—Se cree que los hepers se encuentran entre cinco y diez milenios por detrás de nosotros en la escala evolutiva. —La voz del director surge del atril con un desapego antiséptico—. Sin duda, manifiestan unos rasgos de comportamiento más primitivos que los que nuestros antepasados desecharon hace siglos. Piensen, por ejemplo, en su extraordinaria capacidad para nadar. Esa característica los remonta a sus orígenes anfibios más recientes, cuando vivían en el mar, del que surge todo tipo de vida. Su capacidad para flotar y moverse en el agua como peces atestigua la relativa ausencia de progreso evolutivo que han experimentado desde esa fase elemental. Tengan en cuenta también su capacidad inhumana de soportar los rayos del sol. Se trata de una reliquia genética que data de antes de la era de las cavernas, cuando los animales que deambulaban por la tierra carecían de la inteligencia suficiente para buscar refugio. Desarrollaron una resistencia al sol, aunque fue exactamente eso lo que impidió el desarrollo evolutivo del cerebro. Una verdadera pena.
Sus palabras me llegan como algas flotando en aguas tenebrosas. Estoy sentado casi al fondo de la sala de conferencias, tan lejos de la gente como puedo. Me he cambiado de ropa a toda prisa (mientras el escolta golpeaba la puerta), pero estoy preocupado por el olor. Nadie parece haber notado nada; todos están inmóviles, y nadie tiene tics. He superado el desayuno, las conferencias de la mañana, las visitas y la comida sin que nadie se haya dado cuenta. Pero ahora ya es por la tarde, y hace más calor. Por suerte hay una gran ventana abierta a la izquierda del podio desde la que entra una suave brisa que hace disipar el olor que pueda haber dentro. O eso espero.
—Sus expresiones faciales, tan impredecibles por las emociones desmedidas y desinhibidas que reflejan, se remontan a una era prelingüística, en la que esos gestos se utilizaban como una especie de lengua de signos. Siguiente diapositiva.
Se trata de una foto de las piernas cubiertas de pelo de un heper macho. Todo el mundo se adelanta. Les empiezan a caer las babas desde los colmillos, como arañas que bajaran hasta los escritorios.
—Este es un vestigio genético de una era anterior al descubrimiento del fuego. Sin esa capacidad, el pelo era el único mecanismo que tenían para ahuyentar el frío invernal. Un grupo de estudiosos de élite afirma que la existencia del vello corporal es incluso anterior a la Edad de Piedra, cuando los primitivos podían fabricarse armas rudimentarias para cazar y, después, utilizar las pieles para vestirse. He publicado un libro sobre este tema, el primero en mi campo que apoyó esta teoría tan reputada en la actualidad. Siguiente diapositiva.
Se trata de una foto de un heper comiendo una fruta de piel roja y una sustancia amarilla en su interior. Veo cabezas echándose atrás del asco.
—Ah, sí. Este rasgo es bastante inexplicable, por no hablar de lo repugnante que resulta. Denota su falta de habilidades predadoras, su incapacidad de matar nada aparte de bichos. Por ello deben cazar aquello que no puede escapar: los alimentos de la tierra, la fruta y la verdura. Esta característica se perpetuó con el tiempo, hasta el punto de que sus cuerpos lo necesitaban para sobrevivir. Prívenles de fruta y verdura, y se empezarán a derrumbar. Les aparecen manchas rojas en el cuerpo, les salen llagas en los labios y en las encías hasta que terminan por perder los dientes. Se quedan inmovilizados, caen en un estado depresivo y vegetativo. Siguiente diapositiva.
Una foto del grupo de hepers bajo el Domo. Están sentados alrededor de una hoguera con las bocas abiertas, las cabezas ladeadas y los ojos cerrados.
—Nada ha dejado más estupefactos y ha seducido más a los estudiosos que la capacidad de los hepers para trinar y, además, hacerlo con sorprendente coherencia. Unos estudios que se han llevado a cabo en el Instituto han descubierto que son capaces de duplicar estos momentos en los que trinan (lo que ellos denominan «cantar») con una fidelidad asombrosa. De hecho, las canciones se pueden replicar durante minutos, días, meses e incluso años después de que se cantaran por primera vez, con unas frecuencias sonoras prácticamente idénticas. Existe una plétora de teorías respecto a esto; ninguna de ellas resulta satisfactoria, excepto la que yo mismo presenté en la Conferencia Anual de Estudios Hepers del año pasado. En resumen, desarrollaron la capacidad para «cantar» guiados por la falsa creencia de que ello ayudaría al crecimiento de frutas y verduras. Por eso, cuando más a menudo los vemos hacerlo es cuando realizan tareas en la granja o recolectan fruta y verdura. Algunos estudiosos postulan que los hepers llegan incluso a creer que esto los ayuda a mantener vivo un fuego y que les sirve para purificar el cuerpo. Esto queda como patente en su tendencia a cantar cuando se reúnen junto a una hoguera o cuando se bañan en el estanque.
Mientras tanto, permanezco sentado escondiendo mi sorpresa. Todo lo que dice el director suena convincente; sin embargo, yo soy el único que sabe cuán disparatada es su palabrería. Supongo que es muy fácil errar el tiro de esa manera. Pasar rápidamente de una honesta investigación científica a teorías no fundamentadas sin siquiera darse cuenta. Al fin y al cabo, si cambiáramos los papeles y fuese la gente la que se hubiera extinguido, imperarían todo tipo de ideas cargadas de exageraciones y distorsiones. Por ejemplo, en lugar de dormir en asas, lo harían en ataúdes. Como son criaturas nocturnas, serían tan invisibles que no se reflejarían ni siquiera delante de un espejo. Podrían coexistir con los hepers si pudieran controlarse y no despedazarlos nada más al verlos. Todos serían increíblemente atractivos, y tendrían un cabello perfecto. Seguramente habría todo tipo de fabulaciones, como su capacidad para nadar a velocidad de vértigo debajo del agua. También proliferarían nociones ridículas sobre las relaciones amorosas entre los hepers y las personas.
Dos filas por delante, Phys–Ed hace un súbito gesto violento hacia atrás.
De la boca le sale despedido hacia arriba un chorro de saliva que termina por caerle en diagonal en toda la cara. Se sacude la cabeza.
—Discúlpenme —murmura.
El director lo mira fijamente, y prosigue.
—Otra aberración es la tendencia bastante grotesca que tienen a dejar salir minúsculas gotas de agua salada cuando sufren calor o estrés. Bajo estas condiciones extremas, también despiden mucho olor, sobre todo en la zona de las axilas, que contiene una mata de vello corporal, más presente en los machos que en las hembras. Es habitual que…
Phys–Ed vuelve a echar la cabeza hacia atrás.
—Perdón, lo siento —se disculpa—, no pretendía interrumpir. Pero ¿nadie más lo nota? ¿El olor a heper? —Se da media vuelta y, en un horrible instante, me mira fijamente a los ojos—. ¿No lo hueles?
—Un poco. Sí, apenas —me atrevo a decir.
El director vuelve la mirada hacia mí. Un escalofrío me recorre el cuerpo.
«Controla la respiración; mantén las pestañas entreabiertas, no muevas los ojos de aquí para allá.»
—Es muy fuerte, se me está metiendo en la nariz, y en la cabeza. Se hace difícil concentrarse…
Abs, a dos asientos de él, también echa de repente la cabeza hacia atrás y adelante.
—Justo ahora. Yo también lo huelo. Es un olor bastante fuerte. Debe de venir de fuera, y entra por la ventana. ¿Es que están en época de celo?
El director se dirige hacia la ventana abierta. Tiene una expresión plácida e indescifrable, pero se nota que está pensando algo al respecto.
—Yo también huelo algo. ¿Lo trae la brisa? —Su voz se alza con indecisión al final de la pregunta—. Bueno, permítanme que cierre la ventana. A ver si ayuda. Me pregunto en qué andarán.
La conferencia continúa, pero casi nadie presta atención. Todo el mundo siente curiosidad y olfatea el aire. Lejos de haber eliminado el olor, el hecho de cerrar la ventana lo ha intensificado. La gente, que cada vez está más inquieta y agitada, sacude la cabeza con violencia. Tampoco es que yo ayude mucho: tengo que hacer teatro, y mis propios movimientos liberan más efluvios.
De repente, Ashley June habla en voz alta:
—Quizá se hayan colado durante el día. En este edificio. Y por eso el olor está por todas partes.
Todos miramos al podio para ver qué dice el director, pero éste ha desaparecido misteriosamente. Lo sustituye Frilly Dress, quien, como siempre, ha surgido de la nada.
—Imposible —responde con una voz más aguda que nunca—. No hay manera de que un heper pueda entrar en la boca del lobo. Sería una muerte segura.
—Pero es que el olor… —insiste Ashley June, y la boca se le hace agua— Es tan fuerte…
De repente echa la cabeza hacia atrás, con ferocidad. Poco a poco se da la vuelta bajando la cabeza. Nos mira a todos, y a mí.
—¿Qué pasaría si uno de los hepers hubiera entrado a hurtadillas ayer por la noche? ¿Qué pasaría si uno de ellos aún estuviera escondido en el edificio?
Y así, nos precipitamos hacia las puertas, con los escoltas al lado. Al principio intentan convencernos para que nos quedemos en la sala, pero una vez nos ven correr por las esquinas y saltar plantas de una en una (Crimson Lips, que está a mi lado, grita: «¡El olor es más fuerte!»), se unen al frenesí. Se oyen dientes rechinar, cae la saliva, las manos se agitan en el aire y se arañan las paredes.
Me cuesta separarme del grupo. Ése es mi plan: despegarme, huir a la biblioteca y esperar que nadie repare demasiado en mi ausencia. Sin embargo, cada vez que doblo una esquina para escaparme, están ahí conmigo. Es mi olor. Además, con todo este movimiento, la cosa sólo puede ir a peor. Esperaba que todos se me adelantaran y me dieran la oportunidad de bajar volando la escalera y salir por la puerta antes de que se dieran cuenta. Pero se quedan junto a mí. Estar tan cerca de sus dientes y colmillos es aterrador. No tardarán en darse cuenta.
Al final, lo que hace que el grupo se aleje de mí es más fruto de un accidente que de mi plan. Durante unos instantes, me desmayo. En un momento estoy corriendo y, justo después, me encuentro tendido en el suelo con el grupo pasándome por encima y desapareciendo al llegar a la esquina. Es la falta de agua. Tengo la garganta seca, los músculos paralizados y el cerebro osificado. He superado mi límite.
Aun así, debo moverme. La cuadrilla retrocederá cuando pierda el olor. Seguirá el rastro hasta mí, que sigo débil en el suelo, con la frente sudada y el olor saliendo a chorros. «Muévete», me digo a mí mismo. Pero es que incluso me cuesta apoyarme. Me siento seco como el polvo, e igual de pesado que un saco de harina en el agua.
Los pasillos están en silencio. Entonces, de repente, el ruido de pisadas es cada vez más fuerte. Se han dado cuenta. Están volviendo.
El miedo me hace arrancar. Ruedo por el suelo y me pongo en pie. Las puertas. Necesito poner entre ellos y yo tantas como pueda. Eso les hará ir más lentos y cortar un poco el olor. Cada grano de arena cuenta.
Empujo las que encuentro a mi paso. Segundos después oigo que se vuelven a abrir, como escopetas disparándose. No corro escaleras abajo, ahora salto los pisos de uno en uno. El dolor me rebota en las piernas.
Me están alcanzando. Da igual lo rápido que intente ir, no importa cómo baje los peldaños, el sonido del grupo detrás de mí cada vez está más cerca. Se oyen ruidos desesperados y cómo se rasgan la ropa por todos lados. Ya sólo es cuestión de tiempo.
A menos que…
—¡Es por aquí! —grito—. ¡El aroma viene de aquí! ¡Es muy fuerte! ¡Creo que ya lo tengo!
—¿Cómo consiguió adelantarse tanto? —grita alguien desde un piso más arriba.
Cierro unas puertas, corro por el pasillo, después abro otras, y empiezo a saltar escalones. De tres en tres.
—¡Espéranos!
—¡Ni hablar! ¡Estoy justo encima!
—¿Cómo puede ser que el lento nos haya superado?
Es sólo cuestión de segundos. Paso otras puertas y me lanzo a la carrera por el largo pasillo. Echo un rápido vistazo hacia atrás: la masa enfurecida me acecha.
Gaunt–Man salta del suelo a la pared, y de allí al techo. Phys–Ed se lanza a la intersección que hay entre la pared y el techo. El resto, con expresión estoica y enseñando los colmillos, mantiene el mismo paso acelerado. Tres segundos.
Me arrojo a las puertas que tengo delante. Se abren con una extraña familiaridad. Ya veo por qué: he vuelto a la sala de conferencias. He completado el círculo. El vestíbulo está completamente vacío. Todo el mundo se ha unido a la persecución.
«¿Dónde quiero morir?», me pregunto. «¿Al fondo? ¿Con dramatismo, de pie encima de una mesa? ¿Cerca del atril?»
Y entonces veo la ventana y corro a abrirla.
Milésimas de segundo después, el grupo irrumpe en la sala como un nubarrón negro. Están sincronizados: por las paredes, el suelo, y el techo. No se pelean por ocupar posiciones. Tan sólo barren la zona, coordinados, con los ojos saliéndose de las órbitas y las fosas nasales hinchadas.
—¡Ha saltado! ¡Ha saltado fuera! —chillo mientras señalo el exterior desde la ventana abierta. Incluso antes de terminar la frase, ya han llegado cuatro de ellos y se pelean por el mejor sitio mientras miran por la ventana conmigo. Tienen las cabezas tan cerca de la mía que me perturba. Por suerte sopla una fuerte brisa.
—Lo puedo oler por todas partes. Es como si estuviera aquí escondiéndose, pero ¿dónde?
—Se ha ido.
—Podemos atraparlo. No puede haber ido demasiado lejos.
—Quizá —digo yo—. Si vamos rápido, podríamos cogerlo.
Ya se empiezan a apelotonar preparándose para saltar por la ventana cuando un susurro los deja clavados en el sitio.
—Se han dejado engañar —oímos a modo de siniestra amenaza. Es el director.
Ni siquiera nos mira, tiene la vista posada en sus uñas, maravillado por el profundo brillo marrón bajo la luz de la luna. Habla en voz baja, indiferente a si le escuchamos o no.
—Algunos de ustedes se creen muy listos —empieza a decir—. Se creen que aprenden tan rápido que saben más que nuestros expertos. Un par de días en mis instalaciones, y de repente se piensan que son más inteligentes que los estudiosos que han dedicado vidas enteras a este excelente instituto. ¿De verdad pensaban que la institución que dirijo yo en persona sería tan negligente como para permitir que un heper anduviera suelto por aquí? —Sigue examinándose las uñas. Hace una pausa y prosigue. Su voz es cada vez más suave.
»¿De verdad pensaban que un heper sería tan tonto como para quedarse desprotegido fuera del Domo después del anochecer? —Baja la mano derecha—. Puede que sean animales, pero no son tan estúpidos como alguno de ustedes.
Se produce un silencio mortal.
—Aquí hay arrogancia e ignorancia a raudales. Es curioso cómo, a menudo, ambas van de la mano. Deben recordar quiénes son. Se les seleccionó al azar, no por mérito ni aplicación ni por nada que se ganaran. Puro azar. Y ahora se pasean por mi instituto y se creen los dueños del lugar.
»No hay ningún heper. En efecto, hay un olor distinguible que ha entrado del exterior. Es más fuerte de lo normal, también es cierto. Sin embargo, no hay ningún ejemplar aquí dentro, o no de la manera que ustedes piensan. Han sido víctimas de la histeria colectiva.
A pesar de las palabras del director, de repente Beefy se estremece de deseo. No lo puede reprimir, no puede negar el olor que siente debajo del olfato. La saliva de Phys–Ed, en el techo, cae encima de una silla. Aún pueden olerme. No lo pueden evitar.
—Ay —prosigue al observar estas reacciones—, el poder de la histeria colectiva. Una vez les dicen que hay una cara de heper impresa en la corteza de un árbol, no se puede separar la imagen tan fácilmente, ¿verdad? Digamos lo que digamos, seguirán viéndola. La convicción termina siendo… persistente. No es tan fácil dejar de creer un rumor una vez se ha extendido. Mírense. Hasta casi logran convencerme a mí.
Me cae en el pelo algo viscoso y ligeramente ácido. Levanto la vista hacia arriba y veo a Abs, colgada boca abajo. Se concentra en el director, intentando controlarse, pero la saliva no deja de caerle, brillante y plateada como el hilo de una araña.
—Su susceptibilidad a la histeria colectiva es comprensible. Todos son vírgenes de hepers. Nunca antes han visto a ninguno, ni lo han olido, ni siquiera lo han oído. Por lo menos, a uno vivo. Por eso a la primera de cambio, se disparan, como lémures precipitándose por un barranco. Y ahora no hay manera de pararlo. En el Instituto hemos visto repetirse estas situaciones con los empleados nuevos. Llegan aquí y están un poco verdes.
Algunos ven a estos seres detrás de cada sombra y pierden la capacidad de trabajar. Al final, ni siquiera pueden realizar las tareas más simples.
»Podríamos gritarles: «¡Deben calmarse ahora mismo!», porque realmente deben hacerlo. El público está bastante interesado por lo que ocurre aquí. No van a aguantar a una panda de locos babosos. Lo que quieren, y tendrán, son guerreros valientes y héroes. Así que deben sobreponerse. —Ahora nos mira como si lo hiciera por primera vez—. Dicho esto, hemos comprobado que los gritos no funcionan con ustedes.
Entonces empieza a examinarnos uno por uno.
—No obstante, tenemos otros recursos. —Y, pronunciando estas palabras, se desliza hacia la oscuridad de la periferia. Unos instantes después, Frilly Dress aparece con la cara radiante.
—Se trata de un programa que yo inventé. Los empleados nuevos se distraían mucho, así que tuve que encontrar la manera de insensibilizarlos. Se consideró la opción de que esnifaran polvos ácidos para dormir los nervios olfativos de las fosas nasales, pero no prosperó. Mi plan es menos nocivo. —Hace un gesto con la cabeza hacia el fondo de la sala de conferencias.
Un rayo de luz de mercurio atraviesa la sala. Aparece una imagen en una pantalla encima de ella. Vemos un gran espacio, casi como un estadio cubierto. Unos postes de madera, dispuestos alrededor de su perímetro, emergen del suelo como troncos de árboles cortados. Sujetas a cada poste hay unas gruesas correas de cuero. Incluso en el vídeo se puede palpar el ambiente siniestro. De la imagen se desprende una sensación de terror. Pienso: «Aquí no puede pasar nada bueno». Las tripas se me contraen.
Además, la sala tiene un aspecto extrañamente familiar.
Rastreo mis bancos de memoria intentando… Y entonces me acuerdo. El sorteo. El heper viejo y esquelético que sacaba los números. Lo rodaron justo ahí.
Al darse cuenta de la fascinación que todo esto provoca, Frilly Dress hace una pausa dramática. Entonces se tira del lóbulo de la oreja.
—Este espacio de trabajo transformado ha pasado a llamarse cariñosamente «La presentación». El nombre lo dice todo. Aquí es donde conocerán a su primer heper. En carne y hueso, justo delante de ustedes.
Crimson Lips deja escapar un terrible gruñido. Beefy empieza a aullar. Los hilos de babas empiezan a caer del techo.
—Cálmense. Nadie va a comer heper. O, por lo menos, hoy no. No conseguirán poner ni un colmillo ni un dedo sobre su carne. Las correas de cuero que les sujetarán al poste lo impedirán. —Entonces coge una regla larga para indicar una trampilla circular que hay en el suelo—. Esa es la puerta por la que saldrá el heper. Aparecerá después de que ustedes estén atados en sus postes, y durante cinco minutos podrán verlo y olerlo. Como es evidente, los únicos sentidos que no podrán usar, por ahora, son el tacto y el sabor. De todos modos, lo tendrán suficientemente cerca y, además, será real, no como en sus fantasías histéricas. Les aclarará las cosas. «La presentación» ha tenido un gran éxito entre nuestros empleados nuevos. Después de esta exposición, ya no son vírgenes. Su capacidad de concentración y de no distraerse con olores vagos mejora de manera notable. Creemos que el programa es justo lo que ustedes necesitan.
—¡Entonces sí que hay un heper en el edificio! —exclama Gaunt–Man—. Por eso el aroma es tan fuerte.
—Hay uno, pero no han podido olerlo. Está en sus aposentos. La puerta que ven en la imagen está reforzada con acero y se cierra desde dentro. Está completamente a salvo. Ha estado así durante los tres últimos años. Además, el muy tonto tiene suficiente comida almacenada como para aguantar cuatro meses.
—Pero ¿cómo lo hacen para que salga a «La presentación»? ¿Cómo sabemos que lo hará cuando estemos allí?
Frilly Dress se rasca la muñeca.
—Digamos que le ofrecemos bocados exquisitos que no puede rechazar: fruta, verdura, y chocolate. Además, sabe que no corre peligro. Lo ha hecho una docena de veces, sabe que todos están bien sujetos a los postes. Mientras permanezca en la zona segura y no se acerque demasiado al poste, no tendrá problema. Nadie puede tocarlo. Es libre de coger toda la comida que quiera.
—¿Es el que…?
—Bueno, ahora en serio —le interrumpe Frilly Dress—, ¿de verdad quieren seguir haciéndome preguntas o prefieren que pasemos a «La presentación»?
A juzgar por la velocidad con la que salimos, resulta ser una pregunta retórica.
Parecemos niños de camino al parque de atracciones. Tardamos más de cinco minutos en llegar al estadio o, mejor dicho, en descender a él. Resulta que los cinco pisos por encima del nivel del suelo son sólo la punta de un iceberg terriblemente frío y oscuro. Hay flotillas enteras de pisos subterráneos. Cuanto más bajamos, más frío y oscuro es todo. No hay señal de que nadie viva, trabaje o visite estas plantas fantasmas en la actualidad. Al descender a las profundidades de la tierra, a mí me ataca la claustrofobia.
Cuando llegamos al piso inferior, estoy agotado. Tengo las rodillas como si las hubiera estado aporreando un martillo y la cabeza me da vueltas por el descenso en espiral. Nadie más nota la fatiga. Al contrario, la excitación ha aumentado para anticiparse al climax. La gente está de cháchara; se oyen dientes rechinar.
—¿Hay suficientes postes para todos? —pregunta Ashley June. Todos se pelean por ocupar el mejor lugar frente a las puertas dobles cerradas.
—Que nadie se preocupe —responde Frilly Dress—. Hay diez, y ustedes son tan sólo siete. Están equidistantes del centro, nadie tendrá ventaja. Se coloca comida cerca de cada poste, para que todos puedan tener al heper bien cerca.
A pesar de sus palabras, los cazadores se siguen empujando. Me echo a un lado con discreción.
—¿A qué esperamos?
—Sólo un poco más. Arriba están tramitando todo el proceso. Cuando podamos entrar, nos lo comunicarán.
—¿Cómo?
Frilly Dress sacude la cabeza.
—Ya lo verán.
—¿Es realmente tan fantástico como lo pinta? —le pregunta Phys–Ed a su escolta.
—Mucho mejor. Muchísimo mejor.
—¡Ya lo huelo! —grita Beefy—. ¡Es más fuerte que nunca!
—Tonterías —le regaña Frilly Dress—. El heper aún se encuentra en su cámara. —Aun así, no parece demasiado convencida, porque sus fosas nasales se empiezan a agrandar y humedecer.
—¡Es el mismo olor! ¡Hemos estado oliendo a este heper todo el rato! Retrocedo dos pasos para alejarme de ellos lentamente.
—Cada vez es más fuerte. —Más babas y escalofríos.
Yo les sigo el juego, pero más vale que esas puertas se abran pronto porque, en este pequeño enclave en el que esperamos con tan poca ventilación, mis efluvios se intensifican.
La cabeza de Gaunt–Man se vuelve violentamente en mi dirección. No es que dé silbidos, es que está inundado de babas. Como un tonto, lo miró a los ojos. Se ha tenido que dar cuenta, y por eso me mira fijamente. Los ojos le pestañean con un nuevo…
En ese preciso instante, las puertas dobles se abren, y nos envuelven vahos de vapor y humo. Los gritos de excitación se suceden cuando entramos. Hay un techo con arcos altos, como en un estadio deportivo cubierto; la superficie del suelo polvoriento es realmente extensa, y me pilla desprevenido. Justo en el centro del estadio se encuentra la puerta, que tiene la misma forma y tamaño que una alcantarilla. A su alrededor están los diez postes de madera. Nos dispersamos con rapidez, corriendo como niños que quieren escoger caballo en el carrusel. Como Frilly Dress nos avisó, hay más que suficientes para todos, pero eso no frena el alboroto. Son los trozos de comida. Los cazadores se pelean por los postes que se encuentran más cerca de los montones que consideran más atractivos para el heper. Abs y Ashley June pelean como gatas por el que está delante de unos plátanos.
—Yo he llegado antes —gruñe Ashley June.
—Pero yo ya estoy atada —le responde Abs abrochándose la correa que le sujeta los tobillos—. Ya está. No podría salir ni aunque quisiera. Y no quiero.
Delante de mí, Crimson Lips y Phys–Ed riñen por un poste situado delante de unas mazorcas de maíz. Desvío mi atención hacia Gaunt–Man, cuyos ojos se iluminan como los de un murciélago. No consigo interpretar su expresión, pero noto que está confuso. Sigue intentando descifrarme, y se pregunta si el olor a heper que identificó venía realmente de mí.
No le hago ni caso, ocupado como estoy con las correas. Hay cuatro esposas metálicas que se cierran alrededor de las muñecas y los tobillos. Cada una está sujeta al poste mediante gruesas correas de cuero. Incluso atados, tenemos un montón de espacio para movernos, y podemos avanzar un paso desde el poste. Mientras el heper no se pase del perímetro delineado por la comida, estará a salvo.
Entra un escolta con expresión estoica y nos da unas gafas de sol a cada uno.
—En breve se encenderán las luces —murmura— para que el heper pueda ver.
Comprueba todas las correas, pero les dedica más tiempo a las de Gaunt–Man, ya que están demasiado sueltas. Él se queja y levanta el brazo. Al hacerlo, se le sale la camisa y se la vuelve a poner bien a toda prisa.
Pero no antes de que yo consiga ver algo. Del cinturón sale un reflejo, curvo y largo como la hoja de una navaja.
Siento un estremecimiento en la nuca. Cuando el escolta comprueba mi posición, estoy a punto de decirle algo, pero, antes de que pueda abrir la boca, ya se ha ido. Se detiene en el centro del estadio y dice:
—Damas y caballeros, bienvenidos a «La presentación».
Antes de irse, da tres patadas en la puerta circular, que resuenan profundamente. Las luces del interior del estadio se iluminan. Nos ponemos las gafas de sol. Y esperamos.
Oímos unos chirridos mecánicos seguidos de una serie de pitidos robóticos. Se abre la puerta, apenas una rendija. Y después, con la misma velocidad, se vuelve a cerrar levantando un poco de polvo. Las cabezas se inclinan a un lado. Acto seguido, se vuelve a abrir, esta vez un poco más. Lo justo para poder ver el contorno de una cabeza y un par de ojos observando.
Todos los cazadores estallan en la dirección del heper. Los cuerpos se agitan contra las correas casi al unísono, saltan al aire y caen al suelo. La puerta vuelve a cerrarse.
En un abrir y cerrar de ojos, todos se ponen tensos y empiezan a dar bandazos. Yo me revuelvo en mis correas, echo espumarajos por la boca y agito la cabeza de aquí para allá. Tanto que se me caen las gafas de sol.
El repentino brillo del estadio, inundado de colores vivos, me hace pestañear. Veo a los cazadores con una claridad que parece animarlos. Son bestias dominadas por el deseo de heper. Phys–Ed y Crimson Lips no pueden parar de rascarse el cuello; les están saliendo unas marcas blancas por el contacto de las uñas con la piel. Abren la boca y la cierran de golpe. El sonido seco de dientes que rechinan inunda el aire fétido.
La trampilla se vuelve a abrir; un brazo extendido sostiene la puerta. Emerge una cabeza y, como si se tratara de un periscopio, mira a su alrededor. Tranquilo en apariencia, sale y deja la puerta abierta, por si tuviera que realizar una huida rápida.
Por un momento, reina el silencio. Cesan el chapoteo de babas y los crujidos de cuellos, nudillos y espinazos. Estudiamos al heper con inocente curiosidad, como si no quisiéramos saquearle los intestinos, chuparle la sangre y atiborrarnos a la menor provocación. Se trata de la misma criatura frágil que salió en la tele, que ahora parpadea analizando las pilas de comida que tiene distribuidas a su alrededor.
Entonces Ashley June lanza en el aire un horrible grito de deseo. Al cabo de un momento, todos nos ponemos a aullar y a gimotear.
Este estrépito no parece conmover al heper, que se dirige al primer montón de comida: dos rebanadas de pan situadas en frente del poste de Crimson Lips. Primero coge una, se la mete en la boca y le da un bocado. Se mueve de manera eficiente al agarrar la otra rebanada, que lanza hacia la puerta abierta sin ni siquiera dirigir una mirada a Crimson Lips, que está silbando. Ya lo ha hecho antes. Pasa a la siguiente pila: botellas de agua. Abre una y engulle el contenido. No se entretiene. Reúne el resto con el brazo, las lleva hasta la puerta y las tira dentro. Entonces le toca el turno a la siguiente pila: la de caramelos. Mientras tanto, a pesar de todos los rugidos que hay a su alrededor, el heper no levanta la vista. Permanece tranquilo, ocupándose de sus asuntos.
Pasa por delante del montón de papel higiénico y se dirige hacia los dulces. Entonces vislumbro un destello en la cintura de Gaunt–Man: ha sacado un puñal. Al empezar a cortar la correa de cuero, le salen unas venas blancas en la mano huesuda que parecen gusanos retorciéndose. Sabe que debe actuar rápido; el heper no está precisamente de picnic. Se limita a lanzar toda la comida y bebida al interior de su cueva y, cuando lo haya hecho, desaparecerá. En menos de un minuto se habrá ido. Al sentirse engañados, la furia invade el espacio. Ashley June da otro alarido aterrador. Se revuelve desesperada entre las correas.
Por su lado, Gaunt–Man arremete contra las correas con fuerzas renovadas. Tensa la que tiene en la muñeca izquierda, y no deja de serrar con el brazo derecho. Las parte en dos. Se queda mirando la escena como un tonto, hasta que se da cuenta. Entonces lo veo erguir el cuerpo. La fantasía ya es una realidad. De nuevo se encorva para cortar las correas que le sujetan las piernas, y su brazo parece un torbellino.
El heper no tiene ni idea de lo que está pasando. Se encuentra delante de la pila de caramelos, desenvolviendo uno y saboreándolo, e ignora lo que ocurre detrás de él.
Gaunt–Man ya ha reventado las dos correas de las piernas. Cambia de mano y empieza a cortar la última, la de la muñeca derecha. Entonces el heper hace una pausa y apunta la cabeza hacia el aire, como un perro que oliera algo. A continuación se agacha y coge otro caramelo.
La última sujeción le está dando problemas al cazador. Quizá por la excitación del momento, no puede concentrarse, o tal vez sea porque tiene que usar el brazo izquierdo. Sea como fuere, va más lento, cosa que le hace sentir frustrado y soltar un grito que mis oídos reciben como un cuchillazo.
El heper hace una mueca de dolor y da media vuelta. Ve a Gaunt–Man con las correas colgándole del brazo y tobillo izquierdos, y de inmediato comprende la situación. En un abrir y cerrar de ojos, se da la vuelta y tira los caramelos. Corre hacia la puerta que hay en el suelo. Sólo le faltan cinco pasos para llegar.
Justo en ese momento, Gaunt–Man logra soltarse de la última correa y se libera dando vueltas. Está a veinte pasos de la trampilla. El heper corre hacia allí, ya sólo le quedan tres metros. Pero antes de que pueda avanzar, el cazador lo intercepta. La embestida los hace rodar por el suelo y desplazarse diez metros. Entonces se separan por un momento; la víctima consigue ponerse en pie y lanzarse hacia la trampilla. Sin embargo, Gaunt–Man lo agarra y lo devuelve al polvo. La presa se revuelve desesperada, pero el viejo logra colocarse encima de él. Ambos son del mismo tamaño, pero no están igualados.
Ni de lejos. Los dedos del depredador se hunden hasta la náusea en la espalda de la pobre víctima; la sangre no tarda en extenderse por su camisa.
Cuando ven el líquido tan de cerca y sienten el olor que se propaga, el resto de cazadores se sumen en el extremo delirio. Los gritos amenazan con hacerme añicos los tímpanos. «¡No te tapes las orejas! ¡No te las tapes!» Hago lo único que puedo: levantar la cabeza, mirar las vigas y gritar. Por el dolor y el horror que veo que tiene lugar. Mi chillido anima a los demás a hacer lo mismo. Durante un momento, logro mitigar todos los aullidos de chacales y hienas que hay a mi alrededor. Es todo a lo que aspiro. A librarme de sus alaridos por unos segundos.
Entonces, por primera vez, el heper emite un sonido. Un grito muy distinto de los aullidos hambrientos que lo rodean. Se trata de un lamento cargado de miedo y resignación que me obsesiona. Es la amplificación de lo que he vivido en mi pellejo durante años.
Oigo el sonido del hueso crujir y después partirse. Gaunt–Man le ha roto una pierna. Juega con ella como un gato con un ratón herido, aguardando el momento. Y, además, también lo hace para irritar al resto de cazadores. Con una mirada de dolor inimaginable, el heper se arrastra con los dos brazos y la pierna que le queda, la izquierda, por el suelo.
—¡Lánzame el cuchillo! —grita Abs a Crimson Lips, que lo ha interceptado cuando Gaunt–Man se ha deshecho de él. La chica es una imagen borrosa; nadie se ha dado cuenta hasta ahora de que ha estado serrando sus correas.
—¡Lánzame el cuchillo!
—¡Oye, el cuchillo! ¡Lánzamelo! —grita alguien más.
Gaunt–Man levanta la cabeza y advierte lo que está pasando. Ya no puede seguir tomándose su tiempo. En cuestión de segundos, Crimson Lips se despojará de sus correas y atacará al heper. Con un grito de furia, salta encima de la víctima y le hunde los colmillos en la nuca.
Abs corta la cuarta sujeción. Apenas se ha liberado de ella, ya está dando vueltas y lanzándose a la presa cual guepardo. Sin embargo, no afina bien la puntería y termina derribando a Gaunt–Man, por lo que ambos se alejan de la recién liberada víctima.
La criatura corretea con las manos dejando un reguero de sangre tras de sí, intentando frenéticamente encontrar la puerta. Su expresión es de terror. Está desorientado, cegado por la sangre que le inunda los ojos. En medio de la confusión, se dirige hacia mí.
Cae con la cabeza sobre mi hombro y, un segundo después, me golpea con el resto del cuerpo. Aunque parezca raro, me abraza rodeándome la cintura. Lo agarro con los brazos, por instinto. Lo sujeto mientras Abs y Gaunt–Man, justo detrás de él, le clavan las uñas y le enseñan los colmillos antes de devorarlo.
Por un horrible instante, alza la vista y nuestras miradas se encuentran.
Nunca sabré si abrió los ojos por el dolor que le desgarraba o porque reconoció a otro de su especie.
Al final, cuando todo ha terminado, nos liberan. Con aire tétrico, un empleado nos da instrucciones para que volvamos a nuestras habitaciones y pasemos allí el resto de la noche. Para entonces apenas queda nada del heper, tan sólo su ropa hecha trizas. Donde había algo de sangre, los cazadores lo han lamido. Incluso han devorado el polvo coagulado.
Mi escolta me espera fuera de «La presentación».
—Vaya a cambiarse de ropa —me ordena moviendo la nariz—, huele a heper por todas partes.
Todo lo que ansío es la amplitud de las Vastas. Después de subir el interminable tramo de escalera (me he quedado rezagado), llego por fin a la planta baja. El resto se retira a sus habitaciones. Salgo al exterior, y el cielo está cubierto de estrellas. La brisa del este hace que la ropa y el cabello se agiten. Regreso a mi morada tambaleándome, agradecido por poder irme de allí y estar solo. El viento me arroja granos de arena a la cara, pero apenas los noto.
A mitad de camino, caigo al suelo desplomado. Estoy tan débil que no me puedo levantar. Vuelvo a apoyar la cabeza sobre la pasarela de ladrillo. Es la falta de agua. Mi cerebro deshidratado se marchita dentro del cráneo como una ciruela agria. El gris se apodera de todo.
Me recobro minutos después…, ¿o han sido horas? Me siento mejor, y he recuperado la fuerza en las extremidades. El cielo es menos oscuro, la cantidad de estrellas ha disminuido, y su luz es más tenue. Miro hacia el Instituto. No me ha visto nadie.
Aunque sé que es inútil, doy otra vuelta por la biblioteca, esperando encontrar algo para beber. Media hora después, me desplomo en la butaca. Siento el cuerpo como una ramita seca de otoño a la que no le queda ni una molécula hidratada. Tengo el corazón en estado de alarma, como si supiera lo que yo intento negar. Que mi situación es desesperada. No duraré ni una noche más. Vendrán a buscarme al anochecer, cuando no aparezca, y me encontrarán tirado en el suelo. Segundos después, todo habrá terminado.
Un ruido metálico resuena por la biblioteca y, después, se oye algo desplegarse. Las persianas traen la oscuridad, como mis párpados que se cierran poco a poco. El aire refresca. Me llega hasta el olfato mi olor corporal: un repugnante hedor a esas criaturas. Levanto los brazos y me huelo las axilas. Huelen a podrido. Mañana, cuando se ponga el sol y salga la luna, seré un hombre muerto. Un heper muerto.
Las imágenes de la muerte de la pobre víctima me invaden el sueño. Son reinterpretaciones febriles: los gritos son más fuertes, y los colores, más vivos. En la pesadilla, la presa salta a mis brazos y su sangre me cae por las mejillas. Como tengo tanta sed, instintivamente saco la lengua pastosa y chupo el líquido para que me empape la boca, como una esponja seca absorbiendo agua de un manantial. Después hago que me baje por la garganta deshidratada y siento cómo la energía se propaga por el debilitado cuerpo. Mientras un cálido hormigueo me recorre, el heper grita cada vez más fuerte. Hasta que me doy cuenta de que el chillido viene de los otros cazadores, que siguen atados a los postes; me señalan y gritan al verme arrodillado con el muerto, con manchas azules y la piel pálida, entre mis brazos.
Me despierto con escalofríos; la parte posterior de mis pestañas está seca y me araña los ojos. Aún es pleno día. El rayo de luz que encontré ayer vuelve a atravesar la biblioteca de punta a punta como una cuerda floja. Es aún más claro y grueso de lo que recordaba.
Estoy demasiado cansado como para hacer otra cosa que mirarlo. Los pensamientos se me dispersan en la cabeza. Sólo puedo observar el rayo como un tonto, así que me dedico a hacerlo durante minutos, quizá horas. Con el tiempo va cambiando y viaja en diagonal hasta la pared más distante.
Entonces ocurre algo interesante. Al desplazarse, de repente encuentra algo que lo hace rebotar; se refleja en diagonal sobre una pared adyacente. Al principio pienso que mi cabeza me juega una mala pasada. Entonces pestañeo, y sigue allí, sólo que ahora es aún más evidente. El rayo original se proyecta hasta la pared más lejana, y ahora el más corto se refleja en la pared de la derecha.
Esto basta para que me levante de la butaca. Me dirijo al fondo. Las rodillas me duelen tanto que parecen cactus arañando el hormigón. En el punto en el que la luz llega a la pared hay un pequeño espejo circular del tamaño de la palma de mi mano. Está ligeramente inclinado, y hace que el rayo se proyecte en la pared de al lado.
Mientras voy hacia allí, vuelve a ocurrir. Ese segundo rayo reflejado se multiplica y da lugar a un tercero. Éste es débil y efímero; brilla más durante diez segundos, y después desaparece. Me apresuro en llegar hasta el sitio al que señala, un leve punto iluminado en el lomo de un libro. Lo extraigo y siento el tacto del cuero, suave y gastado. Lo llevo hasta el primer rayo mientras el segundo empieza a desaparecer. Lo pongo a la luz y le doy la vuelta para ver la cubierta: La caza heper.
Hace muchas lunas, la población heper, que según unas teorías infundadas había dominado —de manera incomprensible— la tierra en eras pasadas, descendió de manera drástica. Por medio de la Orden Palacial 56, se los cercó y crió en el recién construido Instituto de Hepers de Investigación Avanzada. Para aplacar al pueblo descontento, se eligió al azar a ciudadanos de buena reputación para participar en la caza anual de hepers. Fue un éxito sonado.
Aun así, los rumores acerca de cazas secretas persistían. En el Instituto había encuentros clandestinos de oficiales de Palacio de alto rango; carruajes que llegaban a cualquier hora de la noche; se oían lamentos extraños llegar de las Vastas. Cada vez se comentaba más que la corrupción había llegado «hasta la cima».
Sin embargo, después de unos años, hasta esas habladurías cesaron.
El undécimo día del sexto mes del cuarto año del decimoctavo gobernante, se anunció que los hepers se habían extinguido.
La cubierta del diario es de suave piel de cordero de color gris marengo, está moteada de ranuras minúsculas y atada por dos cordeles. En el interior, cuando paso las páginas, con bordes de mercurio, se arrugan y se diferencian con facilidad. Hay muchísimas notas escritas a mano con una caligrafía clara y firme. Sin embargo no hay nada original en ellas. Más bien está todo copiado y regurgitado a partir de los miles de libros de texto que pueblan la biblioteca. Contiene largas listas genealógicas, poemas antiguos y fábulas populares. Hasta se encuentran duplicados meticulosamente unos diagramas con descripciones pormenorizadas que tal vez se tardó mucho en copiar.
El científico. Está claro que él es el autor de este diario. No obstante, el motivo por el que dedicó miles de horas a rellenar páginas sin necesidad es un misterio. Recuerdo lo que contaban sobre él: su inestabilidad mental, y su desaparición final.
Y luego está el rayo de luz, cada vez más tenue con la llegada del atardecer. ¿Por qué se tomó tantas molestias en hacer que, junto con los otros dos, apuntara al diario? Es obvio que quería que alguien lo encontrara, pero lo que no queda tan claro es quién debía hacerlo, ni con qué motivo.
Cuando lo cierro, veo una página en blanco justo en medio. Qué omisión tan extraña. Los cientos de páginas anteriores y posteriores están llenas de arriba a abajo; en cambio, ésta está en blanco por delante y por detrás. No hay ni una gota de tinta. Su blancura es una especie de grito. En la página anterior la última frase ni siquiera está acabada, se corta a la mitad y continúa en la página siguiente, después de la que está en blanco, retomando el punto exactamente donde lo dejó. Confundido, doy un golpecito en el lomo intentando entender el porqué. De la misma manera que los rayos de luz me señalaban el libro, el vacío de esta página parece que llame adrede mi atención. Pero, por más que la examino, no logro encontrarle el sentido.
Cansado, me vuelvo a desplomar. La habitación es asfixiante. Me agarro el cuello y noto el sudor y la suciedad por debajo de la mandíbula. No me hace falta levantar el brazo para oler la peste a perro que desprendo.
Será mi escolta quien lo descubrirá. Cuando venga a buscarme después del crepúsculo, notará el olor, que habrá traspasado las rendijas de la puerta. Vendrá corriendo, y mirará por la ventana, puesto que las persianas ya estarán subidas. Verá que sigo sentado en esta silla, cansado y huraño, con el pecho agitado y los ojos como platos, porque aunque esté resignado, seguiré teniendo miedo. Entonces todo habrá terminado. No llamará a los demás. Me querrá para él solo. Saltará a través de la ventana de cristal, frágil como una capa de hielo en un estanque, y antes de que los fragmentos rotos toquen el suelo, ya lo tendré encima. Y entonces me habrá cazado y me devorará con uñas y colmillos en tan sólo…
Justo en ese momento, de pronto, me doy cuenta de algo.
Siento la blancura cegadora del exterior como si fuera ácido. Dejo que la luz vaya entrando poco a poco hasta que puedo mirar sin pestañear ni entrecerrar los ojos. Faltan horas para el anochecer, pero el sol ya ha iniciado su descenso. No se va con tranquilidad: tiñe el cielo de rojo e inunda las llanuras de un tono anaranjado y púrpura. Sin el Domo cubriendo la aldea heper, las cabañas de barro parecen expuestas e intrascendentes, como excrementos de ratas. Los sensores de luz no tardarán en detectar la llegada de la noche, y las paredes de vidrio emergerán como un arco del suelo para formar una bóveda perfecta y proteger a los hepers del mundo exterior. Debo apresurarme.
Delante de las cabañas hay un brillo que destella. El estanque. Lo he tenido delante de las narices todo este tiempo, mientras me moría de sed y el olor se apoderaba de mi cuerpo. ¿Cómo he podido estar tan ciego? Toda el agua que necesito para beber y lavarme está al alcance de mi mano. Por supuesto, el único peligro pueden ser los hepers, a quienes podría no gustarles mi intrusión. Los desconcertará la llegada de un extraño que aguanta los rayos del sol, pero sabré cómo tratarlos. Enseñaré los colmillos, moveré el cuello, y haré que me crujan los huesos: soy un experto en imitación. Lo más seguro es que salgan huyendo en todas direcciones.
De repente estoy animado, y me encamino a la aldea. Poco a poco, las cabañas empiezan a tomar forma, y aumentan su tamaño y detalles. Entonces los veo; son un grupo de monigotes que se mueven lentamente alrededor del estanque. Se paran, se mueven y se vuelven a parar. Me entusiasmo al verlos, pero me pone nervioso a la vez. Son cinco. Aún no se han percatado de mi presencia. ¿Cómo iban a hacerlo? Nadie se les ha acercado antes de que caiga la noche.
Cuando me encuentro a unos cien metros, me ven. Uno de ellos, agazapado al lado del estanque, se pone de pie a toda prisa y empieza a señalarme con el brazo, como si fuera una navaja automática que acabara de abrir. El resto se da la vuelta rápidamente, y sus cabezas apuntan hacia mí. Su reacción es inmediata: dan media vuelta y huyen hacia las cabañas. Veo que cierran puertas y persianas. En escasos segundos han abandonado el estanque, dejando botes y cubos tras de sí. Justo lo que esperaba.
Nada se mueve. No hay ni persianas ni puertas entreabiertas. Me echo a trotar; los huesos, secos, me cuelgan, crujiendo a cada paso marcado que doy. Tengo la vista fija en el estanque, y saco cubos de agua tan sólo con la mirada. Ya estoy más cerca, sólo a cincuenta metros.
Se abre una puerta de una cabaña.
Sale una mujer, la heper. Tiene una expresión enfurecida y miedosa al mismo tiempo. Con la mano derecha agarra una lanza. Lleva colgando del hombro un arco y flechas.
Levanto las manos con las palmas bien abiertas. No estoy seguro de cuánto me puede llegar a comprender, por eso utilizo palabras simples: «¡No daño!, ¡no daño!». Grito, pero lo que sale son palabras roncas e indescifrables. Intento volver a empujarlas, pero no puedo reunir la saliva suficiente para lubricar la garganta.
El sol se pone justo detrás de mí, y empapa la aldea de color, como la pintura que cae de un caballete sobre unos zapatos deslustrados. Mi sombra se extiende ante mí, larga y preternaturalmente delgada; un dedo largo y retorcido se alarga hacia la chica. Para ella tan sólo soy una silueta. No, soy algo más: el enemigo, el predador, el cazador. Por eso ha huido el resto de hepers. Pero también soy algo más: un misterio. Una contradicción confusa, ya que aunque, estoy en el sol, no me desintegro. Justo por ese motivo, ella, perpleja y curiosa, no se ha escondido, y ha decidido hacerme frente.
Aunque no por mucho tiempo. Con un grito primario, corre a grandes zancadas hacia mí, con el cuerpo inclinado y un brazo extendido hacia atrás. Entonces, borrosamente, lo arroja hacia delante con violencia.
Tardo un momento en advertir lo que ocurre. Pero entonces ya es demasiado tarde. Oigo el silbido de la lanza cortando el aire; ni siquiera veo el largo trozo de madera que vibra ligeramente de un lado a otro a medida que se me aproxima. Justo hacia mí. Al final tengo suerte. No me muevo para evitar que me alcance —no hay tiempo—, y pasa justo por el espacio que tengo entre la cabeza y el hombro izquierdo. Sin embargo, sí puedo sentir el zumbido en la oreja izquierda.
La chica ya ha puesto otra flecha en el arco y tensa la cuerda. La hace volar. Esta vez no me espero, y me lanzo a la derecha. La flecha me pasa entre las piernas. Caigo con tan poca gracia que me quedo sin aire. El suelo ese duro, a pesar de la capa de arena y gravilla. Esta chica sabe lo que hace. No es que se esté exhibiendo. Quiere lisiarme de verdad, si es que no se propone matarme.
De un salto me pongo en pie, levanto las manos y le enseño las palmas con énfasis. Vuelve a colocar una flecha en el arco. Esta vez no fallará.
—¡Para, por favor! —le grito y, por primera vez, puedo pronunciar las palabras con claridad. Baja ligeramente el arco y la flecha.
No quiero perder tiempo. Empiezo a caminar hacia ella otra vez mientras me quito la camisa. Tiene que ver mi piel bajo el sol, y darse cuenta de que no represento ningún peligro. Lanzo a un lado la ropa. Estoy lo suficientemente cerca como para ver que sigue su recorrido con la vista, y después vuelve a concentrarse en mí.
La veo entornar los ojos y me detengo en seco. Nunca había visto a nadie hacerlo. Es algo tan… expresivo. Los párpados a medio cerrar como en un eclipse; las arrugas que salen en el rabillo de los ojos como en un delta; las cejas contraídas; hasta la boca se congela en una mueca confusa. Es un gesto extraño, pero encantador.
Al momento vuelve a colocar el arco y la flecha y empieza a tensar la cuerda.
—¡Espera! —logro mascullar, pero no es suficiente. Vuelve a soltarla. Me desabotono los pantalones y me los quito. Junto con los calcetines, los zapatos, todo. Me quedo en calzoncillos.
Me pongo así frente a ella, y entonces me empiezo a adelantar.
—Agua —gesticulo señalando al estanque—. Agua. —Ahueco las manos como para hacer un cuenco. Insegura y desconfiada, ella me repasa de arriba abajo, y las emociones salen a la luz, desnudas y primarias.
Mirándonos fijamente a los ojos, paso por su lado describiendo un gran arco. Llego hasta el estanque, que por el borde metálico que lo rodea tiene aspecto de piscina y forma un círculo perfecto. Antes de darme cuenta, ya estoy de rodillas, ahuecando las manos para coger agua. Cuando por fin me baja por la garganta, me sabe a gloria. Vuelvo a meter las manos para beber más, y después me dejo de formalidades. Sumerjo la cabeza directamente, engullo la frescura maravillosa y siento cómo el agua se me mete en los oídos.
Saco la cabeza para coger aire. La heper no se ha movido, pero su expresión confusa se acentúa. Ahora ya no es peligrosa. Me zambullo de nuevo; mi pelo reseco engulle el agua como si fuera paja. Con el primer contacto, los poros de la nuca se estremecen, pero después se abren deleitándose con el frescor acuático. Nunca este líquido ha sabido u olido tan bien, ni lo he sentido tan rejuvenecedor.
Cuando salgo a coger aire por segunda vez, la heper ha llegado hasta el estanque. Está en cuclillas, con los brazos reposando encima de las rótulas como hacen los monos. Monigotes. Aún sujeta el arco, pero con menos fuerza.
El efecto del agua en mí es casi instantáneo. Se me restablecen las sinapsis del cerebro; siento la cabeza libre de algodón, ahora se parece más a una máquina bien engrasada. Rápidamente empiezo a entender las cosas. El atardecer, por ejemplo, y lo rápido que se convierte en noche. El Domo no tardará en emerger del suelo.
Me quito los calzoncillos y me lanzo al estanque. Al principio, el agua me aturde; el frío inesperado me quita el aire. Pero no hay tiempo para vacilaciones. Sumerjo el cuerpo; el líquido glacial representa un golpe para mi sistema. Incluso bajo la luz mortecina del fin de la tarde, el agua se ve sorprendentemente clara.
Toco el fondo, una ligera curva suave y metálica al tacto. No pierdo tiempo. Empiezo a frotarme la cara, las axilas, y todos los recovecos del cuerpo. No lo hago con suavidad, sino de manera bastante brusca. Los dedos se me transforman en horcas que restriego por el cuero cabelludo, lavándome el pelo lo mejor y más rápidamente posible.
Entonces lo noto. Sale una vibración del fondo del estanque, que primero es débil, pero que no tarda en hacerse más fuerte.
La heper se pone de pie. Mira el perímetro de la aldea y después a mí. De inmediato comprendo lo que pasa. El Domo está empezando a cerrarse. Tengo que largarme ya. Salgo salpicando agua con las piernas. Salto por encima del borde y empiezo a correr.
La vibración se ha convertido ya en un repiqueteo puro y duro que hace temblar la tierra. Entonces se oye un fuerte clic, y el zumbido se convierte en crujido. Una pared de cristal emerge del suelo y me rodea. Sube más rápido de lo que esperaba. Mucho más. En cuestión de segundos pasa de estar a la altura de la espinilla a la rodilla. Corro a toda velocidad y cuando estoy a pocos metros, salto. Consigo agarrarme con las manos a la parte superior, muy cerca de la cima resbaladiza. Lucho con las piernas por conseguir impulsarme mientras la pared no deja de subir. Pero el material es liso, y yo sigo empapado. Estoy a punto de resbalarme. Si caigo, no habrá manera de volver a subir. Me quedaría encerrado.
Cierro los ojos, ahogo un grito y empujo con los brazos a lo ancho de la parte superior. Encuentro el borde exterior, y desde ese punto me resulta más fácil. Me impulso hacia arriba, ruedo por el ancho de la superficie y caigo del otro lado del Domo, al exterior.
No aterrizo bien, lo hago sobre un costado y, por un momento, la vista se me nubla. La altura de la pared ya es el doble que la mía, y sigue elevándose.
La chica heper sigue de pie al lado del estanque. Recoge mis calzoncillos y los sostiene para examinarlos de cerca. Arruga la nariz (algo que hacen los hepers cuando juntan la piel facial) en señal de repugnancia. También se le puede ver otra emoción en el gesto, una menos familiar, con matices. Tiene cara de asco, pero hay un indicio de algo más. ¿Risa, quizá? No, eso es demasiado fuerte. Una sonrisa apenas perceptible se forma en sus labios. Como si no tuviera la suficiente energía para llegar a la superficie.
La chica ensarta mis calzoncillos en la punta de una flecha y echa atrás el arco. Me visualiza en seguida y tira el proyectil, que vuela por el aire con el slip ondeando como una bandera, y consigue salir del Domo a punto de cerrarse. Aterriza a pocos metros de mí, con la ropa interior empalada cual presa.
Con una quietud sorprendente, el Domo se cierra.
Recojo los calzoncillos. La verdad es que huelen mal. La verdad es que, ahora que me he lavado, apestan. Entonces hago algo que no había hecho nunca antes. Arrugo la nariz sólo por ver lo que se siente. Me parece un movimiento forzado y extraño, como si algo artificial me tirara de la nariz.
La heper camina hacia la pared de cristal del Domo. No la puedo ver demasiado bien, el cielo violeta proyecta una mancha pensativa en su rostro. Yo también me dirijo hacia allí; estamos tan sólo a unos metros, separados por la pared. Ella está cerca del Domo y su respiración empaña el cristal. Un pequeño círculo de vaho que desaparece igual de rápido que surge.
Tiene expresión de miedo, rabia, curiosidad. Y de algo más. La miro a los ojos y, en lugar de ver el brillo plástico al que estoy acostumbrado en la gente, encuentro algo distinto: motas que bailan como copos de nieve atrapados dentro de una bola de cristal.
Doy media vuelta y me voy. En el camino de regreso, recojo mi ropa, las flechas y la lanza; no puedo dejar nada que suscite preguntas. Me vuelvo para echar un último vistazo. La heper no se ha movido; sigue inmóvil observándome.