar de dejarse llevar por los demás, los convirtió en sus esclavos. Se dejó el cabello largo de manera que estilizara su esbelta figura. Despreciaba a los chicos que la miraban, pero supo utilizar en su propio beneficio las armas que en teoría le iban a dar una puñalada por la espalda. No mostraba ningún tipo de compasión.
Al cabo de un tiempo se hizo evidente que tenía que echarse novio. Mientras estuviera libre, los chicos no dejarían de ir detrás de ella como gusanos con imán. Y si no lo hacía, levantaría muchas sospechas.
Por eso eligió al quarterback del equipo de fútbol americano, un universitario repulsivo y sorprendentemente inseguro a quien le gustaba hacerse el chulo con ella en público, pero que en privado temblaba como un volcán en erupción. Matarlo fue mucho más fácil de lo que pensaba. Cuando cumplieron un mes de relación (sí, los adolescentes pueden ser muy cursis), ella le sugirió que lo celebraran con un picnic en un lugar apartado que se encontraba a unas horas de distancia de los límites de la ciudad. A él le encantó la idea. Llevaron vino y una manta. Una vez allí, él bebió mucho, Ashley June no dejaba de llenarle la copa, hasta que se desmayó. Entonces lo ató a un árbol, que, como estaban a finales de otoño, no tenía hojas y no podría cobijarlo cuando el sol saliera. Lo abandonó así, y volvió a casa.
No volvió a verlo. Cuando regresó al árbol al día siguiente, sólo había una pila de ropa colgando de la cuerda, ligeramente desteñida por la toxicidad de la carne derretida. Lo recogió todo y lo quemó.
Como en la mayoría de «desapariciones», el tema era tabú y sólo se hablaba entre susurros. Se realizó una búsqueda rutinaria que al cabo de doce horas abandonaron; el caso se archivó como DPLS (Desaparición por luz solar). Fingió estar destrozada por la tragedia y tener el corazón roto por la pérdida de su «alma gemela». En su funeral, le proclamó amor y devoción eternos, y prometió que su alma quedaría unida para siempre a la suya.
De esta manera consiguió todo lo que esperaba. Los chicos la dejaron en paz, y las chicas se compadecieron de ella por la trágica pérdida, con lo que su cotización aún subió más. Nadie cuestionó su inexistente vida amorosa ni siquiera cuando el resto de chicas de las deseables ligaban y se enrollaban con chicos en fiestas. Era la figura fatídica que necesitaba tiempo y espacio. «Que le den unos años y se acabará reponiendo», pensaban sus amigas.
Ella continuó alimentando el engaño. Se unió a la SBH (Sociedad de Búsqueda de Hepers), un grupo que operaba según la teoría de que aún había muchos que se habían infiltrado en la sociedad. Los miembros de la asociación aspiraban a desenmascarar a esos infiltrados.
—¿Por qué te uniste a la gente que más posibilidades tenía de descubrirte? —le pregunto.
Me responde que la SBH era el único lugar donde nadie sospecharía nunca de ti. Pertenecer al club era como estar en el ojo del huracán, donde no te salpicarían ni la sospecha ni la acusación. Además, había un beneficio añadido: sería la primera en saber todo lo relativo a la posible existencia de otro heper. Su plan era sencillo: primero, confirmarlo, y después, descartar la suposición ante el grupo.
—¿Y luego?
Se vuelve hacia mí, y empieza a formular una frase, pero se detiene. Al final dice:
—Establecer contacto.
Está sentada en un lado del sofá con una pierna debajo de la otra.
—Eras buena. Yo nunca sospeché de ti. Ni por un instante.
—Pues tú, no tanto.
—¿Cómo?
—Te descuidaste unas cuantas veces. Vi cómo expresabas alguna emoción. Te quedabas dormido en clase, aunque sólo fuera medio segundo, pero la ligera cabezadita era inconfundible. —Entonces se le iluminan los ojos recordando algo—. Te salvé el culo más de una vez. Como en clase de trigonometría hace unas noches, cuando no podías leer la pizarra.
Me rasco la muñeca.
—Me acuerdo. —Entonces se me ocurre algo—. Si me tenías tan calado, ¿por qué no te acercaste nunca a mí? Para decirme que lo sabías.
—Porque todo podía ser una artimaña. Quizá estabas intentando pillar a otros hepers para que salieran. Por eso seguí observándote. Hasta estuve fisgoneando de día alrededor de tu casa.
—¡Conque sí había alguien fuera!
Deja caer los hombros hacia delante.
—Tendrías que haber salido. Esperaba que lo hicieras. Me quedé esperando a que abrieras la puerta y salieras a la luz del sol. Que me vieras, justo ahí, bajo el sol, contigo. El fin de todo el misterio, todo habría salido a la luz así. —Hace una pausa—. Piensa en lo diferentes que serían las cosas. Si eso hubiera pasado justo entonces, y no ahora.
Cojo la botella que tengo a mis pies, la abro y se la doy. Me da las gracias con un gesto. Miro su boca mientras inclina la botella, su labio superior presionando en el agujero mientras entreabre la boca. Un fino hilo de agua se le cae por el cuello y termina en la clavícula.
—Bueno, aquí estamos. Cambio de posición.
—Tenía un plan. Te vi en el centro de control curioseando y haciendo preguntas.
—Era un plan —admite con algo de frustración—. No iba a funcionar, me di cuenta enseguida.
—¿Y en qué consistía?
—Al entrar supe que no podía permitir que la Caza se llevara a cabo. Me dejaría totalmente expuesta. No hay manera de que consiga mantener el ritmo ni correr tanto. Y aunque pudiera, estaría totalmente sudada y sin aliento cuando alcanzara a los hepers. Además, en el caso de que no lo estuviera (pero seguro que lo estaría), no podría comérmelos. Matarlos, sí, pero ¿comérmelos? No, bajo ningún concepto.
Asiento con la cabeza. Justo así es como veo yo las cosas. Ella continúa.
—Entonces pensé: «¿Qué pasaría si pudiera sabotear de alguna manera toda la Caza?». ¿Qué pasaría si encontrara el método de bajar las paredes del Domo de noche? Los hepers quedarían expuestos. En cuestión de segundos, todo el mundo, cazadores y empleados, saldrían volando. Así, de golpe, y ya no habría caza.
—Salvo que…
—Salvo que no hay modo de bajar las paredes del Domo. No hay botón, ni palanca, ni combinación de botones. Todo está automatizado mediante sensores de luz solar. —Su tono, que ha ido subiendo, se detiene de repente. Entonces sigue en voz más baja—: Eso me llevó a establecer el plan B, que fue lo que pasó hoy… aunque terminó siendo el fracaso del plan B.
—Utilizaste el equipo de protección solar —observo en voz baja, entendiendo al fin por qué ella y Beefy estaban fuera—. Lo utilizaste para convencerlo. Que con eso podría llegar hasta la aldea incluso de día. Donde podría disfrutar de todos los hepers para él solo.
Ella asiente.
—Eso es lo que le dije. Es lo que esperaba. Sabía que el equipo no duraría demasiado, y menos bajo el sol de la tarde. No obstante, si conseguía que llegara hasta la mitad del camino, lo suficientemente cerca para verlos y olerlos, ya no importaría. El deseo de carne se apoderaría de él, y se decantaría por el sabor a heper incluso si eso significaba morir bajo el sol.
—Tienes razón. Eso es lo que ocurrió. Se volvió completamente loco.
—Al principio no me creía, pero entonces le dije que no me importaba lo que él pensara, que yo iba a ir a por ellos. Que por mí podía quedarse dentro y seguir comiendo las sobras de sangre pasteurizada y de carnes procesadas. Entonces me vio salir corriendo con la manta protectora, y vio que el equipo parecía funcionar. Y también se decidió.
—Casi lo consigue —le digo en voz baja.
—¿Cuánto se acercó?
—¿No lo viste? Niega con la cabeza.
—Me desmayé por completo. Cuando me recobré, tú ya estabas volviendo, y el Domo se había cerrado. A ver, entendí que no lo había logrado.
Me alegro de que no lo haya visto. Si lo hubiera hecho, me preguntaría por qué intenté detener a Beefy, y yo no podría responderle porque ni siquiera lo sé.
—¿Tienes un plan C? Ella se rasca la muñeca.
—¿Y si te lo cuento después de que tú me hayas explicado tu plan A?
Hago una pausa.
—Romperme una pierna.
—¿Perdón?
—Horas antes de que comience la caza, caerme rodando por una escalera.
—¿De verdad?
—Sí.
—Es bastante estúpido. Tiene tantos fallos que no sé ni por dónde comenzar.
—¿Como cuáles?
—Bueno, para empezar, tal vez sea posible romperse una pierna sin sangrar, pero yo no arriesgaría la vida de esa manera. Eso para empezar.
No digo nada.
—Te cuento mi plan C, pues. Se me ocurrió hace poco, así que tendremos que acabar de pulirlo. ¿Recuerdas cuando el director nos habló del inicio de la Caza? ¿Que una hora antes del anochecer cerrarán el edificio para impedir que se intente colar gente? Pues bien, eso me hizo pensar. ¿Qué pasaría si consiguiéramos impedir el cierre? Con los centenares de invitados de la gala ya aquí, habrá…
—Un gran caos —respondo, dándole la razón—. Con el cierre descartado, de repente todo el mundo invadirá el edificio y querrá cazar a los hepers. Se armará un desbarajuste, con los invitados y el personal precipitándose hacia las Vastas. Nadie se dará cuenta de nuestra ausencia.
—Y, dos horas después, todos los hepers habrán muerto. La caza habrá terminado, y nosotros habremos sobrevivido. Nosotros —me susurra clavándome la mirada. Algo se agita en mi interior.
Asiento lentamente, y la contemplo. Entonces paro y sacudo la cabeza.
—Hay un fallo.
—¿Cuál?
—No sabemos cómo interrumpir el cierre. De golpe se le enciende la mirada.
—Sí, y es fácil. Por lo menos, para nosotros. El otro día, cuando visitamos el centro de control, estuve fisgoaneando. Un tío empezó a contarme cómo funciona. ¿Te puedes creer que sólo es un botón? Si lo pulsas, el cierre se programa para una hora antes del anochecer; si lo vuelves a pulsar, se cancela la configuración.
—Ni hablar. No puede ser tan sencillo. Por seguridad, tendrían que…
—Y ya tienen un sistema de seguridad a prueba de tontos. El sol. De día no bajan las persianas en el centro, ¿recuerdas? Para mantener a la gente alejada. Eso significa que, en el único momento en que se puede cancelar la configuración (antes de que se haga de noche), entra la luz del sol. Así que no puedes llegar. Bueno, ellos no pueden. Es más efectivo que si el botón estuviera rodeado de rayos láser o de un foso de ácido. Es genial.
—Como nuestro plan.
—Mi plan —añade rápidamente, con un atisbo de sonrisa en sus labios.
—La verdad es que puede funcionar —digo con un inusual entusiasmo que se me cuela en la voz—. Puede funcionar. —Intentando encontrar los puntos débiles, le damos vueltas. Por nuestro silencio, vemos que no hay ninguno—. Tengo que lavarme y afeitarme.
El agua me sienta bien en la cara. Me froto el cuello, y las axilas, y termino la botella. Saco la cuchilla y me la paso por la piel con cuidado. Tengo algunas uñas descascarilladas, pero nada del otro mundo. Unas noches más y ya estaré de vuelta en casa. O, por lo menos, ése parece ser el plan.
Cuando vuelvo, ella ya no está. Miro el reloj. Son las seis pasadas, diez minutos más de luz. Sólo que no se ha ido. Está en la sección de consultas, donde está el rayo. De espaldas a mí sujeta un libro en el aire. El rayo le da justo en el pecho.
—Así que lo has encontrado.
Se da la vuelta; me quedo paralizado cuando veo su rostro, con el halo de luz. Me muestra una dulce sonrisa, todo un atrevimiento. Siento que entre nosotros se desploman muros; los ladrillos caen al suelo, hay una sensación de aire fresco y la luz suave se posa sobre su pálida piel, privada de sol.
—Hola —saluda con voz titubeante pero amable, como unos brazos tímidos que se extienden esperando un abrazo que no saben si llegará.
Nos miramos. Intento no hacerlo fijamente, pero mis ojos no dejan de ir en su dirección.
—Has encontrado el rayo.
—Es difícil no verlo. ¿De qué va todo esto?
—No sabes lo mejor. Es más complicado de lo que parece. —Voy hasta donde está—. En el momento justo del día, el rayo apunta a la pared del fondo.
—La llevo hasta allí—. Entonces se refleja en ese espejito y crea un segundo rayo que, a su vez, se proyecta en otro espejo, allí. De esta manera llega hasta este punto de aquí, en esta estantería, justo en este diario…
Ha desaparecido.
—Ah, ¿te refieres a éste? —pregunta con el libro en las manos.
—¿Cómo has…?
—Era el único libro que no estaba en las estanterías, sino encima de la mesa. Hace tiempo, hasta cuando el director nos citó. Por eso he atado cabos. Te habrás olvidado de devolverlo a su sitio.
—¿Has mirado dentro? Ese tipo, el científico, escribió un montón de cosas bastante increíbles. —La miro—. Era como nosotros, ya sabes.
—¿Cómo?
—Ya sabes. —Miro al suelo.
—Ah —dice en voz baja—. No puede ser. Asiento con la cabeza.
—Pero era una persona muy rara. Debió de pasar meses enteros escribiendo ese diario, copiando fragmentos en él. De todo: desde libros de texto pasando por tratados científicos hasta antiguos textos religiosos. Y después tiene esta página en blanco tan extraña…
—¿Te refieres a ésta? —pregunta, abriendo el libro justo en ese punto.
Antes de que pueda abrir la boca, continúa—: ¿La página que revela un mapa cuando la miras al trasluz?
Hago una pausa. «¿Un mapa?»
—Exacto —digo en voz baja—. A ésa me refería.
Se me queda mirando, y se le empieza a formar una sonrisa en la cara.
—Mentiroso. No tenías ni idea.
—Vale, tienes razón —admito—. No lo sabía, pero déjame ver. Sostén la página a la altura del rayo. El sol está a punto de ponerse, no tenemos demasiado tiempo.
En efecto, una vez que coloca el libro, surge un mapa de la página. Pero eso no es todo. No es el simple contorno, sino un tapiz de colores vivos que salpica toda la página como una pintura.
—Tendrías que haberlo visto hace cinco minutos, cuando el rayo era más fuerte. Los colores se salían de la página, me quemaban los ojos.
El paisaje que plasma es completamente detallado. En la esquina inferior izquierda, veo el edificio de losas grises que conforma el Instituto de Hepers. Justo al lado está el Domo, exageradamente grande y centelleante. El resto del mapa captura la extensión del nordeste, el marrón rancio de las Vastas que se transforma en el verde exuberante de las montañas del este. Lo más curioso de todo es un gran río que fluye de sur a norte, pintado con un profundo tono azul verdoso. Recorro los dedos por encima.
—Es el río Nede —asegura Ashley June.
—Pensaba que tan sólo era un mito.
—Según el mapa, no lo es. Mis dedos se detienen.
—Mira, ¿qué es esto?
Donde el río se desvía hacia las montañas del este, hay dibujado un bote marrón. Está anclado al lado de un pequeño puerto. También se aprecia una flecha ancha que sale de la embarcación y sube por el río, hacia las montañas.
—Ya, a mí también me extrañó. Es como si dijera que el bote debe ir hacia las montañas.
—No tiene sentido. Los ríos fluyen desde las montañas y no al revés.
—¿Crees —aventura a decir con voz animada— que ésta era su ruta para escapar? ¿La del científico? —Se da cuenta de mi confusión—. Todo el mundo dice que el sol lo achicharró, pero si realmente era heper, como dices, tiene que haber algo que explique su desaparición. Quizá huyó. En barco. Con éste.
Es posible, pienso. Pero después niego con la cabeza.
—¿Por qué iba a dejar registro de su huida? No tiene ningún sentido.
—Supongo, pero hay una cosa clara.
—¿El qué?
—Este mapa sólo pueden verlo hepers. Nadie más podría, ni por casualidad. No mientras no haya luz solar.
Me inclino para examinar mejor el mapa. La cantidad de detalle que se refleja es asombrosa cuanto más te acercas. La flora y la fauna se despliegan con una peculiaridad sorprendente.
—¿Qué significa todo esto? —pregunto.
—No lo sé.
—Ya lo descubriremos.
Está en silencio y, cuando la miro, le brillan los ojos, como inundados de lágrimas, pero sonríe.
—Me gusta cuando hablas en plural.
Me quedo observando las arrugas que se le forman alrededor de los labios. Quiero alargar la mano y recorrerlas con los dedos. La miro a los ojos y sonrío.
Ella contempla mi rostro como si fuera una página, como un niño pequeño cuando empieza a aprender a leer, pronunciando mentalmente las sílabas de emoción que lee en mi cara.
No sé muy bien qué hacer ni qué decir; es un momento cargado de ambigüedad. Por eso bajo la mirada y finjo que estudio el mapa.
—¿Adonde crees que mandarán a los hepers?
—Puede ser a cualquier sitio. La verdad es que no importa: podrían poner una cruz en cualquier lugar del mapa, mientras se encuentre a ocho horas de distancia. No creo que los manden al oeste: no querrán que se acerquen demasiado a Palacio. En un día ventoso, el olor podría llegar hasta allí, y no querrán correr el riesgo de que los empleados saboteen la caza.
Durante un rato no dice nada. Cuando levanto la vista, se está frotando los brazos.
—La otra noche —me dice en voz baja—, cuando estuvo aquí el director.
¿Recuerdas cómo hablaba sobre las granjas? —Sacude la cabeza—. Estaba bromeando, ¿no? Todo ese asunto, los centenares de hepers… Era tan sólo producto de su imaginación enfermiza, ¿no?
—No lo sé. Quizá. No sé cómo tomármelo. Ella sigue tocándose los brazos.
—El mero hecho de pensarlo es muy raro. Se me pone la carne de gallina. —Me mira—. ¿A ti también te pasa?
Me acerco, y miro de cerca los pequeños bultitos que le salen en los brazos.
—Sí, pero no lo llamo así, sino «piel de gallina».
—Piel de gallina —repite—. Me gusta más. No suena tan mal como «carne de gallina».
Antes de poder evitarlo, le toco el brazo. Con los dedos. Su piel, tan suave, se estremece al tacto. Se echa atrás.
—Lo siento —decimos los dos a la vez.
—No, soy yo quien lo siente; no tendría que haber hecho eso —empiezo a disculparme.
—No, yo, yo… No me he apartado por asco, ni nada por el estilo. Es difícil de explicar. —Entonces, de golpe, me coge la mano y me la coloca sobre su antebrazo.
Una combinación de calor y electricidad me sacude el brazo. Retiro la mano, pero ella me invita, con su mirada llena de deseo, a que la deje. Entonces empieza a decir:
—Es sólo que…
Cada vez tiene más piel de gallina. Esta vez, cuando le pongo la mano en el brazo, ella no lo retira, ni yo tampoco. Nos miramos. Sus lágrimas son un reflejo de la humedad en mis ojos.
Al cabo de poco rato, se queda dormida en el sofá. Se ha desplomado. Tiene el cuerpo doblado como una figura de papel mal hecha, la cabeza torcida contra un extremo y la boca, de la que le salen pequeñas bocanadas de aire, entreabierta. A juzgar por la manera en la que está colocada, se va a despertar con tortícolis. Le pongo la cabeza sobre el reposabrazos. Está dormida, pero obedece, siguiendo la dirección de mis manos. Me resulta muy extraño estar tocando a una persona.
Me siento en el otro extremo, y noto el cuerpo cansado pero relajado. Encima de nosotros, en el techo, cuelgan las asas para dormir; son como ojos que lo ven todo y me miran con lascivia, acusadores. Se han burlado de mí toda la vida. En tiempos tenía una fantasía. Vivía como una persona normal. Todas las noche colocaba a mis hijas, dos gemelas, en sus asas en la habitación de al lado con sus caras de querubín, aún más rollizas por estar boca abajo. Mi mujer, colgada a mi lado, dormía con la cara pálida pero luminiscente bajo la luz del mercurio; su larga melena rozaba el suelo pero sus pies estaban colocados grácilmente en las asas. En mi fantasía, la sangre no me molesta en la cara por la posición, no me duelen los pies, no me caen las lágrimas. Imperan la calma, el frío y el silencio. Todo es normal. Hasta yo.
Entonces miro a Ashley June, magníficamente encorvada en el sofá, con el pecho respirando arriba y abajo. Sus ojos se mueven de un lado a otro por debajo de los párpados. Tiene saliva en las comisuras de los labios. Al final dejo que se me cierren los ojos, y el sueño se apodere de mí tranquilamente, como una fuente de alegría. Esta sensación es nueva. La de dormirme, tumbado al lado de alguien. Me quedo dormido. Es lo más íntimo, confiado y atrevido que he hecho jamás.