Cuatro Noches Para la Caza

Siento curiosidad por la biblioteca donde me han alojado, y tengo intención de quedarme despierto durante las horas del día para poder explorarla. Sin embargo, las actividades nocturnas me han dejado agotado. Nada más sentarme a leer del paquete de bienvenida, me quedo dormido y me descubro despertándome horas después.

Alguien golpea la puerta con fuerza. Me pongo en pie sobresaltado. El corazón me late a mil por hora. Les grito que me den un minuto y, en cambio, obtengo un murmullo por respuesta.

El miedo me despierta de golpe. Ahora me doy cuenta. Mi cara. No estoy preparado. Me toco la barbilla con los dedos, y noto la barba incipiente. Lo suficiente para que se den cuenta. ¿Y mis ojos? ¿Los tengo rojos del cansancio? Tengo que blanquear mi dentadura postiza, y lavarme el cuerpo.

«No te olvides nunca de afeitarte. Duerme lo suficiente para evitar que los ojos se te pongan rojos. No te olvides nunca de blanquearte los dientes, hazlo todas las mañanas antes de salir. Y lávate todos los días: el olor corporal es lo más peligroso.»

Las instrucciones de mi padre. Las he cumplido cada día durante toda mi vida, pero la cuchilla de afeitar, las gotas, el gel blanqueador y la ducha están en casa.

Los golpes son cada vez más fuertes. Hago lo único que puedo: cojo la navaja y me la paso por el mentón, con cuidado de no hacerme ningún roce en la piel. Eso sería un error fatal. Entonces cojo las gafas de sol y me dirijo a la puerta. Justo a tiempo, me doy cuenta de algo: la ropa. La tengo arrugada de haber dormido con ella, señal inequívoca de que no he utilizado las asas. Corro al armario y me pongo un conjunto nuevo.

El escolta no está contento.

—Llevo llamando a la puerta más de cinco minutos. ¿Qué es lo que le ocurre?

—Lo siento, me he dormido. Las asas eran muy cómodas.

Da media vuelta y empieza a caminar.

—Vamos. La primera conferencia está a punto de empezar. Tenemos que apresurarnos. —Vuelve a mirarme—. Y quítese esas gafas. Esta noche está nublado.

Le hago caso omiso.

El director del Instituto de Hepers es tan seco y estéril como su entorno, y eso es mucho. Se le ve un brillo plástico en el rostro, y le gusta estar en sitios oscuros. Rezuma una autoridad aséptica, tranquila y mortal. De un susurro podría matar a una rata con las afiladas incisiones que provocan sus palabras cuidadamente sutiles.

—Los hepers son lentos. Les gusta cogerse de la mano y modular la voz. Necesitan beber cantidades abundantes de agua. Tienen una amplia variedad de tics faciales, duermen de noche y resisten extraordinariamente la luz del sol. Éstos son los datos básicos —dice con un brío practicado. En la esquina oscura hace una pausa teatral y el brillo blanco de su mirada desaparece cuando vuelve a abrir los ojos—. Después de décadas de intensa investigación, sabemos mucho más sobre ellos. Sólo unos cuantos miembros del Instituto de Hepers de Investigación Avanzada conocemos la mayor parte de esta información. Pero como ustedes los estarán cazando dentro de cuatro noches, hemos decidido hacerles partícipes de las investigaciones más recientes. Ustedes sabrán todo lo que sabemos sobre ellos. Pero antes, las renuncias.

Como es evidente, todos las firmamos. Unos oficiales vestidos de uniforme gris salen de la oscuridad y nos dan los contratos. «Ninguna información recogida durante las próximas semanas podrá ser revelada ni difundida a terceras personas después de que la caza haya finalizado.» Pongo al lado mis iniciales. «No podrá vender su historia para ser publicada ni para que se realice ninguna producción teatral.» Hago lo mismo. «El cumplimiento de estas cláusulas debe ser total e irrevocable.» Y otra vez. «Bajo pena de muerte.» Firmo y pongo la fecha.

El director ha estado observando atentamente a cada cazador mientras firmábamos. Sus ojos son como agujeros negros que lo absorben todo con aguda perspicacia. Nunca se le pasa un detalle, nunca se lleva impresiones equivocadas. Al entregar mis documentos, noto cómo me clava los ojos como una grapadora que se acaba de atascar. Justo antes de que me los pidan, me cuelgan en las manos y se agitan ligeramente. Sus ojos se concentran en eso, en cómo se mueven. Por la fría y penetrante mirada que siento en la muñeca, donde ha fijado su vista, lo sé sin verlo. Los agarro con más fuerza para que dejen de moverse. Entonces siento que su mirada se aleja, y con ella se evapora la quemadura helada en mi muñeca. Ha pasado al siguiente cazador.

Después de haber recogido todos los papeles, continúa por donde se había quedado.

—La mayoría de historias que se conocen sobre hepers tienen mucho más de ficción que de realidad. Es el momento de echar esos mitos por tierra.

»Mito número uno: en el fondo son bestias salvajes, y siempre se corre el riesgo de que se escapen. Realidad: son fáciles de domesticar, y temen a lo desconocido. La verdad es que de día, mientras nosotros dormimos y el Domo se retira, están sin supervisión y son libres de ir a donde quieran. Tienen toda la extensión de las llanuras, hasta donde alcanza la vista, para poder escaparse bien lejos. Si es que así lo deciden. Sin embargo, no lo han hecho nunca. Por supuesto, es fácil entender por qué. Cualquier heper que abandone la seguridad del Domo se convierte en presa fácil al caer la noche. En el lapso de dos horas lo habrán olfateado, y habrá sido cazado y devorado. De hecho ya ha ocurrido. En una o dos ocasiones. —No da detalles.

»Mito número dos: son pasivos y sumisos. Son más proclives a quedarse tumbados que a pelear. Lo irónico es que esta leyenda se perpetuó con la primera Caza, en la que los hepers demostraron cualquier cosa menos resistencia. Todos recordamos los inútiles que eran. Primero en la fuga inicial, donde resultaron ser lentos y desorganizados. Y en segundo lugar, al rendirse de manera sumisa cuando los rodeamos. Incluso estando a tres kilómetros de distancia, ya habían desistido. Dejaron de correr. Y cuando los alcanzamos, ni uno de ellos peleó, nadie levantó ni siquiera un brazo. Prácticamente se tiraron al suelo y nos dejaron atacarles.

»Sin embargo, las investigaciones han demostrado que se los puede entrenar para que sean agresivos. Han demostrado una sorprendente sagacidad con las armas que se les han suministrado. Armas primitivas, por supuesto; simples lanzas, arcos y flechas. Además, ellos se han diseñado unos complementos de cuero para protegerse el cuello, los muy ingenuos. Son tan entrañables… —Empieza a rascarse la muñeca y se detiene. Anota algo en su cuaderno—. No sabemos cómo consiguieron el material. Para nuestra sorpresa, lo cierto es que pueden llegar a tener muchos recursos.

Mientras escribe, permanecemos inmóviles, sentados. Entonces cierra el cuaderno y vuelve a hablar.

—Mito número tres: son una sociedad dominada por el hombre. Ésta es otra idea que se perpetuó con la última caza. Ya lo vieron todos en la tele. Eran los hombres quienes (como sabemos, inútilmente) se hacían cargo de todo; los que tomaban todas las decisiones (también, como sabemos, equivocadas). Las mujeres no hacían más que seguirlos. Sumisas. Pensamos que la razón era que habían sido diseñados así genéticamente: los hombres dominan y las mujeres se someten. No obstante, nuestros estudios han dado resultados sorprendentes. En la actualidad tenemos cinco hepers en cautividad, todos hombres menos uno. Cuatro machos y una sola hembra. ¿Quieren apostar por quién es el líder?

—Sonríe con satisfacción.

»Éste es uno de los descubrimientos más sorprendentes. De hecho, fui yo el primero en advertir la tendencia. Incluso hace tiempo, cuando eran simples bebés, fui yo quien se dio cuenta de que la única hembra era la que parecía estar al frente de todo. Una líder natural. Hasta la fecha de hoy es, sin lugar a dudas, la cabecilla del grupo. Esperan su aprobación para todo. Si durante la caza quieren separar la cabeza del cuerpo, vayan primero por ella. Con ella fuera del mapa, el grupo no tardará en desintegrarse. Los beneficios serán abundantes a partir de ahí.

Se relame.

—Ya han visto todos a esta chica. Fue la que sacó el último número en la tele. Es evidente que eso no tendría que haber ocurrido. Nunca habríamos puesto delante de las cámaras a una hembra, y menos a una tan joven.

Conocemos el efecto que tienen estas hepers en la gente. Se suponía que iba a salir un niño, pero ella… Bueno, antes de que nos diéramos cuenta tomó el control de la situación y se puso delante de la cámara. Esa chica…

Insaliva tanto que sus palabras se hacen cada vez más viscosas. Se le acumulan las babas en las comisuras de los labios. Su mirada se hace distante, se pierde en el paraíso. Habla con una suavidad, conducido por el deseo.

—Sería deliciosa, tan…

Con una rápida sacudida de cabeza sale del trance.

—Les pido disculpas por las digresiones. El oficial que permitió que eso ocurriera ya no está con nosotros. —Se rasca la muñeca dos veces—. Hay otros mitos —continúa—, y otros descubrimientos que les revelaremos durante los próximos días. Por ahora, absorban lo que les acabo de contar. Saquen provecho de estos conocimientos en la caza. En primer lugar, a los hepers les da miedo huir a lo desconocido y, en segundo lugar, se les puede entrenar para ser agresivos. Y no les importa que les dirija una mujer. Por lo menos, ésta no.

Cada vez se adentra más en la esquina oscura, es como si se lo tragara la negrura. Durante unos instantes no pasa nada. No se mueve ni habla nadie. Permanecemos sentados con expresión indiferente y miradas vidriosas. Esperando a que algo o alguien rompa el silencio.

Es entonces cuando lo noto. Una punzada en la nuca. Desde atrás alguien me está mirando fijamente. Lo último que debo hacer (oigo la voz de mi padre dándome instrucciones) es darme la vuelta. Moverme de forma tan brusca mientras los demás están estáticos no haría más que llamar la atención. Y, además, no la deseada, como si existiera de otro tipo…

Pero la punzada se va aguzando hasta que no lo puedo soportar. Dejo que el bolígrafo que tengo en la mano caiga al suelo. Mientras me doy la vuelta poco a poco para recogerlo, miro atrás furtivamente.

Es Ashley June, y sus ojos de un color verde mortal bajo la luz de mercurio. Está sentada justo detrás de mí. Casi me sobresalto («sobresaltarse» es el reflejo que nos hace saltar un poco cuando tenemos miedo), pero logro reprimir el impulso justo a tiempo. Bajo las pestañas hasta la mitad, un truco que me enseñó mi padre para asegurarme de que no abro los ojos demasiado, y me doy la vuelta.

¿Ha visto cómo me sobresaltaba? ¿Lo ha visto?

Alguien sube al atril. La mujer del vestido de volantes de ayer.

—¿Qué tal nos encontramos esta noche? ¿Se lo están pasando bien? —Saca un bloc de notas, le echa una ojeada y entonces nos mira con una sonrisa en los labios—. Tenemos un apretado programa para el resto de la velada. Primero daremos una vuelta por las instalaciones.

Lo que seguramente nos llevará gran parte del tiempo. Después, si el tiempo y la oscuridad lo permiten, lo remataremos con una visita a la aldea heper, a unos kilómetros del edificio principal. Si no nos da tiempo y nos acercamos al alba, tendremos que dejarlo para mañana. —Entonces nos mira uno por uno para leernos la expresión—. Por algún motivo, me parece que no van a permitir que eso ocurra. ¿Empezamos, pues?

Lo que sigue durante las siguientes horas es un recorrido excesivamente tedioso por las instalaciones. No es más que un paseo a lo largo de pasillos oscuros e interminables. Los escoltas nos siguen en silencio. En la segunda planta se alojan el personal y los cazadores, y los pasamos de largo. La tercera está dedicada a la ciencia. Por motivos obvios, está llena de laboratorios de punta a punta. Un olor a formaldehído impregna toda la planta. Aunque la guía nos habla con entusiasmo sobre cada laboratorio, «éste se dedica a analizar pelo heper, éste estudia su risa, y este otro, su canto», es obvio que hace tiempo que cayeron en desuso.

—Todo esto es una estupidez, ¿no te parece?

—¿Disculpe? —Me vuelvo hacia el señor mayor que tengo a mi lado, uno de los cazadores. Nos encontramos en un laboratorio que se había utilizado para analizar pelo y uñas de heper. El hombre se está inclinando sobre mí; su cuerpo demacrado es como un lápiz roto. Tiene la cabeza ladeada sobre una muestra de uñas que hay en una vitrina. Su calva tiene tanto brillo y tan poco pelo como la placa, pero cerca de la frente está moteada con marcas de la edad. Se ha peinado unos mechones a través de la calva, como hileras de nubes tapando la luna. Estamos solos al fondo del laboratorio. Todos los demás se concentran en la parte delantera, donde parece que hay muestras más interesantes.

—Una estupidez —susurra.

—¿Las uñas?

Niega con la cabeza.

—Toda esta visita. La etapa de entrenamiento.

Lo miro de reojo. Es la primera vez que lo veo de cerca, y es mayor de lo que creía. El pelo es más ralo, tiene arrugas más pronunciadas, la curva de la espalda más marcada.

—¿Qué necesidad tenemos de entrenar? —Tiene una voz áspera—. Dadnos ya a los hepers. Los devoraremos en un momento. No necesitamos entrenamiento. Tenemos nuestro instinto, y el ansia. ¿Qué más necesitamos?

—Dar espectáculo.

Ahora es él quien me observa. Me lanza una mirada breve pero absorbente. Siento que su cerebro me succiona. Y después, su aprobación.

Lo observo desde ayer por la noche. Me llama la atención, y yo sé el motivo. No quiere estar aquí. El resto de cazadores —menos yo, como es obvio— están exultantes. Literalmente, les ha tocado la lotería. En cambio, éste arrastra los pies, y sus ojos no brillan con el mismo regocijo que los demás. Todo en él grita a voces que tiene sus reservas. En resumen, reúne todas las características que yo siento. Me viene una idea a la cabeza, pero la descarto de inmediato. No hay ninguna posibilidad de que sea heper. Si lo fuera, como yo, estaría ocultando esos sentimientos, como yo, y no dejaría que los trapos sucios salieran a la luz y que todos los demás lo vieran.

Mientras le estudio, su paso artrítico ha ido empeorando con la edad, me doy cuenta de por qué está tan huraño. Sabe que no tiene ninguna oportunidad. Especialmente con los cazadores más jóvenes, que serán más veloces que él, y no les costará nada superarlo con las armas. Para cuando llegue a los hepers, ya ni siquiera quedarán huesos que roer. Esta caza es una tortura para él. Estar tan cerca y, a la vez, tan lejos. No me extraña que esté amargado. Es un hombre famélico en un banquete en el que sabe que al final no quedarán ni migas en el suelo para comer.

—Aquí pasan muchas más cosas de las que nos enseñan —afirma mientras sigue inclinado sobre la vitrina.

Yo no sé muy bien qué responder, así que espero que continúe, pero no lo hace. Se arrastra hasta la parte delantera del laboratorio y se une al resto dejándome solo.

Después de recorrer los laboratorios del segundo piso, nos llevan al tercero. Lo atravesamos rápidamente. No hay más que una serie de aulas que no se utilizan, con las sillas encima de los escritorios. Al fondo se encuentra el auditorio. Echamos un vistazo desde la puerta. Huele a polvo y humedad. Nadie se aventura a entrar, así que seguimos el camino.

Y llegamos al último piso, el cuarto. El centro de control ocupa toda la planta. Hay un griterío considerablemente diferente a la falta de animación del resto de pisos. Está claro que es el punto neurálgico de toda la operación. Los numerosos ordenadores y las pantallas de televisión resplandecen de punta a punta. El personal va de un lado a otro con carpetas, y se desplaza enérgicamente entre escritorios, cubículos y ordenadores. Son todo hombres, que visten americanas de color azul marino con solapas puntiagudas y aberturas dobles, pero entalladas y prácticas. En la parte de delante de la chaqueta llevan tres botones que emiten una tenue luz de mercurio. Sienten curiosidad por nosotros y les pillo echándonos miradas furtivas. Al fin y al cabo, somos los cazadores de hepers. Somos los que conseguiremos probar su carne y su sangre.

En lugar de paredes de cemento, hay unos grandes ventanales que van del suelo al techo y dan una panorámica del exterior de prácticamente 360 grados. Desde aquí arriba es como si nos cerniéramos sobre las llanuras iluminadas por la luna que tenemos debajo.

El grupo se desplaza hasta las ventanas que dan al este. Al Domo. Todos los quieren ver. Parece pequeño a lo lejos, como una canica partida por la mitad que luce tenuemente entre las estrellas.

—No hay nada que ver —nos informa un escolta—. Lo único que hacen de noche es dormir.

—¿No salen?

—De noche, casi nunca.

—¿No les gustan las estrellas?

—No les gusta que la gente los mire. Observamos en silencio.

—Es como si supieran que los estamos viendo —susurra un cazador.

—Apuesto a que hay un grupo que nos mira a nosotros desde dentro de esas cabañas. Justo ahora, mientras hablamos.

—Ahora están durmiendo —corta un escolta.

Todos nos inclinamos hacia delante, con la esperanza de atisbar el menor movimiento. Sin embargo, todo permanece en calma.

—He oído que el Domo se abre cuando sale el sol.

Los escoltas se miran entre ellos, sin saber si tienen permiso para responder.

—Sí —nos cuenta uno—, hay censores de luz solar que lo activan. Se eleva dos horas antes del crepúsculo y vuelve al suelo una hora después del alba.

—Entonces, ¿no hay ninguna manera de abrirlo manualmente? —pregunta Ashley June—. ¿Desde aquí? ¿Con un botón o una palanca que lo accionen?

Se produce un silencio intenso y prolongado.

—No, todo es automático —dice un escolta—. Nos han quitado todo el control. —Iba a añadir algo, pero se muerde la lengua.

—¿Tiene prismáticos?

—Si pero no hay nada que ver. Los hepers duermen.

Todo el mundo está tan ensimismado con el Domo que no advierten que Ashley June se separa del grupo. Menos yo, la sigo con el rabillo del ojo y vuelvo la cabeza cuando desaparece de mi vista.

Se dirige hacia el fondo de la sala, donde hay tres filas de monitores de seguridad en la pared. Debajo hay un empleado que mueve la cabeza de un lado a otro y de arriba abajo repasando los monitores. Se acerca a él, poco a poco, hasta que unos mechones del pelo le rozan la frente.

Él se desplaza a la derecha con rapidez. Ella, a su vez, se rasca la muñeca a modo de disculpa, asegurándose de que quede como algo accidental y momentáneo. Él se da la vuelta en su asiento para verla de frente, y después se levanta. Tiene cara de niño y carece de experiencia, a sus ojos soñolientos les cuesta un poco entender que tienen delante: una chica bella y joven. Este hombre, cuyo mundo se compone de un interminable aluvión de pantallas digitales, queda desconcertado con la repentina intrusión de carne. Ashley June se rasca más la muñeca en un intento de hacerle sentir cómodo. Al cabo de un momento, él empieza a rascarse también. Al principio con prudencia, pero luego cada vez más rápido. Sus ojos empiezan a ver mejor y brillan.

Ella le dice algo, pero estoy demasiado lejos para oírlo. Él contesta, le empieza a correr la energía por el cuerpo, y señala varios monitores. Ella, inclinando el cuerpo ligeramente hacia las pantallas, le hace otra pregunta. Cada vez está más cerca del hombre. Él se da cuenta y, cuando le contesta, hace un gesto de entusiasmo con la cabeza.

No hay duda de que se le da bien coquetear. Además, está tramando algo.

Entonces levanta su largo brazo y señala uno de los monitores. Lo eleva sin esfuerzo, como el punto de la exclamación al final de una frase que dice:

«¡Soy guapísima!». Es el brazo que me ha hipnotizado durante todos los años en que me he sentado detrás de ella. Sobre todo, en los meses de verano, cuando llevaba camisetas sin mangas y podía ver sus maravillosas formas torneadas. No eran ni muy delgadas ni muy gruesas, tenían justo las medidas perfectas, e irradiaban gracia y seguridad. Hasta las suaves pecas que le salpican el brazo y desaparecen bajo la camiseta son más seductoras que imperfectas.

Poco a poco avanzo hacia ella y me coloco detrás de una columna miro a escondidas y veo que se ha acercado más a él. Por encima de los dos, las imágenes de las cámaras de seguridad brillan desdibujadas. Por lo menos la mitad se centra en el Domo.

—Es increíble que funcionen todo el tiempo.

—Durante veinticuatro horas, los siete días de la semana —contesta él, orgulloso.

—Y ¿hay alguien controlando siempre los monitores?

—Bueno, antes siempre había una persona, pero se hizo… Hubo un cambio de política.

Se produce una pausa larga.

—Venga, vamos, puedes contármelo —lo anima.

—No se lo digas a nadie —advierte el empleado en voz baja.

—No lo haré.

—Hubo algunos trabajadores que se quedaban tan absortos con las imágenes que…

—¿Sí?

—Perdían la razón. Se volvían locos de deseo y corrían hacia el Domo.

—Pero ¡si está cerrado!

—No, no lo entiendes. Iban de día.

—¿Cómo?

—Justo desde este asiento. En un momento estaban mirando los monitores y, al siguiente, se encontraban corriendo por la escalera hacia la salida de emergencia.

—¿Hasta con el sol ardiendo?

—Fue como si se hubieran olvidado. O ya no les importara. —Hace otra pausa—. Por eso cambiaron la política. Primero se prohibieron las grabaciones, porque había copias ilegales circulando por las calles. Y, en segundo lugar, ahora todo el mundo tiene que abandonar el edificio antes del amanecer.

—¿No hay absolutamente nadie de día?

—No sólo eso. Mira esto: las ventanas no tienen persianas. Las quitaron. Ahora el sol entra de día. Aquí no hay nadie después del alba. Nadie.

Se produce un silencio, y entonces creo que se ha terminado la conversación, pero, de repente, ella vuelve a hablar.

—Y ¿qué es ese gran botón azul de allí?

—La verdad es que no te lo puedo decir.

—Vamos, conmigo no hay peligro.

Otro silencio.

—Como con el resto de información que me has dado, y todas las cosas por las que te podrían echar por habérmelas contado. No te preocupes —le dice, con tono de amenaza.

—Es el botón de cierre —confiesa secamente después de un momento.

—¿Qué significa?

—Cierra por completo el edificio. Todas las entradas y ventanas. No hay posibilidad de salir una vez se ha activado el botón. Hay que pulsarlo para encender el sistema, y volver a pulsarlo para cancelarlo.

Su voz queda ahogada cuando el grupo, que se ha movido de las ventanas, se acerca murmurando hacia los monitores, en el fondo de la sala. De manera subrepticia, me reincorporo con la masa. Nadie ha advertido mi ausencia. O eso creo yo.

Cuando llegamos a los monitores, el empleado ya ha vuelto a su asiento y mueve la cabeza de arriba abajo y de un lado a otro. Uno de los escoltas explica la función de estas pantallas y cómo las cámaras cubren la entera totalidad del instituto. Pero nadie le escucha, todo el mundo mira fijamente las imágenes del Domo. Siguen buscando hepers.

Menos yo, que miro a Ashley June.

Se ha vuelto a apartar del grupo y está dando vueltas. O, por lo menos, lo hace ver. Hay algo en su porte, quizá la manera en que ladea la cabeza para leer los documentos en las mesas o cómo se agacha al pasar por el panel de control repleto de interruptores y botones, que parce decidido y resuelto. Además, intenta pasar desapercibida, pero eso es prácticamente imposible. Es una cazadora de hepers, es mujer, y es bonita. Es como si te vertiera aceite caliente en el cerebro. En poco tiempo todos los empleados a su alrededor se han dado cuenta. Ella también lo advierte y desiste. Vuelve con nosotros a los monitores con la cabeza alta. Se queda muy quieta, inmóvil, e indescifrable.

La observo desde atrás. El pelo le cae oscuro por la nuca con un tenue destello. Está tramando algo para llevar a cabo en el centro de control, no me puedo quitar esa idea de la cabeza. Busca información. Espera una confirmación. No estoy seguro. Pero lo que sí sé es que participa en un juego que los demás ni siquiera sabemos que ha empezado.

Esta noche la comida se sirve tarde; es la medianoche pasada cuando nos conducen hasta un gran vestíbulo en la planta baja y nos sitúan en una mesa circular. Ninguno de los escoltas se sienta con nosotros sino que se retiran a su propia mesa en la oscuridad periférica. Sin su presencia invasora, los cazadores nos sentimos a gusto: relajamos la espalda, y hablamos más entre nosotros. La comida ofrece la primera oportunidad que tengo de conocer a los otros.

De lo que hablamos primero es del menú. Hay carnes que no hemos probado nunca, y que sólo conocemos por haber leído sobre ellas o haberlas visto en documentales televisivos. Liebre, hiena, suricata, rata canguro… Carne fresca de las Vastas. El plato estrella es algo muy especial: guepardo, un plato que suelen comer los oficiales de alto rango en las bodas. Es un animal difícil de cazar, pero no por su velocidad, hasta la persona más lenta corre más que un guepardo, sino por su rareza.

Como es evidente, todos los platos se sirven sangrando. Comentamos la textura de las diferentes carnes en nuestro paladar. Se trata de un sabor superior al de las carnes sintéticas a las que estamos acostumbrados. La sangre nos cae por la barbilla hasta las copas de goteo que tenemos colocadas debajo. Al final de la comida nos beberemos el caldo frío compuesto por la sangre animal.

Lo que más necesito es agua, y no hay en la mesa. Ya hace más de una noche que bebí por última vez en mi casa, y empiezo a notar lo deshidratado que estoy. Siento la lengua seca como si me hubiera metido una bola de algodón en la boca. Durante la última hora más o menos he empezado a sentirme mareado. Mi copa de goteo se va llenando de sangre mezclada. Me la tendré que beber porque es lo suficientemente líquida y acuosa. Más o menos.

—He oído que te han colocado en la biblioteca —me interpela un hombre de unos cuarenta años, fornido y de espalda ancha, que se sienta a mi lado. Es el presidente de la SPTHC (Sociedad para la protección y Trato Humano de los Caballos). Su abdomen prominente se eleva por encima de la mesa. Lo llamaré «Beffy», es decir, «Fornido».

—Sips —le digo—. Es un palo tener que caminar por fuera. Seguro que vosotros estáis aquí todo el día de fiesta, mientras yo estoy encerrado, solo y aburrido como una ostra.

—Lo que me fastidiaría es que dieran el toque de queda cuando sale el sol —confiesa, con la boca llena de carne—. Tener que dejar a todo el mundo de inmediato, y verme forzado a irme. Además, andar solo por ahí fuera, rodeado de desierto y de luz del sol durante el día.

—Pero tienes un montón de libros —dice Ashley June, que está sentada a mi lado, y se une a la conversación—, no sé de que te quejas. Puedes estudiar técnicas de caza y ayudarnos.

Veo que el hombre mayor y demacrado a quien conocí en el laboratorio se rasca ligeramente la muñeca. Se embute un trozo de hígado de hiena en la boca. Lo llamaré «Gaunt–Man», es decir, «Demacrado».

—He oído —añade otra cazadora— que la biblioteca pertenecía a un científico independiente que tenía unas teorías bastante disparatadas sobre los hepers.

Una mujer que se conserva bien para su edad —debe de rondar los treinta y cinco, una edad peligrosa— se sienta enfrente de mí. Prácticamente no aparta la vista del plato cuando habla. Su pelo de color negro azabache y engominado le enmarca la barbilla angular. Tiene una boca voluptuosa de color carmesí debido a cómo le gotea la sangre de la carne. Es como si fueran los propios labios los que le sangraran en abundancia. Cuando habla, los separa de tal manera que parece que no se quiera molestar en mover una parte. Como si hiciera una mueca. Se me ocurre el siguiente nombre: «Crimson Lips» (Labios Carmesí).

—¿Dónde lo has oído? —le pregunto.

—Entonces levanta la vista del plato sangriento y me sostiene la mirada, evaluándome.

—¿El qué? ¿La biblioteca? Porque yo he preguntado por ti —dice con voz neutra y difícil de interpretar— y por qué te pusieron ahí. Mi escolta lo sabe todo. La verdad es que cuando le das pie, habla mucho. Me lo contó también para que dejáramos de compadecerte, por la gran vista que tienes.

—La misma que vosotros. Sólo que estoy en el quinto pino.

—¡Sí, pero tú estás más cerca! —exclama Beefy mientras escupe sangre por la boca y le deja la barbilla moteada. Un trozo de hígado de conejo a medio masticar sale volando y aterriza cerca del plato de Crimson Lips. Antes de que el hombre se mueva, ella lo atrapa y rápidamente se lo mete en la boca. Él le lanza una breve mirada de furia antes de retomar la conversación—. Estás más cerca del Domo. Y de los hepers.

Entonces se vuelven a mirarme.

Muerdo con rapidez un gran trozo de carne. Me pongo a masticas lentamente, a propósito, para ganar tiempo. Me rasco la muñeca con rapidez.

—Nos separa más o menos un kilómetro de luz. Y, de noche, un domo de cristal impenetrable me aísla de ellos. Es como si estuvieran en otro planeta.

—Ese lugar está maldito —afirma Crimson Lips—. Me refiero a la biblioteca. Al final acabas por volverte chiflado. Por la proximidad. Estás tan cerca que es como una tortura. Puedes olerlos, pero no llegar a ellos. Todos los que han pasado por allí han acabado enloqueciendo tarde o temprano. Más bien temprano.

—He oído que eso fue lo que le pasó al científico —asegura Beefy—. Una noche, le entraron las ansias. Fue hace unos meses. Se aventuró a salir al anochecer, y se fue directo al Domo. Puso la cara contra el cristal, como un niño en una tienda de chuches. Se le fue la noción del tiempo, y entonces…, bueno…

¡Hola, sol! —Se encoge de hombros—. Por lo menos, ésa es la teoría. Nadie vio cómo ocurrió. Se encontraron una pila con su ropa a medio camino entre la biblioteca y el Domo.

—Por lo que me han contado, es lo mejor que pudo haber ocurrido —declara Crimson Lips—. Era un completo inútil. Analizaron sus investigaciones después de que desapareciera. Los cuadernos y diarios estaban llenos de basura.

Llega el postre: helado. Una de las pocas comidas con las que no tengo que fingir apetito. Lo devoro, y sólo me controlo un poco cuando siento un pinchazo en la frente. El resto de cazadores siguen atiborrándose, sobre todo los dos que tengo sentados a mi izquierda.

Son universitarios veinteañeros. Él estudia Educación Física (y por eso lo llamaré «Phys–Ed»), y ella, no lo sé. En los dos el físico tiene una importancia indiscutible. Él es muy musculoso, aunque no alardea de ello. Ella, en cambio, es más exhibicionista; lleva una ropa atrevida que muestra sus abdominales; así pues, la llamaré «Abs». Además, los dos son muy atractivos; su piel cristalina, tienen narices aguileñas y pómulos altos. Tanto Phys–Ed como Abs tienen una vitalidad que deja patente que su fuerza y agilidad son naturales. Además, ambos rebosan una inteligencia vivaz. Suelen sentarse al fondo en las reuniones de grupo, como ahora en la comida; sin embargo, siempre están alerta, absorbiendo todo aquello que pasa a su alrededor. Eso sí, algo queda claro de inmediato: son los rivales más peligrosos. Uno de ellos ganará la caza, y el otro se terminará los restos de hepers que sobren. No me extraña que Gaunt–Man esté descontento.

Frilly Dress, con su vestido de volantes, surge de la nada, y su voz chillona resuena por todo el vestíbulo como un plato hecho añicos:

—¿A que hemos disfrutado de una comida estupenda? —nos pregunta. Es obvio que ella sí. Aún le cae la sangre fresca por la barbilla—. Ha llegado el momento de que pasemos a la siguiente parte de la visita. La verdad es que hemos ido tan rápido que ya casi no nos queda nada del plan de hoy. Madre mía, tendrían que ir un poco más lentos. ¡A esta velocidad de vértigo no aprenderán nada!

Pillo a Gaunt–Man mirándome con complicidad. Como diciendo: «¿No te lo dije? Todo esto es tan sólo un ejercicio trivial y sin sentido».

—Entonces —continúa Frilly Dress— lo único que nos queda en el itinerario de esta noche es la visita al Domo, que será un auténtico gustazo. Aunque ya les aviso, lo más probable es que no veamos a ningún heper, ya que a esas horas duermen, pero su olor allí es realmente turbador. Para morirse, vamos.

Se oyen crujidos de cuello en la mesa.

—¿Vamos?

Con esto, todos nos levantamos y esperamos a los escoltas. Y entonces nos ponemos en marcha.

Sé que estamos emocionados y deseosos por cómo forzamos el paso al bajar la escalera, la energía con la que abrimos las puertas de la salida de emergencia, la cara de entusiasmo que se puede ver incluso en Gaunt–Man, y las vibraciones minúsculas y espasmódicas de nuestras manos.

Nadie habla, como si lo hubiéramos acordado de manera tácita. En silencio, pisamos primero el suelo duro de mármol y, después, una vez en el exterior, el camino de ladrillos, que es más suave. Incluso cuando pasamos por la biblioteca, nadie dice nada. Sólo Gaunt–Man mira hacia el interior con curiosidad y después a mí, quizá preguntándose por qué, de todos ellos, me han escogido a mí para alojarme aquí. Cuando se termina el camino y pisamos la polvorienta gravilla de las Vastas, es como si nadie se atreviera ni tan siquiera a respirar. Estamos sin habla.

—Nunca pasa de moda —confiesa por fin un escolta. Y con eso, el paso se fuerza aún más. Me preocupa que el entusiasmo colectivo termine por hacerles correr. No les falta mucho para empezar. Si lo hacen, quedaré al descubierto, porque no sé correr; por lo menos, no tan rápido como ellos. No tengo ni la mitad de velocidad ni de resistencia. Aún recuerdo cómo, en primero, todos mis compañeros me pasaban zumbando, y lo único que podía hacer era caminar lenta y pesadamente, como si estuviera dentro de una tina de mercurio. Mi padre siempre me decía que me cayera, que fingiera un tropiezo y me torciera el tobillo. Entonces podría sentarme.

—Oye —digo, sin mirar a nadie en concreto—, no hay ninguna manera de que podamos entrar en el Domo, ¿no?

—Nop —contesta mi escolta.

—Seguramente ni siquiera veremos hepers, ¿no?

—Nop. A estas horas están durmiendo.

—Así que veremos exactamente lo mismo que ahora, pero ¿más cerca?

—¿Qué?

—Bueno, sólo se ven cabañas de barro, un estanque, las cuerdas de la colada y ya está, ¿no?

—Sip.

—Qué aburrido —digo con osadía.

Pero el grupo se lo traga, por lo menos lo suficiente como para aplacar su entusiasmo. Reducen el paso. Diez minutos después nos aproximamos al Domo. A medida que nos acercamos, me sorprenden sus grandes dimensiones. Se eleva por encima de nosotros, y cubre mucha más superficie de la que había imaginado. Crimson Lips, que camina delante de mí, empieza a contraerse. Abs eleva los hombros, que se le agarrotaron de la emoción. Phys–Ed, que camina a su lado, alza la nariz en el aire para olfatear.

—Los huelo. Huelo a heper —exclama Gaunt–Man con una voz áspera que explota en medio de la quietud nocturna. Hay más cabezas que crujen y que apuntan la nariz arriba en busca de olores.

Cuando nos encontramos a unos cuarenta metros, no lo soportan más y se van en estampida. Yo intento ir detrás de ellos, y corro todo lo más rápido que puedo. Los veo borrosos; constituyen una colección fortuita de animales salvajes de masas oscuras y bordes grises. Saltando con las piernas y los brazos como un molinete. Sus movimientos desordenados y sin gracia, un surtido aleatorio de cortes, saltos y brincos.

Cuando los alcanzo, ya están todos contra el cristal, demasiado concentrados en el Domo como para darse cuenta de que he llegado tarde. En el interior hay diez cabañas de barro que se esparcen de manera uniforme por el recinto. Están agrupadas cerca de un estanque, que es extraordinario. En primer lugar, por su mera existencia en medio del desierto, pero también por el círculo perfectamente simétrico que dibuja. Sin duda lo ha construido el hombre.

Al lado de la genialidad tecnológica del estanque y el Domo, las cabañas de barro parecen reliquias prehistóricas. Las paredes están llenas de huecos y las ventanas son pequeñas y sin marcos. Cada cabaña se sienta sobre dos filas de piedras rectangulares que se han encajado de manera tosca.

—No se ve nada —dice Beefy.

—Lo más probable es que estén todos durmiendo —le explica un escolta.

—Pero inspirad, puedo olerles. El olor es más fuerte de lo normal —dice mi escolta a mi lado.

—Sólo un poco —le responde otro que está en la otra punta.

—Mucho más que eso —insiste mi escolta—. Es muy fuerte esta noche. Deben de haber estado corriendo y sudando un momento antes. —Entonces frunce el ceño, se vuelve en mi dirección y vuelve a oler—. Es muy fuerte esta noche. Qué raro.

Me obligo a permanecer tranquilo. Soy yo el que emite el olor, lo sé, pero no me puedo mover ni hacer nada drástico. Por ello intento distraerles con una pregunta:

—¿Qué profundidad tiene el estanque?

—No estoy seguro —responde—. Supongo que la suficiente para ahogarse. Pero ningún heper lo ha hecho. Esas cosas son como peces.

—Es imposible que el estanque sea natural —añado.

—Tenemos a un genio entre nosotros —dice Gaunt–Man. Después escupe al suelo polvoriento.

—¿Es poroso el Domo? —pregunta de repente Abs. Ha estado tan callada que me cuesta un poco darme cuenta de que esa voz tan bonita es suya—. Porque huelo a heper. Es mucho mejor que los aromas artificiales que venden.

—Sí que parece que es más intenso durante los últimos minutos —añade Phys–Ed.

—Tiene que serlo. ¡Puedo olerlos! —asegura entusiasmada Abs.

—No lo pensaba, pero el aire está realmente cargado de su olor —dice distraído mi escolta—. Hace casi ocho horas que era de día. No debería haber tanto olor aún. —Sus fosas nasales van cada vez más rápido, se le hinchan con una alarmante humedad y empiezan a orientarse hacia mí, como ojos que se dilataran al darse cuenta de algo.

Me alejo del grupo.

—Voy a dar una vuelta alrededor del Domo para ver si se puede ver algo desde el otro lado.

Por suerte, nadie me acompaña. En el otro extremo, escondido por las cabañas de barro, me escupo en las manos y empiezo a frotarme las axilas con vigor. Es bastante asqueroso, pero también lo es la alternativa de que me despedacen.

Cuando vuelvo al grupo, están listos para regresar.

—Ya se ha ido el olor —dice Gaunt–Man con cara de pena—, y aquí no hay nada que ver. Los hepers están durmiendo.

Empezamos el camino de vuelta y el desaliento nos hace arrastrar los pies. Nadie dice una palabra. Me quedo al final por la dirección del viento.

—Hay estrellas esta noche —me dice alguien. Se trata de Ashley June.

—Demasiado brillante, para mi gusto.

Se rasca la muñeca con un gesto ambiguo, mirando hacia arriba.

—Esos hepers parecen animales de zoo —observa— que durmieran todo el tiempo.

—El escolta dice que son tímidos.

—Animales estúpidos —espeta—. Ellos se lo pierden.

—¿Por qué?

Me sorprende que reduzca el paso hasta quedarse a mi lado.

—Piensa en ello —me dice con voz agradable—. Cuanto más sabe la presa sobre el cazador, más ventaja estratégica tiene. Si esas bestias estuvieran despiertas, sabrían cuántos somos, cuántos hombres, cuántas mujeres, nuestras edades…

—Estás dando por sentado que saben que habrá una caza.

—Tienen que saberlo. Les han dado armas.

—Eso no quiere decir nada. Además, «la ventaja estratégica» no les ayudará ni una pizca. Sea como sea, la caza habrá terminado en dos horas.

—Una, si yo puedo ocuparme de ello —susurra. Queda claro que sólo quiere que lo oiga yo.

La miro de reojo. Desde que hemos llegado al Instituto de Hepers, ha sido menos arrogante y ha ido menos de estrella que en el colegio. Prácticamente no ha llamado la atención. Sí lo ha hecho por su atractivo, pero no ha alardeado de ello como suele hacer.

La brisa se cuela por las Vastas, y hace que sus mechones de pelo le rocen las mejillas. Su mirada, endurecida por la fría luz nocturna, parece inquieta. De repente se agacha a atarse el lazo del zapato. Yo me paro a esperarla. Ella se toma su tiempo; se desata el otro zapato y lo vuelve a atar. Cuando se levanta, el grupo ha avanzado bastante.

—¿Sabes? Me alegro de que estés aquí —me dice con suavidad—. Es tan agradable tener un… amigo.

El sonido del viento desierto llena el silencio entre nosotros.

—Creo que deberíamos aliarnos —me ofrece—. Me parece que nos podemos ayudar mucho.

—Trabajo mejor solo. Entonces ella hace una pausa.

—¿Seguiste de cerca la caza de hace diez años? Niego con la cabeza.

—No, es que entonces era tan sólo un niño. No recuerdo demasiado —miento. Lo recuerdo todo a la perfección: cada sonido, cada grito.

—Pues bien, yo la he estudiado mucho. Religiosamente. Para mí ha sido como una obsesión durante años. He leído libros, me he suscrito a revistas, he rastreado la biblioteca hasta encontrar cualquier información por pequeña que fuera, y he escuchado las entrevistas radiofónicas que les hicieron a los primeros concursantes. Todo lo que puedas aprender durante los próximos cinco días, yo ya lo sé. Desde hace años.

—Va bien saberlo —añado sin entender muy bien adónde va esta conversación. Pero la verdad es que no miente. Ha sido miembro de todo tipo de sociedades y clubs heper en el colegio.

—Mira, esto es un secreto a voces. Mucha gente de aquí ya lo sabe, pero parece que tú no tienes ni idea, así que déjame que te lo explique. La clave es aliarse. El ganador siempre sale de la alianza más fuerte. Siempre. Fue así en la última caza, y también con el resto. Si te unes a la persona indicada, te irá bien. Así de simple.

—¿Por qué no te asocias con otro cazador? Con alguien que sea mejor rival que yo. Los dos hombres parece que tienen muchas artimañas, la mujer parece que sabe desenvolverse bien, y los dos universitarios son imponentes físicamente.

—Es una cuestión de confianza. Aquí eres el único en quien puedo confiar.

—No sé.

—Mira —me dice colocándome una mano en el pecho que me hace detener—. Puedes intentarlo solo, y no tener ninguna oportunidad, o puedes unirte a mí, y juntos podemos conseguir algo. Pero si vas sin ningún plan, saldrás con las manos vacías.

Tiene razón, pero no de la manera que ella cree. Porque yo, más que nadie, sé que si no tengo un plan, pierdo. Y no sólo la caza, sino mi vida. Sin estrategia, se revelará lo que soy.

Pero sí tengo un plan, y es muy simple: sobrevivir. Ya está. No llamar la atención durante las próximas cinco noches. Y después, la noche previa a la caza, fingir una lesión. Una pierna rota. En realidad, algo más que fingir, tendré que romperme la pierna de verdad. Armaré un escándalo por la mala suerte que he tenido que me impide participar. Me pelearé con los de administración mientras los cazadores se alejan y yo permanezco en la cama con la pierna escayolada. Y, después, seguiré con mi vida. Así que sí, tiene razón: necesito un plan. Pero ya lo tengo, aunque no implique unirme a ella.

—Mira, lo entiendo, pero trabajo mejor solo.

Me da la impresión que veo un destello en su mirada, como si se rompiera algo.

—¿Por qué sigues haciéndome esto?

—¿Qué?

—Alejarme de ti. Todos estos años.

—¿De qué hablas? Ni siquiera nos conocemos.

—Y… ¿por qué es eso? —me pregunta, y entonces acelera el paso para alcanzar al grupo. Su pelo ondea con la brisa.

A pesar de no estar del todo convencido, empiezo a ir más rápido para alcanzarla.

—Espera, escucha. —Se vuelve para mirarme, pero sigue caminando—. Deberíamos hablar. Tienes razón.

—Vale —responde tras una pausa—. Pero aquí no. Hay demasiados entrometidos. Paremos en la biblioteca.

A nuestros escoltas no les gusta la idea en absoluto.

—No se permite ninguna desviación con respecto al protocolo —recitan ambos casi al unísono. No les hacemos caso. Cuando el grupo pasa por delante de la biblioteca, nos separamos y entramos. Los escoltas, ofendidos, nos siguen al interior. Saben que apenas pueden hacer nada para detenernos.

Atravesamos el recibidor y nos paramos en el mostrador de préstamos.

Los escoltas siguen a nuestro lado. Nos miramos.

—Bueno —le digo a Ashley June tras un buen rato—, esto es un poco extraño.

Ella inclina la cabeza hacia mí y parece poner una mirada picaresca.

—Hazme un tour —me propone. Después mira mal a los escoltas—. Pero solos. —Se aleja, pasa las sillas y mesas y se introduce en la sección principal para observar la decoración y el mobiliario—. Así que éste es el centro de vacaciones del paraíso terrenal del que tanto hemos oído hablar —observa de pie, encima de una alfombra floral un poco gastada que hay en el centro de la sala.

—¿Cómo puede ser? Hace unas horas, todo el mundo decía que este lugar era un infernal encierro solitario, ¿y ahora es un centro de vacaciones? No, en serio. Preferiría estar en el edificio principal —miento mientras me aproximo a ella. Por suerte, los escoltas no me siguen.

—No te gustaría, créeme. Las riñas constantes, las quejas, la trivialidad, el control, el acoso… Y esto sólo entre los empleados. Es un ambiente muy opresivo. A mí no me importaría alejarme de todo eso. Y de todas las preguntas.

—¿Qué preguntas?

—Sobre ti. La gente se pregunta por qué te han separado, por qué te dedican el mejor tratamiento. Como saben que vamos juntos al colegio, imaginan que te conozco bien. Me han estado acribillando, bombardeando, mejor dicho, con preguntas sobre ti. Cómo eres, tu pasado, si eres o no inteligente… Así ad náuseam.

—¿Y qué les dices?

Nuestras miradas se encuentran. Primero, con una expresión seria, pero después con una dulzura que me sorprende. Camina hacia los ventanales, el punto más alejado de los escoltas, y me hace una seña. La sigo hasta allí. Y ahora, lejos de los escoltas, sólo estamos los dos, bañados por la luz de la luna. Tenemos el pecho menos comprimido, y el aire es más ligero.

—Les digo lo que sé —me responde mirando por la ventana y después a mí. Sus ojos, inundados por la luz de la luna, irradian un brillo especial. Sus iris se ven claros y definidos—. Que no es mucho. Les cuento que eres una especie de enigma, un chico solitario, que no te relacionas demasiado con la gente. Que eres listo. Que, aunque todas las chicas suspiran por ti, no has salido nunca con ninguna. Me preguntan si hemos estado juntos alguna vez, y les digo que no.

La miro a los ojos. Ella me sostiene la mirada con una especie de desesperación tranquila, como si tuviera miedo de que la aparte demasiado rápido. El aire que nos separa cambia de manera radical, no sé cómo explicarlo. Siento como un acelerón y, después, una suavidad reconfortante.

—Ojalá pudiera contarles más —susurra—, ojalá te conociera mejor. —Hace caer su cuerpo contra la ventana, como si de repente se sintiera cansada debido a un peso invisible.

En ese movimiento, como una especie de rendición, que rompe algo en mi interior. Como el hielo que se agrieta el primer día de primavera. Pálida bajo la luz de la luna, su piel es como alabastro resplandeciente. Tengo el deseo repentino de recorrer sus brazos con mis manos para sentir esa fría suavidad. Durante un rato miramos al exterior. No se mueve nada. Un rayo de luna cae en el Domo distante y la engalana con un manto de destellos.

—¿Por qué ésta es la primera vez que hablamos de verdad? —Se endereza, y se recoge unos mechones detrás de la oreja—. Siempre he querido tener algo así contigo, tienes que haberte dado cuenta. Creo que hemos hecho caso omiso a un centenar de momentos como éste.

Miro afuera, incapaz de mirarla a los ojos. El corazón me late más rápido de lo que lo ha hecho en mucho tiempo.

—Te estuve esperando aquella noche lluviosa —me dice con un hilo de voz apenas audible—. Casi una hora, en la puerta principal. Me empapé. ¿Qué hiciste? ¿Salir a escondidas por la puerta de atrás? Ya hace unos cuantos años, lo sé, pero… ¿te has olvidado?

Sin atreverme a posar mi mirada sobre la suya, me concentro en las montañas del este. Lo que quiero decirle es que no me he olvidado nunca. No ha pasado ni una sola semana en la que no haya imaginado que yo podría haber tomado otra decisión. Haber salido de clase cuando sonó la campana; haber ido a buscarla a la puerta principal y acompañarla a su casa con la lluvia empapándome los pantalones. Chapoteando entre charcos, con las manos entrelazadas cogiendo el paraguas totalmente inútil con ese chaparrón, pero sin que el hecho de mojarme me importara lo más mínimo.

Sin embargo, en lugar de hablarle, oigo la voz de mi padre. «No te olvides nunca de quién eres.» Y, por primera vez, me doy cuenta de lo que quería decir. Tan sólo era otra manera de decir: «No te olvides nunca de quiénes son».

No digo nada, me limito a mirar las estrellas con sus luces parpadeantes en extrema soledad. Están tan cerca, su luz se roza, se solapa; pero su proximidad es puramente ilusoria porque en realidad están muy lejos, separadas por un vacío infranqueable de mil millones de años luz.

—Me parece que… No sé de qué hablas. Lo siento.

Al principio no responde. Entonces, de repente, sacude la cabeza, y su cabello caoba le tapa la cara.

—Esta noche la luz brilla demasiado. —Con voz frágil cambia de tema y se coloca unas grandes gafas de luna ovaladas—. No soporto que haya luna llena.

—Alejémonos de las ventanas —le propongo, y nos vamos hacia la alfombra, donde los escoltas ya pueden oírnos.

Estamos frente a frente, y es un poco extraño. Mi escolta da un paso adelante.

—Tenemos que volver con el grupo. Es la hora de cenar.

La mayoría estamos agotados durante la cena. Estamos demasiado cansados como para mantener ninguna conversación que no sea insustancial. El ambiente dista mucho de la tertulia que hemos tenido durante la comida. Me preocupa mi olor corporal, y me huelo las axilas de vez en cuando. Consciente de mi proximidad a los demás, como rápido. Gaunt–Man, que se sienta a mi lado, tiene tics. No dice nada, pero en un par de ocasiones, sus fosas nasales se agrandan en mi dirección.

Al otro lado se sienta Ashley June. Soy consciente de todos sus movimientos: la cercanía de su codo con el mío, cada vez que coge o deja sus cubiertos, el vaivén de su cabello cuando se hace una cola de caballo para que el pelo no le caiga sobre las copas de goteo. Pero sobre todo, he advertido su silencio. Siento un fuerte impulso de mirarla. Y, a la vez, de alejarme de ella, para que no me huela.

Hacia la mitad de la comida estoy más preocupado por mi olor. Y cuanto más nervioso me pongo, más huelo. Necesito realizar una salida rápida y que no levante expectación. Me pongo de pie y, de repente, todos los ojos de los comensales se posan en mí. Separándome de la mesa, busco a mi escolta, que se encuentra en algún lugar de la oscuridad que nos rodea. Unos instantes después, aparece desde atrás.

—¿Va todo bien?

—Sí, perfectamente. Pero debería volver a mi habitación. Me preocupa la salida del sol.

Mira su reloj.

—No sale hasta dentro de una hora.

—Aún así, tengo tendencia a preocuparme por todo. No quiero correr el riesgo de que se adelante y me pille fuera. —Nadie de la mesa nos quita la vista de encima.

—Se lo aseguro, nuestros cálculos horarios no fallan nunca —me explica.

Me doy cuenta de que, en realidad, ni siquiera tengo que fingir cansancio, y miro al suelo. Estoy reventado.

—Si no hay nada más planeado para esta noche, creo que me voy a retirar temprano. Estoy hecho polvo.

Noto que me mira fijamente, intentando comprenderme.

—Pero la comida… Quedan por llegar tantos platos suculentos…

Me doy cuenta de lo que ocurre, y le tranquilizo:

—Sabes que no hace falta que me acompañes. Quédate y come. Hasta que te hartes. En serio, sé ir desde aquí. Bajo dos pisos, tomo el pasillo a la izquierda, derecha, otra vez a la izquierda y, después, salgo por las puertas dobles con el emblema del Instituto.

—¿No quiere quedarse a comer el postre?

—No, en serio.

—¡Pero es que las carnes más selectas y sangrientas están aún por llegar!

—Es que estoy molido. De verdad, no te preocupes por mí.

—¿Seguro que podrá solo?

—Lo he pillado. —Y antes de que pueda dar otra objeción, me voy. Mientras camino, echo un vistazo rápido a la mesa.

Se supone que tendrían que estar comiendo y atiborrándose, haciendo caso omiso de mi conversación con el escolta. En cambio, me miran aturdidos. Desconcertados, mejor dicho. Se trata del tipo de confusión que anida en la cabeza de la gente y les hace preguntarse cosas.

Bajando los dos pisos me digo a mí mismo: «Todo, tonto, tonto». Cuando voy por el pasillo me castigo con «Idiota, idiota, idiota». Al abrir las puertas al exterior pronuncio en voz alta: «Imbécil, imbécil, imbécil». Después oigo la voz de mi padre en mi cabeza: «No hagas nada fuera de lo normal, no hagas nada que te haga sobresalir de la masa. Evita cualquier cosa que llame la atención».

Hasta cuando llego a las puertas de la biblioteca minutos más tarde, sigo murmurando cosas para mis adentros: «Imbécil, tonto, idiota, bobo».

De vuelta en la biblioteca, recorro los cuartos interiores, los corredores, todos los rincones recónditos, registro cada centímetro del lugar. Todo es en vano. No hay ningún tipo de líquido bebible, ni una gota. Estoy muy preocupado. Lejos de las reservas que tengo en casa, de todos los instrumentos que me proporcionan subterfugio (cuchillas de afeitar, botellas de agua, desodorantes, blanqueadores dentales, limas de uñas), las cosas se deterioran con rapidez. La falta de agua me hace sentir mareado. No puedo concentrarme en nada. Mis pensamientos son caóticos. Como breves cuchillas. Tengo un dolor de cabeza que me martillea.

Levanto el brazo y me huelo la axila. Ahí está. Hasta yo lo puedo oler. Y si yo puedo hacerlo, ellos también. No me extraña que Gaunt–Man y Beefy estuvieran tan distraídos durante la cena. No sé si alguno de ellos sospecha de mí ya. Puede que esos dos hayan olido algo antes, pero no creo que lo hayan relacionado conmigo todavía. El problema es que mañana apestaré.

Me dejo caer en el sofá de piel. La cabeza me sigue dando vueltas y martillazos. En el exterior ya se atisba el amanecer, que pronto se cernirá sobre las ventanas. Pronto bajarán las persianas. Me pongo el brazo sobre los ojos; no quiero pensar pero sé que necesito enfrentarme a la realidad. No hace mucho el plan A parecía perfecto: pasar desapercibido durante el período de entrenamiento, romperme una pierna justo antes de la caza. Sin embargo, ahora las cosas han cambiado. Con mi cuerpo enviando olores de «cómeme», y mi lengua tan áspera y seca como el papel de lija, no llegaré a la caza dentro de cuatro noches. Me moriré de sed o seré salvajemente devorado. Lo más probable es que sea lo último.

Tumbado en el sofá, con una especie de alarma entumecida presionándome, empiezo a adormilarme. En realidad, caigo en un profundo letargo.

Me despierto por la sed y toso. Mil astillas me perforan la garganta reseca. Aparo el brazo de la cara, poco a poco. La librería está a oscuras: han bajado las persianas. Pero ocurre algo raro. Aún puedo ver, hay un hilo de luz en el interior de la sala. Como si hubiera una vela.

Es imposible. Miro a mí alrededor, y la somnolencia no tarda en desaparecer. Veo la fuente de luz. Está justo ahí. Un fino rayo de sol se cuela por un agujero en la persiana que tengo detrás. Me pasa por la oreja y llega hasta el fondo de la biblioteca. Es una luz penetrante, como un láser, como si pesara.

Ayer no la vi, pero lo cierto es que estuve en el otro lado, durmiendo profundamente de día.

Me acerco a la persiana. Con precaución me aproximo al agujero. De algún modo espero que la luz me abrase la piel, pero sólo siento una tibia punzada donde se posa el rayo. La abertura en la persiana forma un círculo perfecto, con el borde limado. Muy raro. No es una casualidad ni el resultado del proceso de envejecimiento del edificio. Alguien lo ha hecho de manera intencionada (lo ha taladrado) en una persiana metálica de cinco centímetros. Pero ¿quién? Y ¿con qué finalidad?

El científico chiflado. Eso no me cuesta suponer; nadie más ha vivido aquí. Pero ¿para qué querría hacerlo? Un rayo de sol como éste no sólo impediría dormir a cualquiera, sino que además causaría daños permanentes en la retina y el intestino. Nada de esto tiene ningún sentido.

O quizá él no tuvo nada que ver. Quizá el agujero lo hicieron los empleados después de que desapareciera. Pero ¿por qué? Además, si sabían que me iban a alojar aquí, lo más probable es que lo hubieran tapado antes de que yo llegara. Esto tampoco tiene sentido.

Y justo entonces se me ocurre una idea que me deja helado.

Sacudo la cabeza como para que desaparezca, pero se me ha fijado en la mente. Además, cuanto más lo pienso, más probable me parece.

Alguien ha hecho el agujero esta noche. Para probarme y desenmascararme. Para saber si soy heper.

Tiene sentido. Esta noche, sin haber podido lavarme y despidiendo olor, se han levantando sospechas, pero necesitan más pruebas antes de poder acusarme. Hacer que un rayo de sol entre en la biblioteca de manera subrepticia durante el día es la treta perfecta. Sutil pero definitiva. Un hilo de luz tan fino que no despertaría a un heper, pero sí a una persona normal. Algo que le haría esconderse en la otra punta de la sala y pedir una nueva habitación a primera hora de la noche. La prueba perfecta.

Camino lentamente por los corredores en un intento de contener el miedo. Paso las yemas de los dedos por los lomos polvorientos de los libros con cubiertas de piel. Entonces me doy cuenta de que mi teoría tiene un fallo. Los únicos que podrían sospechar de mí son las personas que he tenido cerca: los cazadores y escoltas. Sin embargo, han pasado toda la noche conmigo, nos hemos podido ver en todo momento. Nadie ha tenido la oportunidad de esfumarse y taladrar un agujero de cinco centímetros en el acero.

Vuelvo al orificio y lo estudio más de cerca. El borde no está afilado; tampoco brilla como pasaría si lo acabaran de agujerear. Me agacho para ver si encuentro virutas. Nada. Ya lleva tiempo.

Todo esto me deja hecho un lío. Si mañana finjo estar enfadado y me quejo, los empleados vendrán a echar un vistazo antes de taparlo. Sin embargo, será una invitación a que se hagan preguntas sobre mi primer día de sueño (¿por qué no me quejé entonces?). Por otro lado, si no digo nada y esto es realmente una trampa, me descubrirán.

Entonces se me ocurre algo. Quizá sea el efecto secundario de algo más importante. Quizá sea eso, y no el rayo, la clave real de este misterio. Lo analizo y estudio todos los pequeños detalles: la altura a la que se encuentra del suelo, y su pequeño diámetro. Y claro, resulta que tiene la medida perfecta para mirar.

Sin embargo, cuando me acerco, con la luz cegadora en el exterior, no hay nada. Tan sólo la vista monótona e insulsa de las Vastas que se despliega ante mí con la blancura abrasadora del sol y lo quema todo. Ni siquiera se ve el Domo. Sólo polvo, suciedad, arena y luz. Nada más. No hay nada que observar. El rayo, miro por el agujero, pero todo es inútil. No saco ninguna conclusión. Lo que me da más rabia es la sensación de estar tan cerca de la respuesta. Al final me siento; tengo los pies destrozados. Cierro los ojos para concentrarme y, cuando los abro, unas horas después, el rayo ha desaparecido, han levantado las persianas y alguien llama a la puerta. Ha llegado el anochecer.